MI PASO POR EL SEMINARIO DE CÓRDOBA
Del nacionalcatolicismo a la
modernidad del Concilio Vaticano II
Una gran ventana para
la vida intelectual, 1962-1968
Por Francisco Moreno Gómez
Posiblemente, sólo se vive lo que se escribe, y lo que no se escribe es como si no se hubiera vivido. Desde la última vuelta del camino (como escribía el amargado Pío Baroja) se ve lo complicados que son los
caminos de la vida. Existen muchas vocaciones. Lo
importante es encontrar la propia, el propio destino y la causa personal por la
que merece la pena vivir. A la búsqueda
del proyecto escondido, diría Proust. Una vida sin proyecto es una vida
anodina. El propio proyecto se puede hallar por varios caminos, incluso
diferentes, pero al final pueden converger todos los senderos en un mismo punto
definitivo. Hoy pienso que fui
afortunado, porque me fue bien en los varios caminos emprendidos, y en ellos hallé una formación personal polivalente,
que me haría encontrar después el proyecto más nítido de mi existencia: escribir la historia de aquellos a los que
se ha querido negar el derecho a la historia.
En mi último año de
bachillerato elemental, 1961-1962, tenía claro que mi futuro eran los libros,
el estudio y la trayectoria académica.
Hasta ahí, todo correcto. Pero mis orígenes eran demasiado humildes como para
pensar en un destino de altos vuelos. De momento, un horizonte sombrío. Pero he
aquí que en la primavera de 1961 un
hecho singular vino a señalarme una primera posibilidad en unos tiempos de
monotonía. En esas fechas llegaron al pueblo los misioneros, los jesuitas, con
un torrente de celebraciones religiosas, que pusieron Villanueva patas arriba.
Entre ellos, el P. Medina, que me
vio por la calle, me llamó y me puso de asistente, con la campanilla para acá y
para allá.
Poco
después, comprobé que algunos chicos que conocía eran de Acción Católica, y me
apunté. Era lo que había. Apenas recuerdo actividades, sólo que participábamos
en las llamadas “misas dialogadas”, donde varios chicos nos poníamos a leer en
castellano las cosas que el cura decía en latín. Mi inmediato superior era Agustín “El Duende”, a cuya boda nos
invitó a un grupo. Otro dirigente era Ángel
Novas, al que un día le pregunté “qué había que hacer para entrar en el Seminario”. Me mandó
al consiliario de A. C., don Sebastián
Márquez Finque, pero creo recordar que con quien hablé fue con don Marcial, el arcipreste de San
Miguel. “Bueno, bueno, pues piénsalo bien”, me dijo.
Durante aquel curso, 1961-1962, hacía yo 4º de
bachillerato en la Academia “San Miguel” y daba más frecuencia a mis prácticas
religiosas, por lo que el maestro Andrés “Costilla” se cachondeaba
llamándome “Fray Papilla”, según la película “Marcelino Pan y Vino”. Pronto
tuve claro que me iría al Seminario, sopesado todo ello con sinceridad. Y fue
un acierto. Viví un nuevo mundo de conocimiento insospechado, por lo que estoy
agradecido. Además, allí no sólo me dieron de comer, sino que, lo mejor de
todo, me dieron de estudiar.
Y
allí fue donde me haría intelectual, es decir, un apasionado del conocimiento, semper et ubique… saber, conocer,
aprender siempre, la cultura, las humanidades en general, la pasión por el
saber. Fue el Seminario un lugar donde se profundizaba en todo, se reflexionaba
en todo y se abría la mente a todo lo humanamente provechoso: el estudio, la
reflexión, la meditación, los recovecos del alma, el deporte, las artes, el
teatro, la música coral, la música instrumental, el canto, además de la
conexión con la “modernidad” del
mundo actual, según las pautas del ambiente que se respiraba con la celebración
del Concilio Vaticano II.
Pasar
por aquel Seminario de los 60’s supuso, para algunos de nosotros, una gran arquitectura intelectual, tan necesaria
en el mundo superficial, banal y masificado de hoy. Eran unos tiempos de
pensamiento progresista, que es el motor del mundo. El intelectual o es
progresista o se estanca en una caricatura y en una deformación. La edad de
piedra terminó, no porque se acabaran las piedras, sino porque hubo innovadores.
A los innovadores debe el mundo su avance y su progreso, no a los conservadores
estáticos, inmovilistas, dedicados sólo a guardar su tesoro. Por ello, “será más fácil que un camello entre por el
ojo de una aguja que los ricos (tramposos financieros, fachas despiadados,
tiranos y opresores) entren en el reino
de los cielos” (Mat. 19, 23-30). Es decir: ¡No entrarán!
1
En el verano de 1962, cuando, ya
aprobado el Bachillerato de 4º y Reválida, surgió el gran cambio de rumbo hacia
el Seminario de San Pelagio de Córdoba, a la vera de la Mezquita y del puente
romano, donde pasaría 6 años muy aprovechados y sorprendentes. Nadie ha contado
la vida interna de un Seminario, completamente diferente a lo que pueda existir
hoy. Antes eran Seminarios masivos, impensables hoy día. En 1962, tras hablar
con don Marcial, se había cursado mi
solicitud al Seminario y me convocaron a un examen de ingreso, creo que sería
en junio, después de la Reválida, y viajé en el coche de línea. Fue un examen
tipo test, con 150 preguntas capciosas, para cazar zoquetes.
Aprobé aquello y, tras pasar una
temporada inevitable en el cortijo de Los
Pobos dedicado a las dichosas faenas de la recolección veraniega, en las que no
había escapatoria, a la mitad del verano se convino en venirnos al pueblo, a
preparar el poquito “ajuar” que había que llevar al Seminario, para lo cual ya
estaba avisada la costurera Mª Josefa
“La Nazaria”. Yo había entrado ya en contacto con el grupo de seminaristas
de Villanueva, un grupo interesantísimo, de jóvenes con buen nivel: Juanito Carbonero (listo, buenísima
persona, ahora jubilado del magisterio en Pozoblanco), Pepe “Botones” (José Romero Pérez, un joven serio, afable, muy
inteligente, pero un poco hermético, hábil con el acordeón y con la bicicleta.
Vivía con su madre, muy simpática, al final de la calle Córdoba. Lo supongo
jubilado de Banca en Casteldefels), Andrés
“El Pollo” (perdón, don Andrés Rodríguez, mayor que nosotros, que estaba en
el pueblo en una especie de “año sabático” o de reflexión. Luego reanudó en el
Seminario de Guadix, y desde allí vino a cantar misa, el 19-3-67, a la que
asistimos. Hoy creo que está de cura en Villanueva del Rey). También, Antonio Murillo Torralbo (muy listo también, más pequeño que
nosotros, de algún curso inferior al mío. Hoy es canónigo en la Catedral de
Córdoba). Un año después, creo, ingresó Juan
Luis Cepas Rico (de la calle Fomento, un muchacho muy noble, a cuya casa
íbamos, para ver el cine de verano desde la azotea de su cocinilla, donde su
madre y su abuela eran muy amables con nosotros). El mismo año llegó Francisco Rot Santacruz (hijo de
guardia civil, que venía trasladado de Segorbe, Castellón, por lo que el
cuartel de la plaza del Carmen se convirtió en otro de los lugares de visita.
Eran del mismo pueblo que don Sebastián Márquez Finque. Rot fue compañero de mi
curso y muy amigo). El último en llegar fue Antonio Félix Muñoz, del Cerrillo la Nieve, al que yo llamaba “El
Chiri” (“Chiribaile”), por su carácter bullicioso. En realidad, es “Seroja”,
primo hermano de Sebastián M. Casalilla (qepd), hijo de Bartolomé “Seroja” y de
Francisca Nevado, de Pedroche. Ya entonces Francisca era viuda, una mujer
amable, que me apreciaba mucho. Antonio Félix ha sido militar en Córdoba, ya
jubilado, partícipe en misiones humanitarias en el extranjero. No lo he vuelto
a ver desde aquellos años.
Los
veranos también coincidía con nosotros un joven un tanto serio, amable y
discreto, Aurelio Buenestado, que
estaba en el Seminario de los Carmelitas de Hinojosa. Sólo lo veíamos en
verano. Era hijo del maestro molino de la Fábrica de Ramírez. Después apenas
supe de él. Sólo que estuvo 5 años en Hinojosa;
que se salió a finales de los 60’s, y se casó en Villanueva con Modesta
López (1972). Después de trabajar unos años con Mateo “El Mojo” –me cuenta su
viuda-, trabajó en Correos de Córdoba. Murió de un infarto en 1998, a los 52
años. Lástima. Con esta sentida mención, cerramos el grupo de los seminaristas
de mi época, con nuestro pelo a cepillo y los habituales calcetines negros, un
grupo muy conocido e identificado entonces en el pueblo, al contrario de lo que
después ha sucedido. Fuimos, un tanto, “los últimos de Filipinas”.
Cuando
yo me sumé al grupo (verano de 1962), acababan de abandonar otros tres o
cuatro, de los que oía hablar, pero ya no estaban, como Miguel Díaz Torralbo. Este chico era huérfano de padre y tuvo mucho
contacto con la familia del maestro José Muñoz Arreule. Entró en el Seminario en 1957, con Juanito Carbonero, el
primer curso que fue al Seminario Menor de Los Ángeles (Hornachuelos).
Miguel Díaz sólo estuvo tres años, se
salió y se fue a Madrid, donde se dedicó a la representación comercial. Otro
seminarista que tampoco conocí fue Antonio
Lorente Méndez (del curso de Pepe “Botones”). Era de una familia humilde,
que trabajaba con doña Pura (Purificación Moreno), y ésta fue la que la que
empezó a costearle la carrera, que no prosperó. Se salió y fue cartero, creo
que en Villanueva.
Otro de los ex seminaristas fue Bartolomé Cano Merchán, de la
carpintería que hubo en la calle San Gregorio (enfrente de Pirrurri). Un año
solo estuvo también en el Seminario Bartolomé
Redondo Cabrera (hermano de Conrado), pero no coincidimos. En aquellos
comienzos de los 60’s iba muchos
veranos por el pueblo el dominico P.
Pedro León, un intelectual fuera de serie, que nos solía acompañar en algún
paseo nocturno, después que dejábamos a don Marcial en su casa. Muy
progresista, he aludido a él en uno de estos capítulos. Quise viajar a Sevilla,
para entrevistarlo, pero se hallaba muy enfermo por una dolencia degenerativa.
Por otro lado, cuando yo me sumé al grupo, hacía poco que había cantado misa don Diego Agenjo (Diego “Latas”), de la
calle San Gregorio.
Una
historia interesante fue la de Paco
Sánchez Carmona (sobrino del veterinario don Tomás Carmona), de la calle
del Cerro, compañero de curso de Andrés Rodríguez. Al terminar el 5º Curso, Paco Sánchez se fue a la Orden de los
Cistercienses, una Orden contemplativa de las más duras que existen (oración,
penitencia, silencio absoluto…). Yo oía hablar del cisterciense y me quedaba
sorprendido. Me dice Juanito Carbonero que era buen poeta y buen dibujante. No
sé en qué año se salió del monasterio, se casó en Ávila, y allí ejerció como
profesor de Filosofía en un colegio privado. Uno de los muchos jarotes
brillantes e ignotos que ha dado Villanueva, de los que nada sabemos. Miramos
para atrás y parece que no vemos a las
grandes cabezas pensantes que nos han precedido.
En 1962 se vivía el papado de Juan XXIII, papa progresista y
aperturista por excelencia (murió el 3-6-63, a los ocho meses de comenzado el
Concilio Vaticano II). Casi en la misma línea, aunque más intelectual, fue su
sucesor Pablo VI, que fue el
verdadero artífice del Concilio. Hoy casi nadie recuerda o habla del Concilio,
pero estas cosas no las debían olvidar, sobre todo los que “se dan pisto” de “católicos”.
El caso fue que en aquella encrucijada histórica el clima general era de modernización
de la Iglesia, de aperturismo, el célebre aggiornamento,
que nunca más lo he vuelto a escuchar. Aquellas proclamas de renovación
contrastan con los pronunciamientos conservadores (incluso reaccionarios) que
después he visto y veo hoy.
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La mole del Seminario de San Pelagio de Córdoba, en la calle Amador de los Ríos |
A
la vez, la cambiante Compañía de Jesús (dirigía el Seminario cordobés desde
1939) empezó a arrojar el lastre del nacionalcatolicismo y también se lanzó a
la modernización, de la mano del genial vasco P. Pedro Arrupe, que ocupó el generalato desde 1965, en pleno
Concilio, hasta 1983, cuando Juan Pablo II lo obligó a dimitir. Creo que fue
una gran fortuna entrar en el Seminario en aquellos años sesenta, marcados por el Concilio; así como lo fueron mis
años en Madrid en el período de la Transición.
Córdoba y Madrid en dos momentos muy interesantes, para aspirar a un proyecto intelectual
y para fraguarse en Madrid un pensamiento abierto y progresista.
Pero
las cosas no habían sido tan “modernas” en los años 40’s, en pleno nacionalcatolicismo. Era evidente la
diferencia de orientación entre los viejos jesuitas y los jesuitas del Concilio y del
pre-Concilio. Cuando Franco visitó
Córdoba el 1 de mayo de 1943, los seminaristas salieron a la puerta del
Seminario a dar la bienvenida al dictador, al que luego acompañaron a la
catedral para entonar un Te Deum. A Franco parece que le
gustaba mucho Córdoba, porque la visitó en seis o siete ocasiones.
El
8 de mayo de 1946 volvió Franco a visitar Córdoba. Siempre entraba por la calle
Amador de los Ríos, la del Seminario, y otra vez salieron los seminaristas,
junto con sus profesores, a la puerta del Seminario a aplaudir al dictador. El
mismo año, además, tenemos noticia de que el 1 de abril se celebró en el
Seminario el día de la victoria, con
una conferencia del padre espiritual P.
José Mª Marcelo sobre el tema de la guerra civil. Y el 9 de octubre de
1948, otra vez Franco visitó Córdoba. Los seminaristas fueron alineados a ambos
lados de la calle Amador de los Ríos, “arropando” el paso de la caravana del
dictador, triste espectáculo de adulación en una ciudad en la que el golpe
militar asesinó a más de cuatro mil personas. Ese año ya habían llegado al
Seminario los jesuitas P. Manuel Mª
Iraola y el P. Vargas Vega. El
primero había sido militar. El rector entonces era el P. José Fernández Cuenca, que lo fue desde 1945 a 1951. Son los
típicos ejemplos históricos en los que la Iglesia deja de ser divina, para
convertirse en míseramente humana.
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La parte de atrás del Seminario, que da a la ribera del río Guadalquivir. A la izquierda, la huerta del Seminario, con diversa arboleda, que servía de paseo y relajo (Foto antigua) |
En
la década de los 40’s y comienzos de los 50’s aún no se respiraban en Córdoba
los aires renovadores del Concilio Vaticano II ni mucho menos. Se puede decir
que Juan XXIII y el Vaticano II se cargaron el dichoso
nacionalcatolicismo español. Tenemos noticia de que en aquellos comienzos de curso
(por ejemplo, en 1946), una de las ceremonias de apertura, además de la Lectio
brevis y del canto del Veni creator (bellísimo gregoriano),
los profesores hacían un solemne “juramento
antimodernístico”, un juramento para no incurrir en la enseñanza de ideas
modernas, o lo que es lo mismo: la destrucción de la libertad de cátedra,
derecho elemental de la enseñanza. Afortunadamente, aquellos años negros del
nacionalcatolicismo ya habían decaído cuando yo ingresé en los años sesenta.
2
Los hechos se precipitaban a finales
del verano de 1962. Mi padre accedió a que dejáramos el dichoso campo a
primeros de septiembre, por la premura de los preparativos del Seminario. Juanito Carbonero y Antonio Murillo (no sé si también Pepe
“Botones”) nos asesoraban. Todos los seminaristas tenían que llevar a Córdoba:
ropa de cama (allí sólo ponían cama, colchón y almohada), ropa de calle, ropa
interior, de aseo, servilletas, etc., y ropa clerical, consistente en sotana,
roquete, babi de diario y para la sotana, y alzacuellos. Muy importantes, los
calcetines negros (y el peinado a cepillo; nada de tupés ni vanidades en la
apariencia externa, que eso era una imperfección). Alguno de los seminaristas
nos prestó la ropa clerical, y la costurera Mª Josefa La Nazaria se puso a
copiar los figurines.
Mi
madre compró telas diversas, y puso en aquello su mejor afán. Y muy importante:
hacer las talegas para mandar, ida y
vuelta, la ropa sucia, por el coche de línea. Todo tenía que ir marcado con el
nombre. En las talegas, además, la dirección: c/ P. Llorente, 15. Cada quince
días, venía una talega y salía otra en el coche de línea. En realidad, era el
poquito ajuar que donaban los padres, con harto esfuerzo. La Nazaria consiguió
hacer la sotana, con aquel montón de botones de arriba abajo. El roquete, con
sus encajes al final de mangas y talle, fue otro desafío. Se anudaba con un
cordón, no con botones. Se usaba en las fiestas litúrgicas de cierta
solemnidad. Un babi normal, sobre camisa o jersey, se usaba en los años de
Latín. En Filosofía y Teología, el babi era negro y cubría toda la sotana. El
alzacuellos lo compraría luego en el economato del Seminario, llamado “La Procura”, que despachaba por una
ventana que daba al patio de tierra, el llamado “de los mártires” (Álvaro,
Eulogio, etc.).
En
las cosas de aseo recuerdo el jabón emblemático de toda una época: “Heno de
Pravia”, y sobre todo, el de marca “Nelia”, que se adquiría en el comercio de
“El Pollo”, en mi calle. Champú no se usaba todavía, sino jabón doméstico. Y
eso del gel, otro invento extraterrestre. Por tanto, el ajuar fue un tanto
considerable. Así que hubo que preparar una maleta (aquellas de cartón, de
“vente a Alemania, Pepe”) y todos los seminaristas llevaban también un baúl,
que nosotros compramos en casa de Juana Amor. Todavía lo conservo.
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La parte trasera del Seminario vista desde el puente romano. Foto de 2008. Se ve que la huerta se halla todavía con árboles. En primer plano, el autor y parte de su familia. |
Mientras tanto, aquel septiembre de 1962,
procuré adelantar algo en dos materias que no había dado nunca: griego y solfeo
(música). Todas las tardes, al acabar la siesta, me presentaba en casa de Juanito Carbonero, entonces en el
Cerrillo La Nieve, y me fue impartiendo los rudimentos del griego, auténtico
trabalenguas, cuyos verbos, alfabeto, etc. me parecían de brujería (con los
años, acabaría traduciendo La Ilíada, con
toda soltura). Y solfeo creo que me anticipó algo Antonio Murillo, muy entendido, aunque era de menos edad que
nosotros.
De José Romero (Pepe “Botones”) me
maravilló enseguida su arte tocando el acordeón. Recuerdo que vino a
conocernos, y allí en medio de la casa se puso a tocar el acordeón. Mi madre no
salía de su asombro. Como se dice hoy, “flipaba”. Me parecía una persona
genial. Anda por Cataluña. Él iba muy avanzado, por 2º de Filosofía. Y sólo
coincidí con Pepe dos años, porque en 1964 se salió, al acabar la Filosofía. Lo
cierto era que empezaba a relacionarme con gente de cierto nivel y fuera de lo
común.
Y así llegamos al Día D y a la Hora H,
una mañana de primeros de octubre de 1962, en el coche de línea, no recuerdo si
en la parada del coche de Adamuz o de Pozoblanco. Y salimos tan alegremente,
creo que Juanito Carbonero, Murillo, Pepe “Botones” y yo (Rot recalaría en Villanueva un año después).
Íbamos con las maletas y baúles y talegas, para cuyo traslado utilizamos, en mi
caso, el carrillo de los cántaros de mi abuela. Me dieron un dinerillo para los
primeros gastos. Y llevaba alguna cosilla de comer; por supuesto, un par de
tajadillas de lomo en pringue. En la parada se juntaron las familias
respectivas, y las madres, que se conocieron entonces. Mi madre me despidió
llorosa, pues era la primera vez que me ausentaba de Villanueva. Desde entonces
he estado siempre con un pie fuera y otro en Villanueva. Nunca he quitado al
menos un zapato de esta Villanueva querida, pero contradictoria, murmuradora y
despectiva con los propios suyos.
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La parte Sureste del Seminario, junto al monumento "Triunfo de San Rafael". En las ventanas de arriba se hallaba el estudio de los "Latinos", donde estudié uno o dos cursos. |
La llegada a Córdoba fue
tercermundista, creo que a la calle 12 de Octubre (otros recuerdos me sitúan,
en otras ocasiones, en la parada del Paseo de la Victoria). Un problema era
cómo llevar los baúles y tanto equipaje al Seminario. Pepe “Botones”, creo, nos indicó alquilar unos triciclos que había
entonces en Córdoba, con un cajón delantero, y de esta guisa, pedaleando, nos
presentamos en el Seminario de San Pelagio, a media mañana. Aquello parecía la
Estación del Norte: centenares de baúles y maletas, a lo largo de todo el gran
pasillo central, y bultos de todo tipo y original usanza. Centenares de
seminaristas, bullendo por allí, unos de la Sierra y otros de la Campiña, entre
los que conocí a gente muy interesante. El mayor trajín consistía en subir los
equipajes a los dormitorios. El mío se hallaba en la segunda planta, algo a la
izquierda, en forma de gran sala con muchas camas.
El Seminario me pareció todo un mundo
colosal, muy bien organizado, con tanta gente. La dirección estaba entonces en
manos de los jesuitas, la orden más
intelectual de la Iglesia, de máximo nivel: además de la carrera eclesiástica,
la mayoría tenía carreras civiles (médicos, físicos, ingenieros, etc.). A pocos
años de acabarse la guerra, con gran escasez de curas, el obispo pidió el
profesorado a la Compañía de Jesús, que aceptaron con una condición: no
encargarse de la cuestión económica del Seminario. Así ocurrió desde 1939 hasta
1965. El primer curso tras la guerra civil, el 1939-1940, tuvo un claustro de
sólo cuatro profesores. Luego, los números de profesores y de alumnos se fueron
dilatando de manera masiva. La primera promoción de la posguerra fue de 27
curas, en 1953, entre ellos el conocido D. Miguel Castillejo Gorráiz.
En 1962,
cuando ingresé en la gran mole del Seminario, el director era el P. Eduardo Huelin, jesuita (antes lo
había sido el P. Manuel Mª Iraola,
ex militar). Después de la guerra, el primer rector había sido el P. Francisco Blanco Nájera, hasta
noviembre de 1944, en que lo hicieron obispo de Orense, ordenado en la
Mezquita-Catedral, con toda pompa y parafernalia, autoridades del Régimen,
serafines y querubines, coros y dignidades. Le sustituyó en 1945 en el
rectorado el célebre P. José Fernández
Cuenca, que antes había sido Prefecto de estudios. Dirigió desde 1945 hasta
1951, fecha en la que volvió a Prefecto de estudios, cargo que mantenía cuando
yo ingresé en 1962. En 1951, el nuevo rector fue el P. Agustín Palacios. Más tarde sería el P. Iraola, y por fin, el P.
Eduardo Huelin, que sería el último de los jesuitas, hasta 1965.
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Foto antigua de lo que luego fue el célebre comedor de los "Latinos" o seminario menor, entonces techado con una gran cristalera. Hoy ha vuelto a ser convertido en un jardín. |
Era
destacado y típico el Prefecto de estudios el citado P. Fernández Cuenca, de avanzada edad, circunspecto, que recorría
los pasillos como una estatua, con una mirada de reojo petrificante. Había sido
provincial de los jesuitas. Se decía que en tiempos remotos había sufrido un
atentado de la Masonería, no sé si cierto. Era profesor de Griego y nos daba
charlas de Urbanidad (aseo personal, relación con los demás, modales en las
comidas, etc.). Y había escrito un auto sacramental “Pastor Lobo-Pastor Cordero”,
que venía representándose en el Seminario desde mediados de los años 50’s.
El
Prefecto de disciplina era el P. Lara
Santaella, del que no recuerdo nada. Me dicen que tenía gran afición
filatélica. El secretario era el P.
Vargas Vega, destacado por sus traducciones griegas de San Juan Crisóstomo,
que nos pasábamos de mano en mano. Era el que nos conseguía las pelotas de
tenis para jugar al frontón. Había otro P.
Vargas Escobar, de Villaviciosa, también ex militar, espiritual de los
menores. En el verano de 1959, en plena canícula, se le ocurrió organizar una
gran marcha con los seminaristas de Los Pedroches, a pie y durmiendo en el
suelo, por los pueblos y santuarios (Villanueva, Torrecampo, Veredas, Pedroche,
etc.). Allí iban Andrés Rodríguez y Juanito Carbonero. Para fortalecer el
espíritu (y hacer la puñeta al cuerpo). Cosas de los militares. Detrás de él
hubo otro padre espiritual, que fue el P.
Vicente Luque Baena. Me hablan también del P. Vivas, que daba clase de latín, pero no lo identifico bien. En los mayores, un padre espiritual
fue (1963-1964) el P. José Gómez Crespo.
Era profesor de Ascética y Mística. En los cursos de Latín, el padre espiritual
era el P. Eulalio Ibáñez Narváez, el cual me regaló un libro de meditación, con fecha 3 de septiembre de 1964, que conservo. Antes, en 1962-1963 había sido padre espiritual el P. Pérez
de Ayala, de talle espigado y ademán envarado, por lo que le llamábamos
“Fray Escoba”. Era de alta estirpe, familiar del alcalde de Sevilla entonces. De
este P. Ayala parece que emanaba una especie de odor sanctitatis.
3
Más tarde llegaría
otro padre espiritual para el Seminario menor, el P. Francisco de P. Nieto Pérez (1964), que me apreciaba mucho y me
escribía en verano. Actuaba de cinéfilo comentarista, cuando alguna vez, por
mayo o abril, nos ponían cine de verano en el patio de tierra (el “de los
mártires”). Y creó en el Seminario y dirigía una congregación mariana, de la
que me hizo algo así como “presidente”.
Entre
los profesores –seguimos con los jesuitas-, el que más recuerdo era el P. Antonio Mansilla Casas, de Alcalá de
los Gazules. Me tenía como a uno de sus alumnos predilectos y también me
escribía en verano. Quería hacerme una gran figura del clero. Pienso que
buscaba captarme para los jesuitas. Me hablan también del P. Manuel Tirado García, padre espiritual en el S. Menor
(1954-1958), y en 1961-1964 (cuando yo estaba) era profesor y ecónomo. Apenas
lo recuerdo. El P. Jerónimo Valpuesta era
profesor de Literatura y Composición Literaria, muy bueno. Organizaba concursos
literarios a fin de curso, que tenían lugar en un acto brillante en el patio de
cemento. Su hermano José, jesuita, aparece como destacado misionero en Paraguay.
Ha fallecido en Asunción, teniendo en su haber el nombramiento de “Ciudadano
Ilustre” por el Ayuntamiento de Asunción, por su defensa de los derechos
humanos. Ya apuntaba la “teología de la liberación”. Y un tercer hermano, también jesuita, fue destinado a Ecuador. Eran de Écija.
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Mis padres Alfonso y Magdalena, con los dos primeros hijos, el autor el mayor, y Gabriel (qepd). Después vino el tercero, Isidoro. |
Había
bastantes “maestros” jesuitas, que hacían prácticas de “maestría” (después del
noviciado y juniorado), sin cantar misa todavía. La carrera de jesuita tenía
varios escalones, según me cuenta uno de mis ex compañeros, que luego fue
jesuita: Pedro Gómez García.
Teóricamente se cursaba primero: el Noviciado
(dos años de formación espiritual, con un mes de ejercicios espirituales, un
mes de ayuda en hospitales, un mes de peregrinación, etc.). En 2º lugar: el Juniorado (dos años de humanidades). En
3º lugar: Magisterio (dos o tres
años de “maestrillo” en grandes colegios o seminarios). En 4º lugar: Filosofía (tres años para la
licenciatura en Filosofía, en Alcalá de Henares o Comillas, en Madrid). En 5º
lugar: Teología (cinco años para la
licenciatura en Teología, sobre todo en la Facultad de Teología de la Cartuja
de Granada). En 6º lugar: la tercera probación (un año más de formación
espiritual, otro mes de ejercicios espirituales), antes de hacer los últimos
votos como profesor de la Compañía de Jesús. En la práctica se solían reducir
algunos de los escalones de la carrera.
Entre los “maestrillos”, con quienes más
relación tuve fue con el P. Luis Espina Cepeda,
excelente persona. Recuerdo también al P. Pérez Vázquez, gallego, de nariz
aguileña, al que le gustaba mucho el fútbol y jugaba con los alumnos con la
sotana remangada. A este grupo pertenecía el P. Rodríguez Izquierdo (le decían “el Tarta”), excelente profesor
de Latín y Griego, además de vigilante del salón de estudio. Era “maestro”
también, de 1956 a 1958 (yo no estaba entonces) nuestro paisano Blas Lara Pozuelo, que estuvo con los
jesuitas diez años, desde 1952, pero se salió y no llegó a cantar misa. Hay que
nombrar también al P. Rafael Enríquez (muy
dado a enseñarnos canciones, muchas hispano-americanas). El P. José Godoy, muy habilidoso en contar
historias y argumentos de novelas en los días de lluvia, ya no estaba, cuando
yo llegué en 1962.
También
había curas de Córdoba como
profesores, de los más cualificados del momento. De Villanueva llegó a haber
tres. El primero, mi tío don Juan Moreno
Gutiérrez, que era profesor de Cosmología y de Economía. Llegado este
momento, voy a insertar una semblanza biográfica que he publicado en enero de
2020. Nació en Villanueva el 7-1-1932. Su padre, Alfonso Avelino Moreno Blanco,
era hermano de mi abuelo Francisco. Eran 6 hermanos: Petra, Francisca, Alfonso
Avelino (Alfonso, Lucía, María y Juan, el cura), Bartolomé, Juan, y mi abuelo
Francisco (Pedro, Rosa y Alfonso, mi padre). “Castillas” por un lado, y “Cucos”
por otro.
Juan
Moreno quedó huérfano de padre de corta edad. Tenemos foto de su primera
escuela, la de Doña Eloísa, en la calle Torno baja. Ahí aparece sentado en primera
fila vestido de luto. Aquel niño inquieto se sintió atraído por la figura del
entonces párroco D. Marcial Rodríguez,
y con sólo 10 años ingresó en el Seminario
de Córdoba, el 4-10-1942. Fue educado en la más pura línea de los Jesuitas.
Humanidades, Filosofía y Teología jesuíticas, según sus pautas filosóficas y
teológicas, como el P. Eduardo Moore
Candelera (Profesor de Moral de la Facultad de Teología de Granada, de los
jesuitas), el P. Justo Collantes
(Doctorado en Eclesiología en Alemania. En alguna ocasión vino a dar
conferencias al Seminario, por ejemplo en 1952), el mítico P. Espiritual José Mª Marcelo, que vino desde la
Facultad de Teología de Granada, a mediados de los años 40’s. De su etapa de
formación me cuenta don Juan Moreno dos cosas: el hambre que se sufría
entonces, y lo bien que se lo pasaba, por su afición al estudio.
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D. Juan Moreno Gutierrez, en 1957, cuando viajó a Italia para hacer su tesis doctoral |
Fue
ordenado sacerdote el 26-6-1955, en la Catedral de Córdoba, por el obispo Fray Albino. Ese día fueron
ordenados dos más de Villanueva: don
Gaspar Bustos Álvarez y don Antonio
Redondo, hermano de Conrado. Los 3 cantaron misa en Villanueva por los
mismos días. Don Gaspar, el 1 de julio. Y Don Juan Moreno, el 29-6-1955, actuando D. Marcial como orador
sagrado, y varios jesuitas en representación del Seminario:
Hablemos
primero del don Juan Moreno docente y
tertuliano. Aquel mismo año de 1955, el obispado decidió enviar a Juan
Moreno a especializarse en temas sociales al Instituto de Ciencias Sociales
León XIII, de Madrid, fundado por el cardenal Herrera Oria, para difundir la
doctrina social de la Iglesia. Se especializó en el estudio de la encíclica Mater et
Magistra, de Juan XXIII. En Madrid estuvo cuatro años, en dos de los
cuales coincidió con el cardenal Tarancón,
en la Colonia del El Viso. Terminó con una tesis titulada “Desarrollo económico
del Sur de Italia”, por lo que también tuvo que residir allá varias temporadas,
en Nápoles y en Roma. Una intención de la tesis era demostrar que los planes
franquistas de desarrollo (huertos familiares), como el plan Badajoz, eran un
error, y no eran la solución del campo. Ésta había que buscarla en las cooperativas
y en su apertura al mercado.
El
curso 1959-1960 volvió a Córdoba. En el Seminario Menor de Los Ángeles estuvo
redactando su tesis doctoral, que leyó en Madrid, en el Instituto León XIII, el
13-6-1960. Y a partir de ahí, a dar clases en el Seminario de Córdoba, a partir
de 1960, a los cursos de Filosofía. Impartía Ética, Economía, Cosmología… D. Luis Chumillas daba Teodicea y
Ontología. La Ética se basaba en el texto del P. Ireneo González, Philosophia
Moralis (Ed. Sal Terrae, 1952). La Cosmología la planteó mucho más moderna,
con apuntes, fuera de la Escolástica, clases de las que yo fui testigo. La
Economía, también por apuntes, con las modernas teorías. “Yo explicaba el
marxismo y los grandes sistemas socioeconómicos, tanto en el Seminario como en
ETEA”, declara él mismo. Y añade: “Al acabar los estudios, muchos curas salimos
al extranjero, y volvimos convertidos en otra cosa”.
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D. Juan Moreno Gutiérrez, saludando a Pablo VI, uno de los más brillantes intelectuales de la Iglesia y artífice del Concilio Vaticano II. |
Empezó
ejerciendo como coadjutor en la Iglesia de la Inmaculada, de Ciudad Jardín
(1960-1965). Después, párroco de Trasierra. Enseguida estableció una red de
relaciones entre la intelectualidad de Córdoba, intelectuales católicos progresistas,
que fundaron el Círculo Juan XXIII, el 20 de diciembre de 1963. Allí acudía
también gente de izquierdas, como un grupo de comunistas al mando de Carlos Castilla del Pino. Primero tuvo
sede itinerante, sorteando las pesquisas de la policía. En 1965 tuvieron la
sede definitiva en la calle Romero Barros, 10, frente al Bar Sociedad de
Plateros. Entre los fundadores y primeros socios estaban: José Aumente, Rafael
Sarazá, Balbino Povedano, Martínez Bjorkman, P. Francisco Natera, Juan Moreno
Gutiérrez, Francisco Flores Callava (estos dos, profesores míos del Seminario),
etc. Enseguida se sumaron Carlos
Castilla del Pino, el P. Jaime Loring (director de ETEA) y otros. El primer
presidente fue Luis Valverde Castilla. Eran los días del Concilio Vaticano II,
y se husmeaba ya el cambio democrático.
Una
de aquellas tertulias primeras, itinerantes, ocurrió en el célebre
macro-edificio de la sierra, La Aduana, de los jesuitas. Allí se planteó la
controversia entre política económica y política social, y don Juan Moreno
intervino citando al célebre economista británico Keynes, un socialdemócrata. Se refirió al capítulo 26 de su Teoría general, sin olvidar sus dos
apéndices, poco conocidos, que concilian lo económico con lo social. Es la
teoría del “socialismo con rostro humano”, que defendió por ejemplo el líder
checo Alexander Dubcek, en la
llamada “Primavera de Praga”. Esta intervención de don Juan Moreno sorprendió
entre los concurrentes, y por eso el P.
Jaime Loring lo llamó para dar clase en ETEA (Escuela Superior de Técnica
Empresarial Agrícola), y por supuesto, en el Seminario. Las teorías keynesianas
estaban, sin duda, presentes en los apuntes que nos daba de la asignatura
Doctrina Social de la Iglesia.
Todavía
hoy (mayo 2019) mantiene una tertulia con algunos cordobeses de relevancia,
como el médico Vicente Pascual, Vicente Serrano, Miguel Mingorance o Cabello
González, párroco de San Miguel y doctor en Sagradas Escrituras. Casi un año
después (mediados de marzo de 2020), ha sido trasladado a la Residencia
sacerdotal del Seminario, cuando se desataban por España los Cuatro Jinetes del
Apocalipsis y las Doce Plagas de Egipto (Anoto esto durante el confinamiento de 2020).
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D. Juan Moreno Gutiérrez, nombrado Monseñor o Prelado especial del Papa, con fecha 1 de mayo de 1990 |
Señalemos
ahora lo que se puede llamar el don Juan
Moreno institucional. Tal vez su primera proyección institucional ocurrió
cuando el 1-5-1965 (estando yo en el Seminario) se creó la Conferencia Episcopal Andaluza (Provincias eclesiásticas de Sevilla
y Granada), y don Juan Moreno, que había actuado de muñidor de todo aquello,
fue nombrado Secretario. Se hicieron convenios con la autoridad política sobre
hospitales, cárceles, enseñanza, tercera edad, etc.
En 1972,
recién comenzada la etapa del obispo José
Mª Cirarda en Córdoba (considerado “el último obispo del Concilio”), don
Juan Moreno fue nombrado Secretario del
obispo, por su buen ascendiente en la línea conciliar. Ya en los años sesenta
se atrevió a decir que “los sindicatos deben ser libres”, y criticó a los
sindicatos verticales. En una ocasión se entrevistó con Cándido Méndez, de la
UGT, y declaró su buen concepto sobre Nicolás Redondo y Marcelino Camacho. Algo
de ello llegó a oídos del Régimen y, cuando don Juan Moreno solicitó pasaporte
para ir a Roma, la policía se lo negó. Tuvo que acudir al cardenal Bueno Monreal. Eran los años del Concilio, años de
progresismo de toda la sociedad. Don Juan Moreno ha sido siempre de un carácter
jovial, comunicativo, “un cura atípico”, como él mismo se define, “un cura
fuera de molde”. No se olvide que en la
Pastoral Social de los Obispos el capítulo dedicado al sindicalismo lo
redactó don Juan Moreno. Su mente abierta se revela también en esta declaración
suya: “En la Transición, la Iglesia no fue todo lo clarificadora que tenía que
haber sido” (Córdoba, 11-3-2012).
En 1978 fue nombrado Canónigo Arcediano (encargado de los diáconos) y, por tanto, entró en el Consejo de Caja Sur. En 1990 (1º de mayo) se celebró el 25º Aniversario de la Conferencia Episcopal Andaluza en la iglesia de los jesuitas de Montilla (de San Juan de Ávila), en una ceremonia de gran pontifical, y allí recibió don Juan Moreno el título de Monseñor (Prelado directo del Papa), de la mano del cardenal Ángel Suquía.
En 1978 fue nombrado Canónigo Arcediano (encargado de los diáconos) y, por tanto, entró en el Consejo de Caja Sur. En 1990 (1º de mayo) se celebró el 25º Aniversario de la Conferencia Episcopal Andaluza en la iglesia de los jesuitas de Montilla (de San Juan de Ávila), en una ceremonia de gran pontifical, y allí recibió don Juan Moreno el título de Monseñor (Prelado directo del Papa), de la mano del cardenal Ángel Suquía.
Su andadura se volvía
ascendente, como fruto de una larga trayectoria de conexión con los nuevos
tiempos, de los que habla la Gaudium et
Spes, del Vaticano II, hoy tan en desuso. En 1992 fue elegido (por elección democrática de sus compañeros, por
primera vez) Presidente del Cabildo Catedralicio. Y en 1997 fue elegido miembro
del Consejo Social de la Universidad de
Córdoba.
En 2002 pasó de párroco de Trasierra a la
iglesia de La Compañía como párroco,
hasta 2010. Una década en la que se multiplicaron sus quehaceres, porque en 2005,
en sustitución de don Miguel Castillejo, pasó a Presidente de Cajasur, hasta que se jubiló a los 75 años, en 2007.
Entre sus muchas iniciativas está la restauración arquitectónica del Seminario
Mayor y la creación en el mismo de la Casa Sacerdotal, para los curas ancianos.
Don Juan Moreno no ha
sido nunca un cura engreído, hiératico o distante por sus cargos, sino un total
campechano jarote. Cuando lo nombraron presidente de Cajasur, sus tertulianos
del bar donde suele ir a jugar al dominó, se dijeron: “Este ya no viene más por
aquí”. Y cuando se presentó allí a los pocos días, un grupo gritaba: “Hemos
ganao, hemos ganao”. Y es que habían hecho una apuesta entre quienes pensaban
que volvería y quienes, no.
Cuando
yo estuve en el Seminario lo tuve de profesor a partir de 1965, cuando pasé de
Humanidades a 1º de Filosofía. Lo recuerdo en la clase de Economía, con la teoría de la oferta y la demanda, y su
célebre ejemplo de la fábrica de alfileres. Me mandó un trabajo sobre El Capital, de Carlos Marx, que leí de
cabo a rabo, lo extracté y me calificó con máxima nota. ¿Cuántos se han leído
esta obra tan influyente? Yo la leí en el Seminario. Aquello era modernidad,
pluralismo, tolerancia, apertura.
A
don Juan Moreno lo tenían en el Seminario como muy jovial de temperamento y de ideas
avanzadas en el pensamiento, muy bien considerado. Alguna vez me invitó a comer
a su casa, cuando vivía en la calle Miguel Benzo. Y alguna vez también, en su
Citroen “Dos caballos”, me llevó a tomar un refresco al pie de la sierra, al
parador de La Arruzafa.
Foto.- El autor junto a don Juan Moreno Gutiérrez durante una entrevista para esta biografía en el restaurante Los Moriles, de Córdoba, en 2018.
En
las entrevistas que ha concedido a los medios he visto que su trato con los alumnos de ETEA también era jovial y
comprensivo. En una ocasión en que los alumnos andaban revueltos organizando
huelgas, con gran preocupación para los jesuitas, que temían ser censurados por
el Régimen, don Juan Moreno se los llevó de copas y los convenció del peligro.
Otra
anécdota divertida eran “los miércoles
de Juanito Moreno”. En el horario le habían puesto dos horas seguidas de la
misma materia, y se dijo: “Estos se me van a dormir”. Así que decidió hacer la
segunda hora “peripatética”, es decir, enseñar paseando por Córdoba. Se los
llevaba al Mesón de la calle Bataneros, y allí terminaban las dos horas de
clase.
Cuando
se publicó mi primer libro, premio
“Díaz del Moral”, en 1982, fui a firmar a la Feria del Libro, en vísperas de
Navidad, y vino a verme a la Caseta donde firmaba. Allí se juntó con Rogelio Luque, el de la famosa Librería
(a cuyo padre, librero, se lo habían cargado los golpistas en 1936). Rogelio
estaba feliz, al ver reivindicada la memoria de su padre. Y mi tío nos invitó a
comer a un bar cercano.
Cuando
murió mi padre, el 2-1-1996, don
Juan Moreno vino a oficiar el entierro de su primo hermano. Así lo ha hecho con
todos los primos hermanos, que han sido muchos. Ese mismo año, cuando presenté
en la Diputación mis dos libros sobre Pedro Garfias, allí acudió y le firmé el
respectivo ejemplar. Fue hombre intelectual, comunicativo y de tertulias. Y a
pesar de sus altas responsabilidades, siempre mantuvo su espíritu jovial y
sencillo.
Otro cura de
Villanueva vinculado con el Seminario era don
Gaspar Bustos Álvarez, que en 1963 figura como rector en el Seminario Menor
de Los Ángeles (Hornachuelos), pero yo lo recuerdo también en Córdoba, en San
Pelagio, donde fue, entre otros cometidos, padre espiritual y profesor de
Lengua Castellana y de Composición Literaria. Como primer rector del Seminario
Menor de Los Ángeles alguien me nombra a don Enrique Morón Ruiz, párroco de
Almodóvar. Pero en general me aseguran que el rector que verdaderamente
organizó el Seminario de Los Ángeles fue don
Salvador Muñoz Díaz, de Hinojosa, acompañado de don Juan Arias Gómez (padre espiritual y profesor de Lengua y
Latín) y don Francisco Sánchez Navas (impartía
la mayoría de asignaturas). En 1963 fue rector don Gaspar Bustos, que venía de haber estado en Baena. Aquí pasó
destinado don Salvador Muñoz. Don Gaspar también dio algunas clases de Lengua
en el Seminario de Córdoba, cuando éramos latinos, no sé en qué fecha, quizá
antes de ir a Los Ángeles. Recuerdo que nos mandaba componer poemas, y una vez
me premió uno. Pero nunca me he atrevido a seguir este camino lírico, porque
después de leer a Garcilaso, Quevedo, Lorca o Machado, ¿quién se atreve a
escribir un poema?
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D. Gaspar Bustos Álvarez, en un homenaje de despedida en Baena, cuando fue destinado como director del Seminario Menor de Los Ángeles. |
En
mayo de 2019 visité a don Gaspar en la actual residencia del Seminario. Me
recordaba como “el sobrino de don Juan”. Se mostró muy amable y me facilitó
algunas fotos. Yo quería preguntarle sobre algunas cosas silenciadas de su
padre fusilado en 1940, Juan A. Bustos.
Se mostró locuaz. El día en que lo fusilaron (12-6-1940), se juntó gente en su
casa y les permitieron el rezo, porque se había confesado con don Marcial, al
que le había pedido “que cuidara de sus dos hijos”. Don Marcial puso a Gaspar
de monaguillo. Al cabo de meses le dijo “si quería ir al Seminario”. Gaspar,
con 10 años, aceptó. Y hasta hoy.
Pero
el régimen no olvidó que era hijo de un “rojo”. Siendo Gaspar seminarista
mayor, para hacer un viaje de excursión, solicitó al cuartel de Villanueva un
“certificado de buena conducta”, cosa que le fue negada. Entonces hizo el
certificado el Rector del Seminario. Y estando destinado como cura en Baena,
organizó una excursión de niños pobres a Córdoba capital. La Guardia Civil paró
el autocar en carretera, hizo bajar a todos, los registró y luego los dejaron
marchar. Don Gaspar hablaba de todo con resignación cristiana, contento porque
su padre confesó antes de morir.
Y
por último, otro del pueblo fue don
Miguel Vacas Gutiérrez, que llegó a ser vice-rector del Seminario en 1966,
entre otras misiones, cuando los jesuitas dejaron la dirección del Seminario a
favor del clero secular. Don Miguel era un cura muy sereno, ecuánime, pausado y
competente.
Continuemos
con los profesores de Música. Muy celebrado era don Rafael Arroyo Mejías, por ser el compositor del pasodoble El Cordobés (… Manuel Benítez “El Cordobés”,
/ tú eres el as de la torería, / no ha habido nunca ni puede haber / otro
torero de más valía /… No puede ser, no puede ser, / que haya un torero de más
salero que “El Cordobés”…). Otro profesor de Música, que hacía poco había
cantado misa, era don José Mª Lucena
Aguilar-Tablada, prefecto de Humanidades en 1967. Fue uno de los directores
de la gran Schola Cantorum, el gran
coro de los mayores, los teólogos. Tenía otro hermano, Manuel, en Teología, que también fue director, pero del Coro Gregoriano. El primer director de
la Schola Cantorum parece que fue,
antes de mi ingreso, don Luis Briones, que después ha sido un cura
muy querido en Córdoba, activista en los barrios pobres e impulsor de
comunidades cristianas comprometidas. Después, por los años 1964, 65, etc. fue
director de la Schola don Manuel Moreno Arias, cura luego ejerciente en Pedroche y en
Pozoblanco. La dirección la compartía con don
José Mª Lucena. Entre los profesores de Música también actuó alguno de los
compañeros avanzados, como Fernando
Horcas, que enseñaba a cursos inferiores.
Los directores corales citados hacían unas
puestas en escena espectaculares. Por otra parte, el coro de los filósofos y de
los menores, donde yo participaba, lo dirigía José Amo Medianero, de Baena (un organista fantástico, de un curso
superior al mío). La Rondalla, donde también yo hacía pinitos, la dirigía Jesús Peláez del Rosal, de Priego (dos
cursos por delante del mío).
De los curas profesores hay que
añadir a don Juan Font del Riego, de
Matemáticas y Física, muy afable, de apariencia humilde, pero exigente, muy
popular entre los alumnos. Fue una vocación tardía. Había sido ingeniero
industrial. Entonces era canónigo. Fue la mano derecha de Fr. Albino en temas de obra social,
cofundador de la imprenta-cooperativa Tipografía Católica, directivo del
Patronato de la Fuensanta para niños huérfanos e impulsor de la HOAC. Todo un
personaje, que hoy tiene una calle en Córdoba. Otro profesor de Matemáticas era
don Juan Felipe Vilela Palencia.
Volvamos al principio, al pasillo
central del Seminario, donde quedaron (primeros octubre 1962) el baúl y la
maleta. A mí me pusieron en 3º y 4º,
pues me convalidaron asignaturas, y no tuve que pasar por el Seminario Menor de
Los Ángeles (Hornachuelos), un antiguo convento solitario en pleno monte. Nos
alojaron hacia la parte izquierda del Seminario (frente a la Mezquita), un
segundo piso, creo, en una gran sala de camas, con sus lavabos y duchas.
Subimos los de ese curso, deshicimos el equipaje, hicimos las camas, etc.
Por
primera vez en mi rústica existencia pude ducharme con agua caliente,
acostumbrado al lavapiés en medio del corral. Las comidas eran aceptables
(tampoco estaba uno acostumbrado a finuras), un desayuno con pan tierno y mantequilla, un almuerzo con tres platos
(primer plato de potaje, segundo o “principios” y postre), sin olvidar aquel
gazpacho clarete de verano, típico de Córdoba (el de Villanueva es mucho
mejor). Todo un mundo nuevo, con curiosidades sin fin.
4
El Seminario se organizaba en una
vida totalmente metódica y
cronometrada, incompatible con el desorden, el despiste, la improvisación y la
distracción propia de la sociedad de consumo. Lo primero que se aprendía era el
arte de la concentración (y no andar
cazando moscas) y el hábito de la vida metódica, hoy inexistente. Allí, la
semana se dividía en días ordinarios, jueves y domingos. Levantarse a las 7 ó
7’30, media hora de aseo y hacer la cama; luego, con sotana, media hora de meditación en la capilla, antes de la
misa. Cada uno tenía libros de lecturas diversos, Evangelios, etc. Al practicar
la meditación se aprendía a ejercitar la mente, a reflexionar y a fundamentar
los principios de la vida enclaustrada. Sobre las 8’30, la misa, en la cual
solía tocar el armonio José Amo
Medianero (de Baena, q.e.p.d.). Bach o Händel se le quedaban chicos. A veces, Fernando Horcas tocaba el violín
(también de Baena). Algo importante que descubrí en aquel vetusto edificio fue
la música clásica. Hoy pienso que ninguna persona puede considerarse culta sin
conocer, al menos, una docena de las piezas clásicas esenciales. En la misa, las
antífonas o motetes los cantaba un chico solista, de físico menudo entonces, y
voz angelical, Rafael Roldán García,
de Cabra, buenísima persona. Recientemente lo saludé en uno de mis actos
públicos en Córdoba, con otra silueta diferente, la que nos impone la edad.
Sobre
las 9 de la mañana, el desayuno, que
me placía mucho por aquello del bollito de pan tierno y mantequilla. La jarra
del café era de poca calidad, pero yo le añadía cola-cao que me mandaban del
pueblo. Todas las idas y venidas por los pasillos del Seminario se hacían en
dos filas, a uno y otro lado del pasillo, en silencio. Mal sitio para
charlatanes. Estos, los de lengua suelta, recibían malas notas en “conducta”.
En cuanto a las comidas, unas se hacían en silencio, y en otras se podía hablar,
no recuerdo la diferencia. Ponían música clásica de fondo en el almuerzo. Allí
escuché por primera vez la 6ª Sinfonía
de Beethoven, el “Cascanueces” de Tchaikovski, entre otras. Esta música ayuda a quitarse la corcha de
encima, la burricie, la catetez. El ser humano es humano a través de la música.
Después del desayuno, se volvía a los
dormitorios, se quitaba la sotana, se ponía el babi corto y se pasaba al salón
de estudio. Y sobre las 10 h., la 1ª Clase. A continuación, el recreo. Los
futboleros, a correr por el patio de tierra, hiperactivos, posesos, frenéticos.
Se llamaba el “Patio de los Mártires”,
porque en la parte Sur tiene un monumento con un gran mosaico dedicado a los
mártires de Córdoba (Álvaro, etc.), que se erigió en 1925, con motivo del milenario
de San Pelagio.
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Otro aspecto de la citada charlotada, el día 19 de marzo de 1963, con los protagonistas antes citados. |
Una
minoría, los menos futboleros, éramos aficionados al frontón (un deporte que descubrí), en el patio de cemento, a
manotazos con unas pelotas de tenis, contra el muro de la iglesia. Acabábamos
reventados. Se jugaba individualmente o por parejas. En mi caso, con Paco Rot. Otros asiduos eran Manolo Gómez García (hoy cura en
Córdoba) y Juanito Carbonero.
Después del recreo, otra vez al salón de estudio, y luego la 2ª Clase. Antes de
las 14 h., ya estábamos en el comedor.
Después de la comida (estaba bien), en fila india,
silenciosa, nos llevaban a la capilla (“visita al Santísimo”). Todo muy
jesuítico. Por la tarde, estudio, clase de Música (una novedad para mí), recreo
a las 16 h., y la 3ª Clase (a las 17 h.). Sobre las 18 h. era la merienda (era lo peor: demasiado frugal). Luego
había Composición (el arte de
escribir estéticamente, en Castellano o en Latín). Y a las 19’30, la 4ª Clase
del día, y última. A las 20’30 había “lectura espiritual”, luego cena, “examen
de conciencia”, y a acostarse a las 10 h. Los dormitorios, en los años de
Latín, eran largas galerías de camas. Yo conocí al menos tres dormitorios
diferentes.
Cuando
se apagaba la luz (quedaban los pilotos), uno de los jesuitas en prácticas de
“maestría” daba varias vueltas por los pasillos, no sé por qué, hasta que la
gente se dormía. Algo curiosísimo era que los pantalones se quitaban, no fuera,
sino ya metido en la cama. Al principio era un engorro. Después se adquiría
gran destreza. Ya en Filosofía, los dormitorios eran individuales, por tanto
sin la chorrada de los pantalones. Por lo demás, lo más importante del día era
el aprovechamiento del estudio y las clases, de gran erudición y profundidad,
no charletas de tres al cuarto.
Los
jueves cambiaba algo el horario. Por la mañana, además de estudio y una o
dos clases, había un rato para aseo, y a las 13 h., Música (solfeo). Lo
interesante era por la tarde, que había paseo. Se salía a la calle, de paisano
generalmente (Si era paseo más “oficial”, más bien los domingos, se salía de
sotana, en filas de ternas). Los jueves, unos iban a ver familiares, otros a
diversos recados o se hacían pequeños grupos. Mi predilección era visitar la
emblemática Librería Luque, en la calle Gondomar, para ponerme al día en
novedades, sobre todo de tipo religioso, claro. Se dejaba a la derecha la
Mezquita y la torre, luego por la calle Céspedes, Blanco Belmonte, hasta
desembocar en las Tendillas por la conocida calle Jesús y María, que termina en
el Bar Correo (donde, de vez en
cuando, oh tentación, tomábamos allí la típica caña con berberechos). Un
recorrido que habré trazado mil veces.
En
realidad, mi poco dinerillo lo guardaba siempre para alguna novedad en la
Librería Luque o en la Librería del Seminario, por la que también andaba
siempre olfateando. Un día vi aquí una obra monumental: la Historia de la Filosofía, de Hirschberger, la mejor del mundo
mundial. Además, era texto oficial de la clase de Historia de la Filosofía. Conseguí
un suplemente pecuniario de mi abuela, y me hice con el gran manual, que todavía
lo conservo.
Algunos
jueves, creo, se iba también a jugar al fútbol al Campo de San Eulogio, en el Campo de la Verdad, delicia de los
futboleros, pero yo me quedaba en las gradas de tertulia con otros compañeros.
Los domingos solíamos ir al patio de fútbol de los Salesianos, donde jugaban los seminaristas entre sí, algún
curso contra otro, o entre los de la Sierra y los de la Campiña. Alguna vez
fueron a jugar al campo del Cuartel de Infantería de Lepanto, cerca del
Hospital Militar. Próximo estaba el Convento de los Trinitarios, con cuyos
novicios también se hacían partidos, ellos con los pies en sandalias –terrible
penitencia-, pero muy combativos.
A
todas partes íbamos andando. Los jueves
se regresaba a las 6 de la tarde: merienda y clase de Urbanidad. Esto era muy
curioso: se explicaban modales y comportamientos en sociedad, en las comidas,
en el trato, normas de educación, que estaban muy bien. Después del estudio y
una clase, estos jueves a las 20’30 había rosario (creo que eran más días) y
lectura espiritual. Algunas de estas ocupaciones podían ocurrir también los sábados
por la tarde, como el aseo personal y del dormitorio, cartas, Urbanidad,
Composición Literaria, Liturgia o “exposición del Santísimo”. Un sábado al mes
tenía lugar la célebre Sabatina, un acto académico típicamente jesuítico, lo
que hoy llamaríamos “debate” entre dos polemizantes, donde se hacían chocar
preguntas y respuestas, objeciones, hipótesis y tesis, sobre tres asignaturas
principales: Latín, Griego y Castellano.
Conservo
el Horario de Clases del 5º Curso
1963-1964:
Lunes --- Martes --- Mierc. ---
Juev --- Vier --- Sáb --- Dom-
10’15.- Latín Francés Latin Francés
Lat. Lat. -----
12’15.- Elocuen,
Religión, ciencias, -------- Griego,
Castellano. ----
5 h.- Griego,
Elocuen. Religión -------- Ciencias, Griego -----
7’30 Compos. Compos. Compos. Compos. Caste-.
Compos. Caste
Latina Castellana Castell. Latina
llano Latina llano
Los domingos se oficiaba misa solemne, a las 8’30 (siempre antes había
meditación). Cantos, música de armonio, etc. Luego: aseo, estudio, tiempo para
escribir cartas (se entregaban abiertas y se recibían lo mismo. Se veía
“normal”. No fuera a ocurrir como en Pepita
Jiménez, de Juan Valera). Después aparecía el P. Rector y daba una plática (cosa religiosa, claro. La política no
existía, al menos que yo recuerde). Algunos domingos por la mañana nos mandaban
a visitar a los enfermos del Hospital de
Agudos (hoy Facultad de Filosofía y L.), cosa que no me gustaba: los
hospitales me repelen desde siempre. Estas prácticas (Visitas a hospitales,
cárceles y clases de catecismo en los barrios) las había puesto el Obispo Fr.
Albino hacia 1947.
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Una de nuestras frecuentes excursiones a la sierra de Córdoba, por la carretera de Cerro Muriano. De derecha a izquierda: el autor, Ángel Campos, José María Gómez y el compañero Osuna. |
Por su parte, los teólogos iban a visitar la Prisión Provincial. Entonces supongo que habría muchos presos políticos del franquismo, pero desconocíamos tal circunstancia. Algunos filósofos iban a veces, por ejemplo: Joaquín Camacho Ayerbe y Fernando Horcas, con la bandurria y el violín, respectivamente, fueron a tocar a los presos. Qué interesante hubiera sido para un historiador entrevistarlos. Pero tampoco los teólogos, supongo, tendrían la más mínima noticia de lo que era el franquismo. Ignorancia general, desinformación, desconocimiento.
Los
domingos por la tarde había paseo otra vez, a lo grande. Se salía unas veces
con ropa de calle (para jugar al fútbol en el patio de los Salesianos) o con
sotana y beca (banda azul con borla blanca en Latín; borla azul en Filosofía, y
borla roja en Teología). A veces íbamos con sotana, una gran hilera de
seminaristas, por la carretera de Sevilla, polígono de La Torrecilla (entonces
no existía) y la cuesta de Los Visos. Unas caminatas maratonianas. Volvíamos a
la merienda, clase de Urbanidad, “bendición solemne con el Santísimo”, etc. Por
fin, el domingo terminaba con una plática
de algún gran orador jesuita, de afinada oratoria. Intensa actividad cada día.
5
Una vez esbozado el apretado horario
de actividades en el Seminario en el capítulo anterior, conviene insistir en
que ingresé en 3º y 4º, por convalidaciones, y no en el Seminario Menor de Los Ángeles (Hornachuelos), donde se
cursaba 1º y 2º. Este complejo se utilizó por primera vez en el curso
1957-1958, y ahí iban dos de Villanueva: Juan Carbonero y Miguel Díaz Torralbo. También eran compañeros Rafael Herenas y Pedro Castón Boyer (éste, en 1962 se fue a los jesuitas), los dos últimos son los únicos que hoy son sacerdotes, del centenar que empezaron en 1957.
El edificio tiene importantes referencias históricas y literarias. Fue un antiguo convento franciscano de finales del siglo XV, que llegó a ser visitado por los Reyes Católicos y por Felipe II. En 1836 le afectó la gran privatización (desamortización) de los liberales isabelinos y tuvo usos diversos. En los años cuarenta (s. XX) fue a parar a la marquesa de Peñaflor, y lo dedicaron a monterías (la típica “escopeta nacional”), pero poco después la marquesa donó el edificio al obispado (cuando Fr. Albino Menéndez Reigada), a condición de ser dedicado a seminario. Y así se cumplió en 1957, dado el gran aumento de vocaciones religiosas.
El edificio tiene importantes referencias históricas y literarias. Fue un antiguo convento franciscano de finales del siglo XV, que llegó a ser visitado por los Reyes Católicos y por Felipe II. En 1836 le afectó la gran privatización (desamortización) de los liberales isabelinos y tuvo usos diversos. En los años cuarenta (s. XX) fue a parar a la marquesa de Peñaflor, y lo dedicaron a monterías (la típica “escopeta nacional”), pero poco después la marquesa donó el edificio al obispado (cuando Fr. Albino Menéndez Reigada), a condición de ser dedicado a seminario. Y así se cumplió en 1957, dado el gran aumento de vocaciones religiosas.
El
antiguo convento se ubica en plena naturaleza salvaje y solitaria, en la ladera
de un cerro, a cuyos pies fluye el río Bembézar, por un cañón profundísimo, que
alimenta el pantano del mismo nombre. Lugar bravío y romántico, con su huerto
de naranjos y otras maravillas. Aquel Seminario entró en crisis a comienzos de
los años setenta, debido a la escasez de vocaciones, y el obispado lo cerró.
Hoy se resquebraja y derrumba poco a poco: “Estos,
Fabio, ¡Ay dolor!, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un
tiempo Itálica famosa” (Rodrigo Caro).
El azar quiso que yo conociera este
lugar en el verano de 1966, con motivo de un cursillo de verano, al que asistimos dos o tres cursos. Con permiso
paterno, pude ausentarme de los trabajos de la “era” en el cortijo del Barranco
de Los Pobos (No se olvide que, a pesar de estar en el Seminario, todos los
veranos tenía que sudar la gota gorda cortijera por imperativo paterno). Pues
bien, desde Córdoba nos llevó un autocar al paraje de Los Ángeles, que me pareció muy acogedor, típico y paradisíaco. Las
comidas eran buenas, sobre todo me gustaba el desayuno, con mi tazón de
cola-cao y mantequilla.
Conviene
ahora la referencia literaria, ya que en ese lugar agreste y conventual sitúa
el Duque de Rivas su obra romántica Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), en el último de los cinco actos. El
Duque de Rivas conoció el lugar, cuando era convento franciscano. El
desengañado “Don Álvaro” decide al final hacerse monje allí, con el nombre de
“P. Rafael”, donde también se halla, ignorada ermitaña, su antigua novia
Leonor, en la “cueva de la penitenta”. La obra termina con el suicidio del “P.
Rafael”, que se arroja por el precipicio del río Bembézar (“salto del Fraile”,
que existe). Pues bien, todo esto lo pudimos visitar: la cueva, el precipicio… Escenario magnífico de
la gran obra romántica.
De
aquel verano de 1966 recuerdo allí más cosas. Nunca había visto una víbora;
pues por aquellos jarales pude ver, pequeñas, terrosas y escurridizas, cinco o
seis víboras. Un gran peligro. Además del estudio, aprendí allí el juego del balón-volea,
fácil e intrépido, en una instalación a la entrada del edificio. Además, se me
quedó el aroma de una enorme dama de
noche, que perfumaba todo el valle. Qué habrá sido de aquel portento de la
botánica. Pero el recuerdo más agudo fue el atrevimiento de algunos que bajamos
al gran cañón, a nadar en las negras y frías aguas del río Bembézar, muy
subidas de nivel por efecto del pantano del mismo nombre. Ni cortos ni
perezosos, cogimos unos neumáticos y nos pusimos a nadar río abajo, al menos un
kilómetro, hasta dejar atrás los acantilados. Una temeridad.
![]() |
Otra foto de la misma estancia en el Seminario Menor de Los Ángeles en el verano de 1966. El autor, sentado en la peña. |
La vida del Seminario, en los 6 años que estuve, que se dice
pronto, a pesar de tantos elementos positivos indudables, la veo ahora un tanto
alejada de la realidad, una especie de cubierto invernadero o torre de marfil.
Algo curioso era que carecíamos de medios
de comunicación, ni radio ni TV ni nada parecido. Casi no se sabía nada de lo
que ocurría fuera. Creo que no vi nada de TV, hasta 1966, cuando Raphael fue a Eurovisión con Yo soy aquel. Entonces había ya una sala
de TV, pero a la que se iba en contadísimas ocasiones, como Eurovisión y algún
partido de fútbol, de higos a brevas. Me recuerda Juanito Carbonero que en 1964, cuando ganó España la Copa de Europa
frente a Rusia, llevaron al patio una TV, para regocijo de la muchachada
futbolera impenitente. Radio o transistor no tenía casi nadie. En los dos últimos
cursos (1966-1968) me llevé al Seminario la vieja radio de lámparas de mi
abuela, marca Iberia. Así, me puse al
día en la música pop (los superventas, los 40 principales, etc.), la célebre
música de los 60’s, que pocos conocen a fondo.
Del
mundo exterior noticioso apenas sabíamos nada. A pesar de todo, se colaron por
aquellos muros algunas noticias gordas de la época. La primera, por supuesto,
la celebración del Concilio Vaticano II.
A poco de ingresar en el Seminario, ocurrió la apertura solemne del concilio,
exactamente el 11-10-1962, con un mensaje de Juan XXIII al mundo. La convocatoria se había hecho el 25-12-1961,
pero el proyecto databa de enero de 1959. Los trabajos conciliares se
desarrollaron en cuatro etapas, en los
otoños de 1962, 1963, 1964 y 1965, las tres últimas, bajo la dirección de Pablo VI. Juan XXIII sólo dirigió la 1ª
etapa, la de 1962, porque murió el 3-6-1963. Información teníamos poca, salvo
la que nos ofrecían los curas. Aquella modernización de la Iglesia era muy
interesante (hoy no se habla de ello), y un cura-periodista que tenía fama
entonces, José Luis Martín Descalzo,
muy moderno en las formas, empezó a publicar, al final de cada etapa, una serie
titulada Un periodista en el Concilio,
la cual cayó en mis manos y leí con detalle.
A
algunos obispos españoles, en pleno franquismo y bajo los efectos del
nacionalcatolicismo, les pilló con el pie cambiado el nuevo enfoque de los
tiempos, por ejemplo, cuando se votó la “Declaración
sobre la libertad religiosa” (1965), que tuvo 70 votos en contra (Non placet), la mayoría de obispos
españoles. A favor (Placet) fueron
2.308. El texto que más rechazo mostró fue el “Decreto sobre los medios de comunicación social” (164 Non placet). También reflejaba
resistencias la “Declaración sobre las
religiones no cristianas” (1965, 88 Non
placet). Y es que los conceptos de libertad, ecumenismo, diálogo y apertura
chocaban con las mentalidades muy conservadoras. El Concilio acabó con el
principal de sus documentos, la “Constitución
pastoral sobre la Iglesia y el mundo moderno” (Gaudium et spes), de 7-12-1965, con 75 votos en contra (2.309 a
favor).
La
modernización que trajo el Concilio la notábamos perfectamente en aquellos
célebres años sesenta. En ese sentido, fuimos afortunados. Luego, todo se ha
enfriado. Hoy la Iglesia ha ignorado el Concilio renovador, se ha vuelto
reaccionaria y el color negro ha sustituido el gris de los cleriman (o clergyman) de entonces.
El Concilio lo clausuró Pablo VI el
8-12-1965. La BAC publicó todos los documentos, que conservo.
![]() |
Un jueves de paseo al campo de fútbol del Campo de la Verdad (San Eulogio). De izquierda a derecha: el autor, Andrés Córdoba (Rute), Francisco Márquez y Bernardo Jiménez Espada (Palenciana, qepd). |
6
Teníamos, decía, pocas noticias del
exterior que se colaban en el Seminario, y una, por supuesto, fue el ya aludido
Concilio Vaticano II, del que vuelvo a resaltar el clima de renovación que
aquel evento supuso, incomprensible, tal vez, para quienes no vivieron aquello.
Hubo otras noticias gordas de las que se tuvo percepción entre los muros
monacales. Noticia recurrente de aquellos años fue la guerra del Vietnam, que llenó de alarma al mundo, sobre todo a
partir de 1964, con la intervención de EE.UU. Momento álgido fue entre
diciembre de 1965 y abril de 1966, con los bombardeos masivos de EE.UU.
mediante napalm y desfoliantes de la
vegetación. Lyndon B. Johson ejercía
la presidencia trágica. Le sucedió Nixon.
Oíamos sobre aquello bastantes comentarios. Y la música de los 60’s, que
también se colaba en el Seminario, aludía a ello, como: C’era un ragazzo, de Gianni
Morandi (1962), de enorme éxito. El movimiento happy respondía al rechazo universal de la guerra.
Recuerdo que se comentó allí de
inmediato el asesinato de Kennedy,
el 22-11-1963, el segundo año de mi estancia allí, cuando el dormitorio de mi
5º Curso estaba en la gran galería que se erige a la derecha de la capilla,
segundo piso. Y desde esa misma galería, fuimos testigos del gran accidente de un autobús que, por la
Cruz del Rastro, se cayó al río, el 26-4-1964, una tarde de domingo, cuando la
gente iba al fútbol, al Arcángel. Jugaba el Córdoba/Levante. El autobús estuvo
unos minutos en balanza ante el abismo, hasta que cayó. Hubo once muertos,
entre ellos un hombre del Bar Correo (esquina
Tendillas). Sólo dos lograron salir a flote: el cobrador y un pasajero.
En 1964 ni siquiera el Seminario se
pudo librar de los fastos y parafernalia con que el franquismo celebró aquello
de “Los 25 años de paz”. No es que
el Seminario celebrara nada, sino que se oía aquello por todas partes. Para el
evento se preparó una película propagandística: Franco, ese hombre (Sáenz de Heredia, 1964). En el
Seminario no se puso la película. Nosotros la vimos en el cine de verano del
Campo de Fútbol de Villanueva. Recuerdo una escena, que ahora sé que es
completamente falsa, cuando salía Calvo Sotelo hablando en las Cortes y gritaba
La Pasionaria: “Ese hombre ha hablado por última vez”. Es una manipulación del
Régimen: ni esa era la voz de Ibárruri ni la frase consta en el Diario de
Sesiones. Me dice Juanito Carbonero
que aquel verano se hizo un pase de la película en el cine de verano de la c/
P. Llorente, exclusivo para los curas y seminaristas de Villanueva (estaría yo
en el campo).
En
1967 se comentó mucho en el Seminario lo poco que llegó sobre la guerra de los 6 Días, guerra
imperialista de los judíos contra los árabes. Una guerra relámpago entre el
5-10 de junio de 1967, que conquistó la península del Sinaí y puso en jaque a
todos los países limítrofes, sobre todo a Egipto. De ello oíamos perfiles muy
difusos. Parcas noticias del mundo exterior.
Conviene
ahora una breve síntesis sobre la esencia del Seminario: la vida religiosa. El objetivo allí era no
sólo estudiar la religión, sino también vivirla. No se trataba de una
religiosidad de manifestaciones externas, sino interior y personalizada,
fundada en la meditación, la reflexión, las lecturas, el estudio, la oración y
las orientaciones de las pláticas y de los padres espirituales (No se olvide
que el Seminario lo dirigía el clero regular, los jesuitas). Tanto era así que,
en semana santa, a las procesiones de Córdoba nos llevaban poco. Solíamos salir
a la esquina del Seminario, junto al Triunfo de San Rafael, para ver algunos
pasos que atravesaban el puente romano. Oficialmente, sólo formábamos parte de
una procesión: la del Corpus Christi.
Vestidos de sotana y roquete, desfilábamos por las calles de Córdoba, 150
seminaristas por una acera, y otros 150 por la otra, delante de la célebre
custodia de Enrique de Arce (s. XVI, de estilo gótico), en un recorrido
espectacular, con tan nutrido acompañamiento. Las andas iban adornadas con unas
flores, de blanco satinado, que yo no había visto nunca: las magnolias. Una exótica flor que aparece
en los poemas de Rubén Darío. La procesión salía por una puerta oriental de la
Mezquita, hacia la calle Cardenal González, luego hacia el Ayuntamiento donde
había un altar, después a las Tendillas (donde creo que pregonaba el obispo), y
por último se volvía por la calle Jesús y María, para abajo, y se terminaba por
la calle Céspedes.
En
el Seminario, por tanto, se impulsaba poco el culto iconográfico fuera de lo
normal. En semana santa no íbamos de vacaciones a los pueblos. Esto sólo
ocurría en Navidad, el día de San José (día del Seminario, para la cuestación)
y en verano. La semana santa se orientaba hacia la religiosidad interior, algún
día de retiro, actos litúrgicos y los oficios de jueves y viernes. Para los del
sábado de gloria se acudía a la catedral, en medio de una solemnidad máxima y
con la Schola Cantorum dando el do de
pecho, desde los sillones labrados del coro catedralicio y a los sones y
trompetas del gran órgano, que explosionaba con el Aleluya de Händel.
Ocurría que varios conventos de Córdoba solicitaban seminaristas para ayudar allí a los oficios. Un grupito (Paco Rot, algún otro y yo) ya estábamos sobre aviso, y varios años acudimos a algunos de estos conventos de monjas, que ya no recuerdo, y dábamos solemnidad a estas celebraciones, con el aliciente de que, a su terminación, las monjas nos obsequiaban con algunas delicadezas pasteleras, de refinado paladar. El oficio del sábado de gloria se hacía sobre las seis de la tarde, porque a las diez o así teníamos que ir a la catedral. Allí se ceremoniaba el cirio pascual y la lumen Christi, mientras la Toccata y Fuga de J. S. Bach volaba fugitiva entre los arcos de la Mezquita.
Ocurría que varios conventos de Córdoba solicitaban seminaristas para ayudar allí a los oficios. Un grupito (Paco Rot, algún otro y yo) ya estábamos sobre aviso, y varios años acudimos a algunos de estos conventos de monjas, que ya no recuerdo, y dábamos solemnidad a estas celebraciones, con el aliciente de que, a su terminación, las monjas nos obsequiaban con algunas delicadezas pasteleras, de refinado paladar. El oficio del sábado de gloria se hacía sobre las seis de la tarde, porque a las diez o así teníamos que ir a la catedral. Allí se ceremoniaba el cirio pascual y la lumen Christi, mientras la Toccata y Fuga de J. S. Bach volaba fugitiva entre los arcos de la Mezquita.
En Navidad estábamos en Villanueva, y
también teníamos protagonismo en la Misa del Gallo, y también nos solían llamar
las monjas de Las Obreras, con el consiguiente epílogo de exquisiteces
navideñas. Recuerdo alguna vez haber estado en la sala interior, con algún
seminarista más, don Sebastián Márquez,
y sobre todo, el gran Cipriano Carmona
(q.e.p.d.), que hacía alarde de su gran voz de barítono, cantando villancicos. Qué
gran persona fue Cipriano Carmona, y cómo tal vez la vida no le dio la
oportunidad que se merecía. Así es la vida. Los cantamañanas se abren paso, y
las personas de valía se quedan atrás.
Además
del verano, la otra ocasión en que veníamos a los pueblos era el día de San
José, día del Seminario, que había
sido instituido como celebración y cuestación en 1947 por el obispo Fr. Albino.
Nos repartíamos las tres parroquias de Villanueva y hacíamos la cuestación, con
bandeja (y los billetes a la vista), en todas las misas. A Juanito Carbonero, de curso más avanzado, le tocó alguna vez hablar
en las misas. Yo me escapé, menos mal. Salíamos de casa con sotana y beca, ante
la curiosidad del vecindario (mi casa entonces de la calle P. Llorente, 15).
Luego se hacía el recuento en el piso alto de la sacristía, y entregábamos la
fuerte suma a don Marcial, que la
mandaba al Seminario.
Al día siguiente, regresábamos a Córdoba. Recuerdo una vez, seguramente en 1963, en que unos días antes de tal efemérides se presentó en el Seminario un periodista, maduro, de Radio Córdoba, para entrevistar a algún seminarista. Y los compañeros a una: “Eso, que hable Paco Moreno”. No sé qué pude decir. Afortunado olvido. Por otra parte, una devoción importante era el “mes de María” (mayo). Se iba a 1ª hora de la tarde a la capilla, repleta de ramos de celindas, un aroma típico cordobés y andaluz, y se entonaba el “Venid y vamos todos…”. Desde entonces, en mis jardines, que siempre tengo, no faltan las celindas, que me recuerdan a Córdoba.
Al día siguiente, regresábamos a Córdoba. Recuerdo una vez, seguramente en 1963, en que unos días antes de tal efemérides se presentó en el Seminario un periodista, maduro, de Radio Córdoba, para entrevistar a algún seminarista. Y los compañeros a una: “Eso, que hable Paco Moreno”. No sé qué pude decir. Afortunado olvido. Por otra parte, una devoción importante era el “mes de María” (mayo). Se iba a 1ª hora de la tarde a la capilla, repleta de ramos de celindas, un aroma típico cordobés y andaluz, y se entonaba el “Venid y vamos todos…”. Desde entonces, en mis jardines, que siempre tengo, no faltan las celindas, que me recuerdan a Córdoba.
7
Insisto
en que aquella religiosidad era de
tipo interior, de sello jesuítico, silente: meditación y oración. En los años
60, en el Seminario cada uno se afanaba por una religiosidad sólida. Pero había
de todo: seminaristas de misa y olla, y otros más centrados. La meditación
necesitaba un apoyo de textos y libros apropiados. Yo renovaba mi repertorio
con alguna compra de vez en cuando, bien en la Librería Luque, o en la librería
del Seminario. Reuní bastantes cosas interesantes.
Para
la correcta vida religiosa se entendía que había que huir de la “disipación” (la
distracción cazando moscas, la festolina, el cachondeo…), huir de las
imperfecciones y vanidades (de ahí la austeridad del pelo a cepillo. Esto de
tatuajes, la moda, adornos, etc. era
impensable) y se debía buscar la “vida interior”, el “recogimiento”, la concentración en las cosas importantes… Estas
prácticas de interiorismo facilitaban un autocontrol personal que hoy día se
busca por otras vías civiles, incluso extravagantes, como el
yoga y otras formas de meditación. Al margen de lo religioso, la utilidad
psicológica de la concentración y la meditación es indudable en la vorágine de
la vida tecnológica actual, donde los seres humanos han perdido la capacidad de
mirarse dentro de sí mismos, y carecen de recursos y resistencia para afrontar
los traumas de la vida.
En
el Seminario existía, para nutrir la religiosidad, un mínimo repertorio
hagiográfico o vidas de santos, sobre todo cuatro. Una devoción típica
jesuítica era San Luis Gonzaga, un
joven jesuita (novicio) que pereció en Roma asistiendo a los enfermos de la
peste de 1590, a los 23 años. Por la misma razón tenía mucho predicamento San Estanislao de Kostka, otro joven
jesuita polaco (novicio), que murió a los 18 años también en Roma (1568).
Luego, se difundía mucho la vida del Santo
Cura de Ars (San Juan Mª Vianney), párroco de un pueblecito francés, cerca
de Lyon. Del siglo XIX, es patrono del clero secular. Y por último, entre otras
hagiografías, el Beato Juan de Ávila (ya
es santo), natural de Almodóvar del Campo y muerto en Montilla (Córdoba), en
1569, donde está enterrado. Es patrono del clero secular español.
Después, el catálogo de lecturas era
muy variado, según preferencias personales, manuales y tratados de todo tipo.
Por ejemplo, diversos textos de San
Agustín, que vivió entre los siglos IV y V, en el Norte de África, obispo
de Hipona, uno de los grandes intelectuales de la humanidad (Las confesiones, La ciudad de Dios, etc.
El primero lo tenía yo). Luego venían los autores ascéticos y místicos: Fr. Luis de Granada (ascético), Santa
Teresa y San Juan de la Cruz (místicos).
Este era el más interesante para mí, cuya obra adquirí y conservo, no sólo por
el tema religioso, sino porque se trata de uno de los grandes poetas de la
Literatura española, del Siglo de Oro (Subida
del monte Carmelo, Cántico espiritual, Noche oscura del alma, Llama de amor
viva…). Renacentista, neoplatónico a lo divino, todo un personaje. Para
sorpresa general, fue encarcelado por la Inquisición en Toledo, de donde se
escapó disfrazado y descolgándose con una espuerta. A Fr. Luis de León también lo encarcelaron, y a otros. Al gran humanista,
filósofo y pedagogo Luis Vives,
gloria del pensamiento español, lo quiso pillar la Inquisición, pero huyó a los
Países Bajos (donde murió en 1540). En represalia, los inquisidores españoles, cosa
fina, quemaron a su padre, junto a los huesos de su madre, fallecida, que la
desenterraron. Cuando a Erasmo de
Rotterdam lo invitaron a venir a
España, dijo más o menos: “¿Yo? ¿A
España? ¡Tararí que te vi…!”. ¡Vaya intolerancia de país que tenemos y
hemos tenido! ¡Qué pandilla! Ni los santos escapaban a la persecución fanática.
Un país inquisitorial, de exclusión, que lleva la Inquisición en su ADN. La
España de las persecuciones, de los exilios y de los destierros, donde no caben
los que no lleven la denominación de origen.
En aquella intensa vida religiosa, eran
imprescindibles: el Evangelio, las Epístolas de San Pablo o los Decretos del
Concilio, etc., como asidua materia de lectura y meditación. A raíz del aperturismo
del Concilio, precisamente, entraron en difusión en el Seminario algunos
autores cristianos, como Xavier Zubiri,
de gran modernidad, o el sacerdote y teólogo suizo Hans Küng, considerado uno de los cien intelectuales más
influyentes del s. XX, del cual yo compré un tratado que leí con fruición. Fue
uno de los asesores conciliares de Juan XXIII, pero con Juan Pablo II entró en
conflicto. También se difundió alguna obra de Teilhard de Chardin, jesuita francés, de ideas modernas y avanzadas.
No todo era modernidad lógicamente. Hay dos obras muy célebres, de pequeño
formato, que por supuesto manejé. Una, el célebre Kempis, es decir, La
imitación de Cristo, de Tomás de
Kempis, fraile agustino alemán, del siglo XV, de gran contenido místico.
Casi todos tenían este pequeño librito. En el Seminario tenía poca difusión el
célebre Camino, de Ms. Escrivá de Balaguer (ya es santo).
A mí me atraía poco. Le encontraba frases muy redichas y raras. No faltaba, por
supuesto, Para salvarte, del P.
Jorge Loring, que va ahora por la 60ª edición. Alguien me prestó alguna vez
alguna obra del jesuita P. Tarín, un
célebre predicador que murió en 1910, en odor
sanctitatis.
En
fin, con los citados y otros muchos textos se daba contenido a la formación
religiosa, que como se puede intuir se erigía con una arquitectura muy fuerte.
Una práctica fundamental eran los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio. Para los del Seminario Menor eran de tres
días, la primera o segunda mitad de la semana, generalmente de lunes a
miércoles. Una o dos veces por curso. Consistían en pláticas de buenos
predicadores (recuerdo que una vez nos dio las pláticas don Miguel Castillejo, el de Cajasur), se tomaban notas y luego se
pasaba a la meditación o paseos en silencio por los claustros. Siempre con
sotana. Solía utilizarse la capilla pequeña, una que hay en la primera planta,
entre las ventanas altas del comedor y el patio de cemento. En el Seminario
Mayor hacíamos los ejercicios espirituales durante casi una semana. Pláticas,
meditación y oración, paseos silenciosos, grandes exámenes de conciencia y
grandes sesiones de propósitos. Recuerdo que alguna vez intervino en esto el
paisano don Miguel Vacas o algún
místico padre jesuita. Luego
estaban, más frecuentes, los Retiros
Espirituales (un día o medio), con la misma modalidad, pero de tiempo más
reducido. Los teólogos llegaban a hacer ejercicios espirituales de un mes,
sometidos a pruebas religiosas muy duras, para probar su vocación. En alguna
ocasión, recuerdo, los teólogos vinieron a Villanueva, a la iglesia de Las
Obreras, a hacer estos largos ejercicios espirituales de todo un mes.
El
Padre Espiritual P. Nieto organizó,
creo que sólo en el Seminario Mayor, la Congregación
de María, con una exigencia mayor de perfección. A mí me puso de “presidente”,
y de secretario, a José Romero “Joselín”, de Cardeña. Se nos entregaba una
estampa con la redacción de los votos al dorso y una medalla de cordón azul,
que se ponía durante la misa. Me apreciaba mucho el P. Nieto, y en los veranos
nos carteábamos, él desde Mondariz, donde veraneaba. También me escribía el P.
Mansilla, y mi ex compañero Pedro Gómez García, que se fue con los jesuitas, y
algunos compañeros. Las cartas las leía
yo en la “era”, que me las llevaba mi padre cuando iba al pueblo.
En
otro orden de cosas, el Seminario supuso una puerta grande para la entrada en la LITERATURA. Lo cierto es que se leía
muchísimo. La oferta literaria era entonces, a diferencia de hoy, abundante y
de gran calidad. En la Biblioteca
del Seminario, a la que todavía no he aludido, que era enorme (todo el bajo de
la nave que hay adosada a la derecha de la capilla, y a la que se accedía sólo
con un permiso especial) encontré un magnífico manual titulado Literatura del siglo XX y cristianismo, de
Charles Moeller (Editorial Gredos),
obra exhaustiva, interesantísima, que aconsejo vivamente, porque todavía se
siguen editando volúmenes. Aprendí mucho en ese libro, sobre todo de novelistas
europeos. Y algo curioso: en esa Biblioteca, en un rincón, había varias
estanterías cubiertas con tela metálica y candado. Se trataba del “Índice” (Index Librorum Prohibitorum) o “Índice de Libros Prohibidos”,
tradicional en la Iglesia. Allí vi, encerrados, libros de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida), de
André Gide y de otros.
En
aquella época había una gran oferta de Literatura
de calidad, dentro y fuera del Seminario. En los kioscos de la calle se exponía muchísimo de la mejor Literatura del
siglo XX. Hoy día, inmersos en la banalidad de la estúpida sociedad de consumo,
los escaparates sólo ofrecen bobadas. En los años sesenta (1962) hubo un gran
invento, que fue el Círculo de Lectores
(Todavía existía en 1919, comprado por Planeta, pero en el verano de este año
ha sucumbido a la frivolidad de nuestro mundo actual), con oferta de libros de
calidad a domicilio por suscripción. Yo conocí esto a través de Paco Rot, que estaba suscrito. Entre
este invento, la Biblioteca del Seminario y las librerías externas, pasaban por
nuestras manos obras claves del siglo XX:
La náusea (Sartre), La peste, Calígula (Albert Camus), Nido de víboras (François Mauriac), El poder y la gloria (Graham Greene). Se
leía allí mucho La vida sale al encuentro
(del jesuita, luego cura José Luis
Martín Vigil) o La frontera de Dios (premio
Nadal, 1956, de José Luis Martín
Descalzo). Tenían mucha aceptación varias obras de Georges Bernanos, Bajo el sol
de Satán, Diario de un cura rural, y sobre todo, Diálogo de carmelitas, obra de la que se hizo película en 1960
(Está en YouTube), protagonizada por la gran Jeanne Moreau, sobre 16 monjas guillotinadas en la revolución
francesa, que suben al cadalso cantando el Veni
creator… Impresionante. Hoy me sorprende que estábamos al tanto de la mejor
literatura del siglo XX. Ello demuestra el alto nivel en que nos movíamos. A
las obras maestras que hemos citado cabe añadir: El viejo y el mar (Hemingway,
del que recuerdo concretamente la lectura de Por quién doblan las camapanas), El filo de la navaja (Somerset
Maughan), La madre, Viento del Este
Viento del Oeste (Pearl S. Buck),
La perla negra (O’Dell, Scott), Cuerpos y
almas (Maxence Van Der Meersch) y
tantas obras más, que reflejan el potencial cultural de los años 60’s, sin
comparación con la miseria cultural que hoy vivimos.
También
recuerdo ahora mi lectura de la primera novela de Miguel Delibes, La sombra del
ciprés es alargada, de 1948 (Premio Nadal), que leí en verano, hacia 1965,
mientras guardaba las ovejas en el campo, porque aun siendo seminarista, no me
escapaba los veranos de que me llevaran a las faenas del campo (“El cura
pastorcillo”). Siempre he envidiado a los que han llevado holgada vida ociosa
en el pueblo, sueltos como vacas sin cencerro. De aquella novela de Delibes recuerdo ahora una perrita
llamada Fany. Estando en el
Seminario empezó a tener éxito un libro titulado El libro del joven, del Dr. Carnot, que trataba de la
sexualidad juvenil, que por supuesto leí, con bastante sorpresa y rubor, en
aquellos tiempos. Luego se publicó El
libro de la joven. ¡Estudiamos y leímos tanto allí, y después en la
Universidad, y mucho después, y siempre! Nos
hemos preparado demasiado. La gente hoy día se apaña con
muchísimo menos. Pero la cultura es siempre un ancla de felicidad.
8
Tema importante era la sanidad en el Seminario y la enfermería. De entrada, se puede
afirmar que los seminaristas estaban bien atendidos sanitariamente. La
enfermería se hallaba en el primer piso, tras subir la gran escalera central de
mármol negro; arriba, de frente, un poco a la izquierda. Constaba de una
consulta y dos cuartos con camas, para los griposos, con su botiquín y
elemental equipamiento. Cuando yo llegué en 1962, la dirigía uno de los
teólogos, Pedro Crespo Hidalgo, de
Fernán Núñez (hoy cura), y tenía dos ayudantes: Gregorio Gómez Cambres (Belmez) y otro llamado Carlos Serrano González (Hornachuelos). Allí se hacían las curas
más sencillas, además de los gripazos y catarrazos. El que amanecía malo con
fiebre en la galería, se quedaba en cama, y pasaba enseguida Gregorio, ponía el termómetro, te
mandaba recoger las mantas y con ellas te ibas a la enfermería, y allí
ingresado varios días. Alguna vez pasé yo por esos trances. Finalmente, venía
el día de convalecencia, sin clase, con una alimentación de transición, que era
puré de garbanzos. Una vez al año, todos los seminaristas, por turnos, pasaban
reconocimiento en la consulta particular de un médico de Córdoba, don Nicolás Sáinz Gerón (de corazón y
pulmón), que pasaba a todos por rayos X. Su yerno, don Máximo Segura Naya, visitaba además el Seminario y pasaba
consulta, no sé qué días. Por otra parte, para casos específicos y análisis de
sangre, con un parte de la enfermería, te enviaban al Hospital de Agudos, a los diversos especialistas, o bien a
consultas privadas de Córdoba. La pequeña red de médicos privados se debía a
las influencias del P. Fernández Cuenca,
prefecto de Estudios, jesuita con mucho predicamento en Córdoba.
Cuando Pedro Crespo cantó misa (sería en 1965), ya se hizo primer
enfermero el citado Gregorio Gómez.
Puso como ayudantes a Alfonso Crespo
Hidalgo, de Fernán Núñez, de mi curso, y primo del citado Pedro Crespo. Era
el que me ponía las inyecciones. Me ponían inyecciones de hígado de bacalao o
de vitamina B12, porque un tiempo padecí de anemia. Más tarde, un hermano de Jesús Peláez, Antonio, médico
pediatra, actuó como médico de cabecera en el Seminario. Gregorio Gómez se
marchó finalmente de diácono a Fuenteobejuna. También actuó como enfermero Rafael Vacas Díaz, de Cardeña. En
Córdoba, en la Ronda de Tejares, tenía consulta un jesuita psiquiatra, el P. Montilla, y allí se mandaba a
algunos seminaristas o curas que pudieran tener problemas. Me dicen que
Castilla del Pino atendió a alguien.
Una curiosidad del cuidado saludable
era la sobre-alimentación. Cuando
alguno parecía un poco desmejorado o debilucho, la enfermería le recetaba
sobre-alimentación. En el desayuno y en la cena, creo, se añadía alguna
tortillita francesa o de espinacas, para la decena de sobre-alimentados. Un
tiempito estuve yo incluido en esta modalidad, por lo de la anemia. Paco Rot se me cachondeaba y me llamaba
“Paco Vitas” (de vitaminas). Supongo que los análisis de sangre serían en el
Hospital de Agudos. Dos veces fui a consultas de médicos en Córdoba, que no
recuerdo bien. Una, al dentista
(pudo ser el Dr. Casana, que tenía
consulta en el Hospital de Incurables, frente al de Agudos). Otra vez, al oculista, en abril de 1964, que me
mandó gafas, y hasta hoy (pudo ser
el Dr. León Reig Argüeso, un gran
oftalmólogo, uno de los que atendían a los seminaristas). Quiere todo ello
decir que la atención que se nos prestó allí fue correcta, dados los tiempos
austeros.
Un tema importante eran las comidas; la
cocina y el refectorio (comedor). Mi recuerdo, tenidas en cuenta las
estrecheces de nuestra infancia y los derroches de hoy, es que en el Seminario
se comía aceptablemente bien. Acostumbrado en el campo a la olla de garbanzos
con tocino y pan duro o remojado, y al estupendo postre de un vaso de agua de
los cántaros (fresca, eso sí) o un puñado de bellotas o medio membrillo, las
comidas del Seminario me parecieron muy apetitosas, sobre todo aquello de
primer plato, segundo (o “principios”) y postre. Mis comidas habían sido
siempre mono-pláticas. Cosa novedosa fue el desayuno, con panecillo y mantequilla para untar, algo para mí
insólito. Lo más parecido a la mantequilla que yo había visto eran la nata de
cocer la leche (entonces la leche se cocía para que no se echara a perder. No
había frigo) o los calostros de las vacas o cabras recién paridas. Así pues, el
desayuno consistía en una jarra de café con leche (un poco clarete, es cierto),
para la mesa de cinco o seis, en unas grandes tazas de aluminio, más unos
panecillos y mantequilla, que se untaba. Pero, además, teníamos allí el llamado
Armario (una despensa), que lo
dejaban abrir sólo en el desayuno y en la merienda. Allí se guardaban los
paquetitos de comida que a algunos, no a todos, nos mandaban de los pueblos.
Había una diferencia curiosa entre los de la
Sierra y los de la Campiña. A
éstos les solían mandar latitas o vasijas de aceite. A los de la Sierra, cosas
de la matanza y embutidos. El paquetito (la típica caja de zapatos, atada con
una guita) venía siempre dentro de la
talega de la ropa limpia, cada quince días, en el coche de línea. En mi
caso, el contenido era muy rústico:
algo de morcilla, longaniza, torreznillos fritos, hígado en pringue… todo lo
cual había que endurarlo para medio mes. A ello mi madre le añadía un botecillo
de Cola-cao (entonces gran novedad) y una lata de leche condensada. De ambas cosas echaba yo una cucharada en el café
clarete y quedaba estupendo.
En
el Seminario aprendí que la leche condensada se puede echar también sobre el
pan, como mantequilla, una gran delicatesse.
A veces, mi tía Rosa, que me
quería mucho, también me enviaba su caja de zapatos en la misma talega de la
ropa limpia, con algunas cosillas, que acrecentaban mi modesto reservorio
gastronómico. Después del desayuno, los
jueves, que se me pasó antes, teníamos limpieza del cuarto, que eran
individual en los cursos de Filosofía. No se usaba la fregona, sino que a la
puerta nos dejaban pequeños montones de serrín
húmedo. Con la escoba lo pasábamos dentro del cuarto, de baldosas antiguas,
dándole vueltas, hasta sacar fuera el serrín sucio, dejando el suelo totalmente
limpio.
![]() |
Mi 6º Curso de "Latín" o Humanidades, en junio de 1965. Los que pasamos a Filosofía al año siguiente, con algunas defecciones siempre. El autor, en la fila de en medio, primero por la derecha. |
Llegaba la hora del almuerzo, a las dos de la tarde,
después de una mañana de mucho estudio, un par de clases y recreo (fútbol y
frontón). El apetito era acuciante. Llegábamos en filas y en silencio al
refectorio (comedor), el gran patio tercero, cubierto con alto techo de cristal
(Hoy lo han vuelto a descubrir). A la entrada se recogía en el casillero la
servilleta y cubierto de cada uno, con su nombre. Luego, el “Benedicamus Domino.-Deo gratias”. Y a
comer, en silencio unas veces; otras no. A un lado había un púlpito, alto y grande. Mientras los
demás comían, un lector subía al púlpito y amenizaba con lecturas: Ben-Hur, Quo vadis?, Fabiola… Pero la
mayoría de las veces se hacían las prácticas de Oratoria y los sermones; y todos, sucesivamente, cada día uno,
íbamos subiendo por allí a dar un sermón. Unos lo hacían bien; otros, un
desastre, que provocaba un mal disimulado cachondeo. Aquel púlpito era el
martirio de la picota. Los de 4º de
Latín predicaban una vez en el curso; los de 5º, dos veces. Poco recuerdo de
mis intervenciones. La asignatura de Oratoria fue una de las materias que más
interesantes he hallado en la vida académica.
9
Continuando
con el tema de sermones en el
púlpito del comedor, un día le tocó turno a Ángel Jiménez “El Chipi”, de nuestro curso, de Priego. Hablaba del
pasaje evangélico que dice: “Un poco y me
veréis; otro poco, y no me veréis”. En esto que se le caen los papeles
dentro del púlpito, se agacha y desaparece a nuestra vista. ¡La que se lió!
Todo el comedor retorciéndose de risa, en despendolado jolgorio. Otras veces,
ya lo he dicho, ponían música clásica
de fondo durante la comida. Gran descubrimiento para mí: ¡La música clásica! Recuerdo
varias piezas que escuché allí por primera vez: la 6ª Sinfonía de Beethoven (Pastoral),
el Cascanueces de Tchaikovski, El lago de los cisnes, etc. Quedé
marcado por la música clásica, que desconocía. Un gran mundo nuevo, muy
necesario en momentos especiales de la vida.
Sigamos
con la comida, relato algo prolijo,
pero merece detallarse. Cada semana se establecía el “servicio de refectorio”,
un grupo para servir a los compañeros las perolas, las soperas y las bandejas
del segundo plato. Se recogían en el mostrador
de la cocina y cada uno repartía a su zona asignada. La Cocina era un montaje
enorme. La llevaban varias monjas (creo que Nazarenas), entre ellas la Hermana Brígida, la directora; la Hna. Cesárea (algo mayor), la Hna. Encarna (tía de un cura de Luque)
y otras, además de varias mujeres cocineras que venían del exterior. Aquella
gran cocina se surtía, además de lo que se compraba, de algunos productos que
donaban ciertos Almacenes o Lonjas, de donde supongo que venían lo que
llamábamos “gabardinas”, unos pescados tal vez jureles o bogas, de una piel
bastísima. A mediodía, el primer plato
solía consistir en cocido, habichuelas, aparte de otros potajes y sopas. El
arroz, los domingos. Ni que decir tiene que, a veces, sólo a veces, dada la
época, las legumbres podían tener “carne” (unos bichitos muy simpáticos que se
apartaban al lateral, sin problema). Era importante que te sirvieran pronto,
porque los últimos sólo pillaban los pellejos de los garbanzos.
El segundo plato consistía a menudo en
huevos fritos, o tortilla francesa o española. También filete de ternera o
filetes rusos. Creo que alguna vez el filete era de caballo, por el color
oscuro. Los sirvientes comían los últimos, un poco deprisa. Finalmente, “Benedicamus Domino; -Deo gratias”, y en
filas de silencio, al patio de tierra a futbolear, al frontón, o a una “visita”
a la capilla. También era el momento de acudir a La Procura: una especie de economato, donde despachaban compañeros
(Juanito Carbonero, Jesús Tallón, Fernando Horcas, etc.), por un ventanal que daba también al patio
de tierra, y allí se compraban: material de escritorio, dentífricos, sellos y
sobres, y todo tipo de menudencias. Luego, a la sala de estudio y clases.
En
el recreo de la mañana o en el de las tres de la tarde, era el momento de la peluquería, a cargos de los mismos
seminaristas, ya que algunos se especializaban en esto, a cambio de un modesto
honorario. Se nos pelaba siempre “a cepillo”, con el pelo corto y erizado, para
no caer en la vanidad de las apariencias físicas.
Los
lugares de estudio fueron al menos
dos. El primero fue en la segunda planta, en el ala izquierda del edificio, un
salón muy grande, con pupitres y grandes ventanales, a la vista del monumento
de San Rafael. Ahí cursé, creo, mis dos primeros años. Una anécdota era que
desde el estudio nos daba la lata el organillero que había en la esquina de la
Mezquita no cesaba de tocar “Los niños del Pireo” (me recuerda “El Gorri”). Luego
cursé otro año (no lo identifico bien) en un alargado estudio, en la planta
baja, justo al contrario, en el ala derecha del edificio, a la derecha del
patio de tierra o “de los mártires”. Aquí nos dio clase de lengua castellana don Gaspar Bustos, hacia 1964.
Y
aquí apareció una tarde un peculiar personaje, el P. Alfeo Emaldi, jesuita italiano (misionero javierano), que estuvo
preso en la China de Mao, y decidió
cortarse la lengua para no delatar a los cristianos convertidos. Nos dio una
charla y, al salir, se puso en la puerta del estudio, íbamos saliendo, nos daba
una estampa y, efectivamente, abría la boca y no tenía lengua. Creo que
promocionaba su libro Por qué me corté la
lengua. Murió en Italia en 1974.
Volvemos
al comedor. Por la noche, en la cena
abundaban las lentejas (alguna vez también con un poquito de “carne”-bichitos-)
y pescado (las “gabardinas”, bacalaíllas, etc.). En fiestas señaladas (Pascua,
Inmaculada) ponían una ensalada de varietés:
patatas cocidas, tomate canario, cebolla, huevo cocido y atún (aceite, sal
y vinagre). La merienda era muy
frugal: sobre las 6 de la tarde llegábamos en filas y en silencio, y nos
encontrábamos en los platos: dulce de membrillo, o uvas pasas, o un par de
peros (manzanas pequeñas, que ahora no veo vender), o pan de higo… y lo más
típico e inolvidable: un par de jícaras de chocolate
Trapa, que parecía arcilla compactada (era lo peor). En la merienda se nos
permitía abrir el célebre Armario y
se podía coger alguna cosilla de nuestras casas, algún embutido, leche
condensada sobre el pan, etc. En cuanto al sitio que se ocupaba en el comedor
era prefijado, pero de vez en cuando nos cambiaban, para que la sociabilidad
fuera variada.
Cuando
íbamos de excursión o de campo,
antes pasábamos en fila por el mostrador de la cocina, y en la mochila nos
echaban un trozo de tortilla de patatas y un bocadillo de filete de ternera
(más bien vaca apaleada), naranja y chocolate. Y a correr con viento fresco. En
realidad, lo pasábamos bien, con buen humor y espíritu festivo, propio de una
juventud pletórica. Lugares frecuentes de excursión eran: Trasierra, Las
Ermitas, Santo Domingo, El Lagar de la Cruz, Virgen de Linares, el monasterio
de San Jerónimo… tal vez Medina Azahara. Nos pateábamos todos los rincones de
la Sierra cordobesa. De estos paseos hablaremos más despacio. No nos llevaron,
por supuesto, al Museo de Julio Romero: aquella Piconera en tetas hubiera alborotado la libido juvenil.
En
aquel marco un tanto mítico del Seminario, cómo no recordar a dos operarios que tenían horario de sol
a sol: Paco (encargado de la
conservación de las instalaciones, electricidad, cañerías, etc. Era el
“arregla-todo”. Parece que lo estoy viendo, con su mono azul). Juan, con sus gafas de miope, que era
el centinela de la Portería, y, entre algún otro, Manolito, que era el encargado de los recados en la calle, recoger
cosas, traer encargos, y el gran lío de las
talegas en los coches de línea. Se amontonaban las talegas junto a la
conserjería, y creo que era él quien las repartía por los coches de línea, de
la Sierra y de la Campiña. O algún empleado de los coches de línea venía a
recoger al Seminario. Nuestro compañero Manuel
Varo Arjona, de mi curso, era el encargado del cuarto de las talegas. De
allí salían y allí las recibía, para repartirlas luego a cada uno, en los
dormitorios.
Falta
aludir al Comedor de los Mayores
(filósofos y teólogos). De este comedor, a pesar de que estuve en él otros tres
años (1966, 67, 68) guardo menos recuerdos. Se ubicaba a la derecha del grande
de los Latinos, y más al fondo, un tanto alargado, como una galería. También
tenía acceso por el patio de cemento. El torno
por donde se servía la comida estaba al fondo, a la izquierda, más pequeño que
el de los Latinos. Hacia la mitad de la galería estaba el púlpito, donde se
leía o se hacían las prácticas de Oratoria (sermones). En este comedor había
menos bullicio, porque los seminaristas eran menos y mayores. Era la misma
comida general, pero mejor presentada. No había despensa o “Armario”: los
mayores tenían cuartos individuales.
En
cuanto a los dormitorios individuales, las habitaciones se hallaban en el 2º
piso, para los filósofos, en el ala derecha del Seminario, al lado del Alcázar.
En el vértice de ambas galerías estaba el cuarto de don Bartolomé Borrego, el cura encargado de esta zona. Frente al
Alcázar estuvo mi habitación en 2º y 3º de Filosofía. En 1º ocupamos un cuarto
grande para 8, en el ala que da a la calle principal, que yo bauticé como El Corral de la Pacheca, muy divertido.
En las habitaciones se solía tener un infernillo, que yo usaba para hacer
chocolate con leche condensada, para la merendilla. A esa hora solía recibir
visitas en el cuarto, al olor del chocolate.
Además,
tenía en mi cuarto la radio de
lámparas de mi abuela. Eran los años de oro de la música pop de los 60’s. El mobiliario
de las habitaciones era muy austero: mesa de estudio pegada a la pared, con una
estantería de libros encima, silla, cama, baúl y maleta, palanganero de
porcelana, jarro y cubo de desagüe, a la antigua usanza. Frente a mi cuarto se
hallaba el de Paco Rot. Y en este
tiempo nos dio por hacer gimnasia culturista. Compramos el método Sansón Institut, que traía unos extensores,
para fortalecer los bíceps, en medio de la sorna y cachondeo de los compañeros.
Pero estuvimos mucho tiempo con nuestra tablas de gimnasia.
10
LA
MÚSICA, otro gran descubrimiento en el
Seminario. Allí, no sólo me hice intelectual (quiere decir: mantener una
actitud cognitiva permanente ante la vida y el mundo), sino también melómano.
Muchos pasan por la vida sin empaparse de lo que tienen alrededor. Han pasado
por los años 60’s, sin darse cuenta de lo que ocurría, musicalmente. Por
fortuna no fue mi caso. Vi, oí y aprendí. Empecemos por las clases de solfeo. Fue una materia
novedosa, con la que me encontré en 1962, de manera desprevenida. Tenía que
adelantar rápido y ponerme a la altura de los demás. La Música era una
asignatura en todos los cursos de Latín. Me hice amigo de uno de Fernán Núñez, Fernando Serrano (qepd), el cual se
prestó a repasar conmigo lecciones de solfeo durante los recreos. Y a él le
debo mis primeros avances en la materia, que no se me daba mal. Hace poco me
enteré de su viaje definitivo. Por
aquellos años de mediados de los 60’s aprendí también a tocar la guitarra. La compré en unas vacaciones,
con un dinerillo de mi abuela. Me enseñó un amigo vecino, Juan Cobos Arévalo, que era de la tuna del pueblo. La clase
vespertina, en el corral de mi casa, terminaba con un picadillo de tomates, de
aquellos color rosa o morunos, andaluces, propios de las huertas del pueblo,
los mejores del mundo, sin exagerar.
Lugar aparte merece la música clásica, una gran novedad para mí. Poco a poco conocí las obras más emblemáticas. Antes cité varias. Conviene añadir: la 5ª Sinfonía de Beethoven (magistral), la Tocata y Fuga de J. S. Bach (colosal), el Largo y Aleluya de Händel, y entre otras, sobre todo La Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak (el no va más, en especial el 4º movimiento), la 3ª Sinfonía de Brahms (3º movimiento), la Rapsodia núm. 2 de Liszt, En el jardín de un monasterio de Ketèlbey, algo que debería conocer todo el mundo, pero no es así. Sin embargo, allí no descubrí algo que hoy me entusiasma: el Canon de Pachelbel, que escuché por primera vez a unos músicos ambulantes en la Puerta del Sol, de Madrid. Les pregunté el nombre de la pieza, y desde entonces ocupa el 1º lugar de mi Hit parade. Una vez, en el patio de cemento del Seminario organizamos una velada de teatro leído, La alondra, de Jean Anouilh, un dramaturgo francés muy interesante. Se preparaban las mesas, cada una con un flexo o lámpara, y los nombres de cada personaje. Cuando ya los compañeros de público estaban sentados esperando, sonaba el 4º Movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo, y con ese fondo triunfal entrábamos los lectores al escenario. Inolvidable. Por aquellos tiempos, un gran programa de Alberto Oliveras en la Cadena SER, “Ustedes son formidables”, alcanzó celebridad gracias a la sintonía de este 4º Movimiento.
Lugar aparte merece la música clásica, una gran novedad para mí. Poco a poco conocí las obras más emblemáticas. Antes cité varias. Conviene añadir: la 5ª Sinfonía de Beethoven (magistral), la Tocata y Fuga de J. S. Bach (colosal), el Largo y Aleluya de Händel, y entre otras, sobre todo La Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak (el no va más, en especial el 4º movimiento), la 3ª Sinfonía de Brahms (3º movimiento), la Rapsodia núm. 2 de Liszt, En el jardín de un monasterio de Ketèlbey, algo que debería conocer todo el mundo, pero no es así. Sin embargo, allí no descubrí algo que hoy me entusiasma: el Canon de Pachelbel, que escuché por primera vez a unos músicos ambulantes en la Puerta del Sol, de Madrid. Les pregunté el nombre de la pieza, y desde entonces ocupa el 1º lugar de mi Hit parade. Una vez, en el patio de cemento del Seminario organizamos una velada de teatro leído, La alondra, de Jean Anouilh, un dramaturgo francés muy interesante. Se preparaban las mesas, cada una con un flexo o lámpara, y los nombres de cada personaje. Cuando ya los compañeros de público estaban sentados esperando, sonaba el 4º Movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo, y con ese fondo triunfal entrábamos los lectores al escenario. Inolvidable. Por aquellos tiempos, un gran programa de Alberto Oliveras en la Cadena SER, “Ustedes son formidables”, alcanzó celebridad gracias a la sintonía de este 4º Movimiento.
Con
todo, lo más original del Seminario fue la música
coral. La polifonía y coros, además del canto gregoriano. Ávido de todo
cuanto ocurría a mi alrededor, también presté atención a la polifonía y me
apunté al Coro del Seminario, que entonces dirigía nuestro compañero José Amo Medianero (qepd.), de Baena.
Experto en música, pianista y organista perfecto, muy amigo de Fernando Horcas, también de Baena, que
tocaba/toca el violín, caso único en aquel vetusto edificio. En mis seis años
de estancia allí (1962-1968) conocí a varios directores del coro polifónico (a
veces, de 80 voces): además del citado Pepe
Amo, dirigieron con máximo nivel: don
Luis Briones (antes de yo llegar), Manuel
Moreno Arias (de Peñarroya, teólogo entonces; luego cura en Pedroche y
Pozoblanco, donde murió), José Mª Lucena
Aguilar-Tablada, de Aguilar, también teólogo, que cantó misa hacia 1964 y
quedó como profesor de Música en el Seminario (Años después se secularizó). Fue
un gran director de la Schola Cantorum (polifónica).
Su hermano Manuel Lucena
Aguilar-Tablada, algo menor en edad y físico (Cantó misa en 1966. También
secularizado), dirigía la Schola
Gregoriana, que era una élite muy importante de cantores de gregoriano.
También la dirigió Moreno
Arias.
El
miércoles santo, a las 9 de la noche, como dije antes, cuando pasaba al lado
del Seminario la procesión del Cristo de la Pasión, de San Basilio, no sé si con la Dolorosa detrás. Todo el Seminario
salía a la puerta del Seminario, y la gran Schola Cantorum interpretaba el Velum templi, del P. Otaño, y el Stabat mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa,
de Pergolesi. El viernes santo nos situábamos al anochecer en el recinto
enverjado del Triunfo de San Rafael,
un lateral del Seminario, donde la Schola
Cantorum repetía una polifonía memorable: el Velum templi scissum est et omnis terra tremuit, de acordes
atronadores. Dirigía José Mª Lucena; otras veces, Manuel Moreno Arias, o algún
otro.
En
los veranos (julio), el Seminario mandaba a algunos de ellos a estudiar
gregoriano en la Universidad Pontificia de Salamanca. Así, el citado Manuel
Lucena, Moreno Arias, Fernando Horcas (Baena), Antonio Moreno García
(Pozoblanco), Pepe Amo y algunos más. Recuerdo que en ciertos actos litúrgicos,
los gregorianistas se colocaban en
la parte derecha de la bancada de la capilla, y allí ondeaban al viento sus
variaciones melódicas de subidas y bajadas. Sonaban como en el Monasterio de
Silos. Iban mucho a la Catedral a cantar oficios. En realidad, todos poseíamos
rudimentos de este canto. Desde los primeros cursos todos teníamos el Cantoral Gregoriano Popular. Después nos
dieron el Liber Usualis Missae et Officii.
Un tocho todo en latín, con las notas en forma de cuadritos, sobre
tetragrama, no en el pentagrama habitual. Esta música, me recuerda Fernando
Horcas, es una evolución de curvas melódicas, entre los arsis (cuando el director sube la mano) y las tesis (cuando el director la baja). En esta modalidad se cantaba,
por ejemplo, el Veni Creator Spiritus…
En fin, todo un repertorio para “raperos”.
A
mí me llamaba la atención mucho más la Schola
Cantorum, donde yo participaba como tenor
II, siendo mi contacto con José Amo Medianero como director, del que guardo
sentido recuerdo. Las actuaciones del coro del Seminario eran memorables, pero
ninguna tanto como en el Homenaje a
Córdoba que se celebró en el Teatro Góngora en 1965, en el que yo también
participaba. Nuestro Coro o Schola,
dirigida por Manuel Moreno Arias, salió a por todas, con partituras memorables,
como Los
mártires del circo, una pieza coral apoteósica, de François Anatole
Laurent de Rillé (1828-1915). A continuación, Los pescadores, de Josep
Anselmo Clavé (“Reina en el mar la bonanza / en las lonas gime el viento…”). No
recuerdo si cantamos alguna pieza coral más. Después intervino la Rondalla del Seminario, creo que
dirigida por Joaquín Camacho Ayerbe,
en la que participaba Fernando Horcas
con su violín, junto a un puñado de virtuosos de todo tipo. Horcas me recuerda
el repertorio que tocaron: “Carnaval del 86”, “Pavana” de Eduardo Lucena,
“Hojas Verdes” de la película El Álamo, entre
otras cosas. Una víspera de Navidad parte de la Rondalla visitó la cárcel, a
tocar a los presos. Otra vez, en una velada en el patio de tierra del Seminario
la Rondalla interpretó Granada, de
Albéniz. En el concierto del Teatro Góngora hubo más protagonistas de Córdoba,
como la Rondalla de San Lorenzo,
dirigida por Luis Bedmar; la Escolanía
del Colegio Cervantes (de niños), que interpretó “Guadalajara” y “Dime,
Platerito, dime”. La del Seminario fue la actuación más memorable, donde
causamos impresión con la Schola Cantorum.
11
El
tema músico-cultural era brillante en el Seminario de los años 60’s. Repito que
había mucho seminarista de misa y olla, pero destacaba una élite muy
cualificada. Pensando en la música, nombremos primero a los tres de Baena: José Amo
Medianero, Fernando Horcas y Pepe Cañero Rojano. Éste llegó al
Seminario un poco mayor. Tocaba el saxofón en la banda de Música del pueblo.
Tocaba el armonio en la capilla, o los pianos que había por las clases, la
guitarra o cualquier instrumento que se pusiese por delante. Cañero se salió al
acabar la Filosofía, dio luego clases en la Universidad de Valencia, y en el
Conservatorio. Un prototipo de inteligente superdotado. Recuerdo mejor a José Amo, nuestro director del Coro.
Era virtuoso del piano y del armonio. En 1965 fue en verano a estudiar
gregoriano a Santiago de Compostela. El mismo año en que yo me salí (1968),
Pepe Amo pasó al Seminario Europeo, de la Universidad Pontificia de Madrid.
También abandonó y, junto con Pepe Cañero, trabajaron en la multinacional IBM.
A Pepe Amo, una depresión post ruptura matrimonial lo llevó a la muerte en 2013
(Qepd). Por último, el violinista Fernando
Horcas, el único virtuoso de este instrumento que había en el Seminario.
Estaba muy unido a sus paisanos Pepe Cañero y Pepe Amo, los tres muy marcados
por la música. A Fernando lo sitúo perfectamente con su violín en los diversos
eventos que allí se celebraban. Amable y generoso, se le veía concentrado en
los estudios y en su violín. Hoy reside en Madrid. Fernando conoció y trató en
Madrid al conjunto Agua Viva,
cantautores de los 60’s, amigos de Luis E. Aute, que estaban vinculados al
Colegio Mayor Pío XII, y a la parroquia del Espíritu Santo. Con su violín ha
llegado en ocasiones al Auditorio
Nacional (Requiem de Brahms o
haciendo dúo con el violinista libanés Ara Malikiam). Participa hoy en varios
coros de Madrid, como el Coro “El Madroño”, o en la Orquesta “Sol-fónica” del
15-M (llamada así porque alude a la Puerta del Sol, donde ocurrió la acampada
del 15-M), y a veces actúa en el Coro de la Casa de Córdoba en Madrid. Todo un
figura.
![]() |
En la Huerta del Seminario, hacia 1966. De izquierda a derecha: el autor, Juan Luiz Cepas Rico disfrazado para un teatrillo, y Francisco Rot. |
El
año en que yo entré (1962), se salió otro de los genios de la música que daba
el Seminario: Francisco Ropero Mengíbar,
de Priego. Era del curso de Juanito Carbonero. Tocaba lo mismo la guitarra, el
laúd o la bandurria, el órgano, el contrabajo o la flauta. A ello sigue
dedicándose en Palma de Mallorca. Al que sí conocí yo fue a Pepe Saravia Ortiz, de Monturque, tan
hábil con las botas de futbolero como con una flauta de caña que trajo de su
pueblo. Con ella tocaba a dúo con F. Horcas. Hoy vive en Hospitalet. Lo
recuerdo serio y con sus gafas de miope. Y no podemos olvidar a nuestro paisano
José Romero Pérez (Pepe Botones),
que era un portento manejando el acordeón, otro instrumento único en el
Seminario. Sólo lo conocí allí dos años. Se salió y vive en Cataluña. También
resultó buen cantor y corista otro paisano nuestro, Antonio Murillo Torralbo, hoy canónigo, y dirige el Coro de la
Catedral.
En
el Seminario había un solista de voz potentísima, casi un Alfredo Kraus, José Jiménez Marín, “Chicuelo”, apodado así por su
estatura. Ahora es cura en Aguilar, después de misionero con los P.
Combonianos. Y por último, entre tantos virtuosos, mi maestro Jesús Peláez del Rosal, de Priego que
dirigía la “Rondalla Chica”, la que actuaba por Navidad, y con la que despertábamos
al personal en los días de diciembre, en vez del toque de campana. Jesús Peláez
era (es) otro superdotado. Llegó a cura, con magnífico expediente, se
especializó en estudios bíblicos, fue párroco en Peñarroya y allí se
secularizó. Dirige la Editorial El Almendro y acaba de jubilarse como
catedrático de Filología Griega en Córdoba. Todavía conservo el cuaderno de Villancicos,
con sus acordes de guitarra, con los que alegrábamos las mañanas pre-navideñas
(Zarandán, zarandán, zarandillo… y
otros muchos. A vuestra disposición). Pepe Romero “El Gorri” me cita a un
magnífico organista que, efectivamente, creo recordar al comienzo de mi llegada al Seminario en 1962, como un mago de las teclas del armonio: Rafael
Cerrato Costi. Luego se salió y ha sido secretario de Asuntos Sociales de la Junta de Andalucía.
Repasado
ya sucintamente el plantel de los músicos, veamos un poco el repertorio de las músicas. Ya hemos referido el magno
acontecimiento del Concierto en el Teatro Góngora, en 1965. Dentro del
Seminario funcionaban el Coro polifónico o Schola Cantorum, la Rondalla y la Schola Gregoriana,
dirigidos por José Amo Medianero / José Mª Lucena / Manuel Moreno Arias (La
1ª), por Joaquín Camacho Ayerbe (La 2ª), y por Manuel Lucena / y Moreno Arias
(La 3ª). Aquella actividad febril daba para un montón de partituras, que yo me
puse a copiar, las más cortas y exitosas, en un cuaderno de pentagramas que me
compré y todavía conservo. Ahí puedo repasar los siguientes títulos: El Coro de los Repatriados (de la ópera Gigantes y Cabezudos, de M. F.
Caballero). Era pieza clásica de nuestra Schola
(“Por fin te mirooó, Ebro famosooó…), la jota Ay, mi Mañico; Bajo el puente de Rialto (a dos voces); Los Gitanos; Santa Lucía; Los gallos cantan;
por supuesto, la imperecedera Serenata
a la Mezquita, de Ramón Medina (Creo que esto lo cantábamos alguna vez por
las plazuelas de Córdoba); Himno a San
Pelagio; Rosa de Abril; Cerca de ti, Señor (Que cantaron al hundirse el
Titánic); entre otras piezas más.
Fernando Horcas me ha enviado la partitura célebre
de Los mártires del circo; pero no
encontramos Los pescadores. Tengo
copiado a medias El Ampurdán, de
Morera, otra pieza omnipresente en las actuaciones. Y una salmodia muy original
sobre Las Bienaventuranzas, que no he
escuchado nunca en ningún sitio y resulta magnífica.
Por
supuesto, la Rondalla y el Coro (éste, menos; la primera, más) se hacían eco de
las canciones de la tuna y de otras coplas típicas de Córdoba, como La romería de Santo Domingo (“Caminito
de Santo Domingo / te vi una mañana / florida de abril…”); o la folclórica Noches de mi Ribera. Cordobesita, de Ramón
Medina (“Cordobesa de mi amor / hoy se alegran los trigales…”). Por otra parte,
además de las partituras citadas, el Coro tenía un repertorio magnífico e
inolvidable como la Canción del viejo
poeta (de Luis de Iruarrizaga), Las
ruinas del monasterio (de Stheler), Una
lágrima; La canción de una virgen… y la sin par Canción india (de la ópera Sadko, de Rimsky Korsakov).
Con
todo aquel clima propicio, mi melomanía era creciente e imparable hasta hoy, en
que atesoro una colección de más de dos mil vinilos, CDs, cintas… Últimamente
he reunido más de 600 canciones, de todos estilos habidos y por haber. Pero en
los 60’s, testigos de una explosión musical, no teníamos de nada, para
reproducir, ni grabar ni nada de nada. Cuando venía a Villanueva, solía ir a
casa de don Sebastián Márquez (vivía en la esquina Moreno de
Pedrajas/calle Nueva), porque tenía tocadiscos. Recuerdo sus discos, sobre todo
los Coros del Ejército Ruso, y la canción Kalinka
mayá, y mejor aún: Polyusko Poly, o
Plaine, ma plaine, la canción de las
llanuras nevadas rusas. Genial (La tenéis en YouTube. Véase versión de André
Rieu). En el curso 1966-1967 me presenté en el Seminario con la vieja radio de lámparas de mi abuela
Isidora, de marca Iberia, que ubiqué
en mi cuarto, sólo para estar al día de la música
pop entonces en boga, que me acompañaba en el intensísimo estudio. Siempre
me interesó “estar al loro” de cuanto culturalmente ocurría a mi alrededor.
Siempre atento. Nunca distraído. He vivido agarrado y arrescuñando las cosas
interesantes y provechosas de la vida.
12
Nuestra etapa de
Seminario coincidió con el apogeo de lo que se llamó la música pop o música ligera de los 60’s, que de ligera, a menudo, no tenía nada. Como se me quedó
grabado en mi mente este gran concierto universal, tal vez prolijo, deseo dejar
constancia de él en estas Memorias. Salieron canciones a montones, dignas de
las mejores orquestas. Por ejemplo, muchas de Los Beatles, entre otras. A todo
este mundo musical le presté atención -y oído- estando en el Seminario, a pesar
de los escasísimos medios. Fue una revolución musical apoteósica y se convirtió
en el contexto que nos envolvía, si bien pocos supieron captarlo. Hoy me
sorprende que gente que ha pasado por los 60’s no haya aprendido nada ni sepa
nada de aquella música genial. Hoy cunde la ignorancia propia de la sociedad
tecnológica y de consumo, madre de todas las ignorancias. Mucho desarrollo
material, pero nulo desarrollo intelecto-cultural. Hoy ha desaparecido la
música ligera diferencial, y todo es música rock de hojalata, de zambombazo, bajo
el imperio de un llamado rock global reaccionario, desideologizado y fascistón.
Pero entonces existía una magnífica música pop española, italiana, francesa,
inglesa, incluso en USA. Toda ha sido borrada del mapa. Ahora todo es rock
global de hojalata. Además, la canción ligera ha perdido la línea melódica o lo
que se puede llamar melodía o línea definida. Todo se reduce hoy a golpetazos,
voces estreñidas, ruidos y trompetazos (salvo alguna excepción). En realidad,
la sección que inserto a continuación tiene también su origen en una
conferencia que impartí a los alumnos del Instituto hacia 1995, sobre la
“Música pop de los 60’s”, con audiciones y todo, en el salón de actos. Los
alumnos no daban crédito a que un profe fuera un “enteradillo” en música pop. Y
quedaron totalmente “flipados”.
Los
60’s fueron la década de los festivales: Benidorm (Julio Iglesias), del Mediterráneo
(Dúo Dinámico), de San Remo (Italia) o de Eurovisión. Vi éste por 1ª vez en
1966: Yo soy aquel (Raphael), en la novedosa sala de TV
del Seminario. Luego, Shandie Shaw (1967),
Massiel (1968), etc. Pero para esas
fechas ya disponía yo de la radio de lámparas de mi abuela. Por supuesto, con
el permiso de los curas. Algún compañero se venía a mi cuarto a estudiar. Caía
en catarata la música ligera de los 60’s. Cada semana salían éxitos nuevos, a
cual mejor. Para colmo, Los Beatles,
increíbles, unos genios. Nunca ha habido otro conjunto musical así. No
conocerlos, me atrevería a decir: un pecado de lesa cultura. Había lista de
superventas en la Cadena Ser, los 40 Principales, Los Favoritos de RNE, las
listas inglesas y de USA.
La música pop italiana, para empezar, alcanzó un prestigio
enorme. Nos llegaban de allá canciones fantásticas, de Gianni Morandi (Hoy de
rodillas, C’era un ragazzo, 1962), Gino
Paoli (Sapore di sale, 1963), Gigliola Cinquetti (No tengo edad, 1964, que chapurreábamos
a la guitarra), Pino Donaggio (Yo que no vivo sin ti, 1965), Toni Dallara (Margarita, 1963, Se llama
María, 1965), Jimmy Fontana, con
su célebre El Mundo (1965), Rita Pavone, Sergio Endrigo (Se equivocó la paloma, 1968) y otros muchos,
que entraron en tromba en las ondas españolas.
La
música pop francesa fue espectacular, y también pasaba
en tromba entre la minoría más modernista. Muchos no le prestarían atención;
yo, sí. Siempre me ha gustado saber de todo, siempre. Empezando por el gran Salvatore Adamo, estandarte de nuestra
juventud, con su Tombe la neige (1963),
Mis manos en tu cintura (1964), Un mechón de tu cabello (1966), Inch Allah (1968), Mi corazón en bandolera, en fin, el no va más. Y luego, otro de los
grandes: Charles Aznavour (Et Pourtant, 1963, Qué triste Venecia, 1964; La
Bohemia, 1966…). Otro gran solista, de voz profunda, era Gilbert Bécaud (Et maintenant, 1961, L’important c’est la rose, 1967). Temas
inolvidables. Sobre todo los de Sylvie
Vartan, la muñequita francesa, alma de los primeros guateques, con El ritmo de la lluvia, 1963 (una de las
canciones más versionadas de los 60’s), y Si
je chante, 1964, con ritmo trepidante, como el Twist and Shout, de Los Beatles. ¡Qué época aquella!
Una de las canciones de más empaque fue Ma vie (1964), del gran Alain Barriére, que algunos entonaban por los pasillos. Más populachera era Capri c’est fini (1965), de Hervé Vilard. Luego, se hicieron muy populares dos conjuntos procedentes de las colonias francesas, como los indonesios Los Blue Diamonds (Ramona, 1960, fue éxito mundial) y Los Surfs, de Madagascar, con buen repertorio de guateques, a partir de 1963 (el año mágico): Tú serás mi baby, Ahora te puedes marchar, Si yo tuviera un martillo (otra canción muy versionada). Y sin olvidar a los más maduros: Jacques Brel (Ne me quitte pas, 1959) y Edith Piaf (La vie en rose, 1954, Non je ne regrette rien, 1960), una leyenda de Francia, como Mireille Mathieu, “el ruiseñor de Aviñón”. Hoy, de canción francesa, nada, R. I. P.
Una de las canciones de más empaque fue Ma vie (1964), del gran Alain Barriére, que algunos entonaban por los pasillos. Más populachera era Capri c’est fini (1965), de Hervé Vilard. Luego, se hicieron muy populares dos conjuntos procedentes de las colonias francesas, como los indonesios Los Blue Diamonds (Ramona, 1960, fue éxito mundial) y Los Surfs, de Madagascar, con buen repertorio de guateques, a partir de 1963 (el año mágico): Tú serás mi baby, Ahora te puedes marchar, Si yo tuviera un martillo (otra canción muy versionada). Y sin olvidar a los más maduros: Jacques Brel (Ne me quitte pas, 1959) y Edith Piaf (La vie en rose, 1954, Non je ne regrette rien, 1960), una leyenda de Francia, como Mireille Mathieu, “el ruiseñor de Aviñón”. Hoy, de canción francesa, nada, R. I. P.
La
música pop inglesa, otra explosión. No sé si aquí estuvo el origen de todo, con el lanzamiento de Los Beatles, que removieron los
cimientos musicales del mundo, desde el Love
me do, 1962, y Twist and Shout, 1963,
hasta el último (más o menos), El largo y
tortuoso camino, 1970. Todo lo que salía de Los Beatles, saltaba de
inmediato al núm. uno. Enseguida fueron mis canciones preferidas: Girl, La ayuda de la amistad, All you need
is love, y muchísimas más. Ocurrió que el Rector del Seminario (don Martín Cabello de los Cobos)
cumplió años, y nuestro curso pensó hacerle un regalo. Era 1967. Y había
entrado a nuestro curso un chico algo mayor, muy moderno, de Córdoba, cuyo
nombre no recuerdo, porque duró poco tiempo. Y por su consejo de modernidad
compramos el nuevo LP recién salido de Los Beatles Sargent Peppers. Y se lo llevamos a don Martín. ¿Le gustaría? ¿Lo
entendería? Contiene, desde luego, canciones magníficas. En Inglaterra hubo
otros autores de máxima altura, como Los
Moody Blues, que se dejaron caer en 1967 con un bombazo: Noches en blanco satén. Despampanante.
Tanto que la canción, éxito mundial, ha llegado a ser interpretada por la
Orquesta Sinfónica de Londres. Al mismo llegó el gran impacto de Procol Harum: Con su blanca palidez, 1967, con una variedad de registros
musicales que, hoy día, nadie es capaz de componer así, ni borrachos. Y por si
había pocos monstruos de la música llegaron más: The Animals: La casa del sol naciente, de 1964, es otra cima mundial. Para colmo llegaron Los Bee Gees desde Australia y la liaron con éxitos rotundos. El
primero que les recuerdo: Massachusetts,
de 1967. Destacable era la voz hercúlea de Tom
Jones, las melosidades de Clif
Richard, las voces armoniosas de Los
Tremeloes (El silencio es oro, 1967,
magnífica), etc. Pero no se puede cerrar el párrafo sin mencionar al gran
conjunto instrumental inglés Los Shadows,
muchos éxitos, como Apache (1960) o
el tema de la película Johnny Guitar, otra
joya. Influyeron en Los Relámpagos y
en Los PeKenikes españoles.
La
música pop norteamericana. También nos
llegaron sus ecos inevitables. No
todo lo de allá me gustaba. Por ejemplo, Elvis
Presley, todo un mito, nunca acabó de cuadrarme, a pesar de sus grandes
canciones: Return to Sender, 1960, It’s Now or Never, 1960 (versión de la
vieja canción napolitana “O sole mío”), o Crying
in the Chapel (“Llorando en la capilla”). El segundo de los grandes de USA
era Paul Anka (canadiense). Lo que más
se le oyó entonces fue Diana (1957).
Luego, Goodnigth my love (1969). Más
popular era Frank Sinatra, con Extraños en la noche (1967) y Never on Sunday (“Los niños del Pireo”).
Recuerdo una canción que hizo con su
hija Nancy, Estas botas son para
caminar (1965). Me gustaba más la verdadera música pop, no tanto la de los grandes divos.
13
La música de los 60’s,
desde la ventana del Seminario. Continuamos la música pop en EE.UU. Recuerdo que nos llegó el sonido California, como el célebre conjunto The Mamas and The Papas, con una de las mejores canciones de los
60’s, California Dreamin (“Soñando en
California”, 1966), emblema de una época. De la misma escuela fue Scott Mckenzie, del que también
escuchamos su himno hippie San Francisco,
1967. No recuerdo bien si nos llegó (mejor dicho: nos llegó a algunos. El
resto estaba en la inopia, dentro y fuera del Seminario) el buen cancionero de Joan Baez, una de las mujeres más
valiosas y comprometidas que ha dado EE.UU. Con Bob Dylan (Blowin in the
Wind, 1963) participó Joan Báez en la célebre marcha por los derechos
civiles, en Washington, 1963, y fue activista contra la guerra de Vietnam. Joan
Baez se inició en 1959, con El preso
número 9, en castellano, lo mismo que en De Colores, No nos moverán, La Llorona, Gracias a la vida. Su
primer éxito fue Dona, Dona, 1960. El
sonido dulce norteamericano lo pudimos apreciar en Petula Clark, Downtown, 1964,
y el magnífico This is my song, 1967.
Y en el dúo irrepetible Simon y Garfunkel,
cuyo El sonido del silencio, 1964,
tratábamos de pasar a los acordes de la guitarra. Una de las canciones más
originales de aquella época, por su variedad de ritmo, fue Good Vibrations, 1966, de los Beach
Boys, una creación que aún hoy produce asombro.
Desde
el Seminario, la minoría melómana prestábamos mucha atención a un rock melódico
de enorme calidad que se daba en EE.UU., con canciones imperecederas, como Extiende tus brazos (Reach out i’ll be there, 1966), de Los Four Tops; o Cuando un hombre ama a una mujer, 1966, una maravilla de Percy Sledge, o bien las canciones de Los Platters, que eran más antiguos (Only You, 1955; My Prayer, 1956). Gran éxito tuvieron también Los Everly Brothers (Bye Bye
Love, 1957; Be-Bop-A-Lula, 1960).
Obsérvese cómo, en sólo unos años, salieron centenares de canciones
formidables. Por último, en tema de rock, crearon un ritmo trepidante varios
autores pioneros, como Chubby Checker (The Twist, 1961, su primer gran éxito; Let’s twist again, 1961; Limbo Rock). Sólo con este autor se
puede organizar el más animado festejo. Muy diferente, pero también muy
follonero, fue el conjunta Los Monkees (I’m a Believer, 1966; Un bocadito yo, un bocadito tú, 1967).
Por último, cierro el rápido resumen con un autor, Louis Armstrong, desde EE.UU., con una de las canciones más
sublimes que se ha podido componer, Qué
mundo tan maravilloso, 1968. Su primer éxito fue Hello Doly, 1964.
Conviene
un brevísimo repaso a la música
latinoamericana de los 60’s.
Se escuchaban mucho Los 5 Latinos (Quiéreme siempre, 1962), Los 3 Sudamericanos (Cartagenera morena, y otras muchas
versiones de canciones del momento por este trío, una vez establecidos en
Madrid). Los Panchos (Alma, corazón y vida, entre muchas), el
cubano Luis Aguilé (con mucho
repertorio), el puertorriqueño José
Feliciano (Su Che será lo lanzó
en el Festival de San Remo). Para mí, además de Feliciano, el cantante
latinoamericano de mayor proyección entonces fue el brasileño Roberto Carlos, con su célebre Namoradinha de um amigo meu, que
recuerdo haber comprado en Almacenes Fuentes Guerra, de Córdoba. Como
instrumentales eran buenísimos Los
Indios Tabajaras, brasileños (Amapola,
María Elena, Perfidia…). Añadir que no me gustaban nada las payasadas de Palito Ortega (La Chevecha, La Felicidá, a, a, a, á… Tonterías) ni las paridas de Armando Manzanero. Por otro lado, no
conocimos entonces, no sé por qué, la gran música comprometida latinoamericana,
la edad de oro de los cantautores de los 60’s y los 70’s, sobre todo los argentinos:
Atahualpa Yupanqui, Jorge Cafrune (asesinado por la
dictadura en 1978. Su gran himno, Zamba
de mi esperanza, 1964), Mercedes
Sosa, Los Calchakis, y más
tarde, Facundo Cabral (asesinado en
Guatemala). Luego vinieron los chilenos Quilapayún
y Víctor Jara (éste, asesinado por
Pinochet, 1973). Muchos gloriosos y valiosos cantautores. Viva Hispanoamérica.
Y
por fin, la música pop española
de los 60’s. La cúspide la ocupaban: Los
Brincos, Juan y Junior, Los Bravos (aquel Black is Black fue apoteósico), el gran Dúo Dinámico, irrepetible, y dos conjuntos instrumentales de
categoría: Los Relámpagos y Los Pekenikes. Cuando yo entré en el
Seminario, en LOS ÉXITOS DE 1962
figuraban tres españoles: Manolo Escobar
(Porompompero), El Dúo Dinámico (en dos posiciones, Balada gitana, genial, y Perdóname) y Marisol (la dichosa Tómbola).
El resto eran los extranjeros: Paul Anka, Connie Francis, Clif Richard, la
orquesta de Ray Connif (Bésame mucho),
Chubby Cheker, Elvis Presley (It’s Now or
Never).
LOS ÉXITOS DE 1963 casi no tienen españoles. La lista
está ocupada por Petula Clark, otra
vez Elvis Presley (Return to Sender), Los Beatles (She love you),
Sylvie Vartan (El ritmo de la lluvia), el tema de West Side Story, Rita Pavone,
Luis Aguilé (Dile), Françoise Hardy (Tous les garçons et les filles) y la
célebre monja Sor Sonrisa, con Dominique, nique, nique… ¡Qué cosas!
LOS ÉXITOS DE 1964 sólo tienen una canción en
castellano, Luis Aguilé (Jamás podré olvidar) y la instrumental
de Los Pekenikes Los cuatro muleros. Los extranjeros
irrumpen en tromba, con sus éxitos emblemáticos: The Animals, Nico Fidenco
(Contigo en la playa), Charles Aznavour (Et pourtant), Trini López
(El Martillo), la magnífica Sylvie Vartan (Si je chante), Los Beatles
(Twist and Shout), Los Surfs (con dos puestos, Ahora te puedes marchar, y Tú serás mi baby), Gino Paoli (Sapore di sale),
y en primer lugar, Ma vie, de Alain Barriére. Un año rebosante de la
música pop. Desconocer esta música es un delito
de lesa cultura.
LOS ÉXITOS DE 1965 siguen la misma línea de predominio
extranjero: Tom Jones, Pino Donaggio (Yo que no vivo sin ti), Los Beatles con dos puestos (Tichet to ride y Help), Adamo (Mis manos en tu cintura), Los Rolling, que nunca me hicieron
gracia (no hacen música, sino ruido de cacerolas), Charles Aznavour (Venecia sin
ti), Petula Clark (Downtown), France Gall (ganadora de Eurovisión, Pouppé de cire, pouppé de son). Los españoles seguían capitaneados
por el Dúo Dinámico (Esos ojitos negros) y Los Brincos (con dos puestos, Borracho y Flamenco), además de Conchita
Velasco (La chica ye-ye) y Los Sirex (La escoba). En el número uno, el gran Jimmy Fontana, con Il Mondo.
14
No debe olvidarse que aquellos años 60’s se hallaban pletóricos de
novedades de todo tipo, muy lejos de la abulia, la apatía y la modorra actuales.
A veces he dicho que en aquellos años España se quedó embarazada de la
democracia actual, sin olvidar la labor soterrada del antifranquismo, en
universidades y fábricas. En el Seminario, entonces, se vivía una religiosidad
muy renovadora, con la antorcha del Concilio Vaticano II. Y los jóvenes
teníamos los ojos abiertos a aquellas novedades, religiosas, sociales y, por
supuesto, musicales; pero no políticas.
LOS ÉXITOS DE 1966 revelan más presencia de los
españoles. Siguen Los Brincos (con
dos puestos, Mejor y Un sorbito de champán), el Dúo Dinámico (Como ayer) y Los Pekenikes (Hilo de seda), a la vez que entran Los Bravos, con el bombazo de Black Is Black (el núm. uno), y Raphael
(con dos puestos, Yo soy aquel, y
El Tamborilero). Luis Aguilé seguía dando la matraca (Juanita Banana). Los extranjeros seguían con sus exitazos: Los Beatles (con tres puestos, Michelle, Yellow Submarine, y Yesterday),
los franceses Hervé Vilard (Capri c’est fini) y Christophe (Aline, que
nos gustaba chapurrear a la guitarra), los grandes The Mamas and The Papas (Monday,
Monday), Frank Sinatra (Extraños en la noche, y otra canción con
su hija Nancy, Estas botas son para caminar). Por fin, sonaba El Silencio, del trompetista Roy
Etzel.
LOS ÉXITOS DE 1967 fueron ya palabras mayores. Entre los
españoles copaban Juan y Junior (con
dos puestos, Nos falta fe, y La caza / Nada), Los Brincos separados (Lola),
y entraron nuevos: J. M. Serrat (Cançó de matinada), y berreaba Massiel (Aleluya). Del extranjero llegaban éxitos mayúsculos: Los Beatles con dos puestos (St. Peappers, y el gran All you need is love), Los Beach Boys (Good Vibrations), Scott Mckenzie (San Francisco), Michel
Polnareff (Love me), Los Bee Gees (Massachusetts), Los Four
Tops (Extiende tus brazos), Procol Harum (Con su blanca palidez), Richard
Anthony (Aranjuez mon amour) y
cerraba Sandie Shaw, la ganadora de
Eurovisión con Marionetas en la cuerda. Un
año rotundo, con canciones imperecederas y geniales.
En
mi último año de Seminario nos seguía ilustrando a mis cuatro amiguetes la
citada radio de lámparas de mi abuela. En LOS
ÉXITOS DE 1968, por primera vez los españoles empiezan a ser mayoría. Siguen
Juan y Junior (Anduriña), Los Bravos (cuya
inspiración se les agotó en el primer exitazo), Massiel, que era núm. uno con su eurovisivo La, La, La. Y seguía dando la lata Luis Aguilé (Cuando salí de
Cuba). Y entraban nuevos un montón: Los
Ángeles (Mañana, mañana), Karina (Romeo y Julieta), Julio
Iglesias (La vida sigue igual), Miguel Ríos (El Río, una maravilla de canción), Los Pic-Nic (Cállate, niña),
y los españoles con nombre extranjerizante Los
Pop Tops (Oh Lord, why Lord, que
es una versión del Canon de Pachelbel), además de Los Canarios, que nunca me gustaron nada, con su ruido de
cacharrería y voz estreñida. Este estreñimiento es el estilo musical de hoy: en
vez de cantar normal, estriñen las cuerdas vocales. Yo les llamo “los
acatarrados”. En cuanto a los extranjeros, lo más colosal que llegó en 1968 fue
Noches en blanco satén, de Los Moody Blues, una canción digna de
Beethoven; a continuación, berreaba Tom
Jones, con Delilah; meloseaba Clif Richard con Congratulations; y paveaba –muy pava- Mary Hopkin, con Qué tiempo
tan feliz. Por supuesto, ningún año faltaban Los Beatles, ahora con Hey
Jude. He sido un gran coleccionista de esta música (y de toda buena
música), de la que en mis estanterías hay unos tres mil discos (en vez de
coleccionar botellas de vino o wisky).
Vayamos rematando ya la memoria musical de los años 60’s. No todos se dieron cuenta de
aquella apoteosis de la música, ni fuera ni, menos aún, dentro del Seminario.
Prueba de ello es que hoy día casi nadie sabe casi nada de aquello, ni siquiera
los que andan con micrófonos en los mass
media. No se acuerdan, por ejemplo,
de las bandas sonoras de películas
que entonces irrumpieron, empezando por el tema de Éxodo (1960) y de El Álamo (1960). Esta última
recuerdo que más de uno la tarareaba por los pasillos (Todo se puede consultar
en YouTube). Del mismo año fue el tema de la célebre West Side Story. De 1964
fueron los temazos de My Fair Lady y Los paraguas de Cherburgo.
De esta última tengo un recuerdo: vi esta película en Madrid, en un cine cerca
de Embajadores, siendo seminarista, en el verano de 1967, invitado por un
compañero, José Bravo Rodas, de 4º
de Teología, que residía en Madrid, a donde yo fui a trabajar aquel verano (de
cartero), y poder sacar cuatro cuartos para libros y demás. Nunca más he vuelto
a saber del bueno de Bravo Rodas. De My
Fair Lady recuerdo que fui a verla al cine Lucano (ya desaparecido), tal
vez en 1966, en compañía de nuestro paisano pintor Luis Rico, que fue a verme al Seminario. En 1965 alcanzó máxima
popularidad, hasta hoy incluso, el tema
de Lara, del Dr. Zhivago. Del mismo año, también se oyó muchísimo el tema
de la película Sonrisas y lágrimas. En 1967 triunfaba la banda sonora de una
película francesa, Un hombre y una mujer. Gran originalidad de aquellos años fue
la proliferación de grandes orquestas,
que hacían versiones, algunas magistrales, de los grandes éxitos de la música
ligera, incluso fragmentos de la música clásica. Destacaban dos magníficas
orquestas de Francia: la de Paul Mauriat
y la de Franck Pourcel. En
EE.UU. brillaban las orquestas de Henry
Mancini, Percy Faith y la
orquesta y coros de Ray Conniff,
además del español Xavier Cugat. En
España destacó Waldo de los Ríos, de
triste final por suicidio, impulsor del gran éxito de Miguel Ríos El himno de la
alegría. El homo sapiens no puede ignorar hoy esta música orquestal de máxima
calidad. Como es previsible, lo exquisito nunca está de moda.
Recuerdo que don
Bartolomé Borrego, que era el cura encargado de los filósofos (tenía su
cuarto en el ángulo recto de los dos galerías de habitaciones del 2º piso), en
alguna reunión en su cuarto nos puso en el tocadiscos una estupenda canción de
1967, La mano de Dios, de Valen, sobre “un joven matrimonio, Luis
y María, en el barrio del Pilar, con su nido para soñar…”. Y nos ponía aquello
para que valoráramos lo que teníamos que dejar para seguir el camino
sacerdotal. Una emisora cordobesa, La
voz de Andalucía, con el estudio allí por la Judería, sobre el mediodía
radiaba éxitos por votación de los oyentes. Y decidimos influir en las
votaciones. Me encontré un paquete de sobres pardos y viejos en la Biblioteca y
los repartía por nuestro “gueto”, poníamos el voto y alguien llevaba los sobres
a la Emisora. Una de las veces aupamos al número uno a la borricota de Massiel, con su Rosas en el mar. Una canción que siempre me traslada a aquellos
muros, ignota para la mayoría, pero magnífica y colosal, es La canción del vagabundo (de la zarzuela
Alma de Dios), en la versión instrumental magistral de Los Relámpagos, que ensayábamos a la guitarra, igual que el Romance anónimo o Amores prohibidos (Narciso Yepes).
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Por entonces, la dirección del Seminario mostraba cierto interés en que
conociéramos algunas cosas del exterior, como cierta música de actualidad. Y se
organizó una velada-recital, un día
de Santa Cecilia, en el comedor de los mayores (que está más al fondo y detrás
del grande de los Latinos) y allí nos deleitó el entonces célebre José Luis y su guitarra, un “cordobés”
de Jaén, que triunfaba con su canción Mariquilla,
un tema cursi y bastante simplón. Creo que fue en esa velada en la que tocaron
también: el músico Baquerizo, con Only You (de Los Platters); el
joven gran pianista cordobés Rafael
Orozco tocó el 1º Concierto para
piano, de Tchaikovsky, y creo
que también Noches en los jardines de
España (III. Jardines de la Sierra de Córdoba), de M. de Falla. El que nos traía aquellas figuras era el profesor de
Música don Rafael Arroyo, que tenía
muchos contactos en Córdoba.
Cerramos ya nuestras ensoñaciones musicales citando otra vez el recuerdo
de la célebre Sor Sonrisa (Jeanne
Deckers, monja dominica belga), que llenó todos los colegios, conventos y
seminarios con los sones de su Dominique,
nique, nique. Respondía aquello al espíritu aperturista del Concilio, aquel
afán de sacar a la calle las cosas sacras. La canción era una versión desenfadada de la vida de Santo Domingo, fundador de los
dominicos. Sor Sonrisa tuvo triste final. Agobiada por las deudas en su
Fundación de Niños Autistas, se suicidó en 1985.
Muchos momentos de aquella vida estuvieron marcados
por la música, el mejor remedio para quitarse la corcha de encima (¡Alcornoques
del mundo, uníos en la música). Llegó el verano
1967 y, siendo aún seminarista, “me lié la manta a la cabeza” y me marché a
Madrid a trabajar. Nada más acabar
el curso, con una modesta maleta y mi guitarra, me subí en Villanueva (Bar El
Frenazo) en el coche del Cardito y Juan de Mata, y me planté el Madrid. La
parada estaba en un bar de la calle Méndez Álvaro, donde me esperaba mi
vecino-amigo Juan Cobos. Y fui a
caer en una pensión de la calle Ercilla, por el barrio de Embajadores.
Por medio de Antonio Rojas, el padre
de mi amigo Domingo, conseguí un
trabajito temporal en Correos (Palacio de Comunicaciones), para clasificar
cartas en la “mesa general”.
Las pasé canutas aquel verano, porque se me
acabaron los cuatro cuartos que me dio mi padre, tuve que pedir prestado, o
sea, una chamusquina. Fatigas y fatigas, que los chicos pijos no han pasado. También
aquel verano estuvo marcado por la música. Parece que estoy oyendo ahora los
éxitos de aquel verano madrileño, bajo las figuras de Juan y Junior (Nos falta fe,
La caza, Nada) y Los Brincos,
con la célebre Lola. Aquel verano, yo
me escribía con varios compañeros del Seminario, entre ellos “Petre” (Pedro
Gómez, entonces en el Noviciado jesuita de La Aduana, hoy catedrático emérito
de Granada), además del P. Nieto y del P. Mansilla. Entraba en Correos a
primera mañana, y antes oía misa en la monárquica Iglesia de Los Jerónimos. Por otra parte, curiosamente,
la dueña de la pensión era protestante. El compañero de habitación era de
Cáceres, un tal Vicente, tan noble como burrote. Y un día la dueña nos invitó a
que fuéramos al culto, a la Iglesia
protestante de la Ronda de Valencia. Total que fuimos allí. Aquello eran
cantos y más cantos, con lecturas de la Biblia, cantos y cantos… Me pareció un
culto simplón poco elaborado, monótono, sin “chicha ni limoná”.
Cuando ya me pagaron mis dos meses de trabajo, pude
cumplir la ilusión de aquel seminarista progre: comprarme un transistor, de la
marca Lavis, muy prestigiosa entonces, para poder escuchar, por fin, la FM y
las listas de éxitos, por las calles, autobuses y metros de Madrid, con mi
transistor en bandolera. Volví en septiembre a Villanueva, pero el transistor
le gustó a mi padre y se lo quedó. Regresé al Seminario, para empezar el 3º
Curso de Filosofía (1967-1968), con la radio de mi abuela Isidora, como en el
curso anterior. Ese año estudié muchísimo. Quería tener terminada la Filosofía,
cuando empecé a tener dudas sobre mi futuro.
Ese curso, en primavera, fue la gran campaña de
venta de papeletas por los pisos de Córdoba, para el viaje de fin de carrera a Italia. Los días de paseo, jueves y
domingos, los dedicábamos a esta venta callejera, con mucho éxito de
recaudación. El viaje se hizo al final del curso, pero yo, salido ya del
Seminario, me quedé en Madrid trabajando (clases particulares de latín y
griego), para seguir estudiando, puestos los ojos en la Universidad
Complutense. Una encrucijada de la vida. Mi objetivo era el estudio y la
docencia. No concebía mi existencia como un cura de misa y olla, en un pueblo
de gente desconocida, buscando unas relaciones sociales forzadas, organizando
partidos de fútbol o carreras de bicicletas… La vida solitaria de un cura
secular me causaba preocupación.
Volvamos atrás en el tiempo, con otros temas del
Seminario. Por ejemplo, los paseos y
excursiones del Seminario dan materia a infinitos recuerdos. Salíamos
muchísimo, a este sitio y al otro, dentro y fuera de Córdoba. Había paseo informal (a menudo sin sotana)
los jueves. O bien iba uno a hacer algún recado por Córdoba, o bien íbamos todos
a jugar al fútbol (¡Mucho fútbol! Una obsesión) al Campo de la Verdad, al estadio de San Eulogio. Algunos
solíamos ir mucho a la Librería Luque, de la calle Gondomar (Hoy ya no existe),
para curiosear las novedades (religiosas, claro. Entonces, del tema de la
guerra civil, ni idea de tal cosa, lógico). El trayecto habitual, del Seminario
a Las Tendillas, empezaba, tras bordear la torre, por la calleja de Céspedes,
luego Blanco Belmonte y por la calle Jesús y María, donde está el Teatro
Góngora, y se desemboca en Las Tendillas por el Bar Correo, con sus cañas y
berberechos, y la heladería David Rico.
Otros jueves, ya en Filosofía, salíamos también a
dar catequesis en algunos colegios.
A un pequeño grupo nos tocó ir a un colegio del centro, que no recuerdo bien
(Teresianas, o la Divina Pastora o algo así). Cuando entrábamos en la clase
(con sotana y beca), tan jóvenes y tan guapos, las niñas en la edad del pavo irrumpían
en murmullos y risitas –esto sí lo recuerdo-, mientras nuestras mejillas ardían
en embarazoso rubor, que se disipaba al entrar en materia, con las virtudes
cardinales y teologales, y demás materias del Catecismo.
El paseo de los domingos por la tarde tenía carácter más oficial: se salía con
sotana y beca, y en ternas, hacia la carretera de Sevilla, a la llamada Cuesta de Los Visos, como una bandada
de mirlos, por el polígono de La Torrecilla, que entonces no existía, y sólo
pasaba un coche cada media hora. Aquellas tardes se combinaba la conversación
con el barullo de los partidos futboleros de algún transistor que alguno
llevaba en el bolsillo (¡Gol en la Rosaleda…! ¡Gol en San Mamés…! Billones de
horas perdidas en una cosa tan banal y tan efímera). Otros domingos íbamos al
estadio de Los Salesianos, en la
otra punta de Córdoba ¡a jugar al fútbol!, y regresábamos sobre las 18 h.,
sudorosos y con agujetas. Ducha, merienda y rezos diversos… Mens sana in corpore sano. Las salidas
fuera de Córdoba fueron inolvidables, como excursiones a Málaga, al pantano de
La Breña, al Salto de Pedro Abad, a Las Ermitas, Santuario de Linares, etc.,
que ya veremos.
16
Como se dijo antes,
las salidas del Seminario eran muy numerosas, jueves y domingos por la tarde;
pero había también excursiones extraordinarias, como la que hicimos al Santuario de la Virgen de Linares.
Recuerdo la fecha: 19-5-1964. Todo se hacía a pie, desde el Seminario.
Atravesábamos Córdoba hasta caer en la carretera del Brillante y en la de Cerro
Muriano. Por el desvío a la derecha llamado Carrera del Caballo se llega a la
Virgen de Linares, a 8 kms. de Córdoba. Es un paraje muy típico en plena sierra,
de olivar, monte y pinos. Por el camino amenizábamos con canciones típicas
cordobesas, como “Cordobesita” o “Camino del Santuario”, de Ramón Medina
(“Caminito de Santo Domingo / te vi una mañana / florida de abril…”). El
Santuario procede del campamento que tuvo ahí Fernando III antes de la conquista
de la Córdoba califal (1236).
Otro
lugar de excursiones fue el Convento de
Santo Domingo de Scala Coeli, por la carretera de Los Villares, a la
izquierda de la de Cerro Muriano, a unos
10 kms. de Córdoba. Lo que hoy se conserva es casi todo reconstruido, después
que fue echado abajo por la desamortización eclesiástica de Mendizábal (1836),
una desamortización (privatización) estúpida, obra de los liberales de Isabel
II, que desalojó conventos y edificios, para provecho de vividores, y para
rapiña de obras de arte, como un elefante en el tesoro artístico nacional. Son
los grandes momentos estúpidos de la historia de España, que no son pocos. El
caso fue que este Convento lo fundó San Álvaro de Córdoba (s. XV), para la
reforma de los dominicos. Aquí residió un tiempo el escritor ascético Fr. Luis
de Granada. Mucho tiempo ha servido de noviciado de los dominicos de Andalucía.
Hoy es simple lugar religioso.
No
recuerdo haber asistido a excursiones a Medina
Azahara, que sí recuerda, en cambio, nuestro paisano Juanito Carbonero. En
cuanto al Monasterio de San Jerónimo,
sí que recuerdo habernos acercado por allí de excursión, pero con problemas,
porque es una finca particular, también procedente de la desamortización.
Parece más un cortijo que un convento, con los patios repletos de limoneros.
Está cerca de Medina Azahara, subiendo hacia la sierra. En origen, este
convento se construyó con materiales, columnas y mármoles del expolio de Medina
Azahara. Así ha sido en la historia: unos edificios se roban a otros.
Mucha
más certeza conservo de una o más visitas a Las Ermitas, por una carretera local de Villaviciosa. Siempre
íbamos a pie, unas caminatas agotadoras. Son un conglomerado de 13 ermitas
pequeñas, individuales, para el retiro de unos ermitaños cordobeses, a
comienzos del siglo XVIII. Memoricé la inscripción que vi por allí, con su
austera decoración de calaveras, y dice: “Como te ves me vi / como me ves te
verás / piénsalo bien / y no pecarás”. Estas célebres Ermitas también fueron
pasto de los liberales desamortizadores en 1836 (como los neoliberales de hoy
privatizando Hospitales, etc.), pero los ermitaños volvieron unos años después,
tras comprar el recinto a su nuevo dueño advenedizo. Cuando íbamos allí, si era
otoño, algunos se dedicaban a trepar a los pinos y a coger piñas. A su derecha
están La Aduana y el sanatorio de Los Morales. A menudo, desde Las
Ermitas, los intrépidos seminaristas se acercaban a Trasierra, que es un poblado curioso, con iglesia y todo, donde
largo tiempo ha sido párroco mi tío D. Juan Moreno Gutiérrez. Me recuerda
Juanito Carbonero: “Muchas veces, desde Las Ermitas, nos alargábamos a
Trasierra. En el camino nos encontrábamos avellanos cordobeses (avellanas
cordobesas o americanas las llamábamos), y creo recordar que pasábamos por una
finca que decían era de los Canónigos, donde se encontraba un elefante de
piedra.
En
alguna ocasión, en mayo, íbamos al otro lado de la vertiente, la cuenca del río
Guadiato, para bañarnos en un charco llamado, creo, los Baños de Popea. Allí,
un par de años después, se ahogó un novicio jesuita, de los que estaban en la
Aduana”. Efectivamente, este noviciado de La
Aduana (entre Las Ermitas y el Sanatorio de Los Morales) lo recuerdo
perfectamente, porque dos o tres seminaristas fuimos un par de veces a visitar
a nuestro ex compañero de Seminario Pedro
Gómez García (“Petre”), que se había ido a los jesuitas al comenzar el
curso 1964-1965. Y éste nos llevó a un recoleto cementerio del noviciado donde
reposaba este joven ahogado. La tumba tenía unas florecillas, y “Petre” dijo: “Son un pálido reflejo de la corona
inmarcesible que ya disfrutará en el cielo”. La Aduana era un edificio
monumental, recién reformado, con brillo de mármoles y solerías palaciegas…
Algo sensacional que contrastaba con nuestro vetusto y sombrío Seminario. Los
jesuitas acabaron vendiendo este magno edificio. Una parte es hoy un colegio.
El resto, en ruinas. Sic transit gloria
mundi.
Más
arriba de La Aduana está el llamado Lagar
de la Cruz, carretera de Los Villares, una vaguada entre pinares, cercana a
la finca de El Cordobés. A ambos
lugares fuimos de perol varias veces, según algunas fotos que ya he mostrado
aquí. Al Lagar de la Cruz fuimos, por ejemplo, mi curso y yo en 1968 (mi último
año, 3º de Filosofía), acompañados de D. Pedro Crespo, y otra vez, con D. Luis
Chumillas. Cocinábamos en una candela. Yo aportaba mi guitarra, y otros, una
garrafilla de vino. Una concesión a la disipación.
Por
otra parte, también tengo anotada una excursión importante que hicimos al pantano de La Breña, cerca de Almodóvar
del Río, sobre el río Guadiato. También aquí tengo anotada la fecha: sábado, 25
abril 1964. Antes de salir, pasábamos por la cocina del Seminario, y en unas
bolsas cilíndricas que nos daban al comienzo de curso con los libros, nos
ponían la merienda: tortilla, filetes empanados, alguna naranja y una jícara de
chocolate. Llegamos a Almodóvar, supongo en autocar. Visitamos el gran castillo de Almodóvar, y luego, ahora
sí, andando hasta el pantano. Nada más llegar a aquellas riberas de encinas y
jarales, veo un islote cerca de la orilla y, con la temeridad de la juventud
alocada, dispongo que vayamos nadando hasta el islote, que parecía muy cercano,
pero el agua engaña mucho en las distancias. Acostumbrado yo a chapotear en el
charco de La Estrechura del río Mataspuercas, en el Barranco de los Pobos, nadé
y nadé sin problemas. Pero recuerdo que uno de mi curso, que hoy es cura, Manolo Gómez García, daba muestras de
agotamiento antes de arribar al islote. Paco Rot, creo, y yo nos echamos al
agua, nos pusimos a ambos lados, y le empujábamos en los sobacos, hasta
recorrer los últimos metros. Descansamos un rato, con la gran preocupación de
cómo iba a ser la vuelta. Emprendimos el regreso, los dos a los lados de
Manolo, invocando tranquilidad y empujándole por los sobacos, hasta la ansiada
orilla, sanos y salvos. Este episodio no se me ha olvidado nunca, porque aquel
día pudo ocurrir una desgracia. Nuestro destino no había llegado todavía.
17
En el Seminario, tras
la semana santa, era usual alguna excursión en los tres primeros días de
pascua. Así, los días 11-13 de abril de 1966 nos llevaron a una excursión de
tres días a la Costa del Sol. Fuimos
nuestro curso (entonces 1º de Filosofía) y creo que algún curso más, porque
José Romero “El Gorri” (Torrecampo), de un curso superior, me habla de esta
excursión. Ya recordé la anécdota de que, al pasar por Antequera, nos pararon
para oír misa, y el cura, de la Andalucía profunda ceceante, salió diciendo:
“El zeñó zea con vozotro…”. Paco Rot y yo nos miramos, presas del estupor, nos
entró la risa floja y nos tuvimos que salir a la calle. Luego, el viaje fue muy
ambicioso. Primero, visitamos Málaga, Nerja y Las Cuevas.
Nos
alojamos en la residencia de Cáritas en Torrox. Otra jornada la empezamos en
Torremolinos, donde nos metimos en el agua (frías aguas de abril), a punto de
pillar un sinapismo. La arena gorda negruzca de las playas de la Costa del Sol
nunca me gustó. Y luego llegamos a La Línea y a Algeciras. Algunos compraron
menudencias del contrabando. Nos hicimos fotos ante el dichoso Peñón, antes de
emprender el regreso, que era en un autocar de la empresa Navas (me recuerda
“Gorri”). Uno de los seminaristas mayores que nos acompañaban era Juan J. Caballero Cruz, de Rute, que
llegó a cura, ejerció en Priego y se secularizó.
También
nos acompañaba Lorenzo Sotillo, de
Pedro Abad. Y acabó aquella aventura, que nos trajo de nuevo al vetusto
edificio, para emprender el último trimestre del curso, con durísimos estudios.
Aquella gran dedicación intelectual ha dejado en todos nosotros un sentido de
la profundidad de las cosas, del rigor y de hábitos metódicos para el estudio y
para todo, muy lejos de la superficialidad y banalidad de hoy.
Recuerdo
otra excursión divertida, ideada por mí, al Salto de Pedro Abad, en 1967, creo. Nos hicimos con nuestras bolsas
de merienda y nos fuimos, mi curso de 2º de Filosofía, al Paseo de la Victoria,
para coger el coche de línea por Adamuz. Nos bajamos al llegar al Salto de
Pedro Abad, y el mismo coche nos recogió por la tarde. El sitio, al lado de
abajo de las compuertas, es magnífico, con pequeña playita paradisíaca entre
los tamujos.
Por
otra parte, teníamos algunas salidas
programadas. Ya hemos citado las clases de catequesis, para lo que grupos de tres o cuatro nos trasladábamos
una tarde de la semana a colegios de Córdoba, nos distribuíamos por las clases
y explicábamos el catecismo. Esto se hacía ya en Filosofía. También se ha
citado al Hospital de Agudos (Hoy
Facultad de Letras), los domingos por la mañana, a visitar a los enfermos. A veces
hacíamos recitales de cantos, ya ensayados antes en el Seminario. Se salía
también a ayudar la celebración de los oficios de semana santa por iglesias y
conventos de Córdoba.
Con
todo, el colmo de los colmos era ir a predicar
a iglesias de Córdoba, siendo ya filósofos. A mí me tocó un domingo, en una
iglesia del Campo de la Verdad, San José
y Espíritu Santo. Debió de ocurrir en el Curso 1967-1968, porque el evento
lo tengo asociado, curiosamente, a dos canciones de éxito en 1968: “Massachusets”,
de los Bee Gees; y “Cállate niña”, de los Pic-Nic. Las debí de escuchar en
alguna ida o venida a la parroquia, para preparar aquel evento. El resultado
fue que, con el típico hábito talar (más roquete, tal vez), aquel ignoto
domingo, con la iglesia de bote en bote, me subí al púlpito (me pareció
gigantesco) y prediqué mi sermón. El destino ha querido que no recuerde nada,
salvo una vaga sensación de que me salió bien. Mi otro tío cura, D. Bartolomé Blanco (qepd), párroco de
San Vicente Ferrer (Barrio Cañero), me había facilitado una colección de
guiones de oratoria sacra. Y así se pasó aquella vegada, otra más en el
berenjenal del gran teatro del mundo. Y así pasábamos: estudio, obligaciones y
disciplina.
Aún
conviene añadir otras menudencias de aquel entrar y salir del caserón del
Seminario, en el que teníamos muchas obligaciones. En 1965 se cumplió el primer
centenario de la muerte del gran romántico Duque
de Rivas, que tiene un monumento en el Paseo de la Victoria. Desde el
Seminario se organizó un grupo literario y fuimos a ese monumento a rendir
homenaje, depositamos unas flores, y alguien recitó textos del Duque de Rivas.
Antes (ya lo hemos pormenorizado), tuvo lugar el gran homenaje a Córdoba, ese mismo año, en el Teatro Góngora, con
cantos y músicas memorables. Por otra parte, salíamos muchas veces a la Catedral a diversos cantos corales y
oficios, en semana santa, en la Inmaculada y en otras fiestas de alto copete.
Unas veces íbamos sólo con sotana y beca, y otras, también con roquete, como el
día del Corpus Christi. El Seminario
en pleno, con sotana y roquete, nos presentábamos en la Catedral. Misa solemne
con el señor Obispo, Aleluyas a todo pulmón por la Schola Cantorum del Seminario y los acordes apocalípticos del
sensacional órgano de la Mezquita-Catedral. Se organizaba la procesión por las
calles y callejas de Córdoba, con la artística custodia de Arce, precedida por
dos largas filas de seminaristas con roquete (algunos con incensarios, aireando
el aroma exótico). Balcones engalanados y lluvia de pétalos de flores. Al
llegar a la Plaza de Las Tendillas,
el obispo D. Manuel Fernández Conde (Puertollano, 1909) pronunciaba un sermón
bíblico, manteo y esclavina al viento.
A
primeros de años era la onomástica del Sr. Obispo, y a las diez de la mañana
salíamos el Seminario en pleno al Palacio
Episcopal, que está enfrente. Nos colocábamos todos los seminaristas
circundando el salón del Trono. Al cabo se hacía presente el Sr. Obispo, con un
séquito de sacerdotes y canónigos (sin faltar el célebre vicario D. Juan
Jurado, de verbo jupiterino y vehemente). Nos impartía sus bendiciones el
Obispo. Y se sentaba en el sillón episcopal. Entonces, nuestro rector, el P. Eduardo Huelin, jesuita cordial y
afable, sacaba unas cuartillas y las leía con unción ante el Sr. Obispo, que se
amodorraba indisimuladamente, como poseído por Morfeo. Al fin, se erguía y
comenzaba el besamanos en su anillo por parte de todos los seminaristas,
mientras su secretario nos repartía una estampa conmemorativa. Volvíamos, con
mucho orden, al Seminario. Al almuerzo, comida extraordinaria, con un postre de
helado, invitación especial del Sr. Obispo. Y luego, nuestra gran tarea:
estudio feroz, actos litúrgicos, fútbol o frontón.
Los
domingos estaba establecido el horario
de visitas, en la sala que existe en la misma entrada, a la izquierda. Los
familiares que más visitaban eran los de Córdoba capital, y menos frecuente los
familiares de pueblos alejados, como en mi caso. Al llegar un familiar, dejaba
el nombre en la portería, que atendía el señor Juan, y avisaban. Recuerdo que
alguna vez me visitó Luis Rico, el
pintor, que estudiaba en Córdoba. Pedí permiso y pude acompañarlo por la tarde
a ver una película, My Fair Lady, en
el Cine Lucano. Llegó una vez a visitarme Juan
Ferrero, que hacía la mili en Córdoba. Y alguno más, como mi vecino-amigo Juan
Cobos, con el que platiqué en la sala de visitas. Pero otra vez,
cuando jugábamos al fútbol en el patio grande, alguien le dio una patada al
balón con tal fuerza que saltó la valla del Seminario y fue a caer a la calle,
al paseo de la Ribera, justo al lado de mi paisano Juan Cobos, que aquel día
había viajado a Córdoba, junto con su novia Isabel y su cuñada Ana María. Yo salí
del Seminario en busca del balón y allí me los encontré, con gran sorpresa.
Pedí permiso en el Seminario y almorcé con ellos, de la fiambrera que llevaban.
Luego subimos a la gran torre del patio de los naranjos.
En
una ocasión, en la feria de mayo, viajaron a Córdoba mi hermano Gabriel y un
pariente, José Sánchez Zamora, para ver los toros, con unas entradas que les
habían tocado en un sorteo de la Peña Taurina de Villanueva. Pedí permiso en el
Seminario y estuve con ellos a mediodía para almorzar. No recuerdo si fue en
esa ocasión o en otra, fui mi padre, con otros, a Córdoba, con el mismo fin.
Estuve almorzando con ellos. Recuerdo que mi padre se comió dos pollos asados.
Era en una calleja paralela a la calle Gondomar.
18
El estudio era elemento
fundamental en el Seminario. Se procuraba el máximo nivel de formación
intelectual (de la formación religiosa ya tratamos antes). Cuando yo entré en
el Curso 1962-1963, ya llevaba 4º y Reválida (“Bachiller elemental”), por lo
que me convalidaron asignaturas y, de momento, me pusieron en 3º de Latín (Humanidades), hasta
adquirir destreza en dos materias nuevas: la Música y el Griego. De Latín
llevaba una preparación aceptable por la Academia del pueblo, de la mano de don Pedro Moreno. En cuanto al Griego,
ya me anticipé un poco, yendo a casa de Juan
Carbonero, que vivía entonces en el Cerrillo La Nieve, en el verano de
antes (1962), y me ayudó en los rudimentos de la asignatura, como los verbos
griegos, declinaciones y pequeñas traducciones. En cuanto a Música (Solfeo), no
tenía ni idea. El libro de texto era el Método
LAZ, célebre. En los recreos me busqué un amiguete, Fernando Serrano, de Fernán Núñez, y me ayudó a solfear los
primeros temas, que se me daban bien. Así pues, en el segundo trimestre me
pasaron a 4º Curso, ya con todas las
asignaturas. El Seminario facilitaba a cada alumno el lote de libros
necesarios, los cuales forrábamos en los primeros días, una costumbre general
en aquellos tiempos. El nivel de estudio era altísimo. He repasado mis
cuadernos, que conservo, y quedo espantado de la cantidad de cosas, materias y
contenidos. Y en esta sociedad de consumo, banal, ágrafa e iletrada: “tanto
estudio, ¿para qué?”
Recuerdo que el gran salón de estudio se ubicaba en la 2ª Planta, y ocupaba todo el
lateral izquierdo del Seminario, las ventanas que dan al Triunfo de San Rafael
y la Mezquita. Teníamos pupitres grandes, con tapa, para guardar las cosas.
Para las clases bajábamos al patio de
cemento, que tiene varias clases al fondo. Precisamente en una de estas
aulas era la clase de Latín,
impartida, en latín por supuesto, por el célebre P. Mansilla Casas (de Alcalá de los Gazules, Cádiz), el cual me
tenía en mucha estima. En alguna ocasión ocurrió una anécdota que, o la
presencié o me la contaron: el P.
Mansilla se dirigió así al compañero de un curso superior, Pedro Gómez García, y le preguntó: Petre, quid sibi vult hoc (Pedro, qué
quiere decir esto?). Aquello de “Petre”
nos hizo gracia. Y ya se quedó con el apodo de “Petre”. En el Curso 64-65 se
fue a los jesuitas (La Aduana). Se secularizó años después y se ha jubilado
como catedrático en Granada.
Otro día me tocó a mí exponer un tema hablando en
latín. Pasé un buen aprieto. Como libro de texto teníamos la Gramática
Latina, de Luis Penagos, S. J. (Edit. Sal Terrae), el mejor texto de
latín que he visto en mi vida. Como libros de ejercicios teníamos los célebres Florilegios, del mismo autor y
editorial. Llegamos a usar al menos tres, I, II y III, de menor a mayor
dificultad de textos. Ojeo ahora el II, y lo veo muy didáctico: sintaxis latina
y, entre los autores, textos de César, Cicerón, Salustio (La guerra contra Yugurta) y cositas fáciles de Virgilio y Ovidio.
Supongo que el Florilegio II fue
materia en 5º Curso. En 6º fue el Florilegio
III, con textos harto dificultosos: las Verrinas
(Discursos de Cicerón contra Verres, pretor de Siracusa, ladrón, corrupto y
sinvergüenza, sin duda un buen modelo para los ladrones políticos de hoy); Tito
Livio (Segunda guerra púnica, lo de
Aníbal y demás); y Virgilio (Algo de la Eneida
y de las Églogas). Textos
estupendos.
En 4º recuerdo otra traducción de Tito Livio, el episodio del “Combate entre los Horacios y los Curiacios”, que también conservo.
Haberse metido en aquel berenjenal de la antigüedad resulta hoy una
gran satisfacción cultural. Y afirmo esto: nadie puede conocer a fondo la
lengua castellana sin saber Latín. Sin ninguna duda.
Por otra parte teníamos la asignatura de Griego, en la que trabajamos muchísimo.
El libro de texto, Gramática Griega, de
Luis Penagos, editorial Sal Terrae. Buenísimo. Como libros auxiliares se
usaban, no Florilegios, sino Antologías
Griegas. Conservo dos. En la 1ª,
textos fáciles, sobre todo las Fábulas de
Esopo (como la célebre de Androcles y el león); Jenofonte (El Anábasis); Luciano, Platón (La muerte de
Sócrates); y el gran Demóstenes (3ª
Filípica), además de normas de sintaxis griega. De todas formas, el texto
griego que más recuerdo y que más tiempo nos ocupó en su traducción fue La defensa de Eutropio, de San Juan
Crisóstomo (de la 2ª mitad del siglo IV, obispo de Constantinopla). En la 2ª Antología, más sintaxis griega, y más textos de Jenofonte, Luciano, Isócrates,
Platón y Tucídides. Al comenzar el 5º Curso (1964), con el lote de libros venía
un pequeño tocho bilingüe: todo el Nuevo
Testamento en Latín y Griego. Creo que nuestro profesor de Griego fue
también el P. Mansilla. Pero además
daban Griego: el célebre P. Fernández
Cuenca, además del P. Huelin, el
P. Lara Santaella, el P. Tirado García y el P. Vargas Vega. Relacionada con el
Latín existía una asignatura más: Composición
Latina, que se daba en todos los cursos de Humanidades. Se trataba de
aprender a escribir en Latín, pero además con buen estilo latino. El orden de
la frase en castellano es muy diferente al orden oracional en Latín. En
castellano va primero el sujeto, luego verbo y complementos, pero en Latín es
casi al revés. En castellano se diría así: “Un lobo y un cordero llegaron al
mismo río, empujados por la sed”. En Latín: “Ad rivum eundem lupus et agnus
venerant, siti compulsi”. Conservo mis cuadernos de ejercicios de varios años
(1963, 1964, etc.), corregidos por el profe, creo que el P. Espina. En un ejercicio me pone: “fere optime” (casi perfecto).
En nuestros días de hoy, la era de la tosca banalidad, donde la gran pitonisa
de las Letras es la plebeya Belén Esteban, nadie valora el legado griego; pero
sin Grecia hoy seríamos caníbales (aunque nos falta poco). Y afirmo lo
siguiente: todo europeísta debe ser primero greco-latinista. Desde entonces
admiro a Grecia, porque fue un paraíso cultural irrepetible, al que se lo
debemos casi todo.
De la asignatura de Castellano, en todos los cursos de Humanidades, no recuerdo el
libro de texto, pero sí las Antologías acompañantes,
llenas de prosas, poesías y teatro, de lo que debíamos aprender de memoria
algunas cosas y recitarlas en clase, por ejemplo, el monólogo de Segismundo, en
La vida es sueño (Calderón)… “Apurar
cielos pretendo / ya que me tratáis así / qué delito cometí / contra vosotros
naciendo…/ ¿Qué es la vida? Un frenesí / ¿Qué es la vida? Una ilusión…”. En 4º
ó 5º, el profe era don Francisco Flores
Callava, y recuerdo que en clase se puso a leernos La aldea perdida, de Armando Palacio Valdés, un
asturiano conservador, de visión tópica del campo (como “La casa de la
Pradera”).
Todo escritor que describa una vida campestre sin
sudor, fatigas y penalidades incurrirá en una visión falsa e irreal del campo.
Como otros autores: José Mª de Pereda (El
sabor de la tierruca, etc.), los Álvarez Quintero (los peores, con eso del Genio alegre, etc.), Gabriel y Galán o
el malagueño Muñoz Rojas (Las cosas del
campo, 1951, visión falsa, cuando entonces la gente se moría de hambre).
Estos autores sólo ven un campo pleno de florecillas, lirios y peonías, sin
sudar la gota gorda desriñonándose en la era, ni se han metido a barrer la
zahúrda, llenos de mierda hasta las rodillas. Visiones tópicas y falsas propias
de burguesillos.
19
Hablábamos del
muchísimo material de estudio en el Seminario. La asignatura de Castellano iba acompañada de otra
materia: Composición Castellana,
donde se aprendía el arte de escribir bien, redacciones de todo tipo e incluso
labor creativa. Esta clase la recuerdo en un par de aulas del lateral derecho
del patio de tierra, y durante algún tiempo nos la impartía don Gaspar Bustos, de Villanueva, aunque antes o después fue rector
del Seminario de Hornachuelos (Los Ángeles). Una vez nos mandó componer un
poema, con no sé qué premio, y lo conseguí. La asignatura de Castellano se impartía con mucha dedicación por parte de don Francisco Flores. Nos mandaba tener un cuaderno de exámenes, que se entregaba y luego nos lo devolvía corregido. Lo conservo desde febrero de 1964 hasta el fin de curso. Era una pedagogía muy original: hacíamos un trabajo y él lo corregía.
Observo un trabajo sobre las características de la novela. Y muchas obras de teatro, todas de un progresismo y modernidad que me llama mucho la atención: desde Sangre en el barrio y El pan de todos, de Alfonso Sastre, hasta Madrugada, de Buero Vallejo (la acción dramática, el nudo, los personajes, etc.). Autores que entre el clero de hoy están totalmente malditos. También seguíamos la habitual historia de la Literatura. En un examen sobre libros de caballerías, novela picaresca, etc., consta calificación de un 10.
Se incluían también bastantes ejercicios de descripción y de narración. Veo en mi cuaderno descripciones sobre la plaza de Villanueva, sobre la torre o sobre el Hospital de Jesús Nazareno. Y me topo con la narración de una excursión que hicimos con motivo del día de San Juan Crisóstomo (30 de enero 1965). Salimos todo el curso, con sotana, en filas de tres, acompañados del P. Ramón Moreno Jiménez (Era de Antequera, muy bonachón. Antes de jesuita había sido maestro de escuela. Entró en la Compañía en 1946. Se ordenó sacerdote en 1961 en Granada, y profesó los últimos votos en 1964, cuando estaba en el Seminario. Falleció en 2017). Nos dirigíamos al campo de aviación, pero un grupo grande se separó hacia el Viaducto, donde "acamparon", con la intención de fumar, algo que traía locos a unos cuantos. Llevaban cigarrillos "Celtas" y "Goya". Y allí se entregaron a la estúpida obsesión. Aparecieron pronto los que iban con el P. Moreno, quitaron las colillas y aquí no ha pasado nada. Así puse la narración, la corrigió don Francisco Flores y se llevaría las manos a la cabeza.
Un libro de texto magnífico que circuló por allí, no recuerdo en qué curso, fue La formación del estilo, del P. Luis Alonso Schökel (Editorial Sal Terrae, 1962). Los jesuitas tenían autores cualificadísimos de libros de texto. En este caso, el libro es utilísimo para la formación de un estilo literario: el vocabulario, los epítetos, imágenes, antítesis, el ritmo, el estilo descriptivo, el estilo narrativo, el diálogo, etc., todo ello mediante el análisis de textos de multitud de autores.
Otro buen profesor de Castellano
era el P. Florentino Valpuesta, en
grado de “maestría” (escalafón jesuítico), de ancha complexión. Organizaba concursos literarios, que se
dirimían en los días de primavera, en el patio de cemento.
Me
cuenta José Romero “Gorri” que él ganó un premio de prosa, y con un poema ganó
José Amo Medianero. Por entonces destacaba como poeta modernista Mansilla
Moreno, de El Guijo (murió joven), y luego seguirían el camino de las musas
Manuel Aguilera y otros. Para terminar con esta aula citada, a la derecha del
patio de tierra, la misma aula se utilizó también como estudio. Los ventanales
dan a la calle del Alcázar. También ahí ensayaba el coro menor, que dirigía José Amo Medianero (qepd), al que yo
pertenecía.
La lectura de notas tenía un gran
ceremonial. A veces se asistía primero (o después) a la capilla, a una
exposición del Santísimo, todos de sotana. Luego, al salón de estudio, donde
esperábamos al P. Fernández Cuenca, Prefecto,
inolvidable, de avanzada edad, hierático, de andar pausado y circunspecto.
Causaba pavor. Si ibas corriendo por un pasillo y te lo encontrabas, eras
seminarista muerto. Sólo te miraba y te tomaba el nombre. Luego, en la lectura
de notas, calificaba ¡6 en conducta! ¡Peligro de poner al infractor de patitas
en la calle! Este ceremonial era, sobre todo, hasta 1965, en que dirigían los
jesuitas. Luego, pasó la dirección a los curas, y la disciplina era más
relajada. Las notas se leían por quincenas, luego por meses, y por último, por
trimestres. Las iba leyendo el Jefe de
Estudios. Se daba mucha importancia a las notas de Urbanidad (que no pertenecía al temario, pero había explicación
todas las semanas, sobre formas de educación y relación en sociedad, etc., que
impartía el P. Fernández Cuenca), además de las notas de Conducta. Esta nota no debía bajar del 10 ó 9. Si no, podía haber
problemas, como les ocurría a los que, a hurtadillas, se salían del salón de
estudio, y se iban a los servicios a fumar. Esto del tabaco traía de cabeza a
algunos.
En
cuanto al idioma, cursábamos Francés
en todos los cursos de Humanidades. Como eran tiempos de muchas novedades, a
comienzos de los 60’s se introdujo allí el método “ASSIMIL” (“El Francés sin esfuerzo”). Mi ejemplar lleva fecha de
octubre de 1963. Y es cierto que se trata de un método buenísimo. En 6º curso
se daba Hª de la Literatura Universal (Un
buen texto de S. Gili Gaya, Edit. Teide), de la que se me quedaron, por
ejemplo, cosas interesantes de la Divina
Comedia, de Dante. Pero para saber Literatura Universal, la obra más
impresionante que existe hoy es la Martín
de Riquer y José Mª Valverde (Edit. Planeta, 1984, 10 vols.), que me compré
en los años 80´s, y utilizaba yo para dar clase. Descomunal. Exhaustiva. El no
va más.
Por otra parte, en 6º Curso fue gran novedad la Historia del Arte, que impartía el nuevo rector D. Martín Cabello de los Cobos (de La
Rambla), con muchísima sapientia.
Para la clase, íbamos a su despacho, muy amplio, donde había media docena de
cuadros de gran valía (¿qué habrá sido de ellos?), y allí nos explicaba los
efectos de la luz, la estructura, la disposición de las figuras, las líneas
maestras, etc., quedándonos boquiabiertos. También nos daba clases
“peripatéticas”, paseando por la calle, explicándonos esculturas, monumentos y
algunos edificios de Córdoba. Todo un bagaje de sabiduría.
Y
hablando de novedades académicas, que ni antes ni después he visto en ningún
plan de estudios, hay que citar la Oratoria
o Retórica: Ars bene dicendi, el
arte de hablar bien, o el arte del discurso. Creo que la asignatura se incluía
dentro de la Lengua Castellana. Recuerdo haber tomado muchos apuntes al
respecto, parte de los cuales conservo: La estructura de un discurso, las ideas
principales y secundarias, las figuras retóricas, la inventio, la dispositio y
la elocutio, la argumentación, la
persuasión, los “argumentos de autoridad”, el guión de un discurso, la “vis
oratoria” (fuerza a la hora de hablar), etc.
Hicimos un detallado estudio del
discurso de Cicerón Pro Milone, en
defensa del pretor romano Tito Annio Milón. Lo tradujimos entero (más de 100
párrafos), y estudiamos su estructura y sus recursos retóricos. Lo conservo
traducido en folios de “papel de barba”, con una sinopsis toda escrita en latín
(Con su “Exordium”, “Propositio”, “Refutatio previa”, “Narratio”, etc.). Al
final, Cicerón pide al tribunal que Milón sea absuelto: “…Ingrata Roma, si lo destierras; desgraciada, si lo pierdes. Pero
basta ya, que las lágrimas no me dejan seguir, y Milón no quiere que se le
defienda con lágrimas! Mi último ruego, jueces: Al dar vuestra sentencia, sed
valientes; decid lo que sentís”.
Estudios
parecidos hicimos con otros oradores: Churchill, Demóstenes. Sería en 5º y 6º cursos, sobre todo en 6º, del que conservo el programa de Oratoria, con 8 temas (el método, la sensibilización de las ideas, el discurso persuasivo, otros tipos de discursos, etc.). Teníamos como antología al libro de texto la Antología de Oratoria Universal, del P. Guillermo Gutiérrez Andrés (Editorial Sal Terrae). Ahora descubro que su orientación era la antítesis del ambiente progresista conciliar que vivíamos. Proponía discursos de los grandes fascistas europeos (textualmente: Mussolini, Hitler, Calvo Sotelo, Primo de Rivera, Pemán, Lombardi), y por equivocación, Churchill, Demóstenes y Cicerón. Recuerdo que sólo analizamos a Churchill y a Cicerón. Así pues, se trató de la única nota discordante que yo observé en mis años de seminario. Hoy, lo montaraz, reaccionario y casposo es normal; entonces, no.
El libro de texto era de otro tenor: Los resortes de la persuación en la oratoria, del P. Pedraz (La Habana, 1960). Y otro libnro era: Verbum Dei. Manual teórico-práctico de predicación, del P. Juan Rey Carrerea (Sal Terrae). Lo que se dice, oratoria y retórica por un tubo.
En fin, aquello era trabajar al por mayor, todo a
machamartillo. No sé si utilizamos un célebre manual del alemán Lausberg (Heinrich Lausberg, edit.
Gredos, 1966), Manual de Retórica Literaria, uno de los textos más importantes
sobre el tema. Fruto del estudio retórico era el diseño de un sermón, que había que preparar y pronunciar en el comedor, desde
un púlpito allí existente, mientras los demás comían en silencio. Por allí
fuimos pasando todos a partir de 5º Curso. Luego, ya en los cursos de
Filosofía, había que predicar de verdad, en Iglesias de Córdoba, según ya
conté.
En
6º Curso aparecía por primera vez Economía,
que nos daba mi tío D. Juan Moreno
Gutiérrez, de Villanueva, entonces
una figura emergente en Córdoba y gozaba de mucho predicamento como persona
moderna, a los aires del Concilio Vaticano II, y además venía de estudiar
Ciencias Sociales en Madrid. No recuerdo mucho de aquella Economía, sólo la
teoría de la oferta y la demanda, aplicada a una fábrica de alfileres. No había
texto, sino que usábamos los apuntes de clase. El compañero “Gorri”, de
Torrecampo, me recuerda un dicho de D. Juan Moreno: “La cultura en España,
después del Meneo Nacional, es la
cantidad de esportillas de cáscaras de pipas que se recogen en los cines de
verano”. Típico chascarrillo jarote.
20
En el curso 1965-1966 empezamos los tres cursos de Filosofía. En cuanto al atuendo, la
borla blanca de la beca era sustituida por la borla azul. En 1º de Filosofía
dejamos de alojarnos en las galerías de dormitorios y nos pasaron a la parte
derecha del edificio, a la 2ª planta, a una dependencia para 8 ó 10 camas, que
yo bauticé como “El Corral de la
Pacheca”, y con ese nombre se quedó. En esa 2ª planta estaban los
filósofos. En la 1ª, los teólogos. Iniciábamos, pues, la Filosofía Escolástica, donde el listón académico se ponía por las
nubes. En 1965 habían dirigido todavía los jesuitas, con el director P. Eduardo Huelin, pero en este curso
se hizo el cambio a los curas seculares, con don Martín Cabello como director. La mayoría de los jesuitas se
marcharon.
El
nuevo claustro del clero secular
quedó así. Director: Martín Cabello
de los Cobos. Prefecto de Estudios:
Luis Briones Gómez. Secretario de
Estudios: Carlos Moreno Juliá. Ecónomo:
Francisco de Paula Sánchez Navas. Prefecto
de los Teólogos: Miguel Vacas Gutiérrez (de Villanueva). Prefecto de los Filósofos: Bartolomé
Borrego López. Prefectos de los Latinos: Francisco
Molina Nevado, Santiago Baena Jiménez y José Mª Lucena Aguilar-Tablada. Y quedaron dos jesuitas como padres
espirituales: El P. Francisco de P. Nieto Pérez (filósofos), y el P. Jesús
Navarro Santos (teólogos), mas el cura Francisco Moreno Horcas (latinos).
El 1º de Filosofía era muy interesante,
con el libro de texto en latín, las clases en latín y los exámenes en latín. Un
buen lío, pero nos adaptamos sin remedio. Recuerdo al profesor de Lógica, don Juan Lorenzo González, de rugosa faz y cúspide canosa, afable y
muy circunspecto. La clase estaba al final del pasillo grande y largo de la
derecha. La materia de esta asignatura eran, sobre todo, los 8 tipos de Silogismos, la “naturaleza de la idea”,
conceptos de “definición y división”, “el raciocinio”, “la argumentación”, “el
método deductivo e inductivo”, etc. Todo muy abstracto y filosófico, y en
latín.
Los conceptos eran y son muy curiosos. Por ejemplo, leo en mi cuaderno de apuntes: La Lógica es "Scientia et ars de rectitudine cogitandi" (La ciencia y el arte de pensar correctamente). Una definición es: "Notio obiecti sufficiens" (Expresar una noción suficiente del objeto"). Y qué es el raciocinio: "Operatio mentis, qua ex duobus iudiciis tertium infertur" (Una operación de la mente por la cual, de dos juicios, se extrae un tercero).
El
mismo profesor, y en la misma clase, nos daba Crítica, más complicada todavía, con muchos temas (o tesis; un
total de 35), todos muy interesantes, cuando los repaso hoy. “La existencia de
la verdad y de la certeza”, “la duda metódica cartesiana”, “los sistemas
generales de falsedad” (El escepticismo, el relativismo y el idealismo), de
gran actualidad hoy. Todavía recuerdo la definición de la verdad: Veritas est
adaequatio intellectus cum re. “La verdad es la adecuación del pensamiento
con la realidad”. Interesante también el tema de la ignorancia, que es “la
ausencia de conocimiento en un sujeto que tiene capacidad para saber”. Un burro
no puede tener ignorancia porque no tiene capacidad para conocer. La ignorancia
es un mal sólo de los humanos.
También
me llama la atención, cuando ahora repaso esto, el tema de la opinión: “es la decantación del sujeto sobre un motivo
probable”. La opinión, por tanto, se basa en la probabilidad, no en la certeza
ni en la verdad. Con razón decía el Sabio que “la opinión pública es la peor de
las opiniones”. Hoy día, para cualquier cosa, los medios sacan la alcachofa a
la calle a captar la “opinión” del vulgo, donde por una sensatez hay que
escuchar nueve insensateces. Nuestra sociedad de consumo se basa, para todo, en
esta “opinio vulgaris”. Se llega así a la exaltación de la banalidad y la
zafiedad como norma suprema de la sociedad. No se necesitan filósofos ni
literatos ni sabios ni científicos. Hoy sobra don Quijote; basta con Sancho
Panza.
Esta
materia filosófica de la Crítica tendría
hoy mucha utilidad para reconducir las cabezas nacionales. Apuntamos algo más
del temario, por su curiosidad: “La probabilidad y verosimilitud” (“De la suma
de probabilidades no se colige la certeza”), “el error y sus causas”, “los
medios para adquirir la verdad y la certeza” (“Los sentidos son fuente de
conocimiento verdadero”. “Los conceptos universales se verifican siempre en los
hechos, en las cosas”), y por último, útil para historiadores, se explica el
concepto de testigo (“Aquel que manifiesta a otro su propio conocimiento como
verdadero”). Hoy día, el capitalismo bancario ha borrado la Filosofía de la faz
de la tierra.
Guardo
un magnífico recuerdo de otra asignatura de 1º de Filosofía: Historia de la Literatura Española, que
impartía don Casimiro Pedrajas, párroco
de San Nicolás, cualificadísimo en la materia, que estudiamos en 1º y en 2º.
Nos mandó el libro de texto de J. García López (Vicens-Vives), el antiguo (el
de hoy es una parodia pedestre del original), un texto buenísimo. Y mejores
aún, los apuntes de don Casimiro. Supongo que él me prestó algún resumen,
porque lo tengo pasado, con letra pequeñísima, en el mismo libro de texto, en
una página dorsal en blanco. Se trata de una Introducción al Teatro del Siglo
de Oro. Inmejorable. Lo he utilizado en mis años de docencia. Qué gran profesor
don Casimiro. Me hizo admirar la Literatura más de lo que ya la admiraba. Un
buen profesor es capaz de cambiar la vida de una persona.
Además
de la Música (siempre había música,
solfeo, gregoriano, etc.), y la Historia
del Arte (que nos explicaba el nuevo rector don Martín Cabello (en su despacho o por las calles de Córdoba),
citemos por último, en 1º de Filosofía, la asignatura de Ontología, que nos daba don
Luis Chumillas, otro párroco de Córdoba, muy gracioso, menudo, simpático y
buena persona, y a la vez muy intelectual. Era otra materia de “filosofía
dura”, que dábamos en la primera clase del ancho pasillo de la derecha (planta
baja), en sillones con tableta.
En Filosofía era todo el día de sotana, con un
babi negro y largo encima, menos cuando se salía al patio, al fútbol o al
frontón. En la clase de don Luis Chumillas, el libro de texto en latín se
alternaba con los apuntes; y había que estudiar un montón. Los exámenes eran
trimestrales y finales, en mayo, un mes agobiante, por el estudio y por el
calor cordobés. Unos pocos descubrimos el relativo frescor de la llamada huerta, de cara al río, con alguna
higuera, naranjos y un pilón. La higuera era baja (qué habrá sido de ella), con
dos ramas en horcajada: allí me subía y me ponía tibio de estudiar, en la
higuera: “En el silencio sólo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba”
(Garcilaso de la Vega). En clase de don Luis, a veces nos daba por reír, Paco
Rot y yo, y nos caía la justa regañina.
Esta
asignatura, la Ontología (o Metafísica General), era harto
complicada. Su tema central era “el ente”, es decir, “el ser” (definición,
propiedades: unidad, verdad, bondad…). Por otro lado están: “el mal”, “la nada”
(“Nihilum”), “el principio de
contradicción” (No se puede afirmar una cosa y su contraria). Había muchísimos
temas, en forma de “tesis”, de una gran profundidad, sobre todo el tema de “las
causas” (“El principio que por sí mismo influye en el ser de otra cosa”), “el
principio de causalidad” (No existe un efecto sin una causa). Entre otras,
había varias tesis sobre “el acto y la potencia”… Todo muy útil para quitarnos
la corcha, que en Villanueva abunda mucho.
En 2º de Filosofía seguimos con la
Literatura Española (y Música, para no faltar). Mi tío don Juan Moreno daba dos asignaturas: Ética y Doctrina Social. En
esta materia estaba puestísimo, porque había estado cuatro años estudiando
Ciencias Sociales en Madrid. Era un experto en la encíclica de Juan XXIII Mater et magistra (1961), sobre el
creciente desarrollo de la cuestión social, las desigualdades sociales, etc.,
como actualización de la Rerum novarum (León
XIII). Mi tío fue también uno de los fundadores del Círculo Juan XXIII, abrevadero del progresismo cordobés. Explicaba
el marxismo y me mandó hacer, como dije antes, un trabajo sobre El Capital, de Marx, que leí de cabo a rabo, y me puso un 10. De aquella lectura
se me ha quedado, al menos, la llamada teoría
de la plusvalía. Es decir, cuando un obrero trabaja produce un rendimiento,
pongamos 100, pero en su salario sólo recibe, por ejemplo, 8. Sobran 92, que es
la riqueza que pasa al capital. Innegable, claro.
21
Penúltimo capítulo.
Recta final de nuestros cursos de Filosofía. En 2º todavía, don Luis Chumillas nos daba Teodicea, una línea de teología natural
o justificación racional de Dios como “el ser necesario”. Iba presentando lo
que sobre Dios decían los filósofos más importantes. Me recuerda Francisco
Aguayo que el curso lo comenzó así: “En la mesa de disección de cadáveres de un
hospital…”. Luego, con respecto a Kant decía: “En las brumas del norte de
Europa, enfermo de cuerpo y alma…”. Don Luis se ponía ocurrente y poetizante.
Por otra parte, en este curso empezaba la 1ª parte de la Historia de la Salvación, que impartía el canónigo salmantino don Juan Francisco Hernández, un profe
muy preparado y un gran biblista, con el que aprendimos mucho. A su vez, muy simpático
y amenizador con muchas anécdotas.
También
en 2º empezaba la primera parte de la Historia
de la Filosofía, en la que yo me había comprado los dos volúmenes de Hirschberger, una obra monumental, la
mejor del mundo en el tema. Creo que la parte de 2º nos la dio don Luis Chumillas, y la parte de 3º, don Manuel Nieto Cumplido, canónigo y
“ratón de archivos”, muy emergente entonces. El 3º Curso empezaba con la Cosmología, que nos impartía el P. García de Leaniz, jesuita de la
ETEA. Dos años antes la había impartido mi tío don Juan Moreno. Se trata de una filosofía de la naturaleza, el
origen, la evolución… Nos introdujo en cuestiones controvertidas de la ciencia:
el ADN, ARN, etc., en lo cual manejábamos gran cantidad de apuntes. Se atrevió
hasta con la teoría de la cosmogénesis, los puntos alfa y omega, de Teilhard de Chardin. La Doctrina Social la impartía don Juan Moreno.
Una
asignatura nueva en 3º era Pensamiento
contemporáneo y cristianismo, a cargo de don Juan Capó Bosch, canónigo de origen mallorquín, que llegó al
Seminario como profesor de Teología, por oposición. Fue uno de los fundadores y
grandes promotores de los célebres Cursillos
de Cristiandad (que datan de 1950; oficialmente, 1963). Recuerdo que se
disertaba ahí sobre existencialismo, en la filosofía y en la literatura, líneas
de pensamiento entonces muy presentes en Europa.
En cuanto a la Psicología Racional y Experimental, de
3º, también teníamos a don Luis
Chumillas. Pero había también Psicología
General, cuyo profe era, creo, don
Hortilio Armayor González, asturiano, ex secretario del obispo Fr. Albino.
Por último, se daba también Catequética,
a cargo de don Pascual Jiménez Ibáñez,
donde también me falla algo el chip.
Supongo que por esta materia nos mandaban las tardes de los jueves a dar
catequesis en algunos colegios de Córdoba.
Conviene ahora aludir
a algo muy importante: La vida cultural
del Seminario, en lo que las actividades eran muchas y variadas.
Relacionada con la formación académica, los jesuitas introdujeron la
celebración de Las Sabatinas y Las Mensuales. Se trataba de
controversias dialécticas entre los alumnos más aventajados. Con la marcha de
los jesuitas en 1965, estos ejercicios fueron cayendo en desuso. “Las
Sabatinas” se daban en el Seminario Menor (los Latinos), en tres materias:
Lengua Castellana, Latín y Griego.
Se trataba de clases públicas que de vez en
cuando los principales cursos de Latín realizaban en el Salón de Actos, en
presencia del P. Rector, el Prefecto y otros profesores, con objeto de hacer
brillar los avances en estas materias: recitados, dramatizaciones,
disertaciones, etc. Los protagonistas, lógicamente, eran los alumnos más
aventajados, que se preparaban con antelación estas actuaciones. La palabra
“Sabatina” no debe confundirse con el acto litúrgico de carácter mariano que se
hacía los sábados, llamado también “sabatina”.
En
cuanto a “Las Mensuales”, propias del Seminario Mayor (Filósofos y Teólogos),
las materias eran de Filosofía o Teología, también en el Salón de Actos, en
presencia de las autoridades del Seminario y todos los alumnos mayores, con
mucha solemnidad. Se trataba de unos grandes ejercicios de controversia
dialéctica, de silogismos y contra-silogismos, argumentos y objeciones, donde
brillaba la valía de los alumnos más preparados. En mi época ya no se hacía
esta esgrima dialéctica, tan jesuítica, por supuesto todo en Latín; pero
nuestro paisano Juan Carbonero, de
cursos superiores, sí participó, y me cuenta: “Te hablo de Filosofía, cuando yo
fui protagonista, argumentando en Cosmología, donde era profesor don Juan Moreno, y en el mismo acto
participaba la asignatura de Psicología, cuyo profesor era don Juan Lorenzo González.
Los cursos 2º y 3º de Filosofía tenían
asignaturas filosóficas en común (el llamado bienio): Cosmología y Psicología,
por lado; y Ética y Teodicea, por el otro. Había un defensor
de una tesis de Cosmología de 2º, al
que le argumentaba un alumno de 3º. Y había un defensor de una tesis de Psicología de 3º, contra el que
argumentaba un alumno de 2º.
Cada
profesor elegía a los alumnos más brillantes de su asignatura. A los alumnos
elegidos, durante un mes, no se les preguntaba en ninguna de las clases, ya que
estaban dedicados a la preparación de la “Mensual”. El defensor preparaba todas
las tesis que hubiera en el programa (y se habían visto en clase). El opositor
(con la ayuda previa del profesor) elegía una tesis, para la que ya tenía
preparada una cadena de silogismos enlazados contra la tesis, debiendo prever
las respuestas del expositor, para seguir argumentando con el siguiente
silogismo. El Acto comenzaba con el defensor, que presentaba su tesis en Latín,
y en Latín también argumentaba el opositor a la tesis expuesta, y así con
réplicas y contrarréplicas, hasta que terminaba el acto académico”. Todo
aquello era de un nivel impresionante, nada comparable con las banalidades de
hoy.
Al
comienzo de curso había una ceremonia en la capilla, para conceder un diploma a los alumnos más aventajados
del curso anterior. Recuerdo que en varias ocasiones fui llamado a por mi
diploma. En esa ceremonia recuerdo una anécdota: una vez estaba sentado al lado
de Jesús Peláez del Rosal, también
en la fila de los premiados. Y antes de salir me dice textualmente: “Comme ça
nous ferons le poulet” (Así haremos el pollo). Nos reímos. Y cuando estábamos
de nuevo sentados, insiste: “Le poulet c’est déjà fait” (El pollo ya está
hecho). Nuevo carcajeo.
Volvamos
a la Cultura. Una actividad cultural, a la que aludí en capítulos anteriores,
era el teatro leído. Recuerdo haber
participado en la representación-lectura de, al menos, dos obras. Una fue La dama del alba, de Alejandro Casona.
Se hizo en la clase de Filosofía (la última del gran pasillo de la derecha). Se
disponían los pupitres en semicírculo, cada uno con el letrero del personaje y
con un flexo, que se encendía, cuando al personaje le tocaba hablar. Cada “actor”
disponía de una copia de la obra, para saber cuándo tenía que intervenir. Como
auditorio se invitaba a otros cursos. Este sencillo invento del teatro leído
sería utilísimo hoy en los colegios.
Otra obra de teatro leído fue La alondra, de Jean Anouilh (1953), con
escenario al fondo del patio de cemento. Todo igual: tantos pupitres como
personajes, los flexos, y varios cursos como auditorio. Recuerdo que los
“actores” entramos hacia el escenario desde el comedor de los mayores, a los
fuertes acordes del 4º Movimiento de la Sinfonía
del Nuevo Mundo. ¡Espectacular! Por último, nuestro curso se vio también
inmerso en una representación al estilo convencional, con una de aquellas Historias para no dormir, que puso de
moda Ibáñez Serrador. Yo fui el encargado de los decorados, simulando las
maderas de una cabaña, para lo que me serví de grandes pliegos de papel de
forrar. Se representó en el comedor de los mayores, que servía también de salón
de actos.
22
Otra obra representada en teatro
leído fue En la ardiente oscuridad, de
Buero Vallejo, a cargo de 1º de
Filosofía, donde estaba Fernando Horcas
(y yo en 6º). Fue en la primera clase del gran pasillo de la derecha. Estos
mismos de Filosofía le organizaron a don
Juan Font, un querido y carismático profe de Matemáticas, una imitación de
un programa que entonces tenía éxito en la Tele, “Esta es su vida”. Múltiples
iniciativas, pues, de la imaginación juvenil. Recuerdo que entonces tenía mucho
predicamento el autor Alfonso Sastre,
del que se difundían muchas obras en unos folletitos pequeños, como Escuadra hacia la muerte (1953), El pan de todos (1953), La mordaza (1954), etc., la primera de
las cuales fue representada por el curso de Julián Toro.
Otro
curso representó La barca sin pescador (1945),
de Casona, y en otra ocasión, El motín del Caine (versión teatral).
Como se ve, siempre eran obras de calidad, y nunca las paparruchas de los
Álvarez Quintero, ni cosas de chichinabo como ¡Cuidado con la Paca! ni bagatelas similares. El P. Fernández Cuenca llegó a escribir un
auto sacramental: Pastor-Cordero y
Pastor-Lobo (1948), que algunos cursos representaron, por ejemplo, el de Juanito Carbonero, de dos cursos
superiores al mío.
La obra se basa en la fábula de Fedro (origen: Esopo), Lupus et agnus (“Ad eundem rivum lupus et agnus venerant, siti compulsi…”: Al
mismo río habían llegado un lobo y un cordero, empujados por la sed). Y el
lobo, relamiéndose por el banquete inmediato, se puso a lanzar pretextos: “¿Por
qué me has puesto el agua turbia?” Y el cordero dice con timidez: “¿Cómo puede
ser, si yo estoy abajo y tú estás más arriba, y el agua viene para abajo?”
Pronto el lobo pasó de los preámbulos y mató al cordero con muerte injusta.
Termina la fábula: “Así ocurre cuando los
hombres oprimen a los inocentes con pretextos fingidos”.
La representación
del auto en el Seminario tuvo mucho éxito (Fue un año antes de yo llegar). Hizo
de cordero Bartolomé Cano Merchán,
de Villanueva (“Canito”), y de lobo, José
Ruiz López, de El Viso, que se quedó con el mote de “El lobo”. Llegó a
cura, ejerció en Villaralto, y se
secularizó. Este auto se representó en 2014 en Belalcázar. En los años 40 y
primeros 50 se pusieron en escena obras importantes, como Edipo rey, Antígona, o bien Cisneros,
del literato del Régimen José María Pemán.
Además, se hacían
veladas casi improvisadas, en fechas de buen tiempo, donde destacaban los
graciosos de turno, como Miguel Torres
Murillo, de Santa Eufemia (Hoy es maestro, casado en Pozoblanco), o Alfonso Valverde León, de El Viso, que
luego se fue de misionero a Angola, donde lo tuvieron preso los portugueses
(Después, ya en España, murió en accidente). Asiduo de las veladas era Fernando Horcas, de Baena, con su
violín, a menudo acompañado por Pepe
Saravia, de Monturque, que tocaba la típica flauta de caña de los pastores
(que le había traído Pablo Morales,
el seminarista “pastor”, de Zamoranos).
Por
otra parte, la proyección de películas se
hacía un par de veces al año, o en el patio o en la sala de visitas, que hacía
también de salón de actos. Desde que llegó el P. Nieto, éste hacía siempre la presentación de las películas, por
ejemplo, El gran carnaval (1951), La gran evasión (1963) y otras. Por
supuesto, no podía faltar la célebre Molokai,
sobre el sacrificado P. Damián (Luis Lucía, 1959), y otros títulos como Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica,
1948), El Maestro (Aldo Fabrizi,
1957), sobre las ilusiones rotas de un maestro gallego.
Magnífica. También: Qué grande es ser joven (1957), sobre el
profesor bueno y el director malo. En fechas señaladas (la Inmaculada, domingo
de Resurrección, etc.) solían proyectar una película en el salón de visitas:
alguna de las citadas antes, y otras del Oeste.
Por
otra parte, a mediados de los 60’s, ya se nos puso una sala de TV, para -Lo más importante- los grandes partidos de
fútbol. Los locos por el fútbol. Mi primer recuerdo allí es la Eurovisión de
1966, con Raphael y “Yo soy aquel”. Y también veíamos algo de teatro, el
célebre “Estudio 1” de TVE, que comenzó en octubre de 1965.
Al
pensar en las muchas actividades culturales del Seminario, siempre acabamos en
las bandurrias y guitarras. En los
días festivos señalados, así como en el diciembre pre-navideño, se organizaban
pequeñas rondallas para, en vez de la campana, despertar al personal por las
galerías o por los pasillos. Yo participé en la rondalla pre-navideña que
dirigía Jesús Peláez del Rosal
(1967, 1968), siendo filósofos. Y hablando de coros y rondallas, conviene
volver a citar el gran “Homenaje a
Córdoba”, en 1965, en el Teatro Góngora, donde el Coro y la Rondalla del
Seminario brillaron con luz propia.
El gran Coro o Schola Cantorum, de 80 voces, interpretó dos piezas corales
impresionantes: “Los mártires del Circo” (de Laurent de Rillé), “Los
pescadores” (de Josep Anselmo Clavé) y posiblemente algo más, como “Las ruinas
del monasterio” (de Stheler), o “La canción del viejo poeta”, o “La serenata a
la Mezquita”, de Ramón Medina. Por su parte, la Rondalla del Seminario
también se lució en aquel homenaje, con piezas instrumentales como “Carnaval
del 86”, “Pavana” de Eduardo Lucena,
“Hojas verdes”, de la película El Álamo,
entre algo más. Actuaron también la Rondalla
de San Lorenzo y la Escolanía del
Colegio Cervantes.
Ya
hemos citado otro momento espectacular en la Semana Santa cordobesa, cuando el miércoles, a las 9 de la noche, pasaba
ante el Seminario el “Cristo de la Pasión”, de San Basilio, no sé si seguido de La Dolorosa. La Schola Cantorum salía a la calle, con el
Seminario en pleno, y se entonaba, en polifonía vibrante, el Velum templi, del P. Otaño, y el Stabat mater dolorosa (de Pergolesi). El
viernes, desde el recinto del Triunfo de San Rafael, el Seminario salía a ver
la procesión del Santo Entierro, y entonces la Schola cantaba a pleno pulmón el célebre Velum templi scissum est!, del P. Otaño.
También se cantaba el O vos omnes qui transitis per viam,
attendite et videte si est dolor similis sicut dolor meus, de Tomás Luis de
Vitoria. El jueves, al crepúsculo, un gran grupo de seminaristas acudían a la
Catedral, a visitar el “Monumento”, y allí se entonaba el Domine non sum dignus, de Vitoria.
Foto.- Una imagen interesante de don Sebastián Márquez Finque, un cura que dejó gran huella en Villanuyeva, ayudando a leer al obispo durante la inauguración del Instituto, en octubre de 1966, cuando yo estaba en el Seminario. Detrás se ve a don Rafael Gutiérrez.
Fue
la etapa áurea del Seminario, su mayor esplendor en todo. Luego, a finales de
los 60’s y comienzos de los 70’s se salió muchísima gente, y ocurrió el declive
definitivo. En 1972 llegó a Córdoba como obispo José Mª Cirarda, vasco y progresista, habiendo estado la sede dos
años vacante, bajo la vicaría del célebre don
Juan Jurado, de oratoria jupiterina y modales decimonónicos. Cirarda, ante
la escasez de vocaciones, cerró el Seminario Mayor, los teólogos se fueron a
estudiar a Sevilla, y en toda el ala derecha creó una Escuela Universitaria de
Magisterio. Todo tiene su fin. Nada es hoy como fue entonces, en muchas cosas,
sobre todo merece recuerdo aquel afán de apertura y modernización de la
Iglesia, en el contexto del Concilio Vaticano
II, que lo impregnaba todo.
El aggiornamento
del Concilio chocó, en cierto modo, con el nacionalcatolicismo demacrado y
rancio. Figuras punteras fueron el cardenal Vicente Enrique y Tarancón (presidente de la Conferencia Episcopal
desde 1971) y su vicepresidente José Mª
Cirarda, obispo de Córdoba. Fue la Iglesia de la Transición y del Concilio,
con un aperturismo que hoy no se da, sino pura involución. Con todo, en aquel
Seminario de los años 60’s me hice intelectual, actitud luego afianzada por la
Universidad, la docencia, el compromiso político y la vocación historiográfica.
Al final de curso, en pleno 1968, dejé el Seminario. Me preocupaba el
proyecto de vida solitaria del clero secular, arrojado a la vida anodina de un
pueblo o aldea, cuando mi afán era el estudio, los libros y la vida docente. Y
decidí salir a la vida del siglo, y a estudiar en la Universidad de Madrid.
Antes de terminar conviene sopesar el nivel de aislamiento de la realidad en
el que vivíamos, como en un invernadero, sin conocer el mundo. Por supuesto, en
aquel 1968, no supimos nada del mayo del
68, ni en el Seminario ni en la sociedad española, salvo cuatro listillos.
Las dictaduras consiguen que la gente no sepa nada de nada.
Desde el papado de Juan XXIII (que sucedió al retorcido Pío XII, insensible ante el
holocausto nazi), todo en el mundo católico eran ansias de renovación. Y en
grandes zonas: deseo de adaptar el cristianismo a la realidad, más en concreto
a la realidad de los pobres. Tampoco en el Seminario, aunque la mayoría éramos
renovadores, tuvimos información del fenómeno de la Teología de la Liberación, que tuvo lugar en América Latina. Aquel
aire nuevo de finales de los 50’s fue lo que dio lugar al Concilio Vaticano II, y a todo lo que ello supuso. Y aquel mismo
espíritu renovador también hizo surgir la Teología de la Liberación, de la cual
entonces no sabíamos nada.
23
La Teología
de la Liberación echó a andar en la Conferencia del Episcopado
Latinoamericano de Medellín (Colombia), en 1968, donde fue figura destacada el
teólogo peruano Gustavo Gutiérrez.
Existía el precedente de las Comunidades Eclesiales de Base en Brasil durante
los años 60’s. Esta teología se basa en un principio muy obvio: “El Evangelio
exige la opción preferente por los pobres”. Era una nueva metodología para el
pensamiento teológico latinoamericano, que en el fondo era un rechazo a la
visión teológica eurocentrista de la Iglesia, de sus jerarcas y la curia
vaticana, a pesar de la doctrina del Concilio.
Gustavo Gutiérrez decía: “La
pobreza es el punto de partida de la Teología de la Liberación”. Se rebelaban
contra la injusticia social institucionalizada, contra la injusticia
estructural permanente. Querían afrontar los problemas del subdesarrollo desde
la fe cristiana. Los papas Juan XXIII
y Pablo VI no se pusieron en contra,
pero Juan Pablo II reprimió con
dureza esta Teología. De esa manera dejó el camino libre a las doctrinas
protestantes y evangélicas, que en América hacen estragos. Personalidades del
catolicismo latinoamericano fueron reprimidos y castigados con severidad: Gustavo Gutiérrez en Perú; el obispo Pedro Casaldáliga (catalán) en Brasil; el
franciscano Leonardo Boff en Brasil;
Jon Sobrino, jesuita catalán, en El
Salvador; el cisterciense Ernesto
Cardenal en Nicaragua; el jesuita vasco Ignacio Ellacuría en El Salvador, donde fue asesinado con otros
compañeros en 1989 por una patrulla del Ejército.
El mismo trágico fin para los
predicadores de los pobres, como el obispo Oscar
Arnulfo Romero en El Salvador, canonizado por el papa Francisco, asesinado por los militares en plena misa, en 1980…
También éste, un santo, fue amonestado por Juan Pablo II.
En España, aún durante el franquismo,
surgió el fenómeno de los “curas obreros”. No todo en la Iglesia fue
nacionalcatolicismo y llevar al dictador bajo palio, con los clérigos saludando
a la romana. Hubo protestas y contestación de bastantes curas en contra de la
opresión del régimen, sobre todo en el ámbito sindical. Precisamente en 1968,
el 22 de julio, el régimen abrió la Cárcel
Concordataria de Zamora, para curas y religiosos contestatarios. Se cerró,
al fin, en 1976. Por ella pasaron unos 100 clérigos, después de sufrir torturas
y consejos de guerra sumarísimos.
España no fue, pues, una excepción a la
solidaridad con los pobres que se filtraba en el panorama mundial desde el Concilio
y la Teología de la Liberación. En aquella evolución social también
participaron los jesuitas, desde que en 1965 accedió a general el jesuita vasco
P. Pedro Arrupe, que durante veinte
años hizo dar un vuelco a la influyente Compañía de Jesús. También sería
reprimido por Juan Pablo II, quien lo obligó a dimitir en 1983, algo
penosamente injusto. Nada de toda esta evolución se conocía en el Seminario.
Tampoco se conocían en el Seminario las
andanzas obreras del P. José Mª de Llanos,
que de jesuita de élite se fue a vivir pobremente en 1955 en el Pozo del
Tío Raimundo, en Madrid. Tan grande fue su compromiso que llegó a ser miembro
del Comité Central del PCE, siempre dentro de la Iglesia. Lo visité una vez, en
1981, en aquella casita pequeña en la que vivía, cuando participaba yo de aquel
compromiso político de la Transición. En 1967, otro jesuita, el P. Francisco García Salve, se fue a
trabajar de albañil en los barrios obreros de Madrid, llegando a ser uno de los
líderes destacados de CC.OO. Fue uno de los encartados en el célebre Proceso 1001, por lo que sufrió tres
años de cárcel. También perteneció al Comité Central del PCE. Al salir de la
cárcel se secularizó.
En Córdoba, el jesuita P. Francisco Natera, de una rica
familia de Almodóvar, le dio un destino social a las rentas de su herencia, con
una cooperativa de trabajadores, que dio origen a la “Fundación Paco Natera”.
Decía que quería “vivir como aquel galileo crucificado”, lema de los grupos
cristianos de Córdoba. Se secularizó en 1967, y murió diez años después en
accidente.
En Sevilla, fue el cura Diamantino García Acosta quien hizo una
fuerte opción por los jornaleros andaluces, y se hizo con ellos jornalero y
temporero, en los años 70’s. Tras su ordenación, formó grupo con otros dos compañeros,
situando su labor por la zona de Pedrera y Los Corrales. Fue miembro cofundador
del SOC, junto con Diego Cañamero y Sánchez Gordillo. Decía: “Uno no puede ser
neutral… A Jesús no lo crucificaron por hacer procesiones, sino por ponerse en
el lado de los explotados. Murió de cáncer en 1995, y fue enterrado en “loor de
multitudes”.
En Córdoba, ha sido mi antiguo
compañero de curso Francisco Rot
Santacruz, quien me ha revelado un movimiento de “curas obreros” muy
interesante, después que yo salí en 1968. En la zona de Fuente Palmera y aldeas actuó bastantes años un grupo de cuatro o
cinco jesuitas obreros, trabajando en el campo, a la vez que ejercían su
ministerio.
Empezó a ponerse de moda el que los
seminaristas se pusieran a trabajar, por diversas razones. Yo mismo me fui a
trabajar a Correos, en Madrid, en el
verano de 1967, y luego regresé al Saminario a cursar mi 3º Curso de Filosofía.
No se trataba de compromiso alguno, sino por necesidad económica.
En el verano
de 1968 hice lo mismo, dando clases de latín y griego por barrios de Madrid,
mientras los compañeros de Filosofía se fueron de excursión a Italia. Pero mi
caso no era en nada significativo. Sí lo fue lo que hicieron varios compañeros
de mi curso después de 1968.
Antes,
en 1967, aunque yo no fui testigo de ello, se formó dentro de mi curso un grupito
para fomentar el espíritu de equipo: Francisco
Rot, Romero Garrido “Joselín”, Manuel Varo y Alfonso Crespo “Poncho”. Luego se desprendieron “Joselín” y
“Poncho”, y entraron Manolo Gómez García
y José Sánchez Vilchez. Fue el
verano en que yo vine a Madrid a trabajar en Correos. Ellos tenían unas
“reuniones de revisión de vida”, en análisis de la realidad circundante. Eran
tiempos en los que ya salíamos algún día a parroquias de Córdoba o a dar
catequesis.
El caso fue que desde 1968 empleaban
las vacaciones de verano en salir a trabajar a Mallorca y trabajaban en bares de playa, en hoteles, en el
aeropuerto como maleteros, etc. Antes ya habían seguido la misma ruta varios de
cursos superiores, incluso ordenados ya “menores”, como Bernardo Soldado Arco, Antonio Amaro Granados y algún otro, con la
peculiaridad de vivir siempre en equipo. Mayor aún era Juan Perea, de Fuenteobejuna, que fundó una imprenta al lado de la
Iglesia de la Compañía. Todavía sigue de cura en el Sector Sur, junto con Luis Briones, éste de una amplísima
trayectoria.
En torno a 1970, cuando murió el obispo
Fernández Conde, la sede quedó
vacante dos años, y el Seminario entró en fase de desmantelamiento, de manera
que los teólogos se fueron a estudiar a Sevilla, al Centro de Estudios Teológicos de San Telmo, que acabó dirigiendo don Luis Briones. El grupo de Paco Rot
se puso a vivir en un piso del célebre barrio de “Los Pajaritos”. Y allí
llegaría el visitaros el nuevo obispo de Córdoba en 1972. Seguían sus trabajos
intermitentes, como en la Refinería de Petróleo de Escombreras (Murcia) o en la
Costa del Sol. Su objetivo era vivir muy de cerca la experiencia del mundo del
trabajo. En Sevilla conocieron al célebre cura obrero Diamantino García.
Cuando acabaron la teología, expusieron
al obispo Cirarda su deseo de vivir en equipo como curas. Y Cirarda lo aceptó.
Antes de ordenarse, pusieron los ojos en la zona de Villarrubia de Córdoba,
donde alquilaron un piso, entraron en contacto con la JOC (Juventud Obrera
Católica) y empezaron a trabajar en el arreglo de las calles sin asfaltar.
También en una finca de árboles frutales. Manuel Varo (hoy cura) trabajó en la Fábrica
Azucarera. Manuel Gómez (el segundo único cura hoy), en la construcción.
Vilchez, en el campo. En el piso de Villarrubia también los visitaba el obispo
Cirarda. Y yo mismo los visité una vez, cuando iba camino de Posadas, para mis
investigaciones históricas.
Insistamos en sus principios: vida en
común, trabajo pastoral en común y la inclusión en el mundo laboral. Como
centro de referencia, siempre la parroquia. Ninguna otra cosa sería posible. En
Córdoba existió otro grupo de curas inconformistas con la línea burocrática de
la Iglesia oficial, que estaban en contacto con la HOAC, y eran: Isidro Caballero Acosta, Rafael Herenas
Espartero y Domingo Ruiz Leiva, los cuales ejercieron también en equipo en
la zona de La Carlota y aldeas, pero sin llegar a ser curas obreros.
El grupo de Francisco Rot fueron
ordenados por Cirarda a finales de 1973, cuando yo cursaba mi último año de
Universidad. El 11 de noviembre Manuel
Varo en Aguilar. El 2 de diciembre Francisco
Rot y Manuel Gómez en Villarrubia. Y el 16 de diciembre José Sánchez Vilchez en Palenciana.
Estos de Villarrubia estaban en
contacto con el grupo de curas de Córdoba comprometidos en una línea cristiana
más auténtica, que se enlazaban en una asociación llamada LA YEDRA, enfocados
al mundo del trabajo y sobre todo, a los jóvenes. Hacían reuniones, sobre todo
en una casa de ejercicios de Úbeda, a las que acudían: don Luis Briones, Rafael Caballero, Gabriel Castilla, y los ya
citados Ruiz Leiva, Isidro Caballero,
Rafael Herenas, etc.
También se reunían una vez al mes en Córdoba. Y una
vez al año hacían ejercicios espirituales. Últimamente se reunían en San
Calixto (Hornachuelos). En la época del obispo Infantes Florido (en Córdoba
desde 1978) eran llamados “grupo sectario” por los curas de derechas, que eran,
son y serán la mayoría, porque en esa dirección fluye el río de la escombrera
del mundo.
Pues bien, como todo tiene su fin,
resulta que el obispo Infantes Florido quiso echar a Francisco Rot de capellán castrense, al Ejército nada menos. Las
cosas se complicaron y medio se solucionaron. En septiembre de 1984, Rot se
secularizó. Y tres años después siguió Vílchez por el mismo camino. Sólo
permanecieron como curas: Manolo Varo y Manolo Gómez. Y así fue cómo el aire
renovador de los tiempos, en busca de un cristianismo más auténtico, no de misa
y olla, se hizo sentir en Córdoba, e incluso dentro de mi mismo curso.
Recapitulemos
en cuanto a mi modesta persona. Lo
importante es que una trayectoria vital
debe ser verdad. Como decía Chavela Vargas: “En toda mi existencia he sido
verdad”. Los tres o cuatro caminos emprendidos en la vida deben obedecer a
esto: intentar ser verdad. Tanto en la etapa de formación juvenil en el
Seminario, raíz de la vocación intelectual de toda una vida, como en la etapa
universitaria y docente, de largo recorrido, como en la etapa del compromiso
político iniciado en los días bulliciosos de la llamada Transición en Madrid,
en cuya escala de valores y romanticismo todavía sigue instalada la gente
pionera de mi generación.
Todos los caminos de la vida deben coincidir en esto:
intentar “ser verdad”. Nunca se debe vivir al amparo de la doblez, la
hipocresía, la mixtificación ni bajo falsas reservas mentales ni bajo el juego
engreído de las apariencias. La verdad como brújula en los caminos de los
vivientes, hasta desembocar en algún proyecto definitivo, por ejemplo: escribir la historia de aquellos a los que
se ha querido negar el derecho a la historia, una historia que muy poca
gente ha querido escribir, muy pocos, poquísimos.
La recompensa de la busca de
la autenticidad es la satisfacción del deber cumplido. Vivir sin mentira y ser uno mismo, y no otro. He ahí un lema
importante, en tiempos de alienación, mixtificación y cosificación de las
mentes, de las opiniones, de las conductas y de las formas de vida y de ocio. Sea como sea, parece que sólo se vive lo que se escribe, y lo que no se escribe es como si no se hubiera vivido.
FINIS CORONAT OPUS