21/11/20

MEMORIA INFANTIL DE LOS AÑOS 50


 

 

MEMORIA INFANTIL DE LOS

AÑOS DIFÍCILES

 

La España rural de los años 50’s en un rincón andaluz: Villanueva de Córdoba.

 

                                       Por Francisco Moreno Gómez

  

Preliminar

 

A estas alturas de la existencia, visto el panorama de la sociedad actual que apenas sabe poco de casi nada, sumida en el consumismo, en la inmediatez del carpe diem, en la desinformación y en la superficialidad, en cierto modo tenemos la obligación de explicitar el legado de nuestra generación y de la experiencia de los años difíciles: la memoria de la gran austeridad de los años 50’s, y la memoria de las estrecheces de todo tipo, combinada luego con las notas de costumbrismo local, incluso de lenguaje, de lo que fuimos testigos. Aquella maldita austeridad, en la que comer una naranja era todo un lujo.

Foto.- El autor, a los 6 años.

Los niños de los años 50’s, los de la plebe (no los de la élite), sobre todo los niños del medio rural, todavía tenemos hambre psicológica: un pastel, una torta de aceite, un poco de chocolate, unas zapatillas de deporte, una ropita limpia sin zurcir, unos calcetines sin “tomates”… Los años vividos, sus costumbres, modismos, palabras, fatigas y estrecheces, que el subdesarrollo nos echó encima, y ya el desarrollo económico nos fue liberando. En los años 50’s todavía no había llegado a nosotros la sociedad de consumo, que no se sabe qué es peor, porque el consumismo hace al ser humano: egoísta, individualista y materialista.

La vivencia de las estrecheces y de la austeridad pretérita hace los caracteres más correosos, más duros y de mayor peso para el futuro. Fortalece los hilos de la trascendencia, de lo simbólico y de la densidad interior,   que luego tanto se necesitan en el crepúsculo de la vida. En realidad, la infancia convierte lo más árido en recuerdos felices. Los recuerdos mitifican, y siempre se halla algo nostálgico y positivo en los más duros aprietos.

Foto.- El autor en la Academia, en 1959

Evocar el pasado de la austeridad impuesta tiene mucho de nostalgia necesaria y de romanticismo didáctico, para oponerlo a la pijería urbanoide. A pesar de las fatigas, la nostalgia localista puede revestirse de matices poéticos y literarios, evocadores de la antigua Arcadia griega, de  Las Bucólicas de Virgilio, o del Beatus ille horaciano, y de tantos otros textos de la tradición pastoril mediterránea, incluidos Garcilaso, Fray Luis de León o el mismo Quijote… Pero toda esta evocación literaria idílica la hemos estudiado después: era demasiado para aquellos tiempos grises, comparada con la vida fatigosa que nos tocó vivir en los cincuenta. Por ello nos refugiamos en un tono menor localista y evocador, en estas “Memorias rústicas” o Memorias de “la pertinaz sequía”. Daré gran importancia al vocabulario y al habla antiguos, tal como se hablaba entonces, y no de oídas, sino por propia experiencia. Tomen nota, pues, los urbanitas, la gente del asfalto, los que se vieron libres de estrecheces; y la gente pija, que desprecia cuanto ignora.

El prosaico mundo costumbrista de las minucias cotidianas resulta a menudo muy ilustrador, para comprender lo que fue el subdesarrollo de la posguerra y lo que fueron las carencias en las que nos criamos los niños de los cincuenta. Aquel cuadro de fatigas y dificultades debe ser conocido por la gente de hoy como antídoto contra el consumismo y sus miserias intelectuales. Hoy observamos una sociedad inane, huera y vacía, instalada en el materialismo, el egoísmo y el individualismo. Las dificultades, que no la molicie, nos hicieron responsables y templaron nuestro espíritu en una vida llena de obligaciones, y no de ocios pasotas, si bien los casquivanos han existido siempre en todas partes, como una estirpe de zánganos improductivos.


Foto.- Mis padres, Alfonso y Magdalena, y los dos primeros hijos: el autor y Gabriel, hacia  1952. Todos fallecidos, menos el autor. Mas tarde nació el menor: Isidoro.

Nos situamos en el pueblo de Villanueva de Córdoba, una de las “Siete Villas” de la comarca de Los Pedroches, del norte de Córdoba, en el escenario rústico del paraje Barranco de Los Pobos, a 15 kms. de Villanueva, hacia el Sureste, entre los términos de Villanueva y de Adamuz, pero ya en término de este último. Aquel pueblo de los cincuenta y aquel entorno rural, en una familia de pequeños propietarios (entre 50/60 fanegas de tierra) dan ahora vida a una memoria, simple en apariencia, pero de un hondo calado existencial, que subyace en nuestras vidas, entonces infantiles.

 

1

 

Vine al mundo en Villanueva de Córdoba, en los años del hambre o de la “pertinaz sequía” (1946), en el núm. 34 de la calle San Gregorio (o Las Ventas), que era la casa de mis abuelos maternos, la llamada entonces “casa del kilómetro”, que así se veía el monolito incrustado en la fachada. Luego, el escenario vital fue el cortijo de mi padre, de unas 50 fanegas (“un rabiaero”, decían a las fincas pequeñas), en el sitio Barranco de Los Pobos (no Podos), que quiere decir Barranco de Los Chopos, que cae ya fuera del término de Villanueva, y es término de Adamuz. Muy poético, pero allí hay poca agua, pocas fuentes y raquíticos maneros. Así que los recuerdos de la infancia empiezan con esta relación a brazo partido con la tacañería del agua, primero, la del campo; y  también en el pueblo, donde no había agua corriente en las casas de la plebe.

        Los primeros recuerdos me sitúan allí, en nuestro pequeño cortijo o minifundio, y en la calle P. Llorente, en cuanto al pueblo se refiere. Mi principal tarea de niño en el campo era de pastorcillo y de recadero de agua: viajes y viajes, con un caldero en cada mano (no cubo, que esto es un urbanoide posterior), por la vereda que iba del cortijo al pozo. Calderos para llenar los cántaros del cortijo y para la pileta de las gallinas… Siempre hacía falta agua y agua. Recuerdo nuestro inolvidable pozo “de beber”, de agua fresca y cristalina, a cien metros de distancia de la vivienda.


Fotos.- Mis padres de solteros. Mi padre, que pasó la guerra en zona republicana, en la posguerra tuvo que someterse al servicio militar franquista, en Artillería de Córdoba.

Hubo una época (quizá pasados mis diez años de edad), en que nos dio por leer novelas del Oeste. Eran de la colección “Bisonte”, con unos argumentos insólitos, a menudo interesantes. En cuanto veía oportunidad, me acomodaba en el cortijo, y a leer se ha dicho. Entraba mi padre: “Pero, bueno, ¿no ves que la pileta de las gallinas está seca?”. Se acabó la lectura. Otra vez con los calderos, vereda abajo. Si la pileta estaba llena y nos veía leyendo: “Pero, bueno, ¿no veis que la cuadra está sin barrer?” Todo se confabulaba contra los argumentos trepidantes de la colección “Bisonte”. Cuando veníamos “a casa” (es decir, al pueblo. Se decía siempre “a casa”) las novelas ya leídas se cambiaban por otras, en el puesto de Sabino. Inolvidable Sabino. Ya le dedicaremos un sencillo recuerdo.

        Centrémonos en aquella Arcadia “feliz” del Barranco de los Pobos. Recuerdo un verano de auténtica “pertinaz sequía”, de modo que al pozo de beber apenas se le podía sacar agua, estrictamente para los cántaros. Entonces, para todo lo demás, había que ir al Regajo de los Pobos, donde había un tímido manero en un charco (no se decía arroyo, sino regajo). Inventamos ir los dos hermanos (Paco y Gabriel) con una estaca al hombro, y sobre la estaca colgábamos varios calderos. Una estampa que me recuerda las penurias del África profunda o la India cochambrosa. El charco del regajo era estupendo. Había años que tenía muchísima agua, y ahí, aunque con poco recorrido, aprendí a nadar. Era el anticipo de nuestro gran parque acuático: el Charco de la Estrechura, inolvidable, en el río Mataspuercas, que nace al Sur de Villanueva y se pierde hacia la zona de Adamuz.

        En el Mataspuercas había tres charcos grandes, que frecuentábamos en diversas ocasiones: el Charco del Sieteveces, el Charco del Molino y, sobre todo, el Charco de la Estrechura. Aquí, el río excava entre dos grandes peñascos (así se decía, peñasco, no peña ni risco ni otros urbanoides), y la hondura del charco era considerable. A ese charco íbamos varias veces en el verano a bañarnos, cuando nuestro padre, tras grandes servicios por nuestra parte, nos daba permiso. Siempre me dio algo de miedo pasar nadando por la parte honda (no profunda, sino honda) del charco. Ir a bañarse al Charco de la Estrechura era siempre un acontecimiento.

                   Foto.- Mis padres de novios, a comienzos de los años cuarenta.      

Lo más importante del Charco de la Estrechura fue siempre la aventura de  ir a peces. Esto se solía hacer una vez en el verano: ir a peces a la Estrechura. Al Sieteveces recuerdo que fuimos sólo una vez. La ceremonia de ir a peces concentraba a las dos familias que estábamos allí: nosotros y los de mi tía Rosa. Se aparejaba la burra (otras veces, sin burra) y se cargaba el saco de cal, el trasmallo, los calderos, cestas y otros menesteres. Y con gran alborozo de los chiquillos se bajaba la pendiente, hasta dar vista al anhelado Charco de la Estrechura.

Las mujeres se acomodaban en la orilla, con cestas y lebrillos preparados para el gran día de pesca. Los mayores preparaban la impedimenta y la distribución de la cal viva. Y los chiquillos, a ayudar en la gran faena de la pesca. Nos daban algún cesto o saco con agujeros, para ir arrastrando la cal viva sobre el agua, que se iba desprendiendo. Este método de pesca, claro está, era una barbaridad ecológica. La cal viva iba sacando a flote todo bicho viviente del charco, y después allí no quedaba vida de ningún tipo. Por allí se oía la práctica de otros métodos que yo nunca vi. Uno era explosionar algún cartucho de dinamita. Y más frecuente era también esparcir por el charco cestos con gordolobo, una planta muy frecuente, que tiene unas varetas, con una larga serie de bolitas. No sé qué tienen esas bolitas, que hacían casi el mismo efecto que la cal.

    Foto.- Mis padres paseando de novios por la Feria, acompañados de una amiga ("La Cestera" o vigilante, se decía  entonces. Se trataba de Cecilia Arévalo "La Sotera", que vivía enfrente de mi madre, en la calle Las Ventas).     

    Enseguida de pasar recipientes con cal de un lado para otro, empezaban a verse por arriba los primeros peces. Se trataba del barbo común. Cuando se veía algún pez gordo, el griterío de las mujeres y chiquillos era considerable, y los mayores empezaban a recoger con el trasmallo (una red con dos palos a los lados). Las primeras en salir de sus escondites eran las culebras de agua, con ese olor repugnante. Los galápagos también salían a toda prisa (galápagos, no tortugas). Toda una barbaridad ecológica que hoy comprendo: el hombre del campo ha sido siempre un gran destructor de la flora y de la fauna, como dice Machado, en su poema “El dios ibero”.

Y salían también una especie de anchoas, que eran las lampreas. Nunca desde entonces he vuelto a ver este tipo de pececito. Y no faltaban nunca en estos charcos las oportunistas sanguijuelas. Cada dos por tres se nos agarraban a las piernas. Ocurría además otro percance en medio de aquel festín de algarabía, de competencia por coger los mejores peces, chapuzones y febril actividad acuática: el hecho de que se diluyera la cal viva en el agua nos atacaba las partes pudendas, la churrina (así se decía) y demás, un tanto escaldados, lo cual nos hacía andar luego a horcajadas.

        Esquilmada ya la pesca del charco y con el botín en la orilla, las mujeres se ponían al reparto en los cestos, según cada familia participante, y se organizaba el regreso, ya cansados, con los cacharros llenos de peces a lomos de nuestra burra, aparejada con las aguaderas. El regreso era cuesta arriba, en pleno chicharrero (la hora de la chicharra, en pleno hueco del día), con nuestros sombreros siempre bien ajustados, porque en verano nunca se iba al cascoporro (con la cabeza descubierta al sol). Ya que nombro la chicharra, tengo que decir que hoy apenas se oye este insecto. En tiempos, yo las veía a veces, aunque era difícil. Las chicharras son como los saltamontes, pero casi transparentes como si fueran de cristal. Casi nada de esta zoología pervive en la actualidad. Es la devastación del progreso.

        Con aquel festín nos dábamos un hartazgo de peces que nos duraba los dos días siguientes. El mismo día de la pesca se dedicaba mi madre a destripar peces, y los adobaba con “machacao” (principalmente, ajo y sal), que se confeccionaba con el mortero y la machacaera. Esta fritura de peces con machacao estaba muy apetecible el primer día. Más tarde se volvía fatigosa. Así se iban tejiendo nuestros años vividos.

                              

2

 

        Comentábamos sobre la vida en torno al agua en el marco campestre, centrados en el río Mataspuercas, con aquella típica jornada de ir a peces (entre julio y agosto, cuando los charcos tenían ya menos agua). Me falta aludir a las grandes crecidas del río Mataspuercas, en algunos inviernos de muchísima lluvia. Por la noche nos asomábamos a la puerta del cortijo y se oía el bronco bramar de las aguas turbulentas (el río, a tres kilómetros del cortijo), y decíamos: “El río va fuera de madre”. Y a la mañana siguiente íbamos a ver el espectáculo, pero ya había bajado algo el nivel. Sin embargo, veíamos las señales de la crecida a mitad de la ladera. Los tamujos aparecían tumbados, los juncos por el suelo, las adelfas dobladas… Nuestra mente de niños quedaba asombrada por aquel alarde de fuerza de la Naturaleza.

Por cierto, lo de las adelfas: toda una selva amazónica de adelfas, floridas en verano, iba adornando todo lo largo del cauce del río, de modo que en algunos trechos ni siquiera se veía el curso del agua. Adelfas enormes, con sus raíces enredadas en los peñascos y metidas en el agua; adelfas tal vez centenarias de las que hoy día no queda nada. Ha desaparecido todo el bosque de adelfas del río Mataspuercas. En cincuentas años he podido asombrarme con esta destrucción de la Naturaleza. No hace mucho visité el charco del molino, y para mi sorpresa: no existe ninguna adelfa. No comprendo qué ha podido pasar. La devastación absoluta del mayor adelfal de toda la zona de Villanueva. No sé si las habrá aún por los ríos Cuzna, Varas, Gato o Guadalmellato. Si no, el mayor adelfal de Los Pedroches ha desaparecido. Lo que antes eran aguas cristalinas, llenas de ovas floridas en la primavera, hoy son aguas negruzcas de restos tóxicos de todo tipo, alpechín, detergentes, etc. Aguas podridas, sin vida, sin peces y sin nuestra antigua fauna que admirábamos de niños.

 

          Foto de las ovas floridas de abril en el arroyo Siete Veces 

        Vamos ahora a casa (al pueblo) una chamá (una temporada). Una imagen imborrable de aquellos años cincuenta era la enorme fila de cántaros haciendo cola en el suelo que se veían en la media docena de fuentes públicas existentes. Por ejemplo, en la Plaza del Carmen veía yo aquellas filas de cántaros, cuando iba con mi madre a cá la Juana Zamora, nuestra tía peluquera, a echarse la permanente (que se ponían la cabeza llena de multitud de rizos pequeños, como los negros del Congo). Aquellas fuentes públicas de Villanueva estaban alimentadas por el embalse de La Garganta. En el pueblo no había agua corriente, salvo en las casas de los ricos. La fuente se abría cuando llegaba la persona encargada, y se empezaban a llenar los cántaros por turno riguroso. Se cobraba un perra gorda o un real por cántaro (una peseta tenía cuatro reales). Y había un límite de cántaros por persona.

        ¿Y cómo se llevaban los cántaros a casa? He aquí el problema. Las mujeres solían portear los cántaros llenos en la cabeza. Se ponían la rodilla (la ruilla, un rosco de tela de pana relleno de trapos) en lo alto de la cabeza, y encima, el cántaro lleno de agua. No comprendo cómo no se caían. Pero lo bueno era que, al lateral, sobre el costado y cadera, llevaban otro cántaro. Todo un ejercicio de equilibrio y fuerza, hoy insólito para nuestros problemas de columna, lumbago, artritis, dolores, ciáticas… Y aquellas mujeres tan panchas, con sus cántaros a la cabeza. Eso eran buenas cervicales, y no las de hoy. He ahí un espectáculo: el de las mujeres con sus cargas en la cabeza, por las calles de Villanueva. Hoy, además, las atropellarían las motos, coches y furgonetas. Calles, peligro para caminantes, diría Alberti.


Foto.- La tarea diaria de entonces: llenar los cántaros de agua del pozo de agua fina, y el típico carrillo de dos ruedas.

En algunos casos, cuando la burra estaba disponible, había mujeres que, acompañadas de algún chiquillo, llevaban la burra con su aparejo de aguaderas de esparto (cuatro recipientes, donde cabían cuatro cántaros). Años más tarde, al filo de los sesenta, se inventó un carrillo rectangular, de hierro, con cuatro círculos para los cántaros y con dos ruedas de neumáticos. Un invento copernicano que fue quitando los cántaros de las cabezas. Aquel tipo de carrillo era buenísimo para muchos menesteres de carga y descarga. No piensen en coches, que no había. Ni piensen en recipientes de plástico. No existía el plástico. Calderos de zinc, cestas de mimbre, talegas de tela, costales de lona, sacos de esparto, sacas (de lona blanca o tela de colchón), y otros chirimicos.

        El problema del agua en Villanueva era similar a lo que ocurre siempre en cualquier núcleo urbano subdesarrollado, en el que no existe el agua corriente. En Villanueva, desde 1914-1915 las casas ricas tenían agua corriente, que provenía de La Garganta, un servicio facilitado al Ayuntamiento por la Sociedad Minero Metalúrgica de Peñarroya. En 1913 se fijó el lugar de las 8 primitivas fuentes: 1) En la Cruz de Piedra, en el centro de la plaza; 2) En la Fuente Vieja, en el mismo sitio en que hoy permanece; 3) En la Plaza de la Constitución, en la fachada de la Iglesia; 4) Junto a la puerta de la sacristía de San Sebastián; 5) en el núm. 2 de la calle Reina; 6) En el núm. 1 de la calle Génova; 7) Frente al núm. 3 de la calle Pedroche; y 8) Plaza del Carmen, junto a la esquina de c/ Juan Blanco (Datos de Bernardo Benítez, B. I., Nov-2018).


Foto.- El esfuerzo ancestral de las mujeres de pueblo: transportar los cántaros de agua en la cabeza y al lateral. 

Con todo, la plebe carecía de agua corriente en las casas, sólo las fuentes públicas. Al filo de los años sesenta se extendió un poco la red de agua a algunas casas de la clase media. Me cuentan que entonces se instaló el agua corriente en casa de Francisco “El Cardito”, en la calle Viveros. Y las vecinas y allegados acudían allí a por el agua. Así, las fuentes públicas fueron decayendo.

A esta agua de La Garganta se la llamaba agua fina o “de la buena”, y se usaba para beber, para cocinar y para regar algunas plantas delicadas, como los helechos, las pilistras (Apidistras) y alguna otra. Las demás flores se regaban con el agua del pozo, que se llamaba agua gorda, por tener más filtración de residuos orgánicos de los corrales, donde se depositaban las basuras. Hoy no ocurre tal cosa y supongo que los pozos tendrán aguas más finas.

        Otra forma de suministro era la cuba del agua. En torno a los años setenta, yo mismo me encargaba de sacar los cántaros a la puerta de la calle, cuando llegaba el de la cuba. Nuestro servidor (calle P. Llorente, 15) era Martín Moreno Camacho, con su volquete y su cuba, tirados por un mulo (nada de camiones cisterna ni otras modernidades). Llegaba la cuba a la puerta de casa, le colocaba el tentemozo (un soporte posterior de palo o hierro) al volqute, para que la cuba no se cayera para atrás, y a llenar cántaros, que yo iba devolviendo, uno tras otro, a la cantarera. El precio de la cuba creo que era de cuatro cántaros a la peseta. O a peseta el cántaro. Nunca se me olvida la estampa de Martín “El Camacho”, con su cuba. Un hombre muy trabajador y muy formal, de esa gente laboriosa que abunda en nuestro pueblo. Yo, que entonces daba clases particulares en la sala, había de excusarme ante los alumnos, dejar el latín, el griego y otras materias, porque se imponía la tarea casera momentánea de la cuba y los cántaros.

Foto.- Martín Moreno Camacho "El hombre de la Cuba", que servia el agua a domicilio con una cuba en un volquete, y a peseta los cuatro cántaros. A real el cántaro.

        El agua de la cuba, que era agua fina o “de la buena” (se decía), al contrario que la del pozo, que era agua gorda, se usaba para beber y para aviar (cocinar). El resto era todo con agua del pozo. Todas las casas tenían pozo. Con el agua de “la buena” se regaban también algunas plantas finas, como he dicho. El resto, las “sardinas”, las gitanillas, los geranios, etc., era con agua del pozo. En Villanueva había más personas dedicadas a la venta de agua de la cuba. El más antiguo era Miguel Carmona. También antiguo era José “El Morcillo”. Otro aguador era Antonio Muñoz “El Mellao”. En cuanto a Martín M. Camacho, estuvo en activo desde 1968 a 1975, cuando ya lo jubiló la instalación definitiva del agua corriente en Villanueva, hecho que ocurrió en febrero de 1975.

En esos años –había salido yo del Seminario en 1968- y estudiaba el Preuniversitario y el 1º de Universidad en el pueblo, por libre, a la vez que daba clases particulares en casa, y en la Academia San Miguel. Por eso conocí bien cómo se suministraba el agua en Villanueva, en aquellas postrimerías del subdesarrollo. El primer pantano del que se surtió Villanueva fue La Sacedilla, construido entre 1971-1975. Luego se construyó el pantano de Buenas Hierbas. Finalmente, el pantano de servicio actual es el de Sierra Boyera, término de Belmez.                                                   

 

3

 

        En cuanto a las fuentes, algo más que añadir. De las que yo recuerdo, además de la fuente de la Plaza del Carmen, la de la Cruz de Piedra; la de la Cruz Chiquita (al empezar la calle Reina); la del Callejón de la Sal (calle Génova, al lado de la casa de los Veronas, enfrente de César Motor); la de la calle Pedroche (cerca de la actual parada de Autobuses, plaza de Manuel Aulló), y alguna más. Todas las fuentes tenían una aguadora, encargada de poner orden, cerrar y abrir la fuente, y cobrar no sé si una perra gorda por cada cántaro.


Foto.- Los hermanos César y Miguel Gañán, junto a su primitivo taller de la calle Génova, en 1952. Allí iba yo a arreglar mi bicicleta a primeros de los 60's. Al fondo, el típico volquete tirado por una burra negra (o una mula). Y más al fondo, a la derecha, se ve la caseta del agua que hubo en esa calle.

En cuanto a la tarea de las antiguas lavanderas, olviden las lavadoras actuales: no existían. Era todo a mano, como en la edad de piedra. En el pueblo, todas las casas tenían su pila, a menudo de piedra excavada, con su parte de lavadero, para frotar o restregar la ropa, a la fuerza bruta, con el viejo jabón hecho en casa. Todo se hacía en casa. Además, en Villanueva existían lavaderos públicos. En mi casa no se iba a estos lavaderos, porque teníamos pozo y pila. Pero veía yo el ir y venir de las mujeres, con la panera (una artesilla) en la cabeza llena de ropa, o con sacas, sacos o costales o talegas, camino de los lavaderos.

Foto.- Uno de los lavaderos públicos de Villanueva. Este, a la salida por la ctera. de Cardeña. 

Había varios en el pueblo: el de Pozo Nuevo o de Cañamalena (salida de Cardeña); el del Gusanito (más abajo de la actual Plaza de Toros). En el Gusanito, se halla hoy el lavadero mejor conservado. Existe otro al empezar el camino de la Fuente el Caño, donde sigue estando el célebre pozo de la cadena, que es un pozo enorme, con un diámetro anchísimo, y una viga de hierro de lado a lado. Este pozo nos inspiraba miedo. Se contaban historias de ahogados y cosas misteriosas. No era para menos. Solíamos asomarnos al gran pozo cuando íbamos a bañarnos a la Huerta de Lucena o cuando, ya estando en el Seminario, íbamos a bañarnos a la Huerta de doña Mª Jesús, un poco más adelante. A esta última íbamos en los años sesenta, muy pudorosos, siendo seminaristas: Juanito Carbonero, Antonio Murillo, Paco Rot, Juan Luis Cepas, Antonio Félix, Pepe “Botones” y yo. Andrés “El Pollo” no solía compadrear con nosotros. Píos esparcimientos juveniles.

        Sigamos con los lavaderos públicos. Además de los citados, estaba el lavadero del Regajito, al comenzar el camino de la Virgen de Luna, por detrás de la actual Cooperativa. El lavadero de Sancho, al comenzar la carretera de Torrecampo. Y por último, el lavadero de la cerca de Las Lavanderas (donde ahora está la depuradora). Y en este trajín de lavar y lavar transcurría gran parte de la vida de las antiguas mujeres del pueblo. Los lavaderos eran una especie de ágora bulliciosa y mentidero, donde ocurría intensa vida social, noticiarios y chismes de todo tipo.

 

Foto.- Un lavadero público en plena actividad. Este, en la ciudad de Priego de Córdoba, en los días de la República. Las mujeres, concienciadas políticamente, levantan el puño. En el suelo de la cuneta, los trapos tendidos a rehervir al sol.

        Mi madre lavaba mucho en la pila que había en el corral del pueblo (corral, no patio, que esto es un urbanoide posterior). Las casas tenían corrales, el primero y el último corral, generalmente separados por la cocinilla (no cocina, sino cocinilla). Pero nuestro principal lugar de lavado estaba en el campo. Cuántas horas echaba mi madre en la pila del pozo, pila excavada en un gran bloque de piedra. El que picó aquello también debía figurar en la historia del arte. Aquella pila tenía un tapón de trapo. Y a la salida del agua estaba la hierbabuena, que mi madre cuidaba con esmero, porque estaba destinada a la matanza. La hierbabuena de la matanza era algo sagrado, y cuando no se lavaba, siempre nos encargaba regar la hierbabuena. De aquella hierbabuena me llamaba la atención una cosa: sobre ella caía el agua con jabón, las lavacias (no espuma, que esto es un urbanoide), y a la hierbabuena esto no parecía molestarle. En un lugar más apartado, mi madre tenía siempre el orégano, también para la matanza, aquel tipo de orégano auténtico, el de monte, muy aromático, que no se parecía en nada al orégano actual que se ve en las floristerías. En poético recuerdo cuido yo ahora en el cortijo unos arriates de hierbabuena y de aquel orégano auténtico.

        Cuando pequeños, nos íbamos allí a jugar cerca de la pila de lavar. Primero, mi madre se ponía a esmugrar (quitar la mugre, es decir, a refregar o frotar la ropa sucia allí de pelea con el lavadero de la pila). Una vez la ropa esmugrada, se tendía por allí al sol sobre la hierba, que eso se llamaba rehervir, y se le echaba encima agua jabonosa, operación que se repetía varias veces. Así, aliadas las fuerzas del sol y del jabón, se iba consiguiendo el “limpia, fija y da esplendor”. El blanco blanquísimo. La tercera fase del lavado rústico era jondear (hondear), es decir: aclarar. Y por último, a tender la ropa en los alambres.

        Una operación de lavado terriblemente fatigosa era el lavado de la lana, hacia el mes de junio, porque las ovejas se esquilaban siempre en mayo. De este modo, llegado el día de lavar la lana, dábamos varios viajes con los sacos de la lana hasta la pila del pozo. Para ello, había que llevar además la caldera de la matanza, llevar támaras y hacer allí un gran candelorio, porque la lana, tan mugrienta, había que lavarla con agua cociendo. Allí se pasaba mi madre dos días lavando. Creo que la lana se iba metiendo en la caldera cociendo. Y luego a la pila, y se hacían varias pasadas de jabón. La fase siguiente era llevar los sacos de lana limpia a unas lastras limpias que había en la cerca de al lado, y allí se tendía a secar. 

Foto.- Los esquiladores en plena acción, pelando ovejas en el mes de mayo.

Aún quedaba otra fase en el preparado de la dichosa lana: como del lavado salía un tanto apelmazada, había que esponjarla con las carmenaeras (unas raquetas con pinchos), y a la vez se eliminaban más impurezas. La lana limpia se metía en sacas, la llevábamos a casa (el pueblo) en la burra o en el carro de vacas (en los sesenta, ya era carro de mulos), y yo acompañaba a mi madre a llevar parte de esa lana a una casa de lo alto de la calle Conquista (núm. 35), donde vivía Isabel Castro Romero “Farola”, que actuaba de “corresponsal” de una fábrica de paños de Pozoblanco y, pasados unos meses, íbamos a recoger las dos o tres mantas que nos correspondían. Eran aquellas mantas de lana apretada y muy pesadas, que cuando te ponías dos en la cama, quedabas sin aliento. ¡Cómo trabajaba la gente de entonces! Tenían que hacerlo todo: la lana, la matanza, lavar a mano, el pan, el jabón… Un mundo de trabajo impresionante.

        Convienen unas líneas más para otra tarea que caía sobre las mujeres del campo (también en el pueblo). Y era hacer el jabón: aquel jabón casero como tacos de forma cúbica (todavía tenemos en casa trozos de aquel jabón, que son muy útiles), que parecían adoquines. Mi madre se ponía a hacer el jabón en el cobertizo del horno, un anexo que había en la parte izquierda mirando al cortijo. En la sartén de barandillas, la grande de las matanzas, ponía a calentar en la candela los restos de tocino, chicharrones, pringues y aceites usados.

Foto.- Mª Josefa Sánchez Toril "La Patacas". Su comercio en la calle Dehesilla era mi preferido para ir a comprar "bolindres" y los recados que me mandaba mi madre. "Los mandaos" se decía entonces.


Por otro lado, en otra sartén ponía la sosa en grandes terrones. Le iba echando agua caliente. La sosa se licuaba y, a continuación, la iba echando en la sartén grande, con cuidado de no pasarse de sosa. Aquel menjunje, cuando hervía, iba creando una gran capa de espuma marrón. Esa espuma era el jabón. Se echaba la espuma en moldes, latas o en otros recipientes, mientras que el líquido que quedaba debajo, negruzco, era la lejía. Al día siguiente, la espuma-jabón ya estaba enfriada y solidificada. Se cortaba en trozos, y ya estaba la cochura de jabón, lista para lavar y fregar.                                                     

 

4

 

        Siguiendo el hilo de la multitud de trabajos que yo veía en mi infancia y adolescencia campesina, otra tarea que nos traía de cabeza era la cochura del pan. Cada veinte días o más, había que hacer el pan, una veintena de panes. Todos los cortijos tenían su horno. Unos hornos estaban a la intemperie, y otros se hallaban bajo un cobertizo más o menos grande, como era el nuestro. En el pueblo también teníamos horno, en el último corral, y mi madre también hacía pan en el pueblo.

Al aproximarse la fecha de la cochura, los chiquillos andábamos de cabeza. Lo primero era acarrear las támaras. Había que ir a la cerca, preparar haces de támaras, que a la rastra iba yo acercando al cortijo. Muchos viajes de haces a la rastra. Había quien utilizaba jaras del monte para el horno. Nosotros teníamos támaras de la tala de los chaparros. Y luego la tarea del agua: para hacer el pan, otro montón de viajes al pozo, con los calderos o con los  cántaros, porque la masa del pan se lleva bastante agua.

        Dos días antes del gran evento, mi madre se ponía a remojar la matriz de la levadura, que era un pegote de masa fermentada de la cochura anterior, pero que ya estaba endurecido. Guardaba el pegote, envuelto en trapos, en un puchero u otro recipiente de loza o madera (Olviden los plásticos: no existían). Y lo colgaba en el techo. Muchísimas cosas se colgaban en los clavos del techo: así se evitaban hormigas, ratones y demás enemigos de la despensa. Una vez remojado el pegote de masa, al día siguiente se echaba en un lebrillo, con más agua y harina, y casi se llenaba el lebrillo con masa más grande, la llamada “masa madre”, hoy tan de moda. Esto se llamaba renovar la levadura. Ésta seguía su proceso. Y a otro día: el gran acontecimiento de la cochura del pan.

        Mi madre colocaba la artesa de amasar en el cuarto, y al lado colocaba los tableros para poner el pan (todavía conservo algunos tableros de esos), más un caldero grande con agua tibia, o una tinajilla o caldereta. Colocaba la levadura en la artesa, y empezaba a añadir harina (de trigo, claro. En los cuarenta, algunos llegaron a usar harina de cebada, incluso de bellotas…). Y mi madre comenzaba su batalla con la artesa y con la masa del pan. Derrochaba fuerza para poner a punto aquella masa, como si se dieran volteretas a una vaca.

Terminada la confección de la masa, comenzaba el diseño de los panes, redondos con unas rajitas a los lados, y los iba colocando en los tableros, enharinados previamente, para que no se pegaran los panes. A los panes, para que la masa fermentara bien, se les ponía una manta encima o algo de abrigo. Mi madre tenía unos ropones blancos, de una tela gruesa, y eso utilizaba. Los panes quedaban dos o tres horas en abrigo y reposo. Y con los panes, mi madre nos hacía también unas roscas, que eran la delicia de los chiquillos.

        A continuación, y a toda prisa, había que ir a encender el horno, que ya estaba preparado, con las támaras metidas dentro, y debajo unas jiñestas secas (hiniestas), que servían para encender. Se armaba allí un candelorio mayúsculo. La portezuela del horno quedaba abierta, para que entrara el oxígeno, lógicamente. Y mientras el horno estaba funcionando, que había que atizar de vez en cuando. Mientras, se sucedía otra tarea, si se quería, que era preparar la masa de algunos dulces rústicos, lo cual a los chamacos nos interesaba tanto o más que el pan.

Recuerdo que con la cochura del pan se hacían, no siempre, galletas o roscos de vino o aguardiente. O también, madalenas, para las cuales mi madre tenía unos moldes de lata, redonditos, en los que se colocaban unos papelillos y sobre ellos iba la masa líquida de las madalenas (No hace mucho he conseguido recuperar aquellos viejos moldes de madalenas, que se hallaban en una alacena del cobertizo del horno). Estos dulces quedaban a la espera de que se cocieran los panes, e iban al horno en último lugar.  

        Una vez el horno bien caliente por las llamas y las brasas, se procedía a limpiarlo, que era una tarea difícil. Había un ángulo de hierro, con un mango, se metía dentro y las brasas se sacaban o se empujaban a un lado. Luego había que barrerlo por dentro, creo que con grandes escobas de jiñesta. Estas jiñestas (piornos en Cáceres) quedaban bien chamuscadas y luego nos servían para encender la candela (candela, no fuego). Ya el horno limpio, y pasado el tiempo de la fermentación del pan (había que tener cuidado de que no fermentara demasiado), le ayudaba a mi madre (mi padre andaba arando o sembrando o talando… en fin, otro mogollón de tareas) y llevábamos los tableros con los panes al horno, donde los poníamos sobre unas banquetas. Y con la pala del pan, que se enharinaba también, se procedía a ir metiendo los panes en el horno. Se colocaban con mucho orden y se cerraba la portezuela. Si había algo de aquellos apetecibles dulces rústicos, se tenían a punto y se metían después del pan, porque éstos necesitan menos temperatura y menos tiempo.

Foto.- Isidorín, el hermano pequeño que vino al mundo once años después que yo. 

        La salida del pan era una maravilla: aquel pan crujiente, tierno, con ese aroma inolvidable y humeante… era como la caída del maná… Ahí se condensaba toda la cultura ancestral del Mare nostrum, con el pan como principal alimento. La cultura del trigo y del pan desde tiempos inmemoriales, desde la noche de los tiempos. Vieja cultura mediterránea, que ahí se mantiene, a trancas y barrancas… ahora, otra vez, bajo el yugo de los bárbaros teutones, de los pistoleros yanquis, de los salvajes cosacos, o de la pérfida Albión. 

        Tras la cochura del pan, venían unos días de deleite y pan tierno. Se consumían primero las roscas, que devorábamos a dos carrillos. Pero la felicidad dura poco en casa del pobre. Pronto llegaba el pan duro. ¿Qué hacíamos entonces? Remojarlo. Comer con pan remojado no se me olvidará nunca. Pero era peor cuando el pan se ponía mohoso, que había que rasparlo. Se hacían coscurros y se limpiaban. Y luego se remojaban. Y a comer se ha dicho. Bueno, “a comer”... mejor dicho, a tragarse la olla de los garbanzos. Cocido es mucho decir. Era la olla del puchero, que estaba cociendo toda la mañana a la orilla de la candela, sin más ingredientes que garbanzos, tocino y unas patatas. Nada de los engalandujos que echan hoy al cocido: ternera, pechuga de gallina, pechuga o muslos de pollo, hueso del jamón, panceta fresca, tocino añejo, un taco jamón… En fin, qué recuerdos indelebles de aquel aroma de pan tierno cocido en casa, símbolo de golosina de aquellos niños hambrientos, como le pasó  a un niño de 10 años, Carlos Díaz Romero, al que le explotó una bomba, abajo de la calle Pedroche, en 1942. Estando en el Hospital de Córdoba, se lamentaba así: “Me voy a morir, madre, sin haberme hartado de pan”. Y así murió, soñando con el pan, el 5 de julio de ese año.

        En la foto, Carnaval de 1961 (19-feb). El autor (1º izq.). La Gogó-Girl es Mateo Torres. Luego, algunos de mi calle. 

              

5

 

        La cotidiana vida del campo.- Ese fue mi origen: rural, totalmente campestre. Un recuerdo nebuloso me sitúa al lado de la candela (gran parte de la vida del campo transcurría en torno a la candela, después de las faenas, y sobre todo en los días invernales). Entonces se solía asar pechuga de perdiz en las parrillas, cosa que no he vuelto a saborear jamás. La única carne que comíamos en el campo, aparte de la matanza, era algo de caza, de la que se encargaba mi padre: conejo, a veces, para el arroz, o liebre; perdiz, de tarde en tarde, que se asaba en la candela, y se echaba al salmorejo (Este era el auténtico salmorejo, con pechuga asada de perdiz); alguna paloma, que se echaba a las habichuelas (nunca se decía “judías”).

Otro recuerdo remoto sitúa a mi padre en el patín del cortijo vaciando un caldero de higos chumbos (En México, tunas).  Un verano sin chumbos no parecía verano. En cambio, los urbanitas, les hacen ascos, como cosa rara. Hoy, los higos chumbos han desaparecido de toda España, víctimas de una bárbara plaga de “cochinilla”, que ha destruido las chumberas.

Por último, en aquel marco paleolítico, me contaron mi primer discurso o mitin, cuando me dedicaba a darle la tabarra al perro “Manolo”, diciéndole: “Malolo, que te levo a la lastra” (…te llevo a la rastra”). Pobre perro, qué sería de él. Debió llamarse Argos, el perro que murió de alegría cuando se encontró con su amo Ulises. O Cerbero, el can custodio del infierno, en la Divina Comedia de Dante. Siempre tuvimos perros y gatos en el cortijo. Recuerdo a nuestra gata La Regruñona, pero sobre todo a la gatita Pirri, que tuvo mucha historia. A una hija suya la trajimos a la casa del pueblo. Andaba por los corrales y vivió cierto tiempo. Cuando yo hacía la maleta para ir a Madrid (finales de los sesenta), ella presentía algo y se metía en la maleta. Los valores educativos de los animales de compañía son extraordinarios. 

        Un pasatiempo de la infancia era cazar pajarillos con costillas, lo cual estaba relacionado, principalmente, con el barbecho y el arado. En el otoño, a las primeras lluvias mi padre empezaba a barbechar. Se barbechaba, y luego se sembraban garbanzos en la primavera en ese barbecho, y en el segundo otoño, en ese mismo barbecho de los garbanzos, se sembraban los cereales: trigo, cebada, avena y centeno. Cuando se estaba arando, buen número de pajarillos aparecían por allí, por la besana (el último surco, por donde iba el arado), en busca de bichillos y gusanos que el arado dejaba a la vista. Los pajarillos más bulliciosos, siempre detrás del arado, eran las neveretas, que estaban en relación con la etapa más invernal (al igual que las avefrías en otros lugares). También: los chalequillos, los lineros, las cujás (cogujadas), entre otros. Por supuesto no pueden olvidarse los zorzales, unos pájaros migratorios que venían en invierno, de color gris y blanco, muy apreciados en aquella nuestra gastronomía rústica. Y muy parecidas a los zorzales, un poquito más grandes, eran las charras, que son autóctonas de nuestras tierras, pero que yo no he vuelto a ver, ni zorzales ni charras, por ningún sitio. 


Fotos de la vertedera de hierro para arar, el yugo de madera para la yunta de vacas, el ubio de hierro para la yunta de mulos, y el candil auténtico que tuvimos siempre en el cortijo. A su izquierda, el cuerno recipiente para la molaera de la guadaña, y a la derecha, el cucharón de las aceitunas.




Conforme avanzaba la yunta (entonces solía ser de vacas. Recuerdo sus nombres: La Clavellina y La Madroña. En los sesenta hubo una yunta de mulos, que mi padre bautizó como Caputo y La Marcelina). Los chiquillos nos dedicábamos a recoger gusanos, como cebo para las costillas. Éstas eran dos semicírculos de alambre sobrepuestos. Se abrían, se colocaba el gusano en una trampilla, y se enterraban, dejando el gusano a la vista. Pasadas unas horas, siempre teníamos presas.

        Mi abuela paterna, Mª Isidora Zamora Gutiérrez, reunía todos los valores rurales de la antigua usanza, nacida en el siglo XIX. La recuerdo habilidosa con el escardillo en el huerto, en otras muchas tareas, y en la plantación de árboles y flores. Lo de los árboles era también habilidad de mi abuelo Francisco Moreno Blanco (1881-1958), con apodos “Castilla” y “Cuco”.

FOTO.- Mi abuela Mª Isidora Zamora Gutiérrez (Foto de 1975), de la familia de los "Zamoras" y de los "Barrosos".

 

Recuerdo ir con mi abuelo a los huertos de mi tío Pedro, a por sierpes de higueras y otros frutales, que plantábamos después. Pusimos dos higueras brevalas en el patín del cortijo, que creo todavía se conservan. El mundo de las higueras es todo un símbolo de la huerta mediterránea. La literatura de la higuera es amplísima. “Volverás a mi huerto y a mi higuera” (Miguel Hernández). “Figueiriñas que prantei” (Rosalía de Castro). Era la arbore ficaria de los latinos.

Recuerdo cómo mi abuelo plantaba los granados: no era con sierpe, sino que hacía una estaca de granado, y con un mazo la clavaba suavemente en la tierra. Y siempre brotaba luego, pero estas plantaciones no queda nada, porque solían ser pasto de las cabras. De ambos abuelos paternos aprendí mi gran afición a las plantaciones: árboles, flores y hortalizas, en lo que siempre conseguí cierta habilidad. Mi abuelo Francisco estaba presente un día en que me rompí el brazo derecho por el codo, creo que a los seis años. Estábamos junto al Regajo de los Pobos, con unas vacas; una de ellas se volvió, intenté correr y me caí con el brazo debajo. Me dijo mi abuelo si podía levantar el brazo. Era imposible. Estaba roto. Mi padre me tuvo que traer a casa (al pueblo), creo que en la burra. Me llevaron al médico don Pepe Luis, en nuestra misma calle P. Llorente (q.e.p.d.), me colocaron una escayola y volvimos al campo.

        Nuestro cortijo, construido en 1914, había pertenecido a Julián Zamora, un hermano de mi abuela, y se lo compraron antes de la guerra, cuando mi abuelo vendió unas tierras que tenía en la Loma del Membrillar, por la carretera de Obejo. Otro hermano, Pedro Tomás Zamora, tenía el cortijo colindante, llamado cortijo del “Seco”. Estas tierras del Barranco eran comunales en el siglo XIX, y el municipio de Adamuz las entregó para desmontes a mi tatarabuelo (Pedro Tomás Zamora, casado en 1844) y a mi bisabuelo (Pedro Zamora Cámara, casado en 1878). Hicieron los desmontes ayudándose de portugueses, los “materos”, y finalmente las consiguieron en propiedad. He ahí el origen del Barranco de los Pobos (los chopos, del latín popus. La –p- intervocálica del latín da –b-; popus = pobo; lupus = lobo, etc. Para estas cosas sirve el latín).

Mi abuelo materno Gabriel Gómez Gómez murió el mismo año en que yo nací, el día de la lotería de navidad de 1946, a causa de un resfriado, y no me explico cómo entonces se podía morir de un resfriado. Después he sabido que estos Gómez fueron gente muy pudiente, a mediados del siglo XIX, cuando las desamortizaciones. Mi tatarabuelo, Antonio Gómez Luna, poseía más de mil fanegas de tierra, sobre todo en la Loma del Caballero, incluido lo que ahora es de Torrico. Pero el muy rijoso se entretuvo en tener nada menos que 18 hijos, en dos matrimonios, con lo cual pulverizó la herencia y nos hizo la pascua. De ahí sale, por ejemplo, la familia de Los Frescos.

De los célebres 18 hijos, su hija Isabel Gómez Arévalo (mi bisabuela, casada en 1876) fue la que heredó la Loma del Caballero. Vivieron en la calle Cepas. Pero cuando le tocó heredar a mi abuelo Gabriel Gómez (1877-1946), el latifundio se había convertido en minifundio. En 1902 se había casado con mi abuela Magdalena Romero Mata (Hija de Alfonso Romero “Palomo” y de Mª Luna de la Mata, casados en 1874, mis bisabuelos). Buenas gentes rústicas todos mis ascendientes, personas laboriosas. En fin, un poquito de genealogía, en la que me han ayudado mi tía Rosa, mi tío Hilario (fallecidos) y mi amigo Juan Palomo, de la calle San Miguel. Laus omnibus. 

                                                                                          

 

6

 

 

        La vida cotidiana del campo abarcaba muchos temas menores, antes de entrar en los temas estrella: la era y la matanza. He aquí un percance en el río Mataspuercas. Un día invernal se dispuso un viaje a casa (al pueblo), con la burra, lógicamente. Nuestra inolvidable burra gris y barriga blanca, sufrida, diligente y obediente, digna de Platero y yo (J. R. Jiménez). Mi amigo Pascual Rovira en Rute, me tiene prometida una pareja de pollinos, que no podré tener dada mi vida nómada entre Getafe y Villanueva, pero sí que me gustaría. Mi padre aparejó la burra, y las aguaderas se cargaron de cosas, subsistencias y huevos, que mi madre vendía luego al recovero Alfonso Girón, que tenía su despacho en la calle P. Llorente.

Parece que aquellos días había llovido fuerte y el Mataspuercas se desmadró. Salimos con mi madre, a recorrer las tres horas de camino desde el cortijo al pueblo (tres  leguas). El camino pasaba por el Llano de los Reyes, y se llegaba a la pasá. El río iba totalmente crecido, con las aguas turbias y turbulentas. Tampoco comprendo cómo nos metimos con la burra en aquel abismo. Íbamos los tres subidos en la burra. El pobre animal avanzaba lento entre las aguas, que le llegaban a la barriga. Tanteaba el fondo, se aseguraba y avanzaba. Pero he aquí que en un momento tropezó con algún cerbuño, perdió el equilibrio, dio algunos bandazos, pero recuperó la posición. Cortada la respiración, alcanzamos, por fin, la otra orilla. No se me olvidará nunca aquel terrible peligro, cuando tenía unos seis o siete años. Si aquel día se cae la burra en medio de los torbellinos, todos hubiéramos sido pasto de la catástrofe.

        Conviene ahora una filosofal disertación sobre el aparejo del burro. Lo primero que se ponía encima del lomo del jumento era la cubierta o sudadera (una mantita de lona) o albarda. Luego, a todo lo largo del lomo se ponía una especie de almohada o albardón (de dos o cuatro cañones), de lona de algodón, rellena de paja de centeno. En tercer lugar, venía el ropón, encima del albardón, como una loneta, que evita que el sudor del animal suba a  la jalma. Lo más aparatoso y voluminoso del aparejo era, efectivamente, la jalma (una especie de colchón, que cae a ambos lados del lomo, con sendas hendiduras, para rellenarlo todo de paja). En 5º lugar, la sobrejalma (una loneta grande que cubre el aparejo entero, ribeteada de cuero, con flecos de estambre o lana).


Foto.- Al pobre burro, tan paciente, lo llevan demasiado cargado. Está aparejado con un serón (de esparto): con una cavidad a un lado, y otra al otro lado. Llevan dos garrafas de vino, un cántaro de agua, y lo que no se ve. Es la foto núm. 153 del Álbum del Brigadista Internacional Aldo Morandi, que luchó en el Norte de Córdoba, mandó la 86 Brigada Mixta y la 63 División, con sede en Villanueva de Córdoba. La foto está fechada en 1937. El soldado jinete se apellidaba Aguado. Nada sabemos de su historia ni la del burro. 

En días de fiesta puede colocarse encima una manta de colores, ribeteada de madroños, además de alforjas de colores, adornos y madroños. Estos aparejos de fiesta se pueden llamar también carona. Para sujetar el aparejo a la barriga del animal se usa la cincha, un cinturón ancho de piel o de lona doble, que aprieta sobre la barriga delantera ambos lados del aparejo. El ataharre es otra banda de piel o de lona reforzada, que sujeta el aparejo a las caderas del animal, por debajo del rabo (para evitar que en una cuesta abajo el aparejo se salga por la cabeza del burro. Y la parte delantera del aparejo éste lleva otra sujeción o cinturón ancho de piel o lona, para que el aparejo no se escurra para a atrás. 

 Foto.- Un burro enjaezado en la romería de la Virgen de Luna en Villanueva de Córdoba. Detrás se esconde, sujetando al niño, mi tío Alfonso Moreno Luna, primo hermano de mi padre. Véanse los elementos del aparejo.

Finalmente, sobre el aparejo sencillo, de trabajo, se pueden colocar las aguaderas, de esparto, que caen a ambos lados, con cestillos (en total, cuatro), que sirven para cargar cuatro cántaros de agua u otro tipo de objetos o subsistencias. Para cargar leña, aceitunas o alpacas de heno o paja se usan las llamadas hamugas o jamugas, que caen a ambos lados del aparejo, disponen de unos palos o paletas a ambos lados, sobre las que se coloca la carga. Por último, también se puede poner un serón, de esparto, parecido a las aguaderas, pero con una cavidad a cada lado (Estas explicaciones las debo al albardonero Francisco Molinero Pozuelo, 26-9-2018).

        Por otra parte, nuestra vida infantil recurría a varios pasatiempos, ya que no había ni radio ni televisión ni dibujos animados. Pero se nos agudizaba el ingenio. En los días de verano íbamos a higos, a moras, a cazar abejarucos o a níos (nidos). Alguna vez, en algún otoño, fuimos a coger madroños a los montes comunales, por los olivos de la Pepita Cámara.

Cuando llegaba el tiempo de receso de las faenas veraniegas, a eso de media mañana, a veces inventábamos alguna aventura, siempre tras ruegos y súplicas a los padres. Algo imborrable eran las escapadas al moral que había en el cortijo del tío Pedro, en la parte de atrás, en medio de un corral de ovejas. Un moral robusto, que cada verano se cargaba de moras. Unas moras negras, gordas, tiernas y sabrosísimas. Nunca han vuelto a caer en mis manos moras tan magníficas (ni de ningún tipo). Este fruto ni se vende ni se ve en ninguna parte ni la gente de hoy lo conoce… ni se ven morales de esa categoría en ningún huerto (aparte de que hoy apenas hay huertos: la gente tiene mucho estrés, para detenerse con el escardillo). Nos subíamos al moral, nos poníamos hasta el gorro de moras, y nos llevábamos medio caldero para el cortijo. Lo peor era la ropa, perdida de manchas de mora. Los cogotazos luego (collejas, para los urbanitas) estaban asegurados; y alguna guantá (bofetada).

        Otras siestas (a los chiquillos no les suele importar ni la siesta ni el calorazo) íbamos a higos, nosotros y los de mi tía Rosa o mi primo Antonio, de mi tía Isabel. El lugar predilecto eran los huertos de mi tío Pedro, donde había muchísimas higueras, unas de higos blancos, otras de higos negros, un nogal… Una especie de paraíso. Nos dábamos el consiguiente banquete de higos y nos llevábamos la cesta repleta. También cogíamos nueces, de un nogal gigantesco, todavía con su cáscara verde, las cuales machacábamos con una piedra. No se olvide que en el campo carecíamos de postre en las austeras comidas. Vivíamos como los mojinos y los tordos: sólo pendientes de lo que daba el tiempo.

Nunca se compraba fruta ni se podía comprar. Sólo en los días de la matanza podíamos comer naranjas de postre, la única ocasión en que mi padre traía medio saco de naranjas. Y se acabó. Y plátanos, sólo cuando nos poníamos malos, con fiebre. Recuerdo que se vendían entonces mucho las naranjas de Malta, muy dulces, envueltas en papel de seda. Y naranjas de sangre, muy rojizas por dentro. También había unas naranjas que hoy no se ven, muy gordas, con mucha cáscara: las naranjas de California. Todo ha cambiado hoy, hasta el mercado de la naranja. El no poder comer postre, me desesperaba. A veces preguntaba a mi madre: “¿No hay algo para detrás?” Respuesta: “Sí, un plato lleno de ná con colmo”.

        En otoño-invierno, como postre, asábamos bellotas en la candela: riquísimas. O se comían crudas, estilo cochino. Yo, en el campo, sabía muy bien cuáles eran los chaparros de bellotas dulces. Muchos meses no había nada para picar. Al comenzar el verano, yo estaba pendiente de los pepinos, que es lo primero que da el huerto, y me los comía de cuatro bocados, nada de ensaladas ni aderezos. Y luego, pendiente de las sandías. Si mi padre se retrasaba en la siembra del melonar, yo le echaba la bronca: “Ya todos tienen sembrado el melonar, y tú el último”. Y me mandaba a por pipas (no “pipos”, como dicen los urbanitas madrileños) al cortijo de Bruno, que estaba bien lejos. El postre de verano lo teníamos salvado con las sandías, algunas ciruelas (sólo teníamos dos ciruelos, uno en el pozo, y otro, de ciruelas negras, en el huerto de La Camacha) y un peral que tenía mi tía Rosa en la cerca del Gojo. Cuando íbamos por allí, éramos peores que los mojinos. En otoño conseguíamos también algún membrillo.

Y en esta escasez se vivía, sin ningún capricho, sin ningún extraordinario de nada, con deseo de todo, tanto en el campo como en el pueblo. Que en el pueblo teníamos las mismas estrecheces, salvadas sólo por la parra de uvas colorás que había en el corral. Recuerdo aquel repetido menú de ajo migao con uvas del corral. En una mano la cuchara, y en otra, el gajo de uvas. Por eso, desde entonces he valorado tanto la fruta,  el postre, y demás cosas cotidianas. Hoy me hago cruces de los maniáticos urbanitas, que no toman postre, porque “engorda”. 

        Y termino a propósito de esa mención a los membrillos. Ya en el pueblo, cuando estudiaba en la Academia de la calle Cañuelo (1958-1959), a veces (no siempre) mi madre me daba una perra gorda para comprar un membrillo en el recreo, en el mercado de la Fuente Vieja, que entonces estaba allí al lado, a plena intemperie. Cuando le daba mosetes (bocados) al membrillo, se ponía a mi lado un muchacho, que no he vuelto a ver ni recuerdo su nombre (sólo sé que vivía en la casa que hace esquina en ese vértice entre la calle Herradores y la calle Quevedo). Y lógicamente le dejaba dar algunos mordiscos al membrillo. Este mismo, y algún otro, también se ponían a mi lado, ya en los bancos de la escuela, en la misma Academia, para pillar algo de mi rebanada de pan tostao. Mi desayuno, cada mañana, respondía al siguiente bufet: café negro de cebá (no había leche), migado con pan tostao. Con una varilla en forma de pincho se acercaba el pan a la brasa y se tostaba de maravilla. Y a echar sopas en el café de cebá, simple caldo negro (caliente, menos mal). Otra rebanada me la llevaba a la escuela. Pero había otros que ni siquiera tenían rebanada de pan tostado.

  Foto “histórica”: Fue una excursión al Vivero de los pinos, el día de Santo Tomás (7 marzo) de 1962. Al fondo: Andrés “Costilla”. A derecha: mi primo F. Moreno Torralbo. El autor: rincón abajo derecha. También: mi tío Pedro, y mis primas Carmen y Catalina.

 

7

 

        En aquella austera infancia de los cincuenta, una de las carencias desesperantes (para la plebe, claro) era la escasez de leche. Los que tenían cortijo, podían disponer en el campo de leche de cabra, en primavera, y de vaca, cuando paría la puñetera vaca. Pero traer la leche al pueblo era imposible, si el cortijo estaba lejos. En el pueblo vendían leche (a granel, por supuesto) los cortijeros cercanos, que venían de noche al pueblo. Eso de la leche en cartón entró como modernidad hacia 1970. Estando en el pueblo, conseguía a veces que me dieran para comprar medio litro de leche, que por las noches vendía nuestra vecina Dolores “La Bimboa”. Se entraba por la puerta falsa y allí despachaba. Y allí miraba yo con horror con qué poquito se llenaba la medida del medio litro, que me echaban en la lechera de aluminio.

A pesar de todo, había épocas en las que se juntaban: la vaca paría, el becerro, las cabras, los chivos… Los calostros (la leche a los primeros días de parir, al cocer, se hace como requesón. Se añadía azúcar: magnífico manjar). Leche en abundancia ¡vaya festín! Eran las primaveras de las migas canas: las migas tostás, que hasta la mitad de la ración de la sartén se comían con torreznos (a veces, pimientos rojos secos fritos), todos comiendo en la misma sartén. Y cuando quedaba la mitad de las migas, se echaba la leche. ¡Qué suculento aquello de las migas canas! Después, me he vengado de tanta penuria: buenos tazones de leche migá cada dos por tres. Pienso que hay que conservar la alegría de comer, mientras se pueda, que no sabemos si se podrá. La alegría con que comen todos los seres vivos de la Naturaleza, todo el reino animal, por tierra, mar y aire… Sin dietas, sin lactosa, sin gluten ni colesterol. Es cierto que hay que cuidarse, pero sin perder jamás la alegría de comer.


Foto.- La excursión al Vivero de los Pinos en marzo de 1962. Arriba, de izquierda a derecha: don Manuel Rubio, Andrés "Costilla", mi primo Francisco Moreno, mi tío Pedro y mi tía Rosa. Abajo, el autor y mis primas.

        Y ya que estamos en gastronomía, sigamos. En el pueblo, mi madre me mandaba algunas veces a la plaza de la Fuente Vieja (el mercado). Me encargaban comprar, por ejemplo coles llamadas de reaño. Un tipo de col basta, que casi nunca estaba bien cocida. Más bien una berza forrajera. No me gustaba nada la dichosa col de reaño. Me gustaban más las coles apellás (de pella, el repollo, palabra no usada entonces). En el cesto o cenacho se incluían también rábanos, de aquellos rojos y largos (ahora, en la urbe, se ven unos rábanos chicos y redonditos). Los rábanos, en crudo, se usaban para comer las migas tostás, a mordisco limpio.

En el campo, en los inviernos, se sembraban muchos rábanos y nabos, para los animales. En la plaza también se compraban nabos: para el potaje de nabos, o para la olla. Alguna vez me mandaron comprar boquerones o sardinas, en la pescadería de la calle Cañuelo (de Manuel y Miguel Soto, tío y sobrino, de origen extremeño). Las coles se comían en cochifrito, con buen caldo, que llenaba muy bien el estómago. Hoy también ha llegado una nueva pijada: las verduras rehogadas, en seco, en la sartén. Así se quedan mal cocinadas, cochicrudas, ni llenan el estómago ni nada. Las espinacas eran en cocina de espinacas, o de acelgas, siempre con caldo. Y las coles de reaño, en cochifrito, también con caldo. Y algo muy curioso: la ensalada de lechuga en Villanueva ha sido siempre con agua añadida (caldo), picada la lechuga muy menuda. Y se añadía un tallo de hierbabuena. Esa era la ensalada original de Villanueva: menudita, con caldo y hierbabuena.

        En el campo había otra verdura silvestre interesante: las fieras. Se cogían en los arroyos, con cuidado de no confundirlas con las berrazas, de hoja más grande y con la raíz venenosa. Las ovejas se morían cuando comían esas raíces. Se cogían las fieras y se hacía cocina de fieras (aquí no se dice cochifrito). Su sabor es un poco áspero, con cierto aroma a hierba. Pero bien adobadas, con su machacao y un poco pan frito, etc., aquello quedaba bien. Hoy, claro, pones fieras a alguien, y todo son remilgos y mohínes. Con todo, a pesar de aquel panorama de escasez y de estrecheces, nunca comimos ni jaramagos ni vinagreras.

        Apenas comíamos huevos, porque mi madre los guardaba en un cesto o huevero, para llevarlos al pueblo y venderlos al recovero, allí en nuestra calle P. Llorente, a la tienda de Alfonso Girón. Y con aquel dinerillo mi madre conseguía “liquidez” para otras subsistencias. A veces traíamos algunos pavos para vender, y aumentaba la  “liquidez” (Hoy, cuando los Bancos no tengan liquidez: que vendan pavos). Tengo un vaguísimo recuerdo de haber ido yo con mi madre, a comprar aceite de estraperlo. Recuerdo el sitio: en la calle del Cerro, núm. 6, en casa de Los Lauros (creo que eran Laura y Epifanio). Allí salió un señor y nos llenó una cantarilla de aceite, tal vez más, en varios recipientes. Todavía conservo mi cartilla de racionamiento infantil, fechada a finales de los años cuarenta, cuando tenía cuatro años.

        Al decir que apenas comíamos huevos, tampoco comíamos la célebre tortilla de patatas. Esta maravilla de plato la degustábamos sólo en señaladas ocasiones, cuando había que celebrar algo, que era pocas veces (La plebe celebra pocas cosas. En esa sobriedad nos educamos, al contrario que los niños urbanitas, siempre de ocio, sin dar un palo al agua). Y al hilo de la tortilla, un curioso recuerdo de la infancia.

En los años cincuenta, la Guardia Civil hacía la ronda por los campos, aunque ya no había “rojos” ni gente del maquis. Pero la ronda la siguieron haciendo muchos años, entrados los cincuenta. Y por nuestro cortijo venían los guardias de Adamuz, porque aquello es término de Adamuz. Traían varios días de recorrido. Llegaban a los cortijos, preguntaban si “había novedad”. Les decían que no, y la gente les firmaba un parte. Recorrían en un par de días aquellos cortijos de Los Pobos. Y sólo se quedaban a dormir en dos lugares: en el cortijo de Miguel Blanco (el suegro de Rísquez), pocas veces, o en nuestro cortijo, casi siempre. Mi padre los trataba espléndidamente. Cuando llegaban los guardias civiles mi padre les ponía lo mejor de todo. Siempre fue muy servicial y generoso. Se quedaban a dormir en nuestro cuarto, y los chiquillos nos íbamos a la cámara. Aquello era casi una amistad, porque de noche se iban a cazar el garlito (con una linterna o un carburo; a las presas se las pillaba acurrucadas y caían fácilmente).

Otras veces dormían en el pajar, que el nuestro lo tenía mi padre muy bien preparado. A veces llegaban sudorosos, y mi madre les preparaba una yema. ¿Qué era una yema? Se trataba de una exquisitez antigua. Se batían en un tazón dos huevos y se les añadía leche y azúcar (a veces vino, en vez de leche). Y aquel trancazo recuperaba mucho. Mi madre les preguntaba: “¿Qué desean ustedes comer?” “Pues unas patatas revueltas con huevos”, respondían. Y mi madre los atendía. Luego, yo les puse unos nombres (Cualidad ingeniosa tal vez heredada de mi padre, el cual ponía nombres a todo quisque). Cuando los veía venir por el camino, decía: “Ya viene el patatas revueltas con huevos”. Mi madre me reñía. A otro lo llamaba “El beneficio de todos”, porque nos contaba que en no sé dónde un padre le dio carrera sólo a uno de sus hijos, y éste fue luego el beneficio de todos.

Para salvar yo las sandías más gordas, las empujaba debajo de la cama. Picardías de niños. En mi casa, siempre tuvimos esa misma esplendidez con la gente. Una generosidad campesina que mi padre tuvo siempre. En verano conseguía en el huerto unos tomates y unos pimientos de record Guines: Toda la calle P. Llorente y la calle S. Miguel sabían de esos sabores. Mi padre disfrutaba siendo atento y generoso con la gente. Posiblemente, he heredado algo de ese carácter.

        Foto: La misma excursión del 7-3-1962 al Vivero de los Pinos, con la Academia “San Miguel”. En el centro: el autor, rodilla en tierra. Detrás, don Manuel Rubio, algo tapado. De pie, hacia la izquierda, Andrés “Costilla”, mi tía Rosa,  mi tío Pedro (Con la chaquetilla típica tradicional de la gente del campo), entre otros.

                                                         

                                                  

8

 

 

        El tema de la gastronomía jarota da para mucho. En el campo, el menú diario era muy simple. Por la mañana, al levantarse, no se llevaba eso de la taza de café, mucho menos el cola-cao, y menos aún el zumo de naranja. Sencillamente se ponía una sartén de migas tostás o una sartén de ajo sopeao (a veces con espinacas o con cuajar de la matanza). Este ajo se hacía así: al amanecer y recién levantados, nos sentábamos alrededor de la candela, y mi madre, con la sartén grande, freía primero unos ajos (y el cuajar, si había), se añadía la harina, que se refreía un poco, se echaba agua y poco más (espinacas, si había), y así salía una especie de gachas blancas, y a comer con sopas. Y ahí acababa el bufet. Una ingesta ligera, un desayuno tradicional de los campesinos de Andalucía, desde siglos.

        A media mañana se ponía el puchero: la sempiterna olla de garbanzos. No tenía más ingrediente que el tocino, y las patatas, que se echaban cuando los garbanzos estaban a medio cocer. Toda la mañana el puchero cociendo. No había olla exprés. A mediodía, el almuerzo: la dichosa olla. Si había tomate, se hacía un picadillo de tomate para acompañar. Y se acabó otro bufet.

        A media tarde podía haber merendilla (se decía así, tanto en el pueblo como en el campo: la merendilla, no la merienda). Cuál era el menú (para la plebe, claro; no para la aristocracia): pan y morcilla, pan y algún torrezno sobrante, o leche migá, si la puñetera vaca había parido, o los chivos nos habían dejado algo. Y en días de dispendio podía haber una jícara de chocolate “Hipólito Cabrera” (made in Pozoblanco). Célebre aquel chocolate (durote y bastote), omnipresente en todos los comercios, que era muy bueno para hacerlo a la taza. Cuando había que llevar algún regalo a alguien, a alguna parturienta, o por alguna defunción, siempre se llevaba la libra de Hipólito Cabrera, el kilo de azúcar y la lata de melocotón en almíbar. Eran los tres productos típicos para obsequiar. Con el tiempo, descubrimos que existía un chocolate con leche, mucho más fino para el paladar, el chocolate Suchard, que vendían en el comercio de El Niño, en lo Alto del Santo. Cuando estábamos en el campo y mi padre venía a casa, le encargábamos el  célebre chocolate Suchard.

Foto.- Julián "El Niño", en su comercio de ultramarinos, típicos de nuestra infancia.

 El comerciante Julián Niño Rubio fue muy popular, con su tienda de comestibles de la calle Real (esquina Manuel Ayllón), un popular comercio de nuestra infancia. Julián, en la primera posguerra, tenía una tienda de comestibles en Ciudad Real. Su suegro era viajante, llegó a Villanueva, le gustó el pueblo y le aconsejó a Julián que se instalara aquí. Así lo hizo en 1944, primero en la calle Ramón y Cajal, y definitivamente, en la calle Real (En la foto, en primer plano, su hija Josefina). Julián “El Niño” se jubiló en 1975, y la familia se trasladó a Córdoba. Julián falleció en 1977.

               Foto.- El comerciante Julián  "El Niño" en la Feria con su hija.

        Volvamos al cortijo. Para la cena, el invariable gazpacho. A la hora crepúscular, mi madre se sentaba en una silla baja en la puerta del cortijo, bajo la parra, con el dornillo (de madera) o el mazantín (de loza), la machacaera y la cantarilla del aceite, para hacer el gazpacho. Para ello se necesitaba miga de pan, pero si el pan estaba duro, utilizaba harina. En una mano la machacaera y en la otra, la tapa de la cantarilla, que era la medida para el aceite. Así salía el tradicional gazpacho, otro alimento ancestral de los campesinos de la Andalucía profunda. Era el gazpacho blanco, amayonesado, porque lleva huevo crudo, un tipo de gazpacho manchego-extremeño, que es la zona gastronómica a la que pertenece la comarca de  Los Pedroches. No es el gazpacho de Córdoba capital, atomatado, colorao y clarete. El nuestro es blanco, caldoso, con migas y generoso en aceite de oliva. Imprescindible el tomate y el pepino. El gazpacho sin pepino era un aburrimiento. La gracia estaba en el gazpacho de verano, con pepino y tomate.  Se hacía también gazpacho de invierno, con pan tostao, de poco chiste. Mi madre nos hacía este chascarrillo de la escasez: “Si tuviéramos aceite, vinagre, ajos y sal, haríamos un gazpacho, pero no tenemos pan…”.

        A comienzos del verano ocurría la recolección de la miel. Mi padre tenía media docena de colmenas. Llegado el momento, se ponía la mascarilla y artilugios de castrar. Las colmenas estaban en la cerca del Cerro, y se aplicaba humo con unas escobas de romero. Se levantaba la tapa de la colmena y se extraían varios panales, que echábamos en un lebrillo. Ya en el cortijo, los panales se dejaban escurrir un día o más, y quedaba una miel dorada, aromática y magnífica. Luego se cocían los panales y se extraía la cera. Quedaba un caldo negruzco, que se cocía otra vez con trozos de cidra (ésta tenía que endurecerse dos días en agua de cal). El nuevo caldo negruzco con cidra era la meloja. Y la espuma de ese cocitorio era la mercocha, que nos la daban sobre unas hojas de parra. Todo increíble para las mentalidades urbanas de hoy.

Foto.- Magdalena Rojas Luna "La Almuella", que tenía un humilde comercio en la calle P. Llorente, 30, el cual frecuentábamos mucho para comprar chucherías. Más tarde puso en Córdoba una pensión justo enfrente de la puerta de la torre de la Catedral. Allí estudió mi primo Francisco Moreno.

        Más cosas de aquella gastronomía “pantagruélica”, rústica y urbana. Cuando estábamos en el pueblo, gran ilusión era conseguir una perra gorda (décima parte de una peseta), para comprar bolindres, unas bolitas de caramelo. Las había gordas y chicas, como los anises. Iba a comprar a un comercio que había en mi calle (luego supermercado de Medina). En esa casa, esquina P. Llorente / Juan Ocaña, cuando estaba sin obrar, casa baja por tanto, despachaba una señora vestida de negro, Magdalena Rojas Luna (La Almuella), a comienzos de los cincuenta. La imagen de aquella mujer enlutada pervive en mí. Entonces no sabía que a su marido José A. Palomo, que tenía la zapatería en la misma casa, lo había fusilado el franquismo en 1948 en la primera curva del paraje Las Almagreras, junto con el maestro de la calle Las Navas, don Manuel Torralbo y cuatro más. Una saca de 6, sin formación de causa. Una masacre ¡en 1948!, cuando yo tenía dos años.

        Pues bien, aquella mujer enlutada, Magdalena “La Almuella”, sobrevivió varios años en el cruel pueblo de Villanueva, lleno de mentes podridas, y a mediados de los 50’s emigró a Córdoba capital, donde puso una pensión, justo enfrente de la puerta de la torre de la Catedral, calle Cardenal Herrero. Allí se hospedaban algunos estudiantes de Villanueva, como mi primo Francisco Moreno Torralbo, Miguel Díaz (uno de los “hermanos Díaz”), Tomás Rey, Francisco Muñoz (el de Isidro el carpintero) y otros. Mi primo estuvo allí entre los años 56-59.


Foto.- Magdalena "La Almuella" con su marido José A. Palomo, zapatero, el cual fue fusilado, junto con el maestro "Mazo" y otros en Las Almagreras, el 8 de junio de 1948, por escuchar La Pirenaica. Ya tenía yo dos años. Un crimen imperdonable. Ella, para sobrevivir, puso el comercio que comentamos en su casa, calle P. Llorente, 30. A los pocos años se marchó a Córdoba. En Villanueva ya no tenía sitio, como tantos otros. 

Iba yo también a comprar alguna chuchería o bolindres a cá La Patacas (Juan Ocaña, 1). Entraba diciendo: “Patacas, una perra gorda de bolindres”. La mujer se enfadaba: “¡Niño, que me llamo María Josefa!”. Con esta mujer volví a hablar con motivo de estas memorias y me contaba cosas del hambre de la posguerra, de las colas del racionamiento que se formaban en su comercio. En esto se sumó una vecina a la charla, y no sé que dijo la vecina que “La Patacas” la cortó en seco: “Tú cállate, que eres una fascista”. Vi en La Patacas un antiguo rescoldo republicano.

        En nuestra vecindad estaba la panadería de Lucena. Cosa de gourmet eran las tortas de aceite de Lucena (que todavía hacen). Cuando conseguía una peseta de mi abuela Isidora, iba a por la torta de aceite. A veces pasaba por la magnífica pastelería Dueñas, que había en las primeras casas de la calle Real, a la derecha. Me paraba en el escaparate y miraba largo rato aquellas delicias, unos pasteles finísimos, cremas de ensueño, mortachones únicos… Y después de mirar y soñar… me marchaba. Luego, esa pastelería estuvo al comienzo de la calle Conquista, frente a Las Escalerillas. En esto de pasteles, años después, mi venganza ha sido terrible: en mis viajes, siempre busco la mejor pastelería y me pongo hasta las orejas. Cuando tengo visitas en el cortijo, suelo ofrecer, si hay, algún dulce típico, como rosquillas y otras artesanías típicas de Villanueva, ya difíciles de encontrar.

        Alguna vez mi madre me mandaba a cá la María del Paseo (María Cabezas Illescas, Cruz Chiquita), a por una lata de leche condensada. Se pedía en el comercio que le hicieran dos agujeritos a la lata. Y por el camino era inevitable el pecado de gula: sorbitos a la lata. 

Foto.- La María del Paseo y su marido Pedro Valverde. Otro de los comercios de nuestra infancia.

    Otra cosa muy típica para aviar las habichuelas era echarles algunas cáscaras de naranja, que previamente se tenían colgadas en el humero. Era una costumbre manchego-extremeña, donde está el origen de nuestra gastronomía. Una fruta que entonces se compraba eran los peros, unas manzanas pequeñas, que hoy han desaparecido. Recuerdo que en el Seminario nos ponían peros para la merendilla. Y cómo olvidar los rústicos piruétanos, de perales silvestres, unas peras muy pequeñas que había en el campo y cuyos enclaves teníamos localizados, como uno en la cerca de “La Venceja”, al lado del río Mataspuercas.


         La foto: A la izq., Marina García Serrano “La Malena”, que vivían en el molino del Mataspuercas. Venía bastante a ayudar a nuestro cortijo, sobre todo en las matanzas. A la dcha., Teodora Muñoz, que también vino a veces a la matanza. Casada con Juan Sánchez, vivían en una gran choza de pastores en El Chaparral, finca de Francisco Muñoz “Seroja” (padre de S. Muñoz Casalilla). Eran dos mujeres “muy dispuestas”, que se dice. “Son buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan, / y en un día como tantos / descansan bajo la tierra” (Machado).                                                               

                                                        

9

 

La gastronomía de Villanueva tiene su parte culminante en la celebración antigua de las bodas. Éstas se celebraban en las casas, la gente sentada por el pasillo de la casa, por las habitaciones y por el corral. El menú principal en aquellos años cincuenta eran los dulces  (rosquillas, cagajones, flores, hojuelas, roscos). Había toda una profesión para aquello, que eran las rosquilleras. Y en las casas se iban repartiendo con bandejas a la gente del convite. Se tardó tiempo en ir introduciendo platos con tapas, y de comida, mucho más tarde.

Cuando veíamos alguna boda en la vecindad, la bulimia de los chiquillos se desbordaba: nos poníamos en la puerta de la boda, como los perrillos ante la mesa del rico Epulón. De las sobras, los invitados, al salir, sacaban algo a los chiquillos pedigüeños. Recuerdo dos casos en los que, al menos yo, estuve a la puerta de una boda. Mejor dicho, un pedimento. Cuando se casó Isabel Cabrera con el hijo de don Matías Moreno “El de la Botica”, Francisco. Fue en la calle P. Llorente, 18. El 4 de octubre de 1957, he logrado saber ahora. En este pedimento hubo abundancia de rosquillas, flores, hojuelas, roscos, cagajones… Lo típico (Me informan de que la rosquillera fue María La Gala). De estos dulces era costumbre, al día siguiente, llevar varios lebrillos repletos a casa del novio. No sé si aquí o en otro sitio, nos sacaron tapas de mortadela, algo para mí entonces desconocido y, por supuesto, delicioso. ¡Cuánto ha luchado el ser humano a lo largo de la historia para salir adelante, tareas, fiestas, convites…!

En las bodas ponían también tapas de relleno casero, troceado, sabrosísimo. Y ponían una tapa curiosa: trocitos de huevo cocido con pimiento morrón encima, que se llamaban gallitos. Otra boda fue la de un sobrino de la Tía Paca (hermana de mi abuelo), en la calle Las Navas, 2. Se casaba Bartolomé Cañuelo, tío nuestro, que era guardia civil. Su padre había muerto hacía poco, y la boda fue sólo para los íntimos. Estos Cañuelo (Bartolomé, Eduardo y Alfonso) eran los de la tía Petra de mi padre. Aunque no nos invitaron, por el luto, los chiquillos, en la puerta, nos pusimos a reventar.

        En aquellos años cincuenta recuerdo algunas bodas y pedimentos a los que fuimos. Estas costumbres eran un poco complicadas. El pedimento era en casa de la novia, como una boda, siendo invitados, sobre todo, familiares y allegados de la novia, más la gente íntima del novio. En aquella celebración iba el cura, y los contrayentes, sentados en una sala, firmaban los papeles. Luego, la boda, al contrario: toda la gente del novio, más los íntimos solamente de la novia. Pues bien, recuerdo el pedimento de nuestra tía Lucía Moreno (hermana del cura don Juan Moreno, primos hermanos de mi padre. El padre de ellos, Alfonso Avelino, era hermano de mi abuelo), en el Paseo de la Feria, y de allí recuerdo las magníficas gaseosas de Juan Alonso (Gaseosas "Galán"), unas de naranja y otras de limón. Estábamos sentados en el corral de la casa. Nos pusimos hasta las orejas de gaseosas, una chuchería entonces insólita para nosotros. Luego, a esta boda fuimos también, que fue en la calle San Miguel, pero ahí los recuerdos se me borran.

Y fuimos a otro pedimento, en la calle Viveros, núm. 15, otra prima hermana de mi padre, María Dolores, que se casó con Manuel el sobrino de La Patro, la del comercio del Regajito. Eran media docena de primos, de la misma cepa de los “Castillas”, los de su tía María y el tío Juan. Y a las bodas de todos ellos fuimos, en distintas fechas, en esa casa de la calle Viveros. El principal recuerdo de aquí son los melocotones con vino, pero no con melocotones frescos, sino con orejones (trozos de melocotón secos). Se vendían mucho entonces. Con vino y canela constituían un buen manjar, que se servía de aperitivo. Y había unas tortas (no se decía tarta) de bizcocho estupendas, de las que nos atiborrábamos.

El menú de aquellas bodas no tenía nada que ver con el presente. Era una cosa más familiar y costumbrista. Y es que, además del pedimento y la boda, existía una tercera celebración, que era la tornaboda. Ésta era una gran comilona al día siguiente, almuerzo y cena, sólo para hermanos y primos hermanos. Y aquí ponían: pisto, albóndigas de las típicas de pueblo, con caldo (una de las grandes originalidades de Villanueva, y cosa única y magnífica), salmorejo, también del típico de Villanueva, blanco y con pechuga asada y huevos duros… No tiene nada que ver con “eso” que sirven en Córdoba capital. Y antes, nuevas raciones de orejones con vino, y las omnipresentes gaseosas “Galán”. Al final, llevaban a algún músico o un acordeón, y había baile y charanga.  Todo un paraíso en medio de nuestras miserias. Aquello era como las “Bodas de Camacho” (Don Quijote, II, XX). Un mundillo fascinante.

        En Villanueva se hacía un licor casero, muy conocido entonces y hoy desaparecido. Se llamaba “resol”, y he dado con su receta: 1 litro de aguardiente fuerte, 1 litro de infusión de la planta bella luisa (o hierba luisa), ¼ de azúcar rosada. En el recipiente se introduce, finalmente, un ramo de bella luisa verde.

        Otras cosas pintorescas. Cambiamos de tercio. Muchas casas antiguas plebeyas tenían los suelos de boñiga. La casa de mi abuela Isidora, en la calle P. Llorente, 28, era así, antes de obrarla (a mediados de los cincuenta). De esa casa recuerdo el corral (la parra de uvas de teta de vaca, el jazmín y las sardinas (geranios) en el arriate). Y la cocinilla, donde estaba la candela, la cantarera, el chinero, etc. Y lo más insólito de todo: el suelo de la casa, que era de boñiga. Hoy nadie sabe de esto. Entonces, muchísimas casas del pueblo (no las de la Jet, claro) tenían el suelo de boñiga. Las mujeres iban con su panera en la cabeza a las cercas de las afueras del pueblo y se traían pura mierda de las vacas. Aquellas plastas que, mientras más grandes, eran mejores (Algo de esto he visto por la Tele en chozos y habitanzas del África profunda). Luego, la boñiga se mezclaba con unos polvos negros que se compraban en los comercios, se hacía una pasta y se extendía por el suelo, consiguiéndose así una capa durísima, que no se deshacía, ni mucho menos, al barrer (no se fregaba).

Fue hacia 1954, cuando nos mudamos a nuestra casa de siempre, P. Llorente, 15, también de mis abuelos. Esta casa estaba arrendada a Pedro Coleto “Cascanueces”, con el que hubo muchos problemas para echarlo. A esta casa fuimos dos familias: nosotros y los de mi tía Rosa. Era el prototipo de las casas modestas de Villanueva: el suelo no era de boñiga, sino de chinatos el pasillo central. En el cuerpo de en medio de la casa estaba entonces la candela y el humero. Los laterales del pasillo tenían una fila de baldosas rojizas de esas antiguas. Las habitaciones tenían esas mismas baldosas. Enfrente del humero (segundo cuerpo de la casa), estaba la cantarera y el chinero.

Esta casa, lo mejor que tenía era el pozo, abundantísimo, que no se secaba nunca. El primer corral (patio) era de chinatos, con una típica yuca en medio, que estuvo muchísimos años, y que pinchaba como un demonio. Había una cocinilla muy chica, y la cuadra detrás, además de un horno, todo  lo cual hacía la separación con el último corral, de tierra, donde estaban los pesebres de las bestias, y donde jugábamos al jincote, y al fondo, el inevitable estercolero, que una vez al año venía a limpiarlo el de la Huerta del Escribano, con el volquete.

        Foto: Fue un desfile memorable que hicimos los alumnos de la Academia de don Ricardo “Molaera” en el campo Fútbol, a eso de 1960 (¿Tal vez también las chicas de Cristo Rey?). En estos juegos gimnásticos actuó de entrenador el guardia civil Prieto. Entrenábamos a las 6 de la mañana, en la cerca de Los Bretes. Se hacía gimnasia, desfile, saltos, jabalina… Un exitazo aquello.                                                    

                                     

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        La calle P. Llorente, mi calle, tiene un poquito de historia. El núm. 28 (casa de mi abuela), que nos acogió hasta 1953 inclusive, la obraron hacia 1955, en lo cual intervino el conocido maestro albañil Daniel Cuevas, y nosotros pasamos al núm. 15, nuestra casa definitiva. El primer recuerdo es la calle en obras, como un terraguero. Esto me concuerda con un dato de don Juan Ocaña: que esta calle, a partir de 1948, se ensanchó por su entrada desde la plaza. Supongo que se haría también a la vez el adoquinado.

La calle P. Llorente, en el siglo XIX, se llamaba “Callejón de los Gonzalillos”, luego “Padre Cantador” (Un franciscano hijo del pueblo, que destacó en el convento de San Francisco de Pedroche). Luego, “Calle Espronceda” (1894). Después, “Padre Llorente”, en honor del P. Antonio Llorente Santos, de Segovia, que destacó en unas misiones celebradas en Villanueva. Este nombre se quitó en 1931 y se puso “Jaime Vera” (Un médico socialista, fundador de la psiquiatría moderna, discípulo del Dr. Esquerdo, muerto en 1918). Luego, el franquismo, alérgico a los intelectuales, recuperó el rótulo P. Llorente. En esta calle hubo dos teatros. Uno, a comienzos del siglo XX, en los patios de los Amores. Después, enfrente, en el gran solar de los Pedraza, después cine de verano,  supermercado, etc.

        Las obras de adoquinado eran complicadísimas. Primero había que retirar los grandes peñascos del empedrado. Luego, se trazaban unas regueras hondísimas, por el centro de la calle. Después, a colocar los adoquines, uno por uno. El adoquinado de la calle Las Navas/Juan de López empezó en 1962. Cito que en 1964 todavía estaban estas calles patas arriba, por un suceso llamativo. El 4 de agosto de 1964, cuando la calle Navas estaba en obras, cayó una de las “tormentas del siglo”, a causa de la cual un rayo mató a uno de “Los Serranos”, José Carbonero Torralbo, de 39 años, nieto de Juan “Serrano”.

Un poco de historia al respecto: en el siglo XIX, vivía en un cortijo un muchacho huérfano, Juan Carbonero. Pasaron por allí los ganaderos trashumantes, “los serranos”, que bajaban de Soria a Andalucía, e invitaron al muchacho a marcharse con ellos. Y así ocurrió. El muchacho Juan se convirtió en “Serrano”. Tras bastantes años regresó a Villanueva, para “medirse”, para el servicio militar. Al licenciarse, como era buen conocedor de la ganadería, creó en Villanueva una gran piara de cabras, más de mil cabezas: “Las cabrillas de Juan Serrano, / que llegan tarde / y se van temprano”. Las Cabrillas es una constelación, pero la coplilla, creo, atañe al caso que nos ocupa, aunque la familia me dice que no. Aquel gran luchador de la vida, Juan Carbonero “Serrano”, tuvo mala suerte, porque las cabras se le murieron por una epidemia. Siguió adelante trabajando de aparcero. Un nieto de Juan “Serrano” fue también Juan Carbonero, suegro de Francisco Sánchez, director de Correos de Pozoblanco.

        Volvemos al tema del adoquinado de las calles. Recuerdo perfectamente las calles Torno Alta, Dehesilla y San Miguel, empedradas con unas piedras enormes, contra las que chirriaban las ruedas de hierro de los carros, que continuamente circulaban, con sus yuntas y sus cargas de leña, paja y multitud de cosas. Las aceras de las calles eran grandes losas de piedra. A mediados de los sesenta, en vez de adoquinar las calles, se asfaltaban por encima del empedrado. Recuerdo el adoquinado de las calles Torno Alta y San Miguel. En ésta última, las obras fueron muy complicadas por los desniveles de una acera a la otra. La calle Cerro, camino de mi escuela, en el salón de La Polonia, fue adoquinada en 1957. La calle Dehesilla, no la adoquinaron, sino que la asfaltaron sobre el empedrado, en 1969.

        Por la calle sólo circulaban carros y bestias. Tal vez algún camión de tarde en tarde, una rareza tan extravagante que, cuando oíamos desde casa de mi abuela el ruido de algún motor, salíamos corriendo a la calle, para ver el vehículo. En la calle, era don Pepe Luis el único que tenía un coche.

        Todavía en casa de mi abuela (P. Llorente, 28), hacíamos pillerías sin fin. Una era que le arrendábamos (arrendar = hacer burla) al pregonero Emilio El del Lunar. Éste se ponía a dar el pregón en el cruce de P. Llorente con Juan Ocaña: “… Hago saber…”. Y nosotros le arrendábamos: “Hago saber… mentiras en él…”. Cuando terminaba, salía detrás de nosotros, y nos escondíamos en casa. Yo, detrás de la máquina de coser. Mi tía Rosa tenía que salir a vérselas con los improperios del  terrible Lunar.

        Otro episodio ocurría con El Tío Cachisteo, Francisco Gutiérrez, que vivía en la calle El Torno, primo de mi abuela. A veces venía a visitarla y un día contó lo siguiente: que él tenía un niño, que se había muerto de hambre, y le vendría bien que uno de nosotros se fuera con él… ¡Horror! ¡El “Tío Mantequero” a la vista! Cuando aparecía por la puerta, desaparecíamos. El pobre hombre se lamentaba: “¡Hay que ver, con lo que yo quiero a estos niños, y el miedo que me tienen!”.  

        Entre nuestros personajes míticos, era popular entonces entre los chiquillos la Tía Espanta, que yo la vi alguna vez, pero pasaba poco por nuestra calle. Su atuendo era de refajos negros largos y un sombrero de paja de ala ancha, lo cual llamaba la atención. Más frecuente era el paso por allí de Toribio, con su garrota, un hombre sencillo de cierta minusvalía psíquica. En un plano diferente, el de las chucherías, estaba Sabino que pasaba con el carrillo por nuestra calle, y se colocaban, él o su madre, en la esquina Plazarejo/P. Llorente (Mucho después, sería al lado de la torre): caramelos, palo duz, bichillos (camarones) y los célebres cangrejos, etc. También tenían carrito del helado. 

En cuanto al carrito de los garbanzos tostaos era muy típico Paco El Tostaero. Vivía en la calle Jesilla (Dehesilla), y nuestra calle la tenía de paso. La ganancia de aquel hombre consistía en cambiar un vaso de garbanzos tostaos por otro de garbanzos crudos, que al no estar hinchados, eran más cantidad. Yo iba a la cámara y, a hurtadillas, sacaba los vasos de garbanzos. Un manjar rústico al que hoy la gente no presta la menor atención. Este pobre hombre, El Tostaero, tuvo un final terrible en los años ochenta: se fue a suicidarse a lo bonzo cerca de Santa Eufemia.

        Ocurría que en algunas casas o corrales se guardaban animales, ovejas o cabras, por la noche. En nuestra calle, en la casa vieja de Cándido “Chupadeos” (P. Llorente, 24), todos los anocheceres llegaban con cabras y ovejas, y las cerraban en esa casa. Por la mañana se las llevaban a pastar a los alrededores del pueblo. En casa de Francisco “El Cardito”, cuando vivían en la calle Viveros, tenían una pareja de cabras, que por la mañana les abrían la puerta y se iban ellas solas a pastar por El Gusanito. Y regresaban solas por la noche. A veces no regresaban y había que ir a buscarlas, porque se habían mezclado con las cabras del Hospital.

Y hablando del Hospital, era todo un clásico la colecta que a partir de septiembre hacían las Hermanas del Hospital, casa por casa, en busca de una aportación de la cosecha, que dirigía la Hermana Adela, acompañada de un hombre con una o dos bestias, y allí iban cargando sacos y costales de lo que la gente les daba: grano, trigo o garbanzos de la cosecha. Mi madre les daba medio costal de trigo y una cuartilla de garbanzos: o a veces jabón, del que se hacía en las casas.

        Foto: Las últimas monjas nazarenas del Hospital, foto que les hice hace treinta años. La segunda por la izq. es la Hna. Adela, la que recogía los “diezmos” por el pueblo con el burro.                                                      

 

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        Algo especialmente típico en Villanueva era la celebración de las primeras comuniones, en la gran austeridad de los años cincuenta, todo sencillo, no como los bodorrios infantiles actuales. Ya desde la escuela, unos meses antes, se apuntaba a la catequesis, que se hacía en la iglesia de San Miguel, con varios bancos puestos en círculo. Varias señoras catequistas nos ponían al tanto del catecismo. Aproximándose la fecha (en nuestro caso, 6-6-1954), se encargaban en la imprenta (Buenestado, calle Alta, 1, o en la Librería La Concepción) las estampas conmemorativas, como un recordatorio. El maestro don Manuel Rubio me escribió unos versos, dos cuartetas en rima asonante: una atención especial con su alumno predilecto. Luego estaba el problema del traje. El mío fue prestado: no sé dónde lo consiguió mi madre. Y allá que fui con mi traje prestado, que me quedaba muy bien, como se ve. Ese día hicimos la comunión muchos niños conocidos: Pedro “El Garbancito”, Paco Tébar, los hermanos Ferrero, Anita Cañuelo, Luna Muñoz (mi media naranja), entre otros muchos.


Foto.- Aquella mi primera comunión del 6-6-1954. Mi madre procuró que no me faltara un detalle. Todo prestado, incluso el traje. 



        El día anterior del gran evento íbamos a confesar. No sé qué pecados podíamos tener, tan inocentes. En fin… En la mañana de la celebración, el gran problema para las madres era que los niños no comieran nada, ni caramelos ni nada, porque entonces la comunión tenía que ser en ayunas. Riguroso ayuno total. Si no, se estropeaba todo. Llegó la hora del gran día (1954, 6 de junio, con ocho años). No recuerdo quién de mi familia me llevó. Al salir de casa coincidí con los de la casa abajo: Angelita y su hijo Pedro (“el Garbancito"), y fuimos juntos (él con 7 años, muy menudillo, como se ve en las fotos). La iglesia de San Miguel estaba llena de niños y niñas, unos con traje especial, otros con ropa corriente (Era la “crisis” de entonces. Para los de abajo siempre hay crisis). El ceremoniante era, como siempre, don Marcial.

Foto.- Anverso y reverso de mi Estampa de 1ª Comunión, con un poemita que me escribió mi maestro don Manuel Rubio. Un gran detalle para su alumno más aplicado.

        Y todos tan formalitos hicimos nuestra primera comunión. Cuando todo acababa, nos ponían en fila india e íbamos pasando por la Sacristía, donde don Marcial nos iba dando a cada uno: unas jícaras de chocolate, una torta de aceite y la estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro (Un antiguo icono cretense que se venera en Roma). Siempre se guardaba esa estampa como recuerdo, o se enmarcaba, al lado de un cuadro mariano que entonces había en todas las casas: la Virgen del Carmen, con su escapulario, rescatando a los penados del Purgatorio.

Foto.- Una princesita que hizo la comunión aquel mismo día, Mª Luna Muñoz Gutiérrez, con los años mi media naranja, hecho entonces ignorado y predestinado. 

        Después de la ceremonia, sucedían dos eventos. Primero, a hacerse el retrato preceptivo. A mí me llevaron a la retratería de El Pintao, en la plaza. Quedé, pues, inmortalizado. Y luego venía el paseíllo. Un familiar te llevaba a casa de todos los titos y titas, abuelitos, etc. (No se decía “tíos” ni “abuelos”), y por la vecindad: se les entregaba una estampa o recordatorio y, lo más interesante, te daban una buena propina, que íbamos reuniendo en un bolsito… ¿Cuánto recogí? ¿En qué empleé tamaña suma? Hoy habría dado para una cuenta en Suiza.

        Fotos.-Don Marcial dando la comunión a Pedro El Garbancito, junto a su madre y a su pariente Martín El de la Eléctrica. Y a la izquierda, oh sorpresa, se ve a un Princesita, Lunita Muñoz (Lady “Cardita”, mi futura esposa). Resulta que hicimos la primera comunión el mismo día. Predestinación.

Segunda foto: en el centro, el menudito Pedrito Ruiz (Pulgarcito, diría yo), al lado de su pariente Martín y de su madre Angelita Muñoz, nuestra querida vecina de la Casa Abajo. Aquí, entre los niños se ve a Juan Ferrero y… ¿a quiénes más?

Tercera foto: Está hecha en la misma ceremonia (6-6-1954) junto al púlpito de la iglesia. En el centro, Pedrito, al lado de Antonio Ferrero. Más al fondo, su madre Angelita. Hacia la derecha, Juan Ferrero. En primer plano, Juan Palomo Morales. ¿Y los demás? En cuanto a mí, no sé en qué banco me puse que no salgo en escena. 


Foto.- El día del Corpus de 1954, con el desfile de las niñas de primera comunión de aquel año. La tercera por la derecha es Mª Luna Muñoz, y a la derecha la abuela, Luna Gómez Rodríguez. Los niños iban separados, pero yo no asistí a esto, porque el traje ya había sido devuelto a su dueño, no sé quién.                                                                                        

           

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        Para los plebeyos, fue aquella una infancia sin juguetes (La Jet tenía de todo). Los muchachos de nuestra época soñábamos, por ejemplo, con una bicicleta (otros, con el aro y la gavía). Para mí, ya en los años sesenta, un día trajo mi padre una bicicleta, que le había tocado en no sé qué rifa, una GAC, grandota. Aprendí su manejo en el último corral de la casa. La primera prueba fue darme un cacharrazo contra la pared. Aquella bici la tuvimos mucho tiempo, y las averías se remediaban en César Gañán (Génova, 7). Con esta bici iba al cortijo, a más de 15 kms., que se tardaba una hora, por el camino viejo de Montoro, el que ahora ha cortado la Estación del AVE. Un gran palizón, sobre todo en dirección a Villanueva, cuesta arriba. Al pasar a la altura de Las Almagreras, dirección Villanueva, a la derecha del camino, en la cerca lindera, está el pozo de Acisclo Castro “Follarique”.

Yendo yo de ciclista, sudoroso y sediento, vi a otros meterse en el pozo, ajustando los pies en los laterales, hasta llegar al nivel del agua, cosa que yo imité. Después de calmar la sed, ascendía por las paredes del pozo, sano y salvo, como Dante desde el averno. Una temeridad propia de los años locos. Una vez (1966), fuimos en bicicleta, Paco Rot y yo, a Hinojosa, nada menos, a ver a un compañero de Seminario. Era allí la feria, y vimos la película “James Bond contra Goldfinger”. Me encantaban las bicicletas. Una década antes, a finales de los cincuenta también pude hacer prácticas en una bici chica, sin guardabarros, que había en casa de mi tía Alfonsa, de la calle Las Ventas (San Gregorio), que me prestaban de vez en cuando.

        En aquellos años cincuenta había un catálogo de enfermedades infantiles, que no son las de hoy. Por culpa de la escarlatina me llevaron por primera vez a Córdoba, hacia 1952 (6 años). La escarlatina consistía en un sarpullido en la piel y se orinaba casi sangre. Mis padres me llevaron a Córdoba, supongo en el coche de línea. Nos hospedamos allí en casa de la tía Dolores, una hermana de mi abuelo materno (casada con Miguel “Cebolletas”). Nunca más he vuelto a saber de esa familia. La consulta era en la clínica del doctor Manzanares, el pediatra más conocido de Córdoba en aquella época, un destacado preboste del Régimen (según he sabido después). Sólo dos recuerdos de aquello: la gran frialdad de los azulejos blancos de la consulta, donde me pusieron para reconocimiento; y el tratamiento: inyecciones y un gran bote de jarabe blanco, llamado Glucodulco. Otras enfermedades infantiles eran: el sarampión, los bultos y la viruela, además de gripes y catarros. El menú típico de la enfermedad era: la tortilla francesa, el arroz en blanco y los plátanos, que sólo se comían en convalecencias.

Inolvidable entonces era el ceremonial de las inyecciones, que para cualquier cosa recetaban, en el trasero. Se presentaba en la casa el terrorífico practicante. El nuestro era uno de la calle Conquista, don Antonio López “El Tío Chiquitín” (el padre de Dolores López… De sus hijos al que yo más conocía entonces era uno llamado Pascual). Llegaba aquel terror a la casa, ponía en la mesa una cajita de zinc.  En la tapa prendía fuego con alcohool, y encima colocaba la cajita con agua, donde hervía la jeringa. A continuación pinchaba el tapón de goma de la penicilina, lo succionaba y ¡banderilla que te crió a las posaderas! Algunas inyecciones dolían a rabiar. Hoy día ya no se usan las inyecciones, no sé por qué. En el campo nos curábamos las heridas con cocitorios de jara y tomillo. A casa pudo venir algún otro practicante, que no recuerdo. Años después se hizo popular doña Isidora Parejo, practicante y comadrona, tan dinámica y competente, y con mucho genio, como debe ser.

Entonces se carecía de todo. Lo que hoy es normal, entonces no. Ni radio ni transistor ni Tele. La primera vez que vi semejante brujería de TV fue en el comercio de Juana Amor, en el escaparate que daba a la calle P. Llorente. Había bastante gente arremolinada ante el escaparate, viendo una corrida de toros, algo insólito. Toda nuestra infancia pasó sin el invento de la Tele, que en casa no tuvimos hasta finales de los sesenta. Mi referente de fechas es el festival de Eurovisión (el de antes; no el de ahora, con las Ucranias, las Albanias y las Moldavias… que trafican con los votos descaradamente, ¡vaya caterva!).

La primera vez que vi este Festival fue en 1966, con Raphael y el “Yo soy aquel”. Y fue en el Seminario. No llegué a ver el de 1964, con Gigliola Cinquetti y “No tengo edad”. Y tampoco el de 1965, cuando ganó France Gall y su “Poupée de cire, poupée de son”. Fueron canciones célebres. También en el Seminario pude ver los años siguientes eurovisivos: “Marionetas en la cuerda” (1967), el “La, la, la”, de Masiel (1968). Hoy, nadie sabe de estas cosas de la música pop, pero nada musical interesante se puede hacer sin conocer la historia de la música ligera, a partir de los años sesenta. Hoy se lleva la cultura light: no saber nada de nada

        La Televisión se podía ver en algunas casas y en algunos bares, esporádicamente. En la calle San Miguel había Tele en la casa de Mulitas. Recuerdo que allí iba yo con mi prima Catalina y veíamos los Festivales de la Canción del Mediterráneo, como aquel de 1966, en el que ganó el Dúo Dinámico con “Como ayer”. También iba yo a casa de las hijas de don Arcadio Herrera, Carmen y Maruja, en la calle Concejo, a ver “Galas del sábado”.

        Se puede decir que la Tele se generalizó en Villanueva cerca de 1970, como ocurrió en mi casa: una Tele, marca Lavis, que compramos a Juana Amor. Fue el año de Julio Iglesias en Eurovisión con “Gwendoline”. Solían venir a ver algún programa: Angelita de la casa abajo y su hija Anita, que era una fans de Julio Iglesias. Un día de verano, de finales de los sesenta, después del Telediario de mediodía pude ver por primera vez a los ídolos de la juventud de entonces: Los Beatles. Se trataba de un programa de “Mundovisión”, de 26 países. Inglaterra puso a sus mitos de Liverpool, con All you need is love (1967), una de las mejores creaciones del célebre cuarteto. 

        Cambiemos de tema, y volvamos a finales de los cincuenta, a los tipismos de la vida cotidiana. Algo muy curioso era el encalo de las casas, las de la gente corriente. Era una profesión de mujeres, las encalaoras. Las casas de Villanueva se encalaban con tierra blanca, hasta comienzos o mediados de los sesenta (siempre hablo de las casas de la plebe, no de la Jet). Se compraban unos terrones blancos, se hacían pasta, con agua, y se añadía un bote de azulillo. Con ese azul celeste se han encalado siempre en Villanueva las paredes, en el pueblo y en el campo. Los techos, blancos. Se desalojaban las habitaciones, se amontonaban los trucos y se liaba una gran zapatiesta y zafarrancho. Para tal menester se avisaba a la encalaora. La nuestra era de la calle Juan Blanco, Cándida Serrano (De la misma calle era la  Alifonsa, una sastra de ropa de hombre, que también vino alguna vez). Se encalaba con un “estropajo” de pellica de borrego (En Villanueva nunca se ha dicho “cordero”). Y en todas las casas había una escalera de escalones de madera, que todavía conservo. En el cortijo era mi madre la encalaora, con la tierra blanca.

        Foto: Una tarde de paseo de la Academia “San Miguel” en los primeros depósitos de la carretera de Conquista (hoy circunvalación), sobre febrero de 1962. A la dcha., don Rafael el cura, luego Andrés “Costilla”. Un poco a la izq., el autor.

 

                                                                 

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         Aquellos años de subdesarrollo, también eran parcos en el disfrute de unos medios de comunicación inexistentes. Si antes se dijo que la Tele nos llegó tardísimo, con la radio nos pasó casi lo mismo. La primera vez que entró una radio en mi casa fue hacia 1957. Mi padre se relacionaba con Pepe Tébar, en la misma calle P. Llorente. Y un anochecer se presentó en casa con una radio que le habían prestado en Casa Tébar, sólo para aquella noche. Colocamos la radio en el cuerpo central de la casa, donde estaba la candela, el humero y la mesa estufa. Y nos sentamos en corro, a disfrutar de aquel prodigio-brujería de la modernidad. Se nos caía la baba escuchando aquello de… “Aquí, Radio Andorra…”, un programa de discos dedicados.

Sonaron canciones de Los 5 Latinos (“Quiéreme siempre”, “Balada de la trompeta”…), Antonio Molina, etc. A mi padre le gustaba Angelillo (Vean “Ay, Carmela”, en Youtube). Nos llegó la medianoche en aquel fiestorro. Devolvimos la radio y fin de fiesta. Otra vez que tuvimos radio prestada fue en el campo, un día de la matanza, fin de año de 1964, cuando figuraba como éxito el “Sirtaki” (película “Zorba el griego”), que escuchábamos en una radio Vanguard, que nos prestó el tío Cristóbal.

        A finales de los cincuenta, conseguía yo escuchar la radio en casa de mi abuela (c/ P. Llorente, 28). Alguna tarde iba yo por  allí, cuando las mujeres hacían encajes de bolillo. Mi abuela tenía ya una radio de lámparas marca Iberia. De aquellas audiciones recuerdo algunas canciones: “El cordón de mi corpiño” (Antoñita Moreno), “La fuente del avellano” o “La hija de Juan Simón” (Antonio Molina), “Camino verde” (de Angelillo), etc. Eran (y son) buenas canciones (“Temazos”, diríamos hoy). Siempre me ha interesado la buena música, de todos los estilos. De Angelillo (madrileño, de Vallecas) he sabido después que estuvo exiliado, y había escapado de España en el último momento (1939), desde Cartagena, en unión de Sabicas (uno de los grandes guitarristas españoles de todos los tiempos), y llegaron a Orán, y de allí a Argentina (Habían cantado mucho para el Ejército de la República, “gran pecado”). La radio Iberia de la abuela acabó en mi maleta conmigo en Córdoba, en mis dos últimos años de Seminario (1966-1968). Esto me llevó a convertirme en un expertillo de la música pop, desde entonces hasta hoy.

        A finales de los sesenta, había un puesto de prensa en el Bar Torres, de la plaza. Lo regentaba una señora, y un muchacho que, con un triciclo, repartía la prensa por las calles. Me apunté a la revista Mundo Joven, que era la biblia del pop, y me la llevaban a casa (1968-1970). En estas fechas estudiaba yo por libre el Preu, y luego, 1º de Universidad (a partir de 2º ya estudié como oficial en Madrid). En esos años citados, me costeaba dando clases en la Academia San Miguel, y algunas clases particulares en casa. Luego, en Madrid, seguí lo mismo: estudiando y dando clases particulares.

        Volvamos muy atrás. Me faltan algunas pillerías de la infancia, en la calle P. Llorente, casa de mi abuela Isidora (núm. 28). Hacia 1953, con el fin de conseguir alguna “liquidez” (que dicen ahora) para bolindres o para plátanos, nos dedicábamos a sisar hierros de la casa de mi abuela (herraduras, clavos, rejas…) e íbamos a venderlos al comercio de José El Pollo, que estaba en El Plazarejo (El núm. 7, donde hoy la Caixa). El Pollo, además de vender sardinas arenques, latas de bonito, bacalao y similares, compraba hierros viejos, cosa que estimulaba nuestro afán de rapiña. Tanto que un día me llevé la paleta del brasero de la abuela. A la pobre le daban los siete males y tuvo que ir a rescatar su paleta al comercio del Pollo. El dinero me lo había gastado en plátanos (no en porros, claro).

        A finales de los cincuenta, cuando estaban obrando la casa de la esquina (P. Llorente/Juan Ocaña), luego supermercado de Medina, saltamos un día desde el corral de la abuela y nos metimos en medio de esa obra. Y, oh milagro, en medio de los escombros me encontré un billete de 25 pesetas. Un pastón. Y me fui, no de cubatas, como hoy, sino a la Librería La Concepción y me compré la primera pluma estilográfica de mi vida, una Kaveco, que conservé durante años con el mayor esmero. Ese era el gran ideal de un niño de entonces: una pluma para escribir, porque hasta entonces se usaba la pluma de plumín con el mango, y tintero de tinta china. Hace poco (2012), mi compañero de curso, Antonio Merchán Higuera, me recordó la pluma Kaveco.


Foto.- Fernando Buenestado, "Fernando el de la Librería", mi librero de la infancia, en la Librería La Concepción, de al lado de la Iglesia. La memoria de mis estudios está aquí vinculada. 


        Los chiquillos del vecindario estaban siempre jugando en la calle. En mi caso, hasta que no acababa la tarea (hoy, deberes), no salía. De los chicos de la calle, creo que sólo tres estudiamos carrera (cuatro, si cuento a Domingo Rojas). Uno de ellos fue Antonio Padilla, un chico listo y educado. Un día vino a mi casa, y vio unos garbanzos que yo tenía sembrados en el arriate, y recuerdo que dice: “Esto qué son… ¿gardanzos?” (sic). Y yo me partía de risa, con las cosas de los chicos de ciudad.

        Un poco de gramática jarota. Cuando éramos chicos se escuchaban muchas palabras mal dichas, sin contar el clásico cucha (en vez de “escucha” o “mira”), la interjección ¡ea!  y el velahílo (ve-lo-ahí-lo, es decir, ve-lo-ahí, míralo ahí). Tenemos, al menos dos palabras con ceceo: *zumir (sumir) y *zurco (surco), que son vulgarismos. Lo peor eran el *truje (traje), el *naide (nadie), *vido (vio)... Recuerdo haber oído “Yo ero de Fulanita”, en vez de “soy”. El *haiga (haya), el *semos, (somos), el *algotro (algún otro). El verbo coger, en vez de caber: “no *cogemos por esa puerta” (cabemos)… Se decía hogaño, pero es una perfecta evolución latina: Hoc anno = hogaño. Correctísimo, según la Gramática Histórica.

El castellano, en la Andalucía cerrada, es mucho peor. Estando yo en el Seminario, nos llevaron de excursión a Málaga, y nos pararon a oír misa en Antequera (abril, 1966). Salió el cura diciendo: “El zeñó zea con vozotrooo”. A Paco Rot y a mí nos entró la risa floja y nos tuvimos que salir.

Foto.- Una visita de la Peña Taurina al Campo Fútbol, con algún torero o novillero. A la izquierda, el alcalde don Miguel Moreno, seguido de mi tío Pedro y de Antonio Calero.  

        Un recuerdo sobre toros. Sería la feria de septiembre de Pozoblanco, a finales de los cincuenta. Fuimos de toros la familia completa, y también nos acompañó don Manuel Rubio, el maestro mío entonces. Lo invitaría mi padre. Sólo recuerdo el gran calor que pasamos en el tendido, a pleno sol, y nos hicimos sombreros de papel. Por el tendido andaban los aguadores con el botijo y chucherías. De los toreros, recuerdo a Antonio Corpas. Fue la primera vez que salimos del villorrio todos juntos (y la última), para aterrizar en la capital taruga.

Foto.- Otra foto con el torero José Mª Manzanares, en el centro, al lado de mi tío Pedro. A la izquierda, los dueños: Antonio Calero, su hijo y su nieto.





Foto.-
En Madrid, verano de 1967, con mi primer reloj de pulsera, que le había tocado a mi padre en la Peña Taurina. 


        Mi padre vivía entonces muy entusiasta de la Peña Taurina, en el Bar Calerito, en lo Alto del Santo, que llevaba Antonio Calero (después, su hijo Francisco. Con el tiempo y con su nieto Antonio decayó la afición de las peñas taurinas). Creo que mi padre, y sobre todo mi tío Pedro, fueron de los socios fundadores. Hablaban mucho de toros (El Cordobés, El Viti, Camino, Mondeño, que se fue a un convento). Y hubo una rifa, y a mi padre le tocó un reloj, marca Potens, que fue mi primer reloj de pulsera. Luego, en 1968, los compañeros de Seminario me trajeron otro mejor de Italia, como premio por ser yo gran vendedor de papeletas por el barrio de Ciudad Jardín, de Córdoba. No fui a la excursión, por quedarme a dar clases particulares

Foto..- La Peña Taurina o Bar Calerito. En el centro, Francisco Calero Díaz. El descamisado es el torero José Mª Montilla. A la izda. asoma mi tío Pedro. Último dcha: Juan M. “El Moraño”. Antes, con sombrero, “El Albóndiga”.

 Foto.- La Peña Taurina. Con el alcalde Juan Blanco y el torero José Mª Manzanares, en el centro. Sentados, mi tío Pedro, el dueño Antonio Calero, y a la dcha., mi prima Carmen. Por la la izquierda asoma Alfonso Moreno Luna, primo hermano de mi padre.


Foto.- Una muestra de lo que fue el carnet de la Peña Taurina, a nombre de Gabriel Moreno Gómez, mi hermano, fechado en 1962. En varias ocasiones le tocaron entradas de toros para la Plaza de Córdoba, donde me encontré con él en 1965, cuando yo estaba en el Seminario. 

 

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Todo estaba enfocado hacia el campo. Llegaba el primer día de vacaciones, y mi padre ya estaba esperándonos con la burra aparejada, para llevarnos a Los Pobos. Allí estábamos todo el verano, cuatro meses. Y luego en navidad. Hasta febrero no regresábamos al pueblo, cuando ya se había curado la matanza. En resumen: casi medio año en el campo, faltando semanas a la Escuela. Pero así era la esclavitud del campo.

        Aparte de la era, la matanza, el huerto, etc. la principal tarea era guardar animales, sobre todo las vacas. Nos guiábamos, no por relojes, sino por la sombra del sol. Cuando la sombra llegaba a la pileta de las gallinas, había que salir con las vacas, siempre con mis libros en la mano, sobre las 4’30 de la tarde, en pleno chicharrero. Entonces sí que abundaban las chicharras, como un concierto de carracas. Y bajaba yo con la hueste mugidora hasta el río. Allí, entre las adelfas, las vacas pastaban a placer: los juncos, la juncia, el poleo con su aroma incisivo… Estampa bucólica, a lo Virgilio. El camino era recorrer los hierbazales del cauce, hasta una cerquilla perdida que teníamos más abajo, la cerquilla de Piedras Bermejas, que linda con lo de Panadero y lo de Juan Gutiérrez  “el Tomaso”. Esto me interesa, porque por allí andaba un muchacho, hoy conocido: era Luis Rico, el luego afamado pintor. Pertenecía a aquella modalidad de la posguerra, que consistía en mandar a los hijos con amo.

Las familias humildes repartían a los hijos por los cortijos: la ayuda y el trabajo, a cambio de la comida. Así se criaron muchos chavales entonces. Pues bien, Luis Rico andaba por allí, acogido por “El Tomaso”. Y charlábamos, pared de por medio. No recuerdo si colaboró conmigo en la construcción de una casita, en el puntal de la cerquilla, nada menos que con  metro y medio de altura, como cobijo contra los rigores de la canícula. Luis Rico fue un muchacho con alma de luchador, que de la humildad absoluta se fraguó una profesión, hasta el prestigio que hoy goza como pintor, con una Academia en Barcelona. Años después, cuando yo estaba en el Seminario y él estudiaba pintura en Córdoba, fue varias veces a verme, y salimos de paseo alguna tarde. Recuerdo que en el cine Lucano vimos la película My Fair Lady (De 1956, basada en la obra Pigmalión, de Bernard Shaw). Siempre nos profesamos el gran aprecio de los luchadores.

        Se echaba a los muchachos con amo. Mi padre tuvo acogido a nuestro primo Antonio Coleto Gómez, de mi tía Isabel, y estuvo varios años con nosotros, mediados los cincuenta. Era mayor que nosotros, muy trabajador y ayudaba mucho a mi padre. Luego se fue a Barcelona, a la Seat. No tuvo mucha suerte en la vida, y allí murió en 1992, lejos de nuestro Charco de la Estrechura, que tanto le gustaba, para bañarse e ir a peces.

        Y otro de los que estuvo con amo, siendo un muchacho, fue nuestro paisano Ernesto Caballero Castillo. Hacia 1948, estuvo con Francisco “El Cardito”, en el cortijo de La Alcarria o Alameda. Esta experiencia y otras muchas cosas las cuenta Ernesto en su reciente libro de memorias Vivir con Memoria (está en librerías), con muchos detalles de la Villanueva antigua y muestrario de las penurias y los juegos infantiles.

Foto.- Ernesto Caballero, ante el cortijo de Francisco "El Cardito", donde estuvo acogido "con amo" hacia 1948 (Foto 2017).  

        Ya que hemos mencionado el río Mataspuercas con las vacas, también me mandaron a veces a guardar ovejas al otro lado del río. Estando una vez con este ganado tan tonto y tan morro en la ladera del río, me sorprende un día un gran revuelo en el rebaño, salgo corriendo y veo, con estupor, que dos lobos andan liados con una oveja. Me pongo a dar voces y a lanzar piedras y palos, corriendo detrás de los lobos, que ya soltaron la oveja, pero la pobre, degollada, se murió. Un niño de 11 ó 12 años, corriendo detrás de los lobos, algo hoy increíble. Pero así fue. Hoy, los niños ven un perrillo y se ponen a llorar. Nosotros crecimos sin la molicie ni la blandura de los chicos de la urbe.

        Todo eran fatigas. Un anochecer que llovía a mares, al meter mi padre las ovejas en el corral, faltaban dos o tres. “Hay que salir a buscar las ovejas”, nos dijo. Nos pusimos unos impermeables de los que había entonces, de un plástico duro, tieso y brillante, incomodísimos, y a buscar las ovejas por la cerca del Cerro, en plena noche cerrada y bajo un diluvio. Anduvimos muchísimo. Al pasar bajo algunos chaparros, salían las palomas de estampida en la oscuridad y con gran estrépito, y tembletones que te crió.  No recuerdo si encontramos las ovejas, pero sí que volvimos como una sopa. Fatigas y más fatigas.

        Otras veces me pusieron a guardar pavos. Criaba mi madre unas piaras de pavos considerables. Recuero que, cuando pequeñitos los pavos, mi madre los sobrealimentaba con trocitos de huevo cocido, y luego les hacía una especie de pienso o gachas con salvado y con ortigas. Se usaba mucho entonces el salvado (la cascarilla del trigo). Así que nos mandaba a buscar ortigas con una espuerta, y a ponerse morados de picaduras y escozor. Cuando los pavos estaban medio criados, había que llevarlos a recorrer las cercas. Lo que hacían era “cazar”, sobre todo, grillos (saltamontes). Conforme avanzaba la horda de los pavos, los grillos saltando por todas partes. Mi atuendo era el sombrero de paja y el látigo. Cuando los pavos llegaban a una cuesta abajo, echaban a volar y casi los perdía de vista. Yo a correr y correr detrás de los pavos, y me vengaba a latigazos. A uno se le lió el látigo en el pescuezo, y por poco me lo cargo. Me hubiera caído una ensalada de tortazos, cogotazos y pescozones.

        Los pavos dormían en el chaparro de la puerta del cortijo, cosa curiosa, pero a los pavos no les gustan los gallineros, sino los chaparros, y mientras más alto, mejor. Pues bien, una noche ocurrió la visita de las zorras. Éstas no gatean a los chaparros, sino que se ponen a arrescuñar el tronco, saltar y bailar. Y los pavos, tan tontos, van y se tiran al suelo. Cuando por la mañana nos levantamos ¡qué espanto! Patas de pavo por aquí, cabezas por allí, pavos agonizantes… ¡Una cerrecina! (sarracina)… ¡Cómo lloraba mi madre! Nunca la había visto con aquel desconsuelo, porque aquellos pavos significaban mucho para la “liquidez” de la casa. Se perdió casi la mitad de la piara.

        Mi madre tenía una enorme capacidad de trabajo. Cuando chicos, yo la vi más de una vez segar ella sola una cerca entera de cebada y trigo, por ejemplo, la cerca del Cerro entera, que es la más grande. A nosotros, de unos 10 años, nos ponían a segar también. Nos compraron unas hoces pequeñas, nuestro sombrero de paja y un dedil. El dedil es una fundita, que se pone en el dedo meñique izquierdo, que es donde la hoz puede hacer daño. Eso sí, mi hermano Gabriel y yo hicimos una petición: segar bajo la sombra de los chaparros. Lo peor era eso: el soletazo. Se iban cortando manojos con la hoz, y sobre el brazo izquierdo se iba haciendo el manojo grande, que se sujetaba con una lazada de las mismas espigas. Y con los manojos se formaban los haces, que luego ataba mi padre. Para escaquearme, me inventaba ir al pozo cada dos por tre a llenar el pilar de agua.

        FOTO: Las Camachas, las segadoras más asiduas en Los Pobos. Mi padre las solía llamar para la siega, los garbanzos y recoger bellotas. Arriba: Agustina y Magdalena Camacho, la madre. Quedó viuda y sacó adelante a sus hijos segando por aquellos contornos, desde el cortijillo que tenían lindero con nosotros. Ella araba, talaba y hacía de todo. Abajo: Anita y María (Otros hijos eran: Magdalena, Julia y Martín).                                                        

                                                     


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        Vamos ya a la Escuela Primaria. Me llevaron por primera vez a la Escuela cuando tenía 7 años, en 1953, por tanto. Un poco tarde, sin duda. Por eso procuré luego darme prisa. El primer día de Escuela fue algo indeleble. Me apuntaron a la Escuela de don Juan Polo, en el salón de Torres, en la calle Concejo. Allí me presenté un día de otoño de aquel año, con mi cartera nueva (nada de las mochilas de hoy). La cartera estaba hecha de “material” (es decir, piel). Así, con carteras andaban todos los niños y durante muchos años. Y las hacían los zapateros. Seguramente, me hizo la cartera nuestro zapatero, Andrés Vioque “El Reciencenao”, de la calle Rey. Mi cartera nueva y mi cartilla, para aprender a leer.


Foto.- En la parte de arriba  de este caserón de la calle Concejo (salón de Torres) estaba la Academia de don Juan Polo. Se entraba por la última puerta de abajo. Entre los maestros, don Manuel Rubio. Aquí aprendí mis primeras letras.

El maestro que me atendió siempre fue don Manuel Rubio, que era un ex seminarista de los Salesianos (Muchos años después supe que su padre, Antonio Rubio Cobos, de Pedroche, fue fusilado en Villanueva, el 26-3-1940 ¡Qué fuerte!). Y aquel primer día escolar ocurrió mi primer problema “científico”. La primera lección de la cartilla, todos lo recordarán, era ma-me-mi-mo-mu mi-ma-má-me…. a-ma Todo claro: la m con la a = ma; etc., pero me encuentro con ama, con una a- delante… ¡maldición! ¿qué hago con una a- delante? ¡Plaf! ¡Plaf! ¡Plaf!... guantazos van y guantazos vienen. Me calentó don Manuel, pero bien caliente.

        ¿Cuál fue mi reacción aquel día, con 7 años? Lejos de acobardarme y lloriquear y decir que ya no iba a la Escuela –reacción frecuente en los niños-, hice todo lo contrario. Regresé a casa (P. Llorente, 28, entonces), y le dije a mi abuela Isidora: “¡Vamos a leer toda la cartilla!” Le hice leerme la cartilla de la A a la Z. No comimos. Y a las 3’30 volví a la calle Concejo: “¡Vamos, Paco, a leer!” Empecé la primera página y, a toda carrerilla, acabé en la última página. “¡Muy bien!” En un solo día terminé la cartilla… bien picado de amor propio. ¡Y a otro libro! 

Foto.- Don Manuel Rubio con un grupo de alumnas en la calle Concejo, hacia 1953. Detrás se ve un cochino por la calle, cosas de la época. Abajo, el mismo maestro con un grupo de alumnos.


        Ya no volvieron a pegarme en la Escuela. Sólo años después, en la Academia de don Ricardo “Molaera”, éste me empujó un cabezazo contra la pizarra, por aquello de los “senos y cosenos, tangentes y cotangentes”… ¡que vaya rollo! Y nada más. Ya me cuidé de que no me calentaran más, al contrario que otros muchos, que eran la percha de las tortas. Ahí quedó mi primer problema “científico”. Así, muy en serio me tomé siempre las cosas de la vida. Nada de flojeras ni galbanas.

        En el salón de Torres estuve sólo el curso 1953-54. Don Juan Polo, falangista de pro, andaría por allí, pero no lo recuerdo. Sólo que en su casa de la calle Cañuelo estaba Correos, enfrente de la Academia. En 1954 nos mudamos a vivir a la casa de P. Llorente, 15, cuando mis abuelos pudieron echar de allí a “Cascanueces”. Allí, dos familias: los de mi tía Rosa y nosotros. La gente se apretaba entonces en las casas como hoy, con la “crisis” de entonces. Y también hubo cambio de Escuela: en 1954, fui al salón de Rosita La Polonia, esquina de las calles Cerro/Torrecampo, enfrente de Emilio “Carabinas”. Don Manuel Rubio se fue allí con Andrés “Costilla” y algún otro, y mi padre me apuntaba siempre con don Manuel.


Foto.- El salón de "La Polonia", al final de la calle Cerro, donde cursé la Escuela Primaria (1955-1958), bajo la dirección de don Manuel Rubio y Andrés "Costilla". Se conserva tal cual. Se entraba por puesta de la izquierda.

        Del salón de La Polonia, al final de la calle Cerro, ya recuerdo más cosas. Fueron los años 1955-1958. Más de tres años de Escuela Primaria. Las vacaciones, por supuesto, siempre al campo, sabiendo que las de navidad se alargaban en el campo, hasta entrado febrero, hasta que se curaba la matanza. Para la escuela de La Polonia, todas las mañanas, con la cartera, camino de la plaza, luego la calle Contreras (donde nos deteníamos un rato a resbalar por la barandilla que todavía existe en la casa de don José Pedraza, la única cosa antigua que queda en Villanueva, porque todo lo derriban). Luego, por la calle Moral y la calle Cerro, que entonces estaban empedradas, con unos buenos peñascos, habitual en las calles de Villanueva. En la cartera, pocas cosas: algún libro, tal vez la Enciclopedia Álvarez, el tintero de tinta china, la pluma de plumín y mango, algunos lápices Alpino, la goma de borrar y, por supuesto, la rebanada de pan tostao para el recreo. El recreo era en la calle Cañada  Alta, allí a correr y dar la lata a los vecinos. En el lado derecho de la calle, el rincón con un pozo público, que era donde se abrevaba el ganado de la trashumancia que bajaba de Soria a Andalucía para invernar.

        En los inviernos, los terribles inviernos gélidos de Villanueva, a la cartera se sumaba otro típico equipaje: una lata redonda con algo de picón y brasa, cogida con alambres, para calentarse en la Escuela. En el pupitre se ponía entre los pies, tan ricamente, hasta que salían cabrillas (las espinillas coloreadas). Bastantes niños iban igual, con sus latas de brasero, pero otros ni siquiera tenían ni lata ni picón. Como éramos el demonio personificado, por el camino solíamos jugar dando vueltas a la lata de brasero como si fuera una noria, y más de una vez el picón salió por los aires. Lo normal entonces era que fuéramos víctimas de los sabañones, en la nariz y, sobre todo, en las orejas, una especie de coloretes amoratados.

        El centro de aquella Escuela de La Polonia era don Manuel Rubio. De él recuerdo allí dos cosas principales. Una, la clase de Geografía y el aprendizaje de las capitales. Don Manuel nos ponía en corro y hacía, uno por uno, las preguntas con apremio: “Honduras, ¿capital?” “¡Tegucigalpa!” El que fallaba, bofetón que te crió. Había algunos que salían luego bien calientes. Desde entonces sé que: “Madagascar, capital Tananarive”. Por supuesto, no me tuvieron que pegar nunca. Con el percance del día de marras, ya hubo escarmiento.

Otro recuerdo de aquí, eran las historias sagradas que nos contaba Don Manuel con una teatralidad perfecta. Nos sentaba en corro y empezaba a representar la historia de José (y las acechanzas de Putifar, ¡una buscona de cuidado!), y Moisés en el cestillo por el río, y el paso del mar Rojo, y la zarza ardiendo, y Moisés cabreado porque la gente se le fue con el becerro de oro… y los hijos de Abraham: Rubén, Simeón, Leví, Judá… tachin, tatachín… José y Benjamín.

        Don Manuel narraba y narraba, reía, lloraba, gesticulaba… ¡algo impresionante! Nos quedábamos embobados, algo fuera de serie. Andrés “Costilla” también andaba por allí, y nos daba otras clases. Un ser entrañable, con su enorme cojera, y se ganaba la vida con la Escuela. Mi madre me preparó alguna vez regalos para él. Recuerdo llevarle unas docenas de huevos, o incluso una caja de pasteles de la Pastelería Dueñas. Eran las amabilidades de entonces con los maestros, que eran admirados como semidioses (Hoy, son los alumnos los que pegan a los maestros. O tempora, o mores!). Se puso de moda en 1957 coleccionar el álbum de Marcelino pan y vino (película de 1955, protagonizada por el niño Pablito Calvo, bastante “pavo” el nene, y la película un poco ñoña). Yo completé mi álbum, que aún conservo. Los cromos se compraban en el puesto de Sabino, y los intercambiábamos. Luego salió otra colección, la de  Sisí Emperatriz, pero esto era más bien cosa de las niñas.

                                                                  

16

 

        Estábamos en la Escuela primaria (1955-1957). Había Escuela por la mañana y por la tarde, y siempre echaban tarea (no se decía deberes) para casa. Al menos en mi caso, la tarea era lo primero, y si quedaba tiempo, se salía a la calle a jugar. Recuerdo la cantidad de mapas que había que pintar, con los típicos lápices de colores Alpino, y el bloc de dibujo, para lo cual acudíamos a Fernando el de la Librería,

        Son curiosos los recuerdos relativos al cine de la época. Recuerdo en pleno funcionamiento el Teatro Variedades (¿No se podía haber conservado?), y una película concreta: Julio César. Allí Bruto, apuñalando al dictador… Una de romanos. Con relación al cine de verano, en el Campo de Fútbol, el recuerdo de otra película concreta: Las Chicas de la Cruz Roja, con su canción inolvidable, y Concha Velasco, jovencita… Fue una película emblemática del Régimen, a la que fui acompañado de mi prima Catalina.

Del cine del Teatro Español, los recuerdos son ya posteriores: La Túnica Sagrada, Los Diez Mandamientos… Eran ya las películas en “cinemascope”. Y cómo no, las películas de Joselito y Marisol. Y el cine de verano en la calle P. Llorente (hoy Supermercado), que veíamos desde el corral de nuestra tía Paca, subidos en la leñera del corral (calle Navas, 2, donde la carpintería del tío Eduardo). Recuerdo: El derecho de nacer (1952), Currito de la Cruz (1949) y otras antiguallas que hacían época.



Foto.-
El histórico Teatro Variedades, ya desaparecido por obra de la retro-pala, a la que es tan aficionado el Ayuntamiento. Lo construyó a comienzos del siglo XX don Matías Moreno, el de la Farmacia. Multitud de representaciones y actos de todo tipo se celebraron aquí. Durante la guerra, gran número de eventos  y mítines. Personajes históricos, como Aldo Morandi, pasaron por aquí. Y aquí vi yo mis primeras películas de romanos. Un verano reciente contemplé estupefacto su demolición. En el tema del conservacionismo Villanueva está completamente desnortada, como cuando derribaron el antiguo edificio de Banesto, el Matadero Municipal, la fábrica de la calle Industria, el Campo de Fútbol, y todo lo que se les pone por delante. "Pobre Villanueva mía... entre cazurros rota..." (Lope de Vega).

        La religión era algo omnipresente. En no sé qué evento, tal vez en las misiones de los dominicos, de marzo de 1954, o en una fastuosa coronación de la Inmaculada (8-12-1954), mi tía Rosa nos preparó unas banderitas con los colores del Vaticano, a un lado ponía una A, y al otro, una M, pintadas con purpurina (“Ave María”), y allá fuimos, agitando nuestras banderitas escolares. Y en un Viernes de Dolores, también mi tía Rosa me llevó a la Procesión de las Velas, en la calle Real, y allí encontró motivo mi afición de pintor.

Al regreso a casa, dibujé en el bloc lo que había visto: la Virgen de los Dolores, los bordados del manto, los candelabros y los faroles… Mi tía Rosa se fue por la vecindad a enseñar mi “obra de arte”. Y ya que sale el tema, revelaré otras minucias. Unos estandartes que salen en la procesión de la Borriquita, en San Sebastián, me los hizo pintar don Rafael el Cura, así como el diseño de la cancela de la casa clerical de esa parroquia, que representa un San Sebastián asaeteado. Y Pepe “El Florista” se empeñó en que le pintara un “San José”, que conservará su familia. Opúscula dispersas, que el viento se llevó.

        Volvamos al Barranco de los Pobos (Seguía la Escuela de La Polonia, antes de entrar en la Academia de Bachillerato, en 1958). En 1957 fue la construcción del Oleoducto Rota-Zaragoza, que pasa por El Chaparral, junto al cerro de la Fresnedilla, finca de Los Serojas, donde hicieron un enorme destrozo de encinas. Mi padre nos llevó, a mi hermano Gabriel y a mí, a ver aquella zapatiesta. Fuimos andando –sería la primavera o verano-, cruzamos el río y ascendimos luego, marrando coscojas y lentiscos. Llegamos, y allí andaban los norteamericanos, con todo un alarde de máquinas, excavadoras y cacharros… Iban trazando una larga zanja, con otra máquina envolvían las tuberías con rollos alquitranados, todo negro, todo humeante… Algo insólito.

Lo que más me llamó la atención fueron las latas de conserva. Todo lo que comían estaba enlatado: la carne (latas como las que hoy se compran para perros y gatos), los fideos, la fruta, los postres… todo en latas de conserva. Creo que nos dieron unas latas, que a mí me sabían a rayos. Nos debieron de ver con pinta de famélicos tercermundistas. ¡Asco de comida yanqui! ¡Viva el gazpacho, las migas tostás, los cochifritos, la morcilla y el lomo en pringue!

Por aquellas fechas, o antes quizá, también nos llevó mi padre al Cerro la  Venta del Puerto (andando lógicamente -¡Cuánto senderismo entonces!-, con nuestra burra aparejada, con sus aguaderas). El cerro se llama así, porque había una venta, de tipo rural, una especie de cantina del lejano Oeste, a la traspuesta de lo alto del cerro, camino viejo de Montoro. Fuimos campo a través,  saltando paredes y cruzando hondonadas y altozanos, entre jaras, tomillos, romeros, torviscos y aviérganos (esta botánica casi ha desaparecido hoy)… con nuestra burra siempre, como Platero y yo (“peludo, suave…”)… Son los rasgos poéticos del campo, ignorados por la gente del asfalto. El caso fue que llegamos a la venta, una tasca un poco cutre, y allí vendían comestibles, aperos de labranza, horcas, azadones, ollas… y por supuesto, vino manchego en abundancia. Mi padre compró víveres, algunos aperos…, y su garrafa de manchego. Creo que nos obsequió con unas jícaras de chocolate, manjar de sibaritas entonces. Y regresamos por el Chaparral, cruzando de vuelta el río Mataspuercas.

        Todos los campos estaban entonces llenos de gente, peones y jornaleros de todo tipo, carboneros, pastores, cabreros, porqueros, gañanes con yuntas de mulos…Y por eso existían estas ventas rurales, algunas antiquísimas, la mayoría en el Camino de Montoro: Venta Velasco (al pasar el arroyo del mismo nombre, a la izquierda de la carretera actual), Venta Los Locos (también a la izquierda de la misma carretera, en lo del “Garbancito”), La Venta de Orán (ahora a la derecha de la misma carretera, a la par del Cortijo de “La Venceja”), y luego, al trasponer el cerro, la citada Venta del Puerto.  Era la estampa ancestral campesina. Había que arar, sembrar, talar, segar, la era, la matanza, hacer el pan, el jabón, etc., y la gente vivía afanosa, pero tranquilamente, sin estrés.

Y hablando de aquella nutrida población rural, los caminos aparecían siempre llenos de gente con bestias, que nos cruzábamos al venir con nuestra burra al pueblo. Iban con sus cargamentos y con sus viejas y malolientes mantas de borra, sus recuas de bestias y sus chiquillerías. Nosotros, en plena “austeridad”, siempre andábamos limpios, aunque con los calzones remendados. Y nuestras babuchas en verano (nunca tuvimos alpargatas) y los botillos en invierno, que nos hacía, de material (piel) nuestro zapatero de la calle Rey, Andrés “El Reciencenao”. Y nuestro saquito (jersey), de lana gorda.

        Mucha gente vivía entonces en el campo, y algunas familias en chozas. Por ejemplo, en la cerca más al Sur del cortijo La Parrona (el de mi tía Rosa), que lindaba con lo nuestro, allí hubo siempre una choza, cerca del camino, que le decíamos La Choza de “Morol”. Se llamaba Antonio Amorós (hijo de la tía Anita “La Matera”, la cual estuvo con los Rufinos) Les llamaban “materos”, porque habían venido de Almería, pero nunca se dedicaron a ese oficio. Recuerdo a aquel hombre, renegrido… tenía un bollo en la sien, de la metralla de la guerra. Mi tío Cristóbal le permitió alojarse allí con su familia, en una choza (en realidad, un hormazo grande de paredes, con techo de palos, rastrojos y jinesta), y el hombre se dedicaba a echar jornales por todos los contornos. Estaban allí el matrimonio y dos niños, Ana y Sebastián, razón por la cual fui yo a aquella choza, ya que nuestro cortijo era lindero.


Foto.- Toda la familia Amorós, residentes en Barcelona desde mucho tiempo. Y vivieron un tiempo en el "Chozo de La Parrona", al lado de nuestro cortijo. Aquí están: Antonio, el padre, su esposa, y los hijos, Anita y Sebastián, con los que jugábamos. 

Sebastián Amorós me ha escrito y explica todo mejor: “Nos decían materos, porque mi familia (mi abuelo) había venido de Almería en 1924. Trabajaron en la molina de don Julio Fernández, de la calle del Torno. Y en el cortijo El Barrancón, de Adolfo Fernández (“Rufino”). Mi padre venia con 5 años, y con 18 se fue a la guerra, donde lo hirieron; luego pasó a  Francia, de donde regresó, para casarse en Villanueva. Estuvo con Torrico en Tumba, y luego se fue a Los Pobos, al cortijo de tu tío Cristóbal… Yo cuidaba una piara de pavos. Mi hermana era mayor.

La choza era un hormazo, de paredes normales, pero el techo era de palos cubiertos de rastrojo de cebada y centeno. La candela estaba a la parte izquierda, y a la derecha había unos teletones para tapar las camas. Enfrente de la choza había un peñasco rajao” (email, 12-2-2014). Y lo que son las cosas de la vida: resulta que una nieta de Antonio Amorós, Ana Mª Copado Amorós, vive en Mataró y pertenece al Club de Water Polo, ha participado en los Juegos Olímpicos de 2012, en Londres, y ha sido Medalla de Plata.

        FOTO: Una procesión de niños por la calle Conquista, el 26-3-1954, con motivo de las misiones de los Dominicos (Amabilidad de Francisco Rojas). Ahí están  las banderitas del Vaticano que nos hicieron en casa. Y quién será ese niño costalero, con su viejo abrigo, de paño raído.

                                                                  

17

 

Costumbre típica de los cincuenta era el trabajo de las modistas a domicilio. Eran magníficas profesionales, costureras de primera fila. Eran las modistas un reflejo de una artesanía ancestral. En aquellos años casi no existía la ropa confeccionada, sino que se compraba la tela a granel. Todas las tiendas de tejidos tenían grandes rollos de tela. Se compraba la tela por metros o varas, un par de veces al año, se avisaba a la modista, y se cosía todo tipo de ropa: camisas, calzoncillos, blusas, pantalones cortos, etc., Se decía “darse una vuelta de ropa”.


 Foto.- Las típicas tiendas de entonces con los rollos de tela a granel. La palabra "tienda" quería decir "de tela o tejidos". Lo demás eran "comercios". Aquí, la tienda de Los Serojas, que hoy se conserva idéntica. Ante el mostrador, su dueño Sebastián Muñoz Casalilla (qepd). Foto del autor. 
 

A aquello de la modista se le daba muchísima ceremonia, una especie de acontecimiento. Mi madre se hacía de la tela en las tiendas próximas: la de Pepe Patacas, Bernabé Bejarano, Los Serojas, Juanito de las Marineras, etc. Y los hilos, muy importante: en casa Luisa Romero, en Las Escalerillas. Se traían muestrarios de botones (los célebres botones de nácar, que hoy nadie nombra). Previamente, había que conseguir liquidez: se vendían unos pavos, huevos o algún jamón o paletilla, que venía a recoger a casa el célebre Macana (Miguel Romero Cachinero). En general, nuestros cuatro jamones de la matanza se iban casi sin catarlos. Se comía uno por la feria, y una paletilla o jamón por Navidad, y ahí se acababa el vicio.

        A lo que íbamos: a la modista. Se preparaba la sala, se ponía a punto la máquina de coser, los hilos (canutillos y ovillos) y, muy importante: se compraba café del bueno (el que hoy tomamos todos, porque ya todos somos ricos, y se ha olvidado el café de cebá). Dos veces al año se tomaba café del bueno: en los días de la matanza, y cuando venía la modista. Y se preparaba también algún dulcecito: o se compraba (bollos, tortas…) o se hacía algo en casa. Mi madre solía hacer los célebres borrachuelos, que jamás he vuelto a ver en ningún sitio. Con una masa endulzada y con vino (de ahí lo de borrachuelos), se hacían unas tiritas planas, que luego se doblaban y se freían, para finalmente emborrizarlas en azúcar o en miel. De esta manera se daba el desayuno y la merendilla a las modistas.

Recuerdo ir con mi madre a la calle Amargura, donde vivía María Josefa La Nazaria, para avisarle. Una mujer muy habilidosa, que cosía a enorme velocidad, trazando las líneas con una típica tiza-pastilla azul. Traía unos muestrarios de figurines, con siluetas de la “última moda”, y en aquello se inspiraban. Tenía una hermana muda, Benita, a la que recuerdo perfectamente. La Nazaria venía siempre con una ayudante. Era muy conversadora, nos lo pasábamos bien, salvo cuando nos hacía rabiar a los chiquillos.

        En Villanueva estaban también las sastras, mujeres que cosían ropa de hombre, chaquetas, trajes, pantalones… Había también varias, y muy competentes. La gente trabajaba en todo, para buscarse la vida. A nuestra casa venía a veces la llamada Alifonsa (¿Ildefonsa?), de la calle Juan Blanco, también con su ayudante, su tiza y los mismos preparativos.

En los tejidos empezaron a llegar grandes modernidades, como las “medias de cristal” (nylon), trajes y chaquetas de tergal (que no se arrugaban). Después, el poliéster, así como las camisas de “lavypon” (lavar y poner, de lavado rápido y sin plancha) y tervilor. Inolvidable el “persislar” (plexiglás), como plástico suave, transparente o de color, para impermeables de vestir, etc.

        Cambiamos de tercio, con la vuelta a Los Pobos. Existe una novela ignota de Antonio Porras (Premio de la RAE, 1927), El centro de las almas, “la novela de las tierras de Los Pedroches”, según Azorín. Falta ahora la novela de Los Pobos, en torno a El Molino (molino de agua), en el mismo río Mataspuercas, donde vivían Marina La Malena, y su marido Diego “Astillas”. Vinieron mucho a nuestro cortijo, a la matanza y a algunas tareas más. Nunca nos contó, porque de esto jamás nos hablaban, que a su hermano, Juan “El Maleno” lo fusiló el franquismo en 1948.

El Molino nos era muy familiar –hoy es un simple hormazo, de piedras caídas-, por su gran charco para bañarse, y porque enfrente teníamos una cerca, la Cerca del Molino, a donde íbamos a guardar las ovejas, a 3 kms. del cortijo. Pasados los años, conocí a un cuñado de la Marina, Pedro Torralbo Bravo, buenísima persona, que me tuvo mucho aprecio y en vacaciones siempre iba a visitarme. Hoy reposa cerca del monumento a las víctimas del franquismo, segundo patio del cementerio, con una lápida que sólo él fue capaz de diseñar: una gran hoz y martillo, más un poema de Pedro Garfias, libro que yo le regalé. Qué fuertes sus principios, qué rojo su corazón y qué fuerte su amistad. Lástima que no exista el paraíso, para colocarlo en primera fila.

        En Los Pobos, otro pequeño lugar de memoria era, al otro lado del río, y lindando con éste, el Pozo de la Venceja. Aparte de ir allí a beber agua, estando con las vacas por el río, íbamos al golondro de un árbol piruétano, existente junto al pozo, cuyos frutos, una especie de peras silvestres, de sabor rústico y áspero, son hoy impensables para el fino paladar de la gente pija.

        Otro recorrido que hicimos la familia por aquellos años fue desde el Barranco de los Pobos a la Loma del Caballero, la antigua heredad de la familia de mi madre, ya simple minifundio. Y es que se organizó la célebre partición, que se decía. Y como se hacía en las particiones de entonces, iban los agrimensores a medir el terreno, en nuestro caso fue el perito Mulitas. El caso fue que emprendimos aquella marcha andando, como siempre. Llevábamos, tal vez, alguna morcilla o longaniza (la palabra “chorizo” no se usó nunca), y para el agua: la botija, una especie de cantarillo, con una sola boca.  Fuimos por el camino hacia la Cerca del Molino, cruzamos el Llano de los Reyes y pasamos por el arroyo Sieteveces hacia terrenos ignotos.

Llegamos al antiguo emporio de la Loma del Caballero. Allí estaban mis tías Isabel y Alfonsa, mis tíos Antonio y Alfonso Rey, etc. Ellos organizaron sus cosas y los chiquillos nos fuimos a corretear con los primos de la tía Isabel, y nos fuimos al huerto, a coger ciruelas. Lo  más interesante era una higuera ubérrima que había en la puerta del cortijo. Nos pusieron aquel día una gran sartén de arroz y “gallo muerto” (siempre se decía “gallo”… ¿quién ha inventado esto de llamar “pollo” al “gallo”?), que hicieron mis tías, muy atentas como siempre. Y diseñaron la partición. En el lote de mi madre, en dinero, entró también un brioso caballo blanco, digno del Cid, con el que regresamos a Los Pobos. De villanos habíamos pasado a caballeros. Varios años anduvo por allí el caballo campeador, con los demás domésticos: La Clavellina y La Madroña (yunta de vacas) y Caputo y La Marcelina (yunta de mulos). Durante un tiempo mi padre iba a casa (al pueblo) con aquel caballo, hasta que lo vendieron, y se acabó la “orden de la caballería andante”.




 

        Foto.- Una borrosa imagen de Mª Josefa Gutiérrez La Nazaria, nuestra modista, en su taller de casa.







Foto.- Una curiosa foto de 1932 (19-sept), con las siguientes señoritas de la época: Arriba, de izq. a dcha: mi tía Alfonsa, Mª Josefa La Nazaria, mi tía Isabel, y Benita, hermana de Mª Josefa. Centro: Ana Arévalo (Madre de Paco El Mojino, Bar La Cooperativa), y su hermana (tal vez Cecilia). Abajo, en el suelo, a la izq., mi madre (Magdalena Gómez Romero) y otra hermana de La Nazaria, Eulalia Gutiérrez (Abuela de Fernando el del Ayuntamiento).

                                  

18

 

        La gente del campo tenía muchas habilidades. Mi abuelo Francisco “Castilla” era muy mañoso en hacer cestas de mimbre, que entonces eran muy necesarias, y los hueveros de mimbre, en los que se iban guardando los huevos para llevarlos a vender al recovero (el nuestro: Alfonso Girón, c/ P. Llorente, donde después un Supermercado). Recuerdo que había una mimbrera, con sus varetas largas, en lo que era el huerto del tío Cabezota (Dionisio Gómez, curiosamente hermano de la que luego fue mi abuela política, Luna Gómez). El “tío Cabezota” nos resultaba un mito infantil, muy callado, al que veíamos pasar, taciturno, con su burra. Su huerto estaba por bajo del nuestro, llamado “de La Camacha”.

        Otra habilidad de nuestro abuelo era hacer sillas de enea. Tenía una barrena, con la que hacía los agujeros para los palos de la silla, y un cepillo carpintero, la lezna y otras herramientas curiosas. Una vez que hacía el esqueleto de la silla y el respaldo, empezaba a tejer el asiento con la enea, que se cogía en el río Mataspuercas, o en cañadas y cejos. Por el pueblo había entonces una curiosa profesión, que era la de los eneadores, que iban por las casas remendando y eneando sillas. Y otra profesión era la de los lañadores, que iban también a domicilio recomponiendo con lañas los lebrillos, orzas y cerámicas con alguna raja. Todo se remendaba. Hoy, todo se tira.

        A mi abuela Isidora Zamora la vi algunas veces hacer pan de higo, en tiempo remoto. Era una tarea de comienzos de octubre. Antes se recolectaban los higos, procurando que estuvieran sanos, y se ponían a secar en la pasera, una especie de entarimado de cañas. Ya secos, no demasiado, se ponían en alguna cesta de mimbre y se metían breve tiempo en una caldera donde se había cocido hinojo (también, cáscaras de naranja), con el caldo algo caliente. Una vez ablandados los hijos, se traía la máquina de las tajaíllas, de la matanza, y se picaban como si fuesen salchichón. Se les podía dar una segunda pasada. Se conseguía, pues, una masa como molondrosco, se le ponía algo de anises (matalaúva), o rayadura de naranja, y sobre todo algo de almendras, tanto enteras como trituradas con la machacaera. Se le daba forma como panecillos, y ya estaba el magnífico alimento del pan de higo, potente en vitaminas y nutrientes, tanto que Sócrates decía: “Si llevo higos y pan en la alforja, ya tengo alimento suficiente”. Entonces se vendía en los comercios y se consumía mucho pan de higo. Hoy no: ¡Demasiado rústico! 

        He relatado la excursión al oleoducto, a la venta del Cerro la Venta el Puerto, a la Loma del Caballero, y me queda otra excursión memorable a la Molina de la Pepita Cámara (hija de don Pedro Luis Cámara, farmacéutico). Una primavera lejana mi padre nos llevó allá, a mi hermano Gabriel y a mí. Se sale del Barranco de los Pobos en dirección Sur, se llega a las Umbrías, se asciende a lo alto de las lomas, donde están los olivos de la Pepita, unos 6.000 olivos, más tierra de cultivo. Más abajo están ya los Montes Comunales y los pinos que llegan a Las Ratosillas. Pues bien, varias horas andando hasta el Cortijo-Mansión-Almazara de la Pepita.

Tras una buena caminata campo a través, llegamos a aquella mansión: una casona enorme, con habitaciones a ambos lados del pasillo central. Y en la cámara, también habitaciones para los aceituneros, manijeros, vareadores, porqueros, etc. Todo un universo rural allí metido. Llegamos allí un tanto circunspectos, hasta que nos recibió Pepita Cámara. En el pueblo, la casa solariega de estos Cámara está en la plaza, entre la Farmacia y el antiguo comercio de Juana Amor. Una gran casa, símbolo de viejo esplendor. Era una señora con el porte de la antigua usanza. Un vestigio de la época dorada del latifundio, paternalista y benefactora.

Lo primero que hizo Pepita Cámara, para romper el hielo, fue pasarnos a la primera habitación de la gran molina-mansión, a la izquierda, donde tenía el piano. ¡Insólito, un piano en un cortijo! Y nos tocó los acordes de El Negro Zumbón. Lo hacía bien. No salíamos de nuestro asombro. Y luego nos pasaron al fondo, para ver el proceso de la molienda y la extracción del aceite, es decir, la Molina. Allí había muchos capachos, con aceituna triturada encima. Iban colocando los capachos en la prensa, aplastaban aquella torre de capachos y empezaba a chorrear el aceite virgen extra como oro líquido. Una maravilla que no se me borrará nunca. Fue mi único contacto con el mundo del olivar y del aceite, porque nosotros no teníamos olivos, y esto lo ignoraba.

        Un entretenimiento infantil era ir a buscar candiles. Esto son colonias botánicas que crecen en primavera en sitios umbrosos de los peñascos. Y echan una flor extraña que es casi como un candil. Íbamos a buscar aquello y veníamos con un manojo de candiles. Hoy sé de algunos lugares donde se crían. Otras veces íbamos a por peonías, también en primavera. Una flor muy llamativa, como auténticos tulipanes en medio del campo, claro entre matorrales, en lugares un tanto protegidos de la voracidad de cabras y ovejas. Llaman la atención por su colorido y son flores bien grandes. Sólo tienen un inconveniente: su olor repelente. De ahí, tal vez, el nombre de peonías.

Y otro atractivo de la primavera era buscar criadillas. Son unas patatitas, como ciruelas, que crecen en tierra llana, y están relacionadas con una hierba parecida a la magarza (margarita de campo), y se descubren porque la tierra está un poco hinchada hacia arriba y resquebrajada. Es difícil dar con ellas. Bien lavadas, se hacía tortilla, aunque siempre tienen cierto sabor a tierra.


Foto.- El ingenioso "Tio Cardito" (Francisco Muñoz Castro), con sus nietas. Promotor de los Coches de Línea en Villanueva y murguista de carnavales, fue muy conocido. 

        Otras veces íbamos al cerro del Cuervo, ya que un extremo del mismo pertenecía a nuestro cortijo. En ese trozo de cerro, entonces con muchas matas, coscojas, lentiscos, romeros, tomillos y jaras, pero hoy totalmente pelado, como un paisaje lunar. Allí era frecuente ver nidos de zumayas, un pájaro pardo, como una tórtola, y ponía los huevos en medio del suelo pelado, a la intemperie. Ahora bien, en cuanto te acercabas, la zumaya te veía siempre, no sé por dónde, y al día siguiente el nido estaba cambiado, varios metros más allá. Y así sucesivamente. García Lorca menciona la zumaya en el “Romance de la luna” (Cómo canta la zumaya…).

        Capítulo rocambolesco era el día de la capa de los cochinos. Se presentaba el capaor, se metían los cochinos en la zahúrda, y teníamos que ir cogiendo los cochinos por la pata del jamón, pero he aquí que los cochinos, con esa pata, pegan unos latigazos a cien revoluciones por minuto y te dejan el brazo desmangarrillado. Yo, astutamente, me ponía a guardar la puerta. Lo peor venía luego. El capaor agarraba las turmas al pobre cochino, bien apretadas, y ¡Zas!, con una navaja le hacía una raja de arriba abajo. La turma testicular salía para fuera como en una explosión. El cochino chillaba como si lo estuvieran capando. Después de extraer una turma, la otra. Y así un cochino detrás de otro. Les lavaban la herida con zotal, y a correr a la cerca. A algunos se les infectaba la herida y se morían. Luego, lo peor: llevaban dos calderos de turmas al cortijo, se sancochaban (pre-cocción). Y después se freían en la sartén de barandillas. ¡Comida pestilente! Yo desaparecía. Dos días sin comer. 

 

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        Último capítulo del campo. El próximo empezaremos con la Academia. Terminamos con el peso de los chivos y los borregos. Solía venir el carnicero Gabriel “Colorín”, acompañado de los llamados jarreadores (arreadores), porque los animales se los llevaban andando al pueblo, y los arreadores cobraban una comisión. Entonces no había camiones como ahora. A comprar los animales grandes (vacas, becerros) venía Alfonso Moreno “El Pontoco”, primo de mi padre. También venía Gabriel “Colorín”.

        El caso era que a mí me ponía mi padre para apuntar los pesos, que eran en libras, no en kilos, con la romana allí colgada en la rama de un chaparro, en el toril que pegaba al cobertizo del horno. Un lío era aquello, y además no te podías equivocar, porque se perdía el peso de un animal, y era un perjuicio. Yo allí, con la libreta y el lápiz, más liado que un trompo. Mi padre no distinguía si yo era de letras o de ciencias, sino que era “el estudiante” de la casa y tenía que saber mucho “de cuentas”. Y además, alardeaba de ello ante los recién llegados. ¡Qué lío aquello de las libras!

Total, que iban pesando y cantando los pesos, como si fuera la lotería, y yo apuntando a “toda leche”, no fuera a equivocarme. Acababa el trajín, se llevaban los borregos o los chivos por el camino, con gran pena para mí… Los borregos son un tipo de animal un poco malasombra, pero los chivos son muy graciosos, vivarachos, juguetones y titiriteros... No comprendo cómo el día del juicio final, serán apartados los borregos de los chivos, y éstos irán al infierno… ¡Vaya faena!

        En un cuento de Leopoldo Alas “Clarín”, Adiós cordera, unos niños asturianos lloran cuando un día se llevan su vaca (Cordera), camino del matadero. Recuerdo que, cuando se llevaban los borregos y los chivos, las madres se pasaban varios días berreando, alocadas, de un sitio para otro. Los animales también tienen sus sentimientos. Apenas recuerdo el día del peso de los cochinos, porque serían fechas de Escuela. Me cuentan que era muy complicado: agarrar los cochinos gordos y subirlos a la romana, que se colgaba del chaparro, al lado de la zahúrda. Una vez pesados, también se los llevaban andando al pueblo, a pesar de su gordura. Tardaban el día entero, se cansaban, se acostaban, una odisea, y los arreadores llevaban merienda, para comer por el camino. Así era entonces, las ganaderías siempre andando por los caminos.  

        Nuestro ir y venir al pueblo era por el Camino Viejo de Montoro, por el Collado de Venta los Locos, luego Venta Velasco (donde ha ocurrido el corte por la Estación del Ave). Después, el polvorín de Las Almagreras, Roagüevos, hasta salir a la carretera a un kilómetro del pueblo. Siempre íbamos con nuestra burra, cargada de cosas en las aguaderas. Eran más de 15 kilómetros, tres horas de camino. Era el “tiempo lento” de la vida de entonces.

Generalmente, como la burra iba cargada, y para no fatigarla, mi madre iba andando y los chiquillos detrás. Eso era el senderismo de entonces. A veces, nos subía un poco en la burra, y nos iba turnando. Pero en invierno había que ir andando, para no aterirse de frío encima de la burra. Cuando entrábamos en el pueblo por La Zorrera, me llamaba la atención que las cunetas estaban llenas de alpechín, y las mujeres con espumaderas recogiendo restos de aceite sobre el alpechín, que fluía de la Fábrica de Timoteo. A eso se llamaba “castrar el alpechín”.

En el camino que citamos, había un lugar, a poco de pasar lo del AVE de hoy, en dirección al pueblo, que era un cejo, o un cepo, un rodal que rezumaba mucha agua y la tierra se hacía movediza, de manera que ahí se atascaban los carros, y había que ponerle piedras encima. Los chiquillos aprovechábamos aquella tierra movediza, para jugar y pisotear encima, y llenarnos los zapatos de barro. Resultado: una ración de guantazos. En aquellos inviernos terribles, al llegar al pueblo, la casa estaba congelada, como dice Dante en la Divina Comedia, donde en el noveno círculo está Lucifer, y en torno a él, muchos condenados en un lago helado, castañeteando los dientes, principalmente los traidores. Hasta las lágrimas tienen congeladas. Allí están Judas, Bruto y Casio, los asesinos de César... Faltan Franco y tantos traidores que en el mundo han sido.

        La pobre burra llegaba sudorosa al pueblo. Lo primero era ponerle dos calderos de agua del pozo. Luego, descargábamos las cosas, los huevos para vender, etc., se le quitaba el aparejo –ardua tarea- y pasaba el animal a su cuadra. La cena burrina era plato único: paja con cebada. No sé qué final tendría nuestra burra ni dónde se apagaron “los espejos de azabache de sus ojos” (Platero y yo). Y siguiendo a Juan R. Jiménez, hoy estará “en un prado del cielo y llevará sobre su lomo peludo a los ángeles adolescentes”. La clave de la Literatura es que sepa reflejar situaciones que hemos vivido. Al recordar nuestra burra infantil, es cuando se comprende una obra genial como Platero y yo, que siempre será ajena a quienes desconocen las cosas del campo.

En aquellos tiempos, la única calefacción de las casas era: la candela y el brasero. Y para remediar la frialdad polar de las sábanas, se podían utilizar unas bolsas de goma, llenas de agua caliente, que se metían dentro de la cama. La usanza entonces de las camas era muy curiosa. Las más antiguas eran con varales de hierro negro, con adornos dorados, y con somier de muelles. Pero en nuestra época se impusieron ya los varales niquelados, de color blanco, y el mismo somier de muelles. Lo normal, en el pueblo, eran los colchones de lana. Era uno de los afanes de la gente modesta: conseguir cama de níquel y colchón de lana para cada miembro de la familia.

Pero en el campo había mayor austeridad. En vez de colchones se tenían jergones, rellenos de paja o de bálago (pajones de centeno). Se dormía de maravilla en los jergones de bálago, sin lumbagos ni ciáticas ni cervicales. Es curiosa esta palabra, bálago. Estos esdrújulos con sufijos en –ago son de origen ibérico, prerromano (bálago, ciénaga, relámpago, murciélago, etc.). Quiere decir que por aquí anduvieron los iberos, los de Viriato… Pobre gente: ¡los masacraron los romanos! Hay otra palabra que no encuentro en el Diccionario de la RAE: las graces (en vez de escaleras). Subir una graz detrás de otra. Son cosas diferentes, que se empobrecen en la lengua de hoy: las graces tienen pasos, y las escaleras tienen peldaños. Es cierto: la lengua, sin experiencia rural, es cada día más pobre.


Foto.- Quizá el único monumento que han dejado en pie en Villanueva: la Casa de Los Serojas. La hizo construir Antonio Illescas "El Exquisito" en 1906, obra del célebre arquitecto Aníbal González, autor de la Plaza de España de Sevilla, entre otras muchas obras. Fue dedicado a tienda de tejidos. En 1912 vinieron de Pozoblanco como dependientes y aprendices los hermanos Muñoz "Serojas", que compraron el negocio en 1922. "Y ahí está, viendo pasar el tiempo...."

        Pasemos ahora a un inciso literario, relacionado con el campo. Cuando García Lorca dice: “Se apagaron los faroles / y se encendieron los grillos”… Nadie que no haya dormido en el campo comprenderá esta alusión al horizonte en lejanía del canto nocturno de los grillos. Dice Lorca en “La casada infiel”: “y un horizonte de perros / ladra muy lejos del río”, también esto es incomprensible para quien carezca de la experiencia nocturna del campo: las primeras horas de la noche los perros se ponen a ladrar sin saber por qué, y se motivan unos a otros, en cortijos cercanos, lejanos y remotos. Ese es el “horizonte de perros”. Por último, cuando dice Lorca: “con flores de calabaza / la nueva luz se corona” (“Pena negra”), ningún alumno de hoy entiende esto, si no ha visto las flores de las calabazas, que son pajizas. El poeta alude a la salida del sol en un horizonte amarillento.

 

20

 

        Y llegó el paso de la Escuela Primaria a la Academia de Bachillerato, de la Calle Cañuelo, 5, cosa que ocurrió para este autor en el curso 1958-1959. Esta casa, de dos alturas, pertenecía entonces a las hermanas Díaz (entre ellas María “La Brava”, la esposa de don José Pedraza). Más tarde, la vendieron a Luis Rojas, y por esa familia anda hoy, incluido como yerno el ginecólogo don Pedro Cañuelo. Mi primer curso de Bachillerato transcurrió ahí, en la planta de arriba. Era la Academia de don Manuel García. Al subir, a la derecha, estaba el salón de estudio, que cuidaba un jovencito entonces Bernardo Benítez (y daba alguna materia). A la izquierda, un par de clases. Entre los maestros, don Pedro Moreno, don Pedro Gómez “Muela”…. Entre alguno más.

Foto.- La Academia de la calle Cañuelo, a donde fui a cursar Bachillerato en 1958, bajo la dirección entonces de don Manuel García. 

        En esta Academia de la calle Cañuelo, 5, había estado antes don Vicente Pascual, con una trayectoria eminente, hasta que  en mayo de 1946 fue víctima inocente del “terror” del capitán Fernández, que organizó una redada de una veintena de personas, entre ellas los maestros de la Academia. No le importó estropear el curso a los alumnos en vísperas de exámenes. El pobre don Vicente, esposado con el otro maestro, don Francisco, hubo de salir, un día de mediados de mayo, encabezando la cuerda de presos, desde la Fuente Vieja a la Estación. Unos meses preso en Córdoba, luego aquello se sobreseyó, y ya no quiso volver jamás a Villanueva, y dirigió en Córdoba la célebre Academia “Espinar”. Qué cosas que no se saben. La España de la Inquisición.

        Sigamos con el edificio de la Academia. En la parte baja, a la izquierda estaba la Pescadería del tío Manuel, su sobrino José y el socio Julio Soto, que eran extremeños (de Fuente del Maestre). La pescadería nos atufaba con un olor áspero a pescado revenido. Y a la derecha había una taberna, la de Pablo Gómez “El Cebón” (cuyo hermano Pedro era uno de los propietarios del coche de línea que paraba en el Bar Cubero). 

Foto.- Don Vicente Pascual Soler, primer director de la Academia de la calle Cañuelo. Uno de los maestros más eminentes que ha tenido Villanueva, y como se ha dicho, fue reprimido y vejado por la derechona de Villanueva, fanática como ella sola, bajo los dictados entonces del capitán Joquín Fernández Muñoz. Un día de mediados de mayo de 1946 (tenía yo un mes), lo maniataron y lo condujeron a la  Estación encabezando una cuerda de presos. En Córdoba dirigió la célebre Academia Espinar. Jamás volvió a Villanueva. Así defiende la derecha la "libertad de enseñanza". El fanatismo, la Inquisición, el terror de los energúmenos.

      En esta Academia estuvimos sólo el Curso 1958-1959, porque al siguiente nos pasaron al salón de don Ricardo “Molaera”, al lado del Teatro Variedades. Del 1º Curso en la calle Cañuelo recuerdo pocas cosas. Ya he contado que en el recreo me acercaba al mercado de verduras, entonces en la Fuente Vieja, y me compraba un membrillo para el bocadillo, cuando no me había llevado la rebanada de pan tostao. Los recreos los pasábamos allí en la calle y en Las Escalerillas. Coches casi no había: pasaba un coche cada dos horas. Por tanto, se jugaba al balón en plena calle. Conservo la imagen de sentarnos en el acerao (no se decía acera), enfrente de la Eléctrica actual, que tenía unas losas enormes de granito (¿dónde habrán ido a parar las grandes losas de los aceraos de granito de entonces?), y esa imagen está unida a una canción de entonces: “La Campanera”, de Joselito (de “El pequeño ruiseñor”, 1956), que todo el mundo tarareaba (“Por qué ha pintao tus ojeras / la flor de lirio real…”). La letra es un poco extraña. He leído que es la historia de amor con un maquis… (“Dicen que si un perseguío / que anda escondío / la viene a ver. / Cuentan / que amante espera / la Campanera / con la ronda de las tres…”). Pudiera ser. Se entonaba también: “Moliendo café” (Hugo Blanco, Venezuela, 1958), con una letra muy poética: “Cuando la tarde languidece, renace la sombra / y en la quietud los cafetales vuelven a sentir / esa triste canción de amor de la vieja molienda / que en el letargo de la noche parece gemir…”.

        Pero el plato fuerte de este capítulo va a ser “La lista más famosa”, según la expresión de Antonio Merchán Higuera, cuya ayuda, la de Mateo Torres y alguno más, además de mis recuerdos, ha servido para reconstruir nuestro curso, que era así, cuando pasaban lista:

1) Montesinos Mengual, Mª Luisa (La única chica del curso; 2) Blanco Jiménez, Paquito (de la Farmacia de la c/ Conquista. Se fue a Granada, después de 1º); 3) Blanco López, Miguel Ángel; 4) Blanco Rojas, Juan Francisco; 5) Blanco Yun, Pedro (sobrino del juez); 6) Cámara Silva, Antonio (Hijo de un carnicero, pariente de A. Escribano); 7) Díaz Castro, Roque; 8) Díaz Merchán, Antonio (“Pistolas”); 9) Ferrero Carrasco, Antonio; 10) Juan Ferrero (Así se pasaba la lista); 11) Gañán Díaz, Ángel; 12) García Cabrera, Francisco (“El Tarugo”, hermano de Felisa); 13) Gutiérrez Viveros, Pedro (casado con Pilar Blasco); 14) Higuera Torralbo, Antonio (de la c/ Conquista); 15) Merchán Higuera, Antonio (“El Chori”); 16) Moreno Gómez, Francisco (este modesto autor); 17) Muñoz de Torres, Alfredo (el hijo del practicante, proveniente de Cardeña); 18) Muñoz Fernández, Ángel (El de “Las Marineras”, ya ausente); 19) Rey Caballero, Pedro (sobrino de las telefonistas); 20) Rojas Bejarano, Domingo (nieto de Bernabé “el de la Tienda”); y 21) Torres Gómez, Mateo.

        Si no hay error, ésta es “La lista más famosa”. Yo debí de aterrizar por la Academia de la calle Cañuelo en octubre de 1958, después de las faenas veraniegas del campo. Me agarré a los libros con mucha ilusión. De las clases, recuerdo poco: las clases de Matemáticas, que impartía don Manuel García, un gran maestro, afable, pero serio y discreto. La Geografía, con don Pedro Moreno, un maestro muy tímido, pero excelente persona. Tenía el título de Licenciado. Supongo que el Francés lo daría don Pedro Gómez. Y otro recuerdo muy curioso: lo rara que me resultaba la “Formación del Espíritu Nacional”. Me superaba la mollera: los Principios Fundamentales del Movimiento, el Fuero de los Españoles… ¡qué rollo colosal! Hoy dan la tabarra con la asignatura “Educación para la Ciudadanía”, y ¡Hay que ver el trancazo falangista que nos metían a nosotros! Lo que va de dictadura a democracia: entonces nos manipulaba la Falange a toneladas… ahora, unas modestas normas de Ciudadanía las critica sin piedad la derechona… ¡y lo que ellos han perpetrado en el pasado! No tienen freno ni miramiento ni escrúpulos ni pudor.

En aquella clase castigaban a veces a algunos a mediodía, sin comer, pero se escapaban por un ventanuco, iban a comer, y se venían corriendo, como si tal cosa.

        En la primavera de 1959 nos mandaron hacer los preparativos burocráticos para confeccionar el Libro Escolar, la foto, el certificado médico, para el cual fui al médico don  Alejandro Yun, una persona honorable. Todavía conservo mi Libro Escolar, y todas las notas, incluso las de fin de mes, que se daban en la Academia. En 1959, a primeros de junio, todo se iba preparando para ir a los exámenes (yo, de Ingreso y Primero) en el Instituto “Góngora”, de Córdoba, de la Plaza de las Tendillas. Este viaje, para el próximo capítulo, porque fue algo pródigo en anécdotas.

 Foto.- Un grupo de alumnos de la Academia de la calle Cañuelo, de un curso un par de años por delante del mío, con los siguientes integrantes: La fila de arriba es la más difícil: 1º por la izq. Ernesto Gañán. El penúltimo: Luis Ochoa. Último derecha: Macedonio Ranchal. La fila de en medio, de izq. a dcha: Balbino Pozuelo (médico en Sevilla), Pedro Torres, Juanito Parejo, Dolores López, Alfonsa Castillo, Catalina Benítez y Bartolomé Cabezas. Fila de abajo, de izq. a dcha: Un hijo de Sebastián el del Banco, Miguel Rivilla, Pedro Tébar y Juan Fco. Higuera (“Bamboletas”). Una foto de enero de 1956.

                                                                   

21

 

        En 1959 ocurrió nuestro primer viaje a Córdoba, al Instituto Góngora, para el examen de Ingreso y Primero, como alumnos libres. Pero iban más cursos. Sería a primeros de junio. Fuimos por Pozoblanco, en el coche de línea. El único recuerdo fue la parada en el Balneario de Villaharta, además de todo el trayecto de jaleo y cantando: Para ser conductor de primera, de primera, /  con el vino se engrasa la biela / y se suben las cuestas mejor…. O se cantaba “La ovejita Lucera”, que de campanillas / le he puesto un cóllar…”, un temazo de entonces (de Pepe Mairena). Llevábamos la cartera con libros, alguna cosilla de aseo, y creo que la fiambrera, con la típica tajada de lomo en pringue. Con nosotros, entre algún otro, iba D. Pedro Moreno, una gran persona. Todo era impresionante: la llegada a Córdoba, al Paseo de la Victoria, Las Tendillas, y el aterrizaje en la Pensión “Mazo”, en la calle Pompeyos, 2, de Bartolomé Torralbo (hno. del maestro que fusilaron en Las Almagreras, en 1948). Hace poco bajé por esta calle, la fachada está igual, y recordé las estancias en la célebre pensión, auténtica “Casa de la Troya”. En la planta baja, el típico patio cordobés, con columnas, macetas, y un tímido surtidor en el centro. En la primera planta estaban los dormitorios. Apenas se dormía allí. Todo era revuelo y bulla, en la que, recuerdo, destacaban como alboratadores Mateo Torres y Bibiano Buenestado, entre algún otro. Pero estos dos no se me olvidan. Intentar repasar algo en los libros resultaba imposible. El primer despertar en Córdoba era un horizonte de campanas, próximas y lejanas. Córdoba despierta siempre entre campanas. Las más próximas eran las de una iglesia grandota, circular, que hay en la Plaza de la Compañía… y por las calles, la voz cansina de los vendedores de tortas y buñuelos.

        Bajamos los revoltosos al comedor, en el patio de la planta baja. El desayuno: café y las típicas tortas cordobesas, un tanto exóticas. El agua de Córdoba también sabía raro. A continuación, la gran cita en el Instituto Góngora, en la Plaza de Las Tendillas, con bastantes nervios, a rendir cuentas de todo un año en tres días. Y allí nos dejamos caer toda la pandilla de Villanueva, a las nueve de la mañana.  Recuerdo aquel imponente Instituto, de tanta historia, hasta hoy, con su patio en el centro. Lo primero era el examen de Ingreso (dictado y alguna otra simpleza). Luego, las asignaturas de Primero. A la izquierda, planta de arriba, fue el terrible examen de Lengua Española, con la terrorífica catedrática Luisa Revuelta, que daba calabazas al 80 % de la gente. La Revuelta desfilaba por el pasillo como un sargento chusquero. De pronto, se daba media vuelta, para pillar a alguien copiando. La gente temblaba. Parece que estoy viendo aquel examen. Había que analizar oraciones simples, y salió alguna pasiva refleja, como “se vende piso”, que casi todos pusieron impersonal, pero es pasiva refleja, porque tiene sujeto paciente: “piso”.  Acerté ésta y otras cosas, pero al final, como había que ir con el puñetero tintero de tinta china y el plumín, me manché la mano de tinta y puse la manaza sobre el examen. Me quedé aterrado, pero aprobé. Otro examen espantoso era el de Ciencias Naturales, con otro ogro, que era el Sr. Cabanás. Todos lo temían, pero logré pasarlo. El examen de Gimnasia era en la planta baja, a la derecha. Allí había artefactos: el potro, el plinto, la soga, etc. Creo que sólo me pusieron a hacer una tabla de gimnasia. Si me echan al plinto, me quiebro la cabeza.


Foto.- Mi querido Instito Góngora de Córdoba, donde cursé el Bachillerato como alumno libre. Cada fin de curso, nuestra Academia nos llevaba a examinar a Córdoba. 

        Todo esto ocurría en dos días o poco más, que transcurrían de la pensión al Instituto y viceversa. Y llegó el inolvidable examen de Geografía, que era mi fuerte. Examen oral. Planta baja a la derecha. Nos acompañaba D. Pedro Moreno. Nos pusieron en fila, delante de la mesa del catedrático. Y allí se las veía y deseaba cada uno como podía. Hasta que pasa el que yo tenía delante. Y le preguntan ríos de la vertiente atlántica. Respuesta: “No lo sabe” (sic). Montañas: “No lo sabe”. Yo me rebullía y sublevaba. Comarcas: “No lo sabe”. Y me tocó a mí. Recuerdo preguntas y respuestas. “Ríos de la vertiente mediterránea”: Ter por Gerona, Francolí por Tarragona, Ebro y Mijares por Castellón, Turia por Valencia… Respondía como una ametralladora. Luego, “comarcas”, “montañas”, y por último “poblaciones de Murcia”: Yecla, Jumilla, Mazarrón y Caravaca… El catedrático miraba a D. Pedro Moreno. Este asentía con la cabeza. Y yo allí, charlatán, a los 12 años. Visto para sentencia. Matrícula de honor. Triunfo del niño campesino de Los Pobos.

        Aquellos niños jarotes enseguida descubrimos ¡los helados de Las Tendillas!, la heladería La Flor de Levante (Hay otra en la esquina de arriba, David Rico). Acostumbrados a los modestos helados de Sabino, encontrarnos aquellos finísimos helados de Las Tendillas fue para mí todo un descubrimiento. Las cuatro perras que llevaba me las gasté en helados. Y siempre que vuelvo por Córdoba, si puedo, rindo tributo a estos helados de la infancia.

Foto.- Nuestro kioskero de la infancia, Sabino Ayala Calle. 

        Luego, en el pueblo, hubo que volver a los helados de Sabino, nuestro kioskero de siempre. Se llamaba Sabino Ayala Calle, con su típico puesto de chucherías en la esquina Plazarejo/P.Llorente, que era como una carretilla con ruedas. En los últimos tiempos, ya muy modernizado, puso un gran kiosco al lado de la torre. Y aquí cayó un día muerto, a los 59 años (20-7-1991). Un buen hombre, símbolo de nuestra infancia. El chiringuito lo fundó su padre Alfonso, un maestro albañil, que se quedó casi ciego por accidente. Sabino y su madre María le sucedieron en el “negocio familiar”. Vivían en la calle San Bernardo, 16, y pasaban cada día por mi calle, con el chiringuito de ruedas y el carrito del helado. Sin el puesto de chuches (camarones, gambas y cangrejos) de Sabino nuestra infancia no hubiera sido la misma.

        Cuando regresamos de Córdoba, sin tiempo para vacaciones, enseguida me llevaron al campo, a las habituales faenas de verano. Un rabiaero. A los pocos días, mi padre vino del pueblo y me llevó las notas. Estábamos en la era, y me las entregó, un tanto burlón. Se veía que D. Pedro le había hablado muy bien del buen alumno. Las notas resultaron un éxito para el catetillo campesino: todo el curso aprobado y matrícula de honor en Geografía; luego, caerían otras “matrículas”. La verdad es que siempre fui buen estudiante. No es vanidad, y menos a estas alturas. Además sería inútil aparentar lo que no se es, porque Villanueva nos tiene a todos catalogados, sin escapatoria, sin piedad y sin clemencia, porque en Villanueva hay un sanedrín de gente mala de solemnidad, de mirada torva, ademán adusto, lengua bífida y actitudes soberbias. Por tanto, los que aparentan más de lo que  son (snob), suelen recibir los rigores de la Inquisición.

Siempre, la tarea y las ocupaciones me espabilaron, por la cuenta que me traía.  Nunca fui de los que andaban a la zum-pan-zún, paseantes de villa y corte. Siempre viví con muchas obligaciones. Fue la mía una infancia sin ocio. Por ello observará el lector que no me alargo en la narración de juergas y jaranas, inexistentes. No soy relator de vagancias, parrandas ni melopeas, sino testigo de fatigas y trabajos.



Foto.- La única imagen de Don Ricardo que he podido conseguir. Está en el centro al fondo, al lado de Fernando el de la Librería.

        En el curso siguiente, 1959-1960, la Academia de la calle Cañuelo se trasladó al lado del Teatro Variedades, al salón de D. Ricardo Higuera Moreno (“Molaera”), al comienzo de la calle Concejo. La verdad es que hoy nadie recuerda estas cosas, ni sabe ni quiere saber. El catedrático Manuel Cruz escribió no ha mucho el libro Adiós historia, adiós: el olvido del pasado en el mundo actual. Todo el pasado fuera. No interesa nada. Cuando el pasado es lo único que tenemos, para ser lo que somos. Hoy la sociedad está hipnotizada por el presente, por el consumo... Presentualización ante todo. Demolición del pasado. Como único valor: culto desaforado al carpe diem. 

                                                                       

22

 


        La Academia de don Ricardo “Molaera”, en su casa del comienzo de la calle Concejo, tenía un gran salón arriba, más tres dependencias. No sé por qué se hizo el traslado desde la calle Cañuelo. Nuestra lista de compañeros de curso (2º) seguía casi igual. La lista de maestros la recuerdo ahora mejor: D. Manuel García (Matemáticas, Física), D. Pedro Moreno (Geografía, Historia, Latín), D. Ricardo (Lengua, también Matemáticas), D. Antonio Rodríguez Calero, muy jovencito, que nos daba dibujo artístico, el típico dibujo de carboncillo (estatuas, águilas,…), D. Pedro Gómez “Muela” (Francés), D. Alfonso Gañán (Latín, por poco tiempo) y su hermano Jaime, más joven, era el vigilante del salón de estudio, y el que nos atizaba de lo lindo con la vara de olivo en la palma de la mano, por hablar o reír en el estudio. Alguna vez me dio su “bendición”, con paletazos en la mano.


Foto.- El salón de la Academia que llamábamos de don Ricardo "Molaera", aunque el director era don Manuel García. En este lugar cursé 2º y 3º de Bachillerato, con muy buen aprovechamiento.

        Los recuerdos se me mezclan, entre 2º y 3º. Tenía buena relación con Domingo Rojas (el nieto de Bernabé, el de la tienda), con los hermanos Ferrero, con Mª Luisa Montesinos, con Alfredo Muñoz de Torres (muy buena persona, como todos), y sobre todo, Antonio Merchán Higuera “El Chori”, con el que fui alguna vez a nuestro cortijo de Los Pobos, por la matanza o algo así. Mateo Torres (con el que nos vestimos de máscara una vez), Gutiérrez Viveros, etc. Nos llevábamos todos muy bien.

        En estos dos cursos nos entró a varios el síndrome de la Gimnasia. Durante un tiempo iba yo a casa de Domingo Rojas, y en la azotea de la cocina hacíamos tablas de Gimnasia sin parar, con el libro de texto, que nos habíamos comprado. Queríamos quedar bien, cuando fuéramos a los exámenes, a Córdoba. Luego nos lanzamos a una preparación más intensa. Para ello, coloqué yo una soga (una maroma, que no sé de dónde la saqué), colgada en la viga del caballete de la cámara de mi casa (c/ P. Llorente, 15). Y allí aprendimos a escalar la soga, varios metros arriba, con gran perfección. La soga hay que subirla haciendo nudos con los pies, y bajar de la misma manera. A subir la soga venían a casa: Domingo Rojas, Alfredo Muñoz de Torres, Antonio Ferrero y alguno más. En Córdoba tuvimos gran éxito con esto. Y luego aprendimos a hacer el pino: apoyarse en las manos, y lanzar los pies para arriba, echándose sobre una pared. Hoy nos romperíamos la cabeza. También preguntaban esto en Córdoba, y hacer flexiones, el “decúbito supino”, y el “decúbito prono”.

Foto.- D. Manuel García, maestro vocacional, docente en las Escuelas Públicas y director de la Academia. Uno de mis mejores maestros de mi vida académica.

        Un poco sobre las clases en la Academia, como la clase de Lengua, con D. Ricardo, en lo cual era un profesor magnífico. Toda la sintaxis oracional que después he necesitado, la saqué de allí, porque en la Universidad me explicaron muchísimas rarezas, pero de sintaxis “como Dios manda”, nada de nada. Adquirí un gran dominio con D. Ricardo, de las oraciones simples y de las oraciones compuestas. Con los zoquetes él usaba “el jarabe de palo”. Mis alumnos se han enterado siempre muy bien de estos temas sintácticos y, cuando alguno renqueaba (muchos) les decía: “Os voy a mandar con D. Ricardo, y ese es el que os va a enterar”. Y todavía me acuerdo de la definición de “epíteto”: “es un adjetivo que indica una cualidad inherente al nombre al cual se aplica”. Ahí queda eso. Hoy, en los centros educativos de todo tipo, incluida la Universidad, nadie sabe un pimiento de análisis sintáctico: mezclan el análisis sintagmático con el sintáctico…, en fin, una pura desgracia. En vez de “Complemento directo”, sacaron la moda de llamar “Objeto directo”, que es una impropiedad absoluta. En Gramática hay que hablar de “complementos”, no de “objetos”. En fin, una parida detrás de otra. Luego vino el invento del análisis estructural, con “arbolitos”, que eso sólo sirve para oraciones simples, que debe llamarse análisis sintagmático. De análisis sintáctico no sabe hoy casi nadie. Sería de necesidad urgente escribir una Gramática, con los viejos truquitos y hallazgos, bajo el título de Gramática parda para alumnos zoquetes y profesores distraídos, con perdón. 

Foto.- Don Alfonso Gañán también colaboraba con la Academia dando clases de Latín. Era licenciado en Lenguas Clásicas y catedrático de Instituto. Uno de los grandes intelectuales que han salido de Villanueva. Siempre fue un modelo para mí. 

      Sin duda, el origen de nuestro dominio gramatical fue D. Ricardo “Molaera”. Tuvimos suerte: de D. Pedro Moreno, el Latín; de D. Pedro Gómez, el Francés (No estaba de moda el Inglés); y de Antonio Rodríguez Calero, el Dibujo. Magnífico dibujante. Hoy reside en La Luisiana (Sevilla). Como persona vale un montón. Y como intelectual, lo mismo. Entre 1983-1984 fue Director General de Arquitectura y Vivienda de la Junta de Castilla y León. También trabajó en las excavaciones de la Colonia Clunia Sulpicia (Sudeste de Burgos, límite con Soria).

        D. Ricardo también daba Matemáticas a un grupo. Un día estábamos con eso de los “senos y cosenos, tangentes y cotangentes”. No me enteraba (ni hoy tampoco), y me pegó un cabezazo contra la pizarra. Resulta que había un agujerito, y empezaron a decir las malas lenguas que yo había hecho el agujerito de la pizarra con la cabeza. No era cierto. El agujerito estaba de antes. No fue para tanto. Creo que fue el único atranque que tuve en aquella Academia. Un día, Mateo Torres le preguntó a D. Ricardo qué era una cosa “fofa”, con la idea de que D. Ricardo empezara a hacer el gesto con los dedos, visualizando lo “fofo”, y así cachondearse todos de lo lindo, pero D. Ricardo fue más listo, le pegó una torta a Mateo Torres, y ahí acabó lo “fofo”.

        También nos dio Matemáticas, creo que en 3º, D. Manuel García. Cada día nos mandaba un montón de problemas, de Matemáticas y de Física. Le dábamos las libretas y las devolvía corregidas al día siguiente. Yo tenía un bloc con todos los ejercicios, con planteamientos y soluciones. Lo presté a no sé quién y ha sido una pérdida lamentable. D. Manuel García fue uno de mis mejores maestros. Por “Pascua florida” organizaba llevar a toda la Academia al “cumplimiento pascual”. Íbamos a misa, confesión y comunión. Una vez al año. Eran las normas mínimas. Pero nunca nos puso a cantar el “Cara al sol”. Ni en la Academia ni en la Escuela Primaria. Nos escapamos. 

        La clase de Francés era otro poema. Resulta que a D. Pedro Gómez se le metió en la cabeza que todos los días teníamos que aprendernos una lista enorme de vocabulario francés. Yo me dormía cada noche con el libro de Francés en la mano (el célebre “Método Perrier”, el mejor método de Francés del mundo, junto con el “Método Assimil”), y por la mañana, con el desayuno (café de cebá con pan tostao), a mordiscos también con el “quelque” “quelconque”, “camisson”, “camissez”. Lo divertido venía después, en la clase de las 9 de la mañana. D. Pedro Gómez convocaba: “A ver, los que no sepan el vocabulario, que se pongan aquí en fila”. Y se levantaban casi todos, taciturnos. Iban poniendo el trasero en pompa, y D. Pedro, ¡Zas! ¡Zas! Con una vara de olivo. Cuando los “mártires” regresaban a su sitio, se sentaban en el banco, removiendo las posaderas, de un lado para otro, a manera de calmante. Luego salíamos pocos (Domingo Rojas, alguno y yo) a recitar el vocabulario, diligentes.

Foto.- D. Manuel García, y su esposa, un día de campo. A  la izq., señor no identificado. A la dcha., D. Alfonso Gañán y D. Pedro Moreno.                                                                   


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        “Decíamos ayer” que la asignatura más odiosa (para mí) era la Formación del Espíritu Nacional, una de las “marías” que hubo que tragarse hasta el último año de carrera, en plena Universidad (1973). ¡Y luego hablan de la actual Educación para la Ciudadanía! ¡Con lo que nos han hecho pasar a los viejos, de manipulación y lavado de cerebro! En 2º de Bachillerato (1960), junto a la teoría falangista, hubo que comprar un extraño relato de un niño pescador, Luiso, de la editorial Doncel, obra de José Mª Sánchez Silva (el autor de Marcelino, pan y vino). Un verdadero tostón de libro. Y en 3º nos vinieron con otro relato, cuyo título no recuerdo; sólo, que en el centro venía el autorretrato de Durero. 

Foto.- Don Pedro Moreno, licenciado en Geografía e Historia, fue un profesor muy competente. De él aprendí, además de mucho Latín, la caligrafía personal que todavía utilizo. Iba con nosotros a los exámenes de Córdoba y me apoyaba mucho. Mi gratitud.

       Luego, en los exámenes, nos preguntaban: Principios Fundamentales del Movimiento, las Leyes Fundamentales del Reino, como el Fuero de los Españoles, de 1945, o el Fuero del Trabajo, de 1938 (una copia para España de la fascista “Carta di Lavoro” de Mussolini, de 1927)… Imposible meterse en la cabeza aquellas “historias”. Fui pasando todos los exámenes de puro milagro. Hay cosas increíbles entre el presente y el pasado: En el franquismo de los sesenta, oh sorpresa, los derechos de los trabajadores estaban mucho más protegidos que ahora mismo… ¡con la “Reforma laboral”! Recuerdo que se entraba a trabajar en un sitio, con un solo mes de prueba y, al cabo del cual, se pasaba a “fijo”. Hogaño, con este capitalismo global, nadie tiene derecho a nada, el período de prueba puede ser eterno, no existe trabajo “fijo” para casi nadie, y todo es temporal, por horas o por minutos. Hemos vuelto a la esclavitud de Espartaco o a Kunta Kinte. Es el neoliberalismo salvaje mundial.

        En la Academia de Don Ricardo (director D. Manuel García), creo que era los jueves por la tarde, íbamos “de paseo” al Legío (Egido, por donde ahora “El Tío Eusebio”), y allí, a correr detrás del balón, que a mí me aburría bastante. ¡Siempre la obsesión con el fútbol! Desde entonces se me quedó esto: “¡Chuta Zarra y para Ramayer!” Entonces no había Tele, y los forofos iban los domingos por la calle con el transistor (que se inventó por entonces) pegado a la oreja. Toda la tarde con “La Rosaleda”, “La Condomina”, “El Sánchez Pijuán”… Entonces, sólo había fútbol los domingos; ahora, todos los días. Cuando estaba en la Academia San Miguel (1961-1962), para el recreo de la mañana íbamos al Campo Fútbol. En el juego destacaba la gran habilidad y movilidad de Don Manuel Rubio.

        Inolvidables eran las excursiones. Recuerdo que la primera, tal vez, fue a la Refinería de Puertollano (h. 1960). Viajamos en el automotor. Se me quedó en la retina el paisaje paradisíaco de La Garganta, con sus valles de mimosas, todas en flor (Era el 7 de marzo, Santo Tomás), los bosques de eucaliptos… Como era habitual, a las excursiones íbamos con nuestra merienda en la fiambrera. Mi madre, para esas contadas ocasiones, sacaba de la orza un par de tajaditas de lomo en pringue, algunas de hígado y alguna otra menudencia. Llegamos a Puertollano, del cual sólo recuerdo dos cosas: la fuente de agua agria, muy diferente a como está hoy (y por allí comimos, en unos bancos, en torno a la fuente). La otra atracción era la Refinería “Calvo Sotelo”, a donde nos llevaron los maestros. Sólo recuerdo el hidrógeno líquido, a bajísima temperatura, que sacaba alguien de un bidón y lo esparcía por el suelo, hasta que se evaporaba. Había también enormes planchas de parafina. Una excursión ilustradora y científica.

        Al año siguiente, creo (1961) por Santo Tomás, la excursión fue a la Virgen de Veredas, de Torrecampo. Me quedan otros dos recuerdos: uno, de la ermita, donde se nos explicó que “los rojos” le dispararon a la Virgen en el entrecejo, la cual tiene un redondelito perfecto, entre ceja y ceja, del diámetro de un céntimo de euro… Yo me he quedado siempre con la duda de si eso es un disparo de verdad o un dibujo de rara perfección. Y el otro recuerdo habla de lo brutos e irresponsables que son los muchachos, porque, siendo 7 de marzo, unos pocos nos metimos a bañar en las aguas heladas del río Guadalmez, donde debió de ocurrir el almuerzo.

        Conservo recuerdo de otra excursión, cerca del pueblo, sobre la primavera de 1960, que fue al cortijo de Las Almagreras, de nuestro compañero entonces Juan Francisco Blanco Rojas, que tiene parentesco con nuestra familia. Desde luego, tuvo lugar con la Academia de Don Ricardo. Y por aquellos encinares del cortijo jugamos, corrimos y celebramos el perol rústico, con las típicas fiambreras. Recuerdo muy bien el cortijo, y el huerto que está enfrente, donde yo tenía ya alguna idea de la desgracia que había ocurrido allí en septiembre de 1948, cuando en un tiroteo entre los de la sierra y la Guardia Civil cayó muerto su padre. En mis libros está relatado.

        Por último, en cuanto a excursiones se refiere, con la Academia San Miguel, fuimos en 1962 (7 de marzo) al Vivero de los Pinos, por la carretera de Adamuz. ¿Qué río hay ahí? No sé si el Cuzna, el Gato o el Varas. Un lugar paradisíaco, recorrimos todo aquello y dimos cuenta del contenido de las fiambreras. De todas las excursiones, es de ésta de la que conservo foto, que incluyo en este memorial.

        El repertorio de canciones y coplillas de entonces resulta inevitable complemento de la maraña de los recuerdos. De lo más antiguo que yo escuché en mi entorno, en la noche de los tiempos, era, por ejemplo, el villancico “Madre, en la puerta hay un niño / más hermoso que el sol bello… Pues dile que entre / y se calentará, / porque en esta tierra / ya no hay caridad…”. Esto lo cantaba mi madre con mucho sentimiento, igual que el milagro de San Antonio: “… mira que los pajaritos / todo lo echan a perder: / entran en el huerto, / comen el sembrado, / por eso te digo / que tengas cuidado…”.

        Se escuchaba tararear aquello de Imperio Argentina: “El día que nací yo / qué planeta reinaría: / por donde quiera que voy / qué mala estrella me guía /… Tú vas a caballo / por el firmamento / y yo cieguecita / sobre las tinieblas / a pasito lento… “. Era de la película Morena Clara, de 1936 (“Échale guindas al pavo”, “La falsa monea”…). Se cantaba durante la guerra. Y de 1938 fue otro “temazo” de Imperio Argentina: “Los piconeros”, de la película Carmen la de Triana, que se grabó en la Alemania nazi, con tecnología y coros hitlerianos. En nuestra infancia se escuchaba muchísimo: “Ya se ocultó la luna / luna lunera / y ha abierto su ventana / la piconera… Ya viene el día / ya viene, mare / alumbrando sus claras / los olivares…”.

        Pero la gran bomba melódica era “El Bayón” o “El negro zumbón”, que cantaba Silvana Mangano en la gran película Arroz Amargo (1951). Se cantaba, con disgusto del Régimen (por lo sensual) en todas las bodas y fiestorros: “Tengo ganas de bailar / el nuevo compás / me dicen todos cuando me ven pasar. / Chica dónde vas, / me voy a bailar / ¡El Bayón!...”.  Era un ritmo genial. Y cómo no recordar Viajera / La novia del pescador, de Lolita Garrido (1947): “Porque ha perdido una perla, / llora una concha en el mar, / porque el sol no se ha asomado, / está triste el pavo real…”. En los 50’s se cantaba muchísimo “Esperanza”, de Antonio Machín, del compositor cubano Ramón Cabrera, que luego versionó Enrique Montoya (1961).  Además de “La ovejita Lucera” (Pepe Mairena), termino con una cantinela que yo escuchaba de niño, de estilo machadiano, que no identifico: “Esta noche ha llovido, / mañana hay barro, / pobrecitos gañanes / que están arando”.


Foto.- D. Manuel García Gil, el día en que se inauguró la Escuela Hogar de las Obreras, en enero de 1965.                                                   

 

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        Los temas funerarios han formado siempre parte de la historia de los pueblos. De niños, aquello de los muertos nos despertaba enorme curiosidad, y las usanzas eran muy diferentes a las de hoy; las exequias eran más familiares, más humanas. A los difuntos se les tenía y rezaba en casa. Se traía el ataúd, y en la calle se ponían las parrillas bajo la ventana,  que eran el soporte en el que se conducía al difundo en su viaje definitivo. Mi primera vivencia sobre los estragos de la guadaña ocurrió en 1954, el día de los marmotos, en que mataron  por error a una muchacha de 15 años, Felisa García Vázquez, de la calle San Bernardo. Ocurrió el 17 de abril. El marmoto estaba hacia el núm. 11 de San Bernardo, si bien la chica vivía en el núm. 3. Aquello fue un enorme impacto en el pueblo. A la infortunada la llevaron al Hospital, pero murió sin remedio. Por la tarde, la calle San Bernardo era un hervidero de gente. Y como los chiquillos se meten en todo, allá que fui yo a curiosear. Era impresionante el coro de lloros y lamentos en torno a la víctima, que se hallaba en la habitación de la derecha de la casa. 

En otra ocasión, en la llamada Posada de los Cornelios, en la Plaza (hoy tienda fotográfica), en un pozo que había en un gran corralón de esa posada se había suicidado Currito el cartero (creo que Francisco Higuera), y yo me metí allí y estuve viendo cómo lo sacaban con unas sogas. Se me quedó grabada la enorme palidez de su cara, terriblemente blanca. Por aquella época se echaba bastante gente a los pozos, o se ahorcaban. 

        En el campo, en nuestro Barranco de los Pobos, se ahorcó una vez un mozo, apodado “El Chilla”, en el cortijo del Tomaso, o finca vecina. Decían que la cuerda, ya muerto, se había roto, y estaba caído en el suelo, comiéndole las avispas los ojos. Al atardecer, llegó allí un familiar, tal vez un hermano, y caían ya las sombras del crepúsculo cuando se oían a lo lejos unos lamentos tristísimos, cuando yo me hallaba recogiendo las ovejas.

        Otro día regresaba yo al cortijo y veo a mi madre llorosa y planchando la ropa. Un hombre había venido con una bicicleta (no había móviles). ¿Qué ocurría? Había muerto mi tía Luna, una hermana de mi madre, de la que apenas tengo recuerdos. Había muerto de repente. Mis padres marcharon al pueblo un par de días y nos quedamos al cuidado, creo, de mis abuelos. Otra fecha de gran tristeza para mi madre fue la muerte de su vecina y gran amiga Ambrosia “La Lavandera” (San Gregorio, 32. Mi madre se crió en el núm. 34, donde yo nací, la “casa del kilómetro”). Estas “Lavanderas”, Ambrosia y María Morales Casado, nos querían muchísimo. A la que más recuerdo es a María. Fue la madrastra del célebre dominico P. Pedro León (Ha vivido sus últimos años en Sevilla. Su madre era Mariana Moreno Vacas “Mulitas”, que murió de parto. El entonces muchacho Pedro León, en 1951, tras escuchar a un dominico que vino a Villanueva a predicar una novena, decidió irse a los dominicos. Se ordenó en Roma. Ha ostentado diversos cargos en la Orden, con ejercicio en muchos lugares: Sevilla, Málaga, África, Latinoamérica, Honduras, Venezuela... Persona digna de una buena biografía). María se casó en segundas nupcias con Sebastián León Cañuelo, guardia municipal. El primer marido de María, José Telesforo Torralbo, se lo fusiló el franquismo (1-5-1941). En cuanto a Ambrosia, mi madre sintió mucho la pérdida de su amiga de juventud, del grupo de chicas jóvenes de la calle Las Ventas. 

        Pero lo gordo nos ocurrió el día 8 de febrero de 1958. En esa fecha todavía no nos habíamos incorporado a la Escuela, cosa que deberíamos hacer enseguida, en cuanto se curara la matanza. Dormíamos en la cámara. El humero estaba lleno de morcillas, para cuya curación había que encender una candela pequeña, procurando que echara mucho humo, con cortezas de leña o con paja, etc. Y en consecuencia, después de la matanza, la candela grande para aviar se ponía en el cobertizo del horno, que era espacioso.

        Aquella mañana, sobre las ocho, llamó mi padre: “¡Paco, levantaros, que el abuelito se ha puesto muy malo!” Cuando yo bajé, todo estaba en revolución, pero no fui al horno, sino que enseguida me mandaron al molino, a avisar a La Marina la Malena. Luego me explicaron: mi abuelo estaba tomando el café al lado de la candela, en el cobertizo del horno, que teníamos entonces como estancia, por lo dicho sobre la matanza. Y con el café en la mano le dio un infarto fulminante: sólo se pudo levantar un poco y caer en medio del cobertizo. Si no, hubiera caído en la candela. Dicen que los infartos dan por la mañana, y es verdad (Lo mismo le pasó a mi padre, y cerca del mismo lugar, el 2 de enero de 1996).

        Yo salí rápido hacia el molino, que está a unos 3 kilómetros, hasta que regresé con la Marina. Aquella mañana, para empezar, me hice 6 kilómetros. En el trayecto hacia el molino está el cortijo de mi tía Rosa. Tuve que llegar y decirles que “el abuelito está muy malo”. Se puso en lo peor, y salieron corriendo mi tía y mi prima. Yo continué hacia el molino. Para llegar al mismo, que está al otro lado del río, había que cruzar el cauce. No acierto a comprender cómo aquella mañana –tenía 12 años- logré cruzar el río, cuando en febrero, pleno invierno, el caudal es abundante. Supongo que fue saltando de peñasco en peñasco. Di la mala noticia a la Marina, que se arregló rápido y nos pusimos en regreso, otra vez pasando el río de peñasco en peñasco.

        Cuando regresamos al cortijo, después de más de dos horas, ya habían ocurrido muchas cosas. A mi abuelo ya lo habían lavado y amortajado, y ya lo tenían en un carro. Había bajado mi tío Pedro, que creo fue el que avisó y pidió ayuda a Juan Gutiérrez “El Tomaso”. Este vino con su carro y con su yunta de mulos. La consigna era aparentar que mi abuelo estaba “muy malo”, para no meterse en líos con Adamuz, a cuyo término pertenecen Los Pobos. Mi padre dispuso unos sacos de paja y entre ellos se colocó al difunto, cubierto. Además, aparejaron la burra, con víveres para el pueblo, ya que todas las cosas las teníamos en el campo. Por el camino de Los Pobos, iniciamos la marcha fúnebre hacia Villanueva, tras muchísimos preparativos que hubo que hacer precipitadamente. Marina La Malena se quedó en el cortijo al cuidado de la matanza. Cuando ya salíamos, desde la puerta del patín, recuerdo que dijo: “Abuelo, guárdenos un sitio allí, donde a todos nos esperan”.

        FOTOS: Dos instantáneas relacionadas con la muerte, aunque de tema diferente. El entierro del párroco Don Marcial, el 8 de noviembre de 1971. Los curas van al cementerio “de cabeza”; los seglares, con “los pies por delante”. Arriba, el féretro sale portado por los curas nativos del pueblo. En primer planto, a la izq., mi tío don Juan Moreno Gutiérrez. A la dcha., don Gaspar Bustos, y detrás: don Andrés Rodríguez, don Bartolomé Blanco (también tío mío) y don Miguel Vacas, estos dos últimos ya fallecidos. Abajo, El entierro de don Marcial, al empezar la calle Conquista, con gran acompañamiento. 



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Quedó nuestro relato en el inicio de la marcha fúnebre hacia el pueblo, aquel 8 de febrero de 1958, a media mañana, tras un carro, con el cadáver de nuestro abuelo, Francisco Moreno Blanco “Castilla”. Al pasar por el cortijo de mi tía Rosa, ya estaban ellos preparados, también con una bestia aparejada por el tío Cristóbal. Los de mi tío Pedro no venían con nosotros, sino que se fueron por el camino de arriba, que sale pronto a la carretera. Allí iba mi abuela Isidora. El tío Pedro se adelantó con una bicicleta, para avisar y tener la casa preparada (P. Llorente, 28). Su primo Alfonso Moreno Gutiérrez se encargó de hacer la candela en la cocinilla (era el gélido febrero).

        Nuestra comitiva, de doce o quince personas, todos andando, detrás del carro del “Tomaso”, era una estampa digna de las películas de Almodóvar. Mi madre iba en la burra, con mi hermano Isidoro, que entonces tenía un año. Tras el Llano de los Reyes, cruzamos el río Mataspuercas por “la pasá”. Subimos luego el Collado de Venta los Locos, enfilando después el viejo camino de Montoro y la llanura de Venta Velasco, por donde hoy cruza la Estación del AVE. De vez en cuando nos cruzábamos con gentes, que venían con bestias, y los hombres se quitaban el sombrero. Se veía claro lo que ocurría, aunque la familia quería disimular. Por eso, al llegar a Las Almagreras, no pasamos a la carretera, sino que seguimos el camino, por Roagüevos, hasta desembocar cerca del pueblo. Al entrar por La Zorrera, me mandaron a otro recado, a avisar a mis tías de la calle Las Ventas.

        Cuando regresé a casa de los abuelos (P. Llorente, 28), ya habían aculado el carro sobre la puerta y habían descendido al difunto, al que yo encontré ya en el ataúd, recién barnizado. Durante años, siempre que entraba en la casa de la abuela, percibía algo de ese olor penetrante, olor a barniz fúnebre. A los chiquillos nos pusieron en la cocinilla, mientras ocurrían los rezos. Al día siguiente nos mandaron a almorzar a casa de nuestra vecina Angelita Muñoz. Parece que la estoy viendo todavía, a la vera de la candela, friéndonos unos huevos.

        El entierro se desarrolló según las costumbres fúnebres entonces propias de Villanueva. A la hora prevista, los hombres del duelo (mi padre y demás) salieron hacia la iglesia, “a por el cura”. Regresaron con la cruz, monaguillos, hisopo de agua bendita… Se rezó el Responso ante el féretro… Y salimos, sólo los hombres (las mujeres se quedaban todas en la casa, costumbre moruna). Los entierros, por tanto, “eran cosa de hombres”. Hoy, las mujeres ya van a la iglesia y al cementerio, pero pervive aún otra reminiscencia moruna: las mujeres no se ponen al pésame.

Colocaron el ataúd sobre las parrillas, y a manos de tres allegados por cada lado, iniciamos el último viaje del abuelo Francisco, precedidos por el cura, la cruz y los monaguillos. Era costumbre entonces poner cintas negras, en este caso tres a cada lado del ataúd, que cogíamos los seis nietos varones. Al pasar por la iglesia, no se entraba ni se decía misa, sino que el cura repetía el Responso, asperjaba con agua bendita y el cura se quedaba en la iglesia. No recuerdo si había pésame ni si se daba en la iglesia o en el cementerio. Cuando llegamos ante el nicho, el ataúd se ponía en el suelo y se abría, para ver al difunto por última vez. Le cubrieron el rostro con un velo, como hacían los griegos a la hora de morir (Demóstenes se cubrió con su manto en la hora final, igual que los 300 de Leónidas en el paso de las Termópilas). Hoy ya no se abre el ataúd: parece que hay más prisa. En otros sitios se sigue abriendo la caja, por ejemplo en Villaralto, a donde fui en 2012, al entierro de mi ex compañero de Seminario, y alcalde, Manolo Gómez.

        Así ocurrió nuestra experiencia cercana ante la guadaña. Después han venido otras, y las que vendrán. Dies irae, dies illa / solvet saeculum in favilla (Día de ira aquella fecha / que reducirá el mundo en pavesas...). Acabada la inhumación, todo el duelo regresaba a la casa, donde esperaban las mujeres sentadas. La rezaora hilvanaba unas jaculatorias más, y ya se producía la dispersión general. El 10 de septiembre del mismo año (1958), también nos dejó mi abuela materna Magdalena Romero Mata, para lo cual vinimos desde el campo, pues no habían terminado todavía las faenas veraniegas. El entierro, en la calle Las Ventas, 32 (hoy, 34, “La casa del kilómetro”), siguió las mismas costumbres: los hombres del duelo fueron a por el cura, y luego salimos en cortejo, sólo varones, mientras las mujeres se quedaban esperando en la casa. Al regreso, últimos rezos y dispersión general: “Salud, para rezar por su alma”, decían.

        En la primera semana, tras una defunción, los dolientes recibían muchísimas visitas de familiares. Los visitantes llevaban, invariablemente, un típico regalo tradicional: una lata de melocotón en almíbar, o un kilo de azúcar, o una libra de chocolate Hipólito Cabrera o, a veces, un kilo de plátanos. Aquellos tiempos eran más solidarios y más entrañables. Hoy, nadie visita a nadie, ni nadie regala nada. La sociedad de consumo vuelve a los seres humanos individualistas, egoístas y materialistas.

        Entonces, todas las muertes se saldaban con dos o tres años de luto, de negro riguroso. Luego, venía el medio-luto: cuando el negro podía combinar con algunos tonos claros. Las mujeres casi siempre estaban de luto, porque cuando acababa uno, les caía otro. Si el difunto era muy doliente, las mujeres salían a la calle los primeros meses con el manto negro (un sobre-vestido, como una toga), más una gasa negra en la cabeza. En otros casos se usaba el medio-manto (gasa negra sobre la cabeza, que se recogía con los brazos a manera de chal). Los hombres también vestían de negro, si el difunto era muy próximo. También, se les cosía un brazalete negro en una de las mangas, o una tirita negra en la solapa. Para la primera misa, la del mes, se hacían unas estampas o recordatorios, en un sobre con bordes negros, que se repartía entre familiares, parientes y vecinos (no había ni teléfono, ni móviles, ni emisora). Así era la vida y la muerte: haz y envés de la misma realidad, destino fatal. Fugit irreparabile tempus.

        FOTOS: También relacionadas con la muerte, pero de asunto diferente. 1ª Foto: Toda la familia ante la tumba de Miguel Hernández, en el cementerio de Alicante. Cuando viajamos (muy moderadamente, sin el síndrome fugitivo de hoy), siempre voy pendiente de cosas de relevancia cultural. 


2ª Foto: Ante la tumba del poeta Pedro Garfias, en el cementerio de El Carmen, en Monterrey (México), el 9 de agosto de 1992, al mediodía, cuando en Barcelona se estaban clausurando los Juegos Olímpicos. Aparecen: Luna y el autor, a la izda. El segundo por la dcha. es el gran sabio nonagenario Alfredo Gracia Vicente, un profesor exiliado, natural de Teruel, amigo de Pedro Garfias. Alfredo me donó todo su archivo relativo al poeta, que me sirvió mucho para mi tesis doctoral. Cuando nos despedimos, Alfredo y yo, sabíamos que nos veíamos por última vez en este tormentoso mundo. Y así ha sido. Uno de esos hombres excepcionales que te reconcilian con la humanidad. Requiescat in pace.                                                        

 

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     La vida rústica de entonces se centraba en las faenas veraniegas de la recolección: la era. Medio año enfocado a este menester, y el otro medio, a la matanza. Esto hacía que, entonces, en el campo se trabajaba muchísimo. El paisaje de la dehesa era totalmente diferente al de hoy. Por todas partes había sembrados. El verdor de aquellas primaveras lo revestía todo: cercas de trigo, de cebada y, en los descuadres más pedregosos, el centeno (“Que por mayo era, por mayo, / cuando hace el calor, / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor”, dice el “Romance del prisionero”). Luego, el paisaje amarillento de las espigas, esperando la siega. Nuestros cortijeros iban alternando cada año la siembra en las cercas. Un año, en otoño, se barbechaba una cerca, y al final del invierno siguiente se sembraban los garbanzos. Y al segundo otoño, la siembra de los cereales, a la vez que se barbechaba la cerca siguiente. Las yuntas de mulos, los arados de vertedera, o el arado romano. El yugo, el ubio y los aperos de labranza.

        Era curiosa la siembra de los garbanzos, que se hacía a primeros de marzo, cuando se siembran los almacigueros de los huertos. Para los garbanzos, la forma de barbechar se llamaba binar. Se usaba el arado romano, de madera, con una sola reja y con dos brazos de palo a los lados. El terreno se quedaba ondulado: acaballonado, es decir, con caballetes y brechas laterales. Por esas semi-regueras se iba achorrillando luego la simiente de garbanzos. Luego volvía a actuar el arado romano, a cachazurco (surco), es decir, metiendo el arado por los caballetes, que se rompían, y la tierra iba a cubrir las dos brechas laterales. Así quedaba enterrada la simiente de los garbanzos.

        Para quitar la hierba de los sembrados en primavera y para romper la tez endurecida del terreno (corteza), se utilizaba la grada, la cual pasaba arrastrada, tirada por una sola bestia. La grada es una malla grande de hierro, con pinchos, unida a una zanga, una especie de U de hierro, donde se acoplaba la bestia, mediante un mono-ubio o anterrollo. La grada se pasaba por el sembrado de cereales, antes de encañar, no sobre los garbanzos. Todavía se conserva en el cortijo una grada, con su zanga.  

Todo un mundo cerealístico que nada tenía que ver con el panorama actual. Los cereales y los sembrados han desaparecido en toda la comarca del norte de Córdoba. Hoy nadie ara, ni siembra, ni recolecta, ni siquiera (apenas) los huertos aquellos tan ubérrimos: con higueras autóctonas, ciruelos, granados… ni se vive ya en el campo… Aquellos cortijos que las mujeres tenían como los chorros del oro, rodeados de arriates y de flores autóctonas, hoy todo ha desaparecido. Los cortijos son hoy cuadras y zahúrdas, en los huertos pasta el ganado, y ninguna flora autóctona queda superviviente.

Apenas terminaba el curso, a últimos de junio, o antes, ya nos esperaba mi padre, con la burra aparejada, para salir a toda prisa a las faenas inminentes. No gozamos nunca de ocio: los estudios y el campo. Siempre con muchas obligaciones, sin ese placer de andar por la urbe a la zumpanzún, que disfrutaban otros, como dije antes. La primera recolección con la que me encontraba era engavillar el heno. Mi padre segaba el heno con la guadaña, con la molaera al cinto, metida en un cacharrillo de cuerno con agua. El primer día haciendo gavillas de heno seco, mis manos de estudiante, níveas y señoritiles, se llenaban de esconchones (heridas) y arañazos de los cardos y las ulagas secas, trozos de zarzas… ¡Un desastre para el cutis! Pronto, los callos convertían aquellas manos urbanas en rústicas.

A continuación, llegaba la siega. Se empezaba por la cebada, luego el trigo, y por último el centeno. Para la faena, mi padre traía un poco de ayuda de fuera, y contrataba a Las Camachas (Anita, Agustina, María, etc.), que eran vecinas y hacían jornales. Sólo un verano, la ayuda no estuvo disponible, y tuvo que ser mi madre sola la que se puso a segar la Cerca del Cerro, y mi hermano y yo le ayudábamos, con nuestro sombrero de paja y cinta al cuello, con unas hoces más pequeñas, y los dediles para proteger los dedos de la mano izquierda, que era la que peligraba ante los embates de la hoz. Horrible trabajo, a pleno sol, ante el sonido heavy de la chicharra. Ya extenuados, pedía a mi madre que nos dejara segar sólo en la sombra de los chaparros, cosa que nos otorgaba. Luego, en el cortijo, gozábamos de otro invento refrescante, que era el agua de litines (Litinoides Serra, todavía me acuerdo, ¿se sigue vendiendo esto? ¡Sí! ¡Los he encontrado en la Farmacia!). Son unos sobres, como de gaseosa, que se echan en una botella de agua con tapón hermético. Una de las grandes delicias de nuestra infancia, el agua de litines.

        Terminaba la siega y quedaba la cerca en rastrojo, con los haces dispersos por doquier. La tarea siguiente era barcinar, es decir, ir recogiendo los haces con el carro. Mi padre le ponía al carro los varales largos (estacas), y ¡a la faena! Mi función era ir por el rastrojo, con la horca de hierro en ristre, pinchando los haces, y levantarlos al aire, para que mi padre los colocara en lo alto del carro. Para esta tarea se usaba la horca de hierro de dos pinchos (horcón). Para tareas generales, como esparcir los haces en la era, se usaba la horca de cuatro pinchos. A veces los haces, tan grandes, casi me tumbaban para atrás. Y algo sorprendente: debajo de cada haz, casi siempre había alacranes, el terror del hombre del campo. Y con el carro cargado hasta los topes, se iban dando viajes y se amontonaban los haces en la era.

Foto.- La era tomada a diversión montando a los chiquillos sobre el trillo. Véanse las ruedas de dientes de sierra, para triturar la mies.

        Las eras se ponían siempre en lugar un poco elevado y con fácil entrada del viento del Oeste, que es el que predomina en verano, a fin de aventar hacia el Este, más o menos. Una vez los haces esparcidos en la era en forma de círculo, llamado parva, se procedía a la tarea de la trilla. En nuestro caso, utilizábamos tres bestias: los dos mulos y la burra. Semanas antes, mi padre los traía al pueblo, a la calle Génova, al banco herrador, de Antonio Sánchez, donde les ponían herraduras nuevas. Y ya en forma, a machacar la parva. Se les ponían cabestros largos, y allí me zambullía entre el maremágnum de haces, pero no en el centro del círculo, sino en la mitad del radio, a fin de que, las bestias, dando vueltas, pasaran siempre: por la orilla y por el centro de la parva. Y uno allí, de pie derecho, a pleno sol, con nuestro sombrero, eso sí, adelantando dos pasos en cada vuelta. Al principio, hasta que bajaba de volumen la parva, las bestias medio se caían y se atascaban en aquel revoltijo. Cuando la parva bajaba, se podía usar el trillo, pero nosotros no teníamos. A veces nos lo prestaba el tío Pedro: una especie sillón, con ruedas de sierra, y a dar las vueltas de la misma manera, pero sentados en el trillo, tirado por las bestias. Lo peor era el calorazo, ante la sinfonía áspera de las chicharras. Llegué a inventar un truco para el reparto “justo” del tiempo con mi hermano Gabriel, que era el que me tenía que relevar en la tarea. Instalé en el chaparro de la era, de sombra reparadora, aquel viejo despertador, de campanillas de bombero, que sonaba cada 15 minutos. Era el relevo. 

                                                            

27 

 

        Quedó nuestro relato en plena faena de la era. Después de la primera ronda de trilla, había que dar la vuelta a la parva. Se cogían las horcas de palo (de 4 dientes), algo que entonces se veía muchísimo –la horca tradicional de los campesinos-, y hoy no existe, y se iban haciendo calles en la parva, y se iba dando la vuelta a la mies, porque lo de abajo estaba sin trillar. La parva subía otra vez de volumen, y otra vez arriba las bestias y el “monitor”, y a disfrutar de la orquesta de la chicharra. La vieja y sabia costumbre organizaba todo en la era. Primero, se trillaba y cosechaba la cebada; luego, la avena; la tercera parva era para el trigo, que en nuestra zona era de la especie llamada cabezorro o rabón, sin raspas en la espiga, el mejor para harina panificable. También se cultivaba por nuestra zona la especie llamada mara, de poco crecimiento.

        Si en la era se usaba el trillo, con tres vueltas a la parva había bastante, pero si no, como era nuestro caso, cuatro vueltas por lo menos. A continuación, había que juntar o amontonar la parva, para proceder a aventar. En nuestro caso, mi padre y nosotros nos poníamos con las horcas de palo (tal vez con el bielgo también), hasta dejar un gran montón, en forma de pez, en el centro de la parva, dando cara al Nordeste, para aprovechar el aire del Suroeste. El resto de la parva, o se recogía después, o se podía amontonar todo de una vez. En las parvas grandes, en los grandes cortijos, que no era nuestro caso, para amontonar lo trillado se usaba el anillador, un palo largo o tronco, con cadenas en los extremos, que arrastraba la yunta, y así se amontonaba la parva más rápidamente. Después de amontonar, había que barrer el suelo, porque se quedaba abajo mucho trigo. Nos pasábamos la era barriendo, con las típicas escobas de jiñesta (hiniesta), ya preparadas de semanas atrás.

        Y empezaba la ceremonia de aventar, tarea que hacía siempre mi padre, pendientes de que hiciera aire. Si ocurría la calma absoluta, se paralizaba la era. O nos ponían a barrer o nos mandaban con los cántaros al pozo a por agua, y en el mejor de los casos, a la siesta. Pero, si en plena siesta se levantaba aire, todos corriendo a la era, a aprovechar las fuerzas eólicas. Mi tío Pedro tenía una máquina de aventar y sacar. Se le echaba la mies trillada y salía el grano por un lado y la paja por otro. Un par de veranos nos prestó esta máquina, y había que ir a por ella con el carro. La operación era una odisea, para subirla y bajarla del carro, aquel mamotreto: se necesitaban una decena de hombres, más bien sansones.

La tarea del ayudante del aventador era la siguiente: se cogía el rastrillo de palo (tampoco existe hoy) y se iban quitando las granzas y palotes del frontal del pez, donde iba quedando el grano, cada vez más limpio, poco a poco, con la paciencia del santo Job. El aire se iba llevando la paja bastantes metros más lejos, y se quedaba sobre la pared del toril de al lado. Pero el polvillo finísimo, llamado tamo, se perdía en el horizonte o se nos pegaba al cuerpo, con el sudor, y aquello picaba como un demonio. A veces obteníamos la gracia paterna para ir al río Mataspuercas a bañarnos, en algún charco guarrindango, lleno de ovas y de gusarapos. Ahora todo es más fino y cursi.

        Cuando el grano iba quedando más limpio en el frontal del pez, ya no se limpiaba con el rastrillo, sino con escobas finas de jiñesta, quitando pajones y palitos. Uno de los divertimentos adolescentes era irse a dormir a la era, con alguna vieja manta, y se conciliaba el sueño mirando a las estrellas, entre el monótono gri-gri de los grillos o el lejano croar de las ranas en los charcos del regajo. Al día siguiente, el afán cotidiano. A la vez que la era, había que cuidar el ganado y aprovechar el rastrojo. Los primeros en entrar en el rastrojo eran los cochinos, que daban buena cuenta de las espigas o garbanzos extraviados. En la cañada del sembrado, mi padre solía poner el melonar. Y al entrar los animales, había que salir corriendo a guardar el melonar. Después de los cochinos, entraban en el rastrojo las ovejas, que eran las que arrasaban con todo. Si me distraía –solía andar con algún libro-, se metían ovejas por un extremo del melonar. Iba corriendo contras ellas, y otras se metían por el lado opuesto. ¡Desesperación de ovejas, qué morras son, animal estúpido! Pero he aquí lo insólito en aquella vida rústica: ¡No teníamos estrés! Hacíamos miles de cosas al día… ¡Y no teníamos estrés! Esto ha sido un invento de los urbanitas, de síndrome fugitivo.

        Además de la era, el rastrojo y el melonar, todavía nos quedaba otro castigo: ir a regar el huerto al atardecer. Pero no con motores o mangueras, no, sino… ¡Sacando del pozo calderos de agua a mano, uno detrás de otro! Y sin parar, porque si no, gritaba mi padre: “¡Que se corta el chorro! ¿Qué hacéis? ¡Inútiles!” Y así terminaba el día agotador, con el único consuelo final del gazpacho, con torrezno y morcilla (Huevos, no, que había que guardarlos para llevar a vender).


Foto.- La enorme tarea de recoger la paja de la era. Al carro se le ponían los varales altos y la red de soga. A lo alto se subía un operario para pisar la paja y dar más cabida.

        Y llegaba el día de recoger el grano, en los célebres costales, de lona de algodón (todavía los conservo). Mi padre llevaba el carro a la era. Yo, a abrir costales, y mi padre iba echando una cuartilla detrás de otra, dejándola a ras, con una tablilla o raedera. Esta era la medida, para saber las fanegas de la cosecha (Una fanega, 4 cuartillas). Los costales pesaban una barbaridad, entre 40 y 50 kilos (fanega y media, 6 cuartillas). Cargábamos en el carro, y luego mi padre subía los costales a la cámara. Después seguía turno otro buen castigo: almacenar la paja. Otra vez el carro a la era, se le ponía una red de cáñamo, típica entonces, que hacían los esparteros del pueblo. Y con los bielgos y la bielga (ésta es más grande), que son de madera, y con dientes de palo, se llenaba de paja el carro hasta los topes. Nuestro pajar era una dependencia pegada al cortijo, y tenía por detrás un ventanón, llamado piquera, ya hecho adrede, a la altura del carro. Mi padre, con la bielga, lanzando aluviones de paja desde fuera. Por dentro, mi primo Antonio y yo, con los bielgos, recolocando la paja… ¡Uf! Sólo de recordarlo se pone uno a sudar. Llenos de tamo por todas partes, medio asfixiados… ¡Esto sí que era un deporte de riesgo, de fuertes emociones, para la gente pija de hoy!

        No todo era agobio. Ya he dicho que desconocíamos el estrés, propio, insisto, de los urbanitas, de síndrome fugitivo. Había algunos días de asueto, porque la falta de aire impedía aventar o por otro motivo. Y entonces, íbamos a coger moras al gran moral que había en el cortijo de mi tío Pedro, en cuyos huertos había también gran número de higueras, donde nos atiborrábamos de higos. O íbamos al peral de la cerca del Gojo, de mi tía Rosa, o le dábamos un sabaneo al piruétano que había junto al pozo de La Venceja… O íbamos a coger nidos, sobre todo de paloma. Algunos nidos tenían palominos, los cogíamos y los intentábamos criar con garbanzos remojados… Algunas veces lo conseguíamos. En fin, vida y andanzas intensas, muy lejos de la molicie y la vagancia.

                                                 

28

 

        Gran parte del año de la vida rústica (incluso pueblerina) estaba enfocada hacia la matanza. Llegaba diciembre y se ponía uno a temblar, por el mogollón de trabajo que se avecinaba. La matanza en el cortijo no tenía nada que ver con las matanzas que se hacían en el pueblo. El trabajo duro ocurría en el campo, por la escasez de medios existentes, que triplicaban el trabajo. En general, la gente de pueblo (urbanitas) tiene ideas confusas de lo que eran las tareas rústicas, ni hoy siquiera se lo imaginan, sobre todo cuando escriben sobre el tema en arrebatos “literarios”. Hace poco uno escribía sobre abejarucos en el mes de enero. Es un pájaro de pleno verano. Y así todo. Es como hablar de zorzales en el mes de agosto. Además, se creen que en el campo todo es divertido. Ignoran las fatigas, los sudores, el dolor de riñones y estrecheces de la vida rural.

        A lo que íbamos. Nuestra matanza cortijera se hacía ya comenzado enero. Estábamos entonces en el pueblo, en la escuela, pero antes de las vacaciones de navidad, ya nos subían en la burra, y al campo, a preparar la matanza. La primera fase ocurría todavía en el pueblo: la compra de los aliños o avíos de la matanza. Mis padres compraban en el comercio del Tío Cerote (Isidoro Cerro Zamora) (c/ Génova), que era pariente nuestro, un hombre muy servicial, familiar y atento. Otras veces se compraba en el comercio de El Negro, en lo alto de la calle Conquista, familia Gutiérrez, que eran primos de mi abuela Isidora. La lista de avíos de la mantanza era enorme y costosa: unos mazos de tripa seca (de vaca), que eran manojos de varios metros, de tripa ancha y estrecha; también daban medio mazo. Luego, las especias: pimentón dulce y picante, muy importante; cominos, matalaúva, canela y clavo, etc. La hierbabuena y el orégano, que se tenía disecada, los cultivaba mi madre al lado de la pila del pozo. Y no podía faltar: café del bueno (nombrado así por oposición al café de cebá, que era el que tomábamos siempre). El “bueno” lo veía yo en casa dos veces al año: cuando venía la modista a coser, y en la matanza. El resto del año, café de cebada (malta). Hoy no comprendo el porqué de aquella estrechez. El “bueno” se conceptuaba como artículo de lujo. Había que hacer provisión de azúcar. Sobre todo una cántara de aceite (que el Tío Cerote llenaba con un típico surtidor que había en el mostrador de madera, el típico de entonces). Gaseosas, para unos dulces que se hacían expresamente para la matanza (tortas de aceite, pelusos, galletas…). Por tanto, los preparativos costaban un pastón.

Foto.- Isidoro Cerro Zamora ("Cerote"), primo de mi abuela. En su comercio de la calle Génova solía comprar mi madre los aliños de la matanza, que era un gasto bestial. Un hombre muy amable y atento con la familia. Cuando se enteró de que yo estaba en Madrid, buscó mi pensión y fue a verme.

        Luego, había algunos productos que se compraban en buena cantidad, en sacos, a granel: un saco de cebollas, un serón de berruécanos o calabazas (si no se tenían del huerto), un gran saco de sal, medio saquito de arroz (que se echaba a la morcilla), además del ya mencionado aceite. Otro dineral. Creo que mi padre hacía después otro viaje al pueblo (“a casa”, se decía), a finales o comienzos de año nuevo, no sé si con el carro, para llevarse las provisiones grandes, porque eso en la burra era excesivo. Ah! Y un saco de naranjas, algo insólito, la única vez al año que tomábamos naranjas. Para mí, muy importante: poder hartarme de naranjas, al menos una vez al año. ¡Estas eran las estrecheces de entonces, increíbles, pero ciertas! La abundancia estúpida que de hoy, hace a la gente floja y caprichosa, en contraste con la antigua sobriedad y austeridad. Esto no quiere decir que entonces no hubiera gente pija, que había de todo, por supuesto. Plátanos sólo se tomaban, cuando uno estaba enfermo. O unas naranjas de malta, muy dulces, que se vendían entonces, envueltas en un papelito. También, rara vez, se tomaba el melocotón en almíbar.

        Ya en el cortijo, las tareas matanceras comenzaban con el acopio de la rimera de leña. En nuestro caso, había la mala costumbre de que se talaba, se troceada la leña (“hacer la leña”), pero se dejaban, las támaras y los leños al lado del tronco de los chaparros. Y cada dos por tres, a la cerca, a por leña. Pero ante la matanza, se imponía hacer gran acopio. Ahora recuerdo que no había carrillo, sino que se hacía un haz de támaras, atados con un ramal (hoy se dice cuerda. Antes, eran los ramales de esparto), y a la espalda, hacia el cortijo. Como en las tribus africanas. Los leños en brazos. Y las támaras también se llevaban a la rastra. ¡Y luego dicen que el campo es divertido! Otra “diversión” era ir al Cerro del Cuervo, allí próximo, a por haces de jiñestas (hiniestas), para hacer escobones (en la matanza hay que barrer muchísimo), y sobre todo, para hacer los jiñestones, que servían luego para chumascar los cochinos recién matados y quemarles los pelos (“cerdas”). Como las hiniestas estaban verdes, había que secarlas. Cuando se hacía el pan y los dulces, se metían un poco en el horno al final de la cochura, y se secaban.

        Así las cosas, llegaba el primer gran momento premonitorio del día D, que era la cochura del pan, cuatro o cinco días antes. Mi madre se daba un gran tundergue de trabajar. Amasaba el pan, hacía docena y media de panes, alguna rosca chica que le pedíamos, se encendía el horno, y luego, todo a punto y limpio el horno, se metían los panes, y a correo-seguío tenía preparados mi madre unos dulces: las típicas tortas de aceite con pellizquitos, o unos pelusos, tal vez galletas, no sé si alguna vez también madalenas, para dar de merendar a las matanceras (sin olvidar el café del bueno). Y por último, ya el horno medio frío, se metían los jiñestones.


Foto.- El cochino ya matao y pelao, sobre la mesa matancera, dispuesto para ser despedazao. 

        A continuación, se desataba el trabajo de una manera trepidante, dos o tres días antes del día D. Después de la cochura, ¡A mondar berruécanos, calabazas y cebollas, que a mi madre y a mí nos daban las tantas de la noche! Los demás se acostaban. Todo ello, a la luz del carburo, que era otro preparativo de aquellos días: una luz mejor que la del candil, tenue y mortecina. Se compraba una talega de terrones de carburo, se ponían trozos en la parte inferior de una especie de cafetera, de donde salía el pitorro lumínico. La parte superior contenía agua, con una tuerca reguladora, lo que producía más o menos luz. Disponíamos de dos aparatos-carburo, para la gran tarea jamás contada. También, unos tres días antes, se hacía la limpieza de los aliños, para quitar palitos o impurezas a los cominos, matalaúva, etc.

        Dos días antes de la matanza, el desmadre absoluto. Lo primero: matar el macho cabrío, porque también mezclábamos carne de hebra, sobre todo para la longaniza. Al pobre macho ya lo ponían “en capilla”, aunque sin comunicarle la sentencia, un día antes, sin comer. Ayudábamos a mi padre a ponerlo sobre la mesa-patíbulo, y lo mataba con un cuchillo atravesando el gaznate (Recordarlo ahora me da pavor). Luego, se colgaba el macho en un chaparro, para desollarlo. Se descuartizaba después, y una nueva tarea: desgordar la carne del macho (quitar el sebo), y se guardaban huesos, espinazo, etc., para la chanfaina. Con el mondongo (estómago) se hacían los rollos (callos). ¡Comida insoportable! 

 

29

       

        Y llegamos al núcleo de la mantanza. La víspera ya estaban cocidos y metidos en sacos de esparto (no sé si de cáñamo) el berruécano/calabaza y la cebolla. Lo del esparto era porque este material tiene poros y debía escurrir el caldo, para lo cual se ponía además una piedra encima. La carne del macho cabrío ya estaba desgordada (sin sebo), y seguramente la habíamos picado ya con la máquina de las tajaíllas, preparada en algún lebrillo o artesilla (Nada de plásticos. No existían). Lo importante de aquella noche previa era cocer la patata, en una de las candelas que se hacían en el patín, en la caldera grande, sobre las trebes (trébedes) grandes o sobre un par de piedras gordas. Aquellos días funcionaban una o dos candelas en la calle, más la de dentro del cortijo, todas calentando agua, con la caldera grande o en calderos grandes o calderetas. El agua caliente en la matanza, con tanta pringue, era imprescindible. Por si había poco trabajo, continuos viajes al pozo a por agua.

        Cocida la patata, ya de noche, mes de enero, a la luz del carburo, nos poníamos varios junto a la caldera a pelar papas (Una vez llevé allí, creo, a Paco Rot, compañero del Seminario, y algún otro, tal vez). Ahora sé lo que significa eso de la “patata caliente”, porque quemaban como el diablo. Entre risas y ocurrencias terminaba aquella paciente labor, recogido el producto en lebrillos o calderos. Todavía, recuerdo, que había otra tarea, antes de dar con nuestros huesos en el jergón, que era pelar los ajos, hasta llenar una olla, por lo menos. Para adobar al día siguiente se necesitaban muchos ajos. Los pobres cochinos (solíamos matar tres) estaban en la cuadra, “en capilla”. Los carburos a punto para el día siguiente, los cuchillos afilados…

        Y en lo mejor del sueño, sonaba la alarma general, poco después de las cuatro de la mañana. Se encendían el candil y los carburos, y se prendían las candelas (dentro y fuera del cortijo), para el gran acopio de agua caliente. Enseguida iban llegando los matanceros invitados: los de mi tío Pedro (el cortijo de arriba) y los de mi tía Rosa, desde otro cortijo cercano. Venían ateridos, en medio de horribles escarchas. Empezaba el reparto de un vasito de anís o de coñac, más algún peluso o rosco casero. Venían los primos, con lo cual el jolgorio estaba servido. A veces vino alguna de Las Camachas, o la Teodora del Chaparral (en capítulos anteriores las hemos nombrado). Acostumbrados a la soledad del campo, aquella especie de verbena era un aliciente social para la mocedad.

        Así se llegaba a lo principal: la ejecución de los cochinos, a cuchillo, como los yihadistas de hoy. Un espanto: aquello y esto. Se iba trayendo cada cochino, y se subía al patíbulo, la típica mesa de la matanza, de encina, que pesaba muchísimo. Unos tres hombres se afanaban en poner el cochino patas arriba, en lo alto de la mesa, y recuerdo que le metían un ramal entre las quijadas y el hocico, para sujetarlo mejor. Después de limpiarle la papada y el hocico con un trapo, mi padre era el experto en hundir el cuchillo al pobre cochino por la papada, hacia el corazón, pero no debía llegar al mismo, a fin de que el cochino tardara en morir, dejando caer toda la sangre, que una mujer recogía poniéndose debajo, con un caldero y un cucharón, para remover. Hasta que el pobre cochino se iba apagando lentamente, con chillidos lastimeros. Y así con los dos siguientes.

        Los cochinos quedaban por allí tendidos un rato sobre unos sacos, mientras se preparaba la ardua tarea que venía a continuación, que era ir poniendo cada cochino otra vez en lo alto de la mesa de la matanza, para echarles agua hirviendo por encima, y entonces se procedía a raspar el pellejo externo a la piel, con las navajas bien afiladas, y esa raspadura se llevaba el pellejo de fuera y muchos pelos, de modo que los cochinos se iban quedando casi blancos. Una vez blanqueados los tres cochinos, venía la operación de los jiñestones. Se prendían en la candela y se iba aplicando por toda la anatomía marrana y se quemaban los pelos, así como las pezuñas, para desprender la pezuña externa. Los cochinos, ya pelados y chamuscados, quedaban en unos sacos por el suelo. Ya amanecía, en medio de una soberana escarcha, mientras seguían las rondas del anís y del coñac, y la gente se arrimaba a la candela.

Foto.- La matanza en plena faena. El cochino ya abierto en canal sobre la mesa matancera, para proceder a sacar las costillas, lomo, etc. Al fondo, Alfonso Moreno Luna, primo de mi padre, todos de la estirpe de "Los Castillas".

         Mientras tanto, nada de ocio para el resto del personal. Unas matanceras fregaban trucos y cacharros, otras se hallaban cociendo el arroz, en una caldereta o en la sartén de barandillas, que debía enfriarse y quedarse sin caldo, todo para la morcilla. A continuación, entraba en acción el tío Pedro, con el despiece de los cochinos. La mesa grande de la matanza se ponía dentro del cortijo, y allí se abría cada cochino por la mitad. En una artesilla se echaba el conjunto de las tripas. Había que apresurarse con otro recipiente para recoger las mantecas (esto sólo servía para hacer tortas o para echar el lomo en pringue), los mantos, las costillas, el espinazo… el corazón con el hígado y el bofe (pulmones)… Pero es curioso: entonces los cochinos no daban ni secretos, ni presa, tal vez morrillo sí, pero no abanicos, etc. Es decir, que hoy los cochinos “han mejorado la especie”. Finalmente, el cochino se dividía en dos grandes mitades, cada una con la paleta, tocino y jamón. Al jamón se le apretaba por el centro, por si le quedaba algo de sangre. Mi padre iba amontonando estas mitades en la bodega, sobre unas hiniestas, y una buena capa de sal por encima. Por lo general, la paleta y el jamón no se separaban del tocino, sino que se salaban juntos, al menos un mes en sal. Más tarde, se limpiaban y se colgaban. Al llegar el verano, se metían a veces los jamones en el trigo o en ceniza, según familias.

        Y en medio de aquella zapatiesta de carne por todas partes, dos curiosidades: la vejiga que nos daban para los chiquillos (luego, de mayores, no había tiempo para juegos), la sobábamos en el umbral de la puerta para quitarle los piltracos, la inflábamos y ya teníamos un globo. Un grupo de matanceras se dedicaban al lavado de las tripas: se alejaban del cortijo, al regajo o a una gavia, con las artesillas de las tripas, un caldero de agua caliente y otro de agua fría. Se les daban muchas aguas y se limpiaban a fondo, incluso dándoles la vuelta, mediante unos embuillos (embudos). Al final de les echaba sal y vinagre. Mientras tanto, ya se había distribuido el desayuno, con el antedicho café del bueno y alguna torta o pelusos hechos aquellos días. Después, lo primero que se probaba de la matanza eran las mollejas, que se sacaban de la papada, cabeza o algo así, y se asaban. Pero me hacían a mí poca gracia, por ser muy grasientas.

        Otra tarea de aquella mañana trepidante era triturar los pimientos secos coloraos que se tenían en ristras, en el humero. Se remojaban y se picaban, para la morcilla y la longaniza (La palabra “chorizo” no se usaba entonces). A continuación, la gran tarea de la mañana era esgordar (desgordar, quitar los gordos o sebo), que era la base de la morcilla, y a mediodía preparar el molondrosco. 

                                       

30

 

        El día de la matanza, toda la urgencia era ponerse a adobar el molondrosco. A media mañana, una vez que habían pasado el plato de las mollejas y algún pequeño chumargo, ya me agarraban y me ponían a darle a la manivela, a picar los gordos, que era lo más urgente. Incluso se les daban dos vueltas con la maquinilla de picar. Los gordos, en un lebrillo grande o en una artesilla, se echaban lo primero al fondo de la artesa grande, que ya estaba preparada en un lateral del cortijo. Y se ponían un par de matanceras a echar los aliños sobre los gordos. Pero mientras tanto, a toda prisa, me ponían a picar los pimientos rojos (de ristra), que estaban en remojo desde el día anterior, y antes se les quitaban las pipas. Otra urgencia era picar la patata, que se hacía con la placa fina, y no recuerdo si se picaban también los ajos (en unos sitios se picaban (con la máquina chica de picar), en otros se machacaban. Y a continuación, otra urgencia: picar el berruécano cocido y la cebolla cocida (que estaban hacía tres días en un par de sacos). De cebolla no convenía pasarse, porque es lo que más “se repite”.

Ya tenemos picados y preparados: la patata y el arroz cocido (sobre los que se echaba una parte de la sangre, y se removía), pimientos de ristra, ajo picado, la cebolla y el berruécano picados. Y sobre la artesa grande se echaban los gordos, extendidos por el fondo, sobre los cuales se echaban todos los aliños. Recuerdo que lo primero era echar unos puñados de sal, luego una fina capa de orégano y de hierbabuena. Después, pimentón (dulce o picante), un poquito clavo (molido), un poco de pimientos rojos picados, los cominos (que se tostaban muy poco y se molían con un molinillo de moler los aliños, que había en las casas). A veces se echaba un poco de matalaúva y de pimienta molida. Todo se mezclaba y se revolvía muy bien, cosa que hacían un par de matanceras arremangadas. Al terminar, la artesa quedaba casi llena de molondrosco, recuerdo que hacían siempre una cruz sobre el mismo, para ahuyentar maldeojos perniciosos, supongo. En unos recipientes esperaban en remojo (se les daban varias aguas) los mazos de tripa de vaca. Las tripas frescas de los cochinos, en agua de sal y vinagre, en unos lebrillos. 

        Llegaba ya la hora del almuerzo. La función de la dueña del cortijo, además de ir revisando todo, era preparar la comida de mediodía: el gran cochifrito de coles de reaño. Era lo típico. Un sabor un poco basto y no me hacía mucha gracia. Para “detrás” (postre), se solía poner un poco hígado frito, sobre todo el bofe (pulmón del cochino, blandengue, fofo, que no me gustaba), o bien, bacalao frito (riquísimo). En aquella época se consumía mucho bacalao, que se echaba a las comidas o se ponía frito. Hoy, con las pizzas, los canelones y las lasañas, se han perdido los cochifritos, el bacalao y las comidas de cuchara. Gran error. También se pasaba una sartén con molondrosco frito, para probarlo de sal. Ni que decir tiene que se practicaba el “comunismo sartenario”: todos, cuchara en ristre, pugnábamos por sacar cuchara de la misma sartén, todos de pie, abriendo sitio con dificultad. Y por fin, el postre. Era el esperado momento de las naranjas, prohibitivo manjar. Aquellas antiguas naranjas grandes, que llamaban “de California”. Pocas veces al año se comían naranjas.

        Empezaba la tarde, y la gente se organizaba así para la “gran morcillada”: al lado de la artesa del molondrosco se ponía la máquina de embuar, compuesta por una estructura de madera, que tenía arriba un cilindro de zinc, por donde se echaba el molondrosco. A él se ajustaba una maza de madera, con una palanca. El cilindro terminaba por abajo en embudo, donde se ajustaba la tripa de vaca. Se presionaba con la palanca y la maza, y el molondrosco iba rellenando la tripa de abajo, que en forma de rosca de churros se iba colocando en un lebrillo. Se necesitaban dos personas: uno para echar molondrosco por arriba, con un plato; y otro/a abajo, sentado en una silla chica, organizando el relleno de las tripas. Por otra parte, unas tres matanceras se colocaban a un lado y otro de la candela, con unas bandejas de lata sobre las rodillas, hebras para atar y alfileres para pinchar, y allí se les iban llevando las roscas de tripa embuada. Yo trataba de escaquearme de darle a la maza y la palanca, pero si no me pillaban aquí, me cazaban para picar las carnes de la longaniza. Era un día de auténtica paliza.


Foto.- Una imagen inédita de mi padre, Alfonso Moreno Zamora, cuidando de las vacas en nuestro cortijo de Los Pobos, tal vez en los años setenta. 

        Con todo, había buen humor, las mujeres contaban anécdotas y chascarrillos, o nos hacían bromas a los jovencillos. Y así pasaba toda la tarde: unos embuando y otras atando morcillas. Estas se iban colocando en unos palos largos al efecto, llamados morcilleros. Más tarde, se subían a lo alto de las vigas del humero. Por supuesto, había un rato de receso para la merendilla: el café (del bueno) con leche, y los dulces, que se guardaban en una de aquellas típicas ollas de porcelana rojiza, tan abundantes entonces en el “menaje del hogar” (ollas, cazos, pucheros, que vendían en los comercios grandes. De aquí lo de “la olla de los Morales”). Los dulces podían ser: tortas de manteca, roscos, galletas o cosas así. Los víveres se guardaban en ollas (No existían las dichosas bolsas de plástico de hoy) o en talegas de tela. Recuerdo siempre en mi casa la talega del pan.

        Aquella tarde de matanza y de enmorcillamiento general, mi madre la aprovechaba para adobar la longaniza, en la artesa mediana (repetimos: no se decía “chorizo”). Para ello usaban carnes magras del cochino (mantos, secretos, etc.), de donde ya se habían sacado los gordos para la morcilla. Para la longaniza se añadía la carne del macho cabrío, que se tenía desde un par de días antes. Esta carne de hebra era durísima para picar. Acababa uno desmangarrillado, y más, si las cuchillas de la máquina no estaban bien afiladas, que solía ocurrir. No había matanza sin problemas con las cuchillas. El adobo de la longaniza era el siguiente: sal, ajos (picados o machacados), pimentón (dulce o picante), pimientos secos picados, matalaúva entera, pimienta molida, y se le podía echar también un poco de vino del bueno, que era el célebre de Villaviciosa o de Lopera (Lo vendían en la bodega Padilla, de la calle Real, y en algún otro lugar). Hoy, hasta los vinos han cambiado. ¿Dónde hay hoy vinos de Villaviciosa o de Lopera? Yo los he encontrado: El de Villaviciosa lo venden en garrafitas en “Siete Villas”, y el de Lopera me lo trae un carnicero de la plaza de Abastos.

        Nuestra longaniza era siempre con mezcla de cochino y de carne de hebra. En las primeras semanas estaba sabrosísima. Pero luego se endurecía como una piedra. Una vez adobada, se ponían a asar en las parrillas unos pegotes de molondrosco longanicero, para probarlo de sal. Y por fin se llegaba al final de embuar la morcilla, haciéndose, por último, las morcillas de asar, con tripa delgada de cochino. Era casi el final de la agotadora jornada. A continuación, se pasaba a embuar la longaniza, con el mismo mecanismo que la morcilla. Pero casi nunca daba tiempo a terminarla, y quedaba una parte de la artesa para el día siguiente. Las matanceras (y todos) no podíamos más. Por fin, la  cena, con la célebre chanfaina: una caldereta de carne, espinazo, huesos del chivo, etc., y todo tipo de aliños. Sólo caldo y carne. Yo era poco chanfainero, con tantos huesos y carnaca. (Para este relato, mi equipo asesor ha sido: Juanito Carbonero, Anita Cañuelo, Isabel Gutiérrez y, entre otros,  mi propia y larga experiencia).



Foto.- Un puesto de venta en la antigua Plaza de Abastos de Villanueva, cuando se vendía a la intemperie, en la plaza de la Fuentevieja.


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        Llegamos al segundo día de matanza. Nos quedamos antes en la noche de la chanfaina, una especie de caldereta castellana, de carnes, costillas, espinazos, etc., con hígado frito machacado, para espesar el caldo. El segundo día suponía múltiples tareas. Se terminaba de embudar la longaniza, si no se terminó el primer día. Al mismo tiempo, se hacía rápido la morcilla de lustre, porque se podía estropear la sangre. Esta morcilla es también muy típica de Villanueva. El elemento base era la mitad de la sangre de los cochinos (la otra mitad se había echado a la morcilla normal, con la patata y el arroz). Y los aliños eran: una parte de gordos seleccionados y reaños (ramilletes de sebo que hay en las tripas), sal, mucha hierbabuena y picadillo de los tallos de las cebollas. Algo de orégano, ajo molido o machacado, entre alguna cosilla más. Con los embuillos chicos se llenaban las tripas más gordas y arrugadas de los cochinos. Luego se metían en agua tibia, que se iba calentando, sin llegar a hervir, para que las morcillas de lustre no se reventaran. Se dejaban enfriar, y al día siguiente se colgaban en los laterales del humero.

        Al salchichón le solía tocar el segundo día, aunque ya estaba adobado: sal, pimienta y algo de vino bueno. Nada más. No se contaba con los preparados que existen hoy (Solía ser el citado vino de Villaviciosa, de las bodegas de entonces: Padilla, La Estrella, El Cebón, etc.). El salchichón iba en las tripas culares vueltas, de manera que el sebo interior de las tripas quedaba por fuera. Se colgaban, como la longaniza, fuera del humero, en el techo normal del cortijo, en palos morcilleros. Ver el techo lleno de longanizas y salchichones, y el humero repleto de morcillas, era todo un monumento exultante a la abundancia, solaz y alegría de la gente del campo (y del pueblo).

        El segundo o tercer día era también el día del escame, a lo cual en las matanzas de hoy se da poca importancia, porque se tira mucho. Hoy tiramos de todo. Antes, nada de nada. Se limpiaban muy bien: los huesos de las cabezas, lenguas, carrilladas, orejones, etc. Y se cocían (lo que se puede decir sancochar). También, el cuajar (estómago del cochino), que era lo único que me gustaba: lo echaban al ajo sopeao, riquísimo manjar que no he vuelto a saborear. Parte de esta casquería (lengua, orejones) se limpiaba y se raspaba mucho antes. Una vez terminado el sancocho, se dejaban enfriar, se les echaba bastante sal, y en un par de días se colgaban también en el humero.

        Luego venía la tarea del adobo, para la costilla y el espinazo. El adobo era un caldo a temperatura ambiente, con los mismos aliños que la longaniza: sal, pimentón, ajo, y algo de matalaúva y pimienta. En ese caldo se sumergían las costillas y espinazos crudos. Se dejaban escurrir, y luego también a colgar en los laterales del humero. Tenían que estar bien de sal, para evitar la moscarda en proximidad de la primavera. Andábamos siempre con la obsesión de la moscarda, moscas grandes, que no sé cómo habían escapado al frío del invierno.

        Llegaba después la gran fritada: el lomo, el hígado y el bofe. Éste es el pulmón del cochino, pero sale blandengue y fofo, y a mí no me gustaba. El hígado, mejor. Se freía, se enfriaba y se echaba en pringue. Pero lo más delicioso era el lomo en pringue. En casa no se adobaba con pimentón, sino que se le ponía sal, pimienta, vino del bueno (o algún aliño más). Y era lo último que se freía, en la sartén de barandillas, con la mitad de aceite y mitad de manteca, en tajadas cuadradas, como pequeños adoquines,  a fuego lento, para que no se quedara nada crudo por dentro. Después se dejaba escurrir bastante tiempo, para evitar agüilla por dentro, que lo podía estropear. Y se echaba en pringue, en una orza o en una olla grande de porcelana. Era el manjar de todo el año, para la merienda en alguna excursión, en posibles viajes o en momentos señalados. Se sacaban dos o tres trozos ocultos en la pringue cuajada, se les daba un vuelco en la sartén, y a la fiambrera. Así fui, por ejemplo, a la excursión de Puertollano, en el automotor (1960?), o a los exámenes de Córdoba. Además, teníamos los cuatro o seis jamones y paletas (Algunas se echaban a la longaniza), se consumía uno por la feria, y otro por navidad, y los demás se vendían al célebre Macana, en aquellos tiempos había mucha falta de liquidez, que se dice hoy.

        Tras el laberinto matancero, nos establecíamos (enero y parte de febrero) en el cobertizo lateral del horno, porque en el cortijo, donde estaban los embutidos colgados, no se podía hacer candela fuerte. Sólo una candelita pequeña, que se atizaba todo el día, para que echara humo, con paja, cortezas de los leños. La candela grande, en el cobertizo del horno. Hasta que se curara la matanza no volvíamos al pueblo, ya entrado febrero. O sea, que perdíamos más de un mes de escuela. Luego, había que adelantar. En aquellos primeros días post-matanza, se vivía a górgoro lleno: grandes morcillas de asar en las parrillas, el ajo sopeao con cuajar y otras abundancias, como los sesos, que se freían en un revuelto con ajos. Ah! Y un gran horror: los rollos (callos en Madrid), guatita (Ecuador)), que se tenían en agua de vinagre y sal, de las tripas del macho cabrío y del mondongo. Espantoso. Intragable. Un mal día para mí.

        En aquellas semanas nos tocaba, además, ir a las matanzas de mi tío Pedro (el cortijo de arriba), que era el original de la familia, de mi abuela Isidora Zamora; porque el nuestro había sido de un hermano suyo, Julián. Y la otra matanza era donde mi tía Rosa (de antiguo llamado cortijo de La Parrona). Esta matanza me resultaba interesante, porque mi tía era muy hábil en hacer dulces, y así galgueaba yo de lo lindo. Lo que más recuerdo de aquellas matanzas eran los madrugones, a las cuatro de la mañana, con unos escarchones del demonio, caminando con el carburo encendido. También se les podían llamar las matanzas de los carburos. Para ir al cortijo de arriba (Tío Pedro), había que pasar en la noche el regajo de Los Pobos, que a veces llevaba muchísima agua. Y recuerdo el ruido de cristales rotos en la noche, a nuestros pies, cuando se rompían los hielos de la escarcha. En el cortijo de arriba había un gran eucalipto en el patín, y allí transcurría el trajín de matar los cochinos, los jiñestones, etc. La muchachada, al anochecer, nos refugiábamos en el cobertizo del horno, con una buena candela, y allí jugábamos a “palma, pico, zurdo”, a las prendas y otros relajos. Esto, cuando éramos más chicos, porque de jovenzuelos, nos llamaban al cortijo: ¡A darle a la manivela y a embuar morcilla! Y así acababa aquel magno evento rústico, eje del año entero. Y en febrero, con nuestra burra cargada de chacina (dicen los amuceños), al pueblo con mi madre, para ir ya a la escuela, a la Academia de la Calle Cañuelo. Nunca había ocio. Siempre, muchísimas obligaciones.

FOTO.- Una estampa de los campos de Villanueva en otoño: varear a los cochinos. Hoy nadie varea: ¡Ya se caerán las bellotas! ¡Que esperen los cochinos! Este cortijero maneja el instrumento de varear: El “zango”, que se compone de “la vara” (la que se agarra), que luego lleva atados, pero movibles, dos elementos: “la guía”, y al final, otra varilla suelta, que es “el aporreón”, el que golpea las ramas. 

                                                                 

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        El curso 1961-1962, mi  cuarto de Bachillerato, ocurrió en la nueva Academia “San Miguel”. Atrás quedó la Academia de don Manuel García, salón “Molaera”, junto al Teatro Variedades. Allí, ya hemos ofrecido la lista del curso y algunos episodios, bajo el magisterio de don Manuel García (Matemáticas), don Ricardo Higuera (Matemáticas y Lengua), don Pedro Moreno (Latín, Historia, etc.), don Pedro Gómez (Francés), don Alfonso Gañán (Latín, por breve tiempo), don Antonio Rodríguez Calero (Dibujo) y don Jaime Gañán (vigilante del salón de estudio). Los jueves por la tarde íbamos a jugar al balón al Egido (donde ahora Las Jamoneras), entonces un descampado solitario. Creo que al llegar nos ponían a hacer unas tablas de gimnasia; pero esta asignatura nos la preparábamos unos pocos por nuestra cuenta. Yo tenía un método de gimnasia y me iba a casa de Domingo Rojas. En la azoteílla de su cocina hacíamos los ejercicios. Luego, en la cámara de mi casa, con algunos compañeros más (Domingo, Alfredo Muñoz de Torres, Antonio Ferrero, etc.), practicábamos la soga, con destreza de alpinistas, y gran éxito luego en los exámenes de Córdoba.

        Recordemos el año 1961. Sería por la cuaresma, cuando ocurrió algo insólito en Villanueva. Vinieron los misioneros jesuitas, que pusieron el pueblo patas arriba (En marzo de 1954 vinieron los misioneros dominicos). En 1961 eran tres o cuatro. Recuerdo el nombre del jefe: el P. Medina. Otro era de talle espigado, pero olvidé el nombre. Pues bien, una mañana andaba yo por la plaza. Sería el rosario de la aurora, pasó el P. Medina a mi lado y me dice: “Oye, joven, coge la campanilla y ponte a mi lado”. Y así me vi inmerso en el evento, con el din-don-dan, y ya todos los días, porque me dijo que volviera. La semana fue trepidante, con misas multitudinarias en la plaza, bendiciones del agua de San Ignacio, confesionarios en la calle (por la casa de Pepita Cámara). Además, desde los balcones de esta casa daban los sermones a la multitud, con un tono apocalíptico. Encima del Bar Porrín, en la plaza, que tenía una pequeña azotea, allí se teatralizaron los siete sacramentos… Y al amanecer, con la campanilla, por todas las calles, con el típico rosario de la aurora. Luego, me iba a la Academia. En fin, una movilización que recuerdo como el día del juicio final. Como consecuencia, empecé a frecuentar las cosas de religión, fuera de mis obligaciones escolares.

        Por aquel tiempo (illo tempore), no puedo precisar mucho, me apunté a Acción Católica, cuya sede era el pequeño edificio que hay enfrente de la sacristía, donde últimamente tuvo Luisa Romero la mercería. En la planta de arriba había algunas reuniones o “Círculos de estudio” (los miércoles), pero sobre todo recuerdo una mesa de pin-pón, y allí los chavales se pasaban las horas con el pin-pan-pum, lo cual me aburría bastante. El consiliario era el cura don Sebastián Márquez, pero antes lo habían sido: don Manuel Cobos Rísquez (de Torrecampo) y el fornido don Miguel Herruzo. Y los dirigentes laicos eran (según me relata Ángel Novas): Bartolomé Redondo (presidente), Manuel Quesada (tesorero), Ángel Novas (tesorero) y Agustín Ramírez Panadero “El Duende” (Delegado o instructor de aspirantes, entre los que yo me encontraba). Esto último explica que “El Duende” me invitara a su boda, a la que fui, con algún aspirante más, entre 1961-1962. En este último año, el consiliario era don Sebastián y Ángel Novas, el presidente. Me cuenta que una de las actividades de A. C. fue iniciar la construcción de viviendas de la barriada Pío XII, donde había un conjunto de chabolas. Y que en 1954 fue el mismo Novas el que organizó la primera cabalgata de Reyes, de Villanueva, con un Belén viviente en una carroza: Manolo “El Cartero” (San José), Juani Gutiérrez (La Virgen), José Leal, el empleado de Juzgados (Niño Jesús). De la única cabalgata que yo recuerdo –no puedo ponerle fecha- fue la que organizó el cura de Torrecampo, don Manuel Cobos. Fue célebre una carroza con una gran cigüeña, que causó admiración. Creo que otra llevaba un gran abanico. Son recuerdos difuminados por el tiempo. Una actividad que hacíamos en A. C., según vago recuerdo, eran las “misas dialogadas”. Soplaban ya los vientos renovadores del Concilio, pero los curas decían todavía la misa en Latín. Nosotros, en primera fila, leíamos en castellano las cosas que el cura decía en Latín.

        En enero de 1962, A. C. fundó el primer periódico de la posguerra, “Unión”, que duró dos años y medio. Luego vendría, en 1966, el “Boletín Cabezas de Familia”, fundado por Diego Higuera y otros. Me dice Ángel Novas que fue a él, a comienzos de 1962, al que yo le pregunté: “¿Qué hay que hacer para ser cura?” Y me contestó –no me acordaba- que hablara con don Sebastián o con don Marcial. Creo que hablé con este último.

En cuanto a la escuela se refiere, el curso 1961-1962, 4º de Bachillerato, mi padre me quitó de la Academia de don Manuel García, para pasarme a la Academia “San Miguel” (P. Llorente, 28). El motivo del traslado fue que esta Academia la fundó mi primo Francisco Moreno, y mi padre le tenía mucho aprecio y me apuntó con él. El “claustro” de la Academia era: mi primo F. Moreno, don Rafael el cura, Andrés “Costilla”, don Manuel Rubio y alguno más. Pronto me pusieron a repasar la lección a los de primero y segundo. Antes de fin de curso, también daba repaso de Latín (gratis et amore), en un pequeño estudio en la cámara de mi casa, a varios de la Academia, entre ellos Francisco Sánchez (hoy abogado y jefe de Correos de Pozoblanco) y Francisco Gaitán (hoy es un gran científico en Córdoba). Un día exclamaba Gaitán: “¡Se nos acabó la clase! ¡Paco se nos ha ido al Seminario!”

En el recreo, íbamos al Campo de Fútbol “San Miguel”, donde destacaba el maestro don Manuel Rubio por sus destrezas. Se perdía una hora, entre ir y venir. Cuando llegó el día de los estudiantes, Santo Tomás (7 marzo 1962) nos llevaron de excursión en el camión de Castillo al Vivero de los pinos, por la carretera de Adamuz, de lo cual publico en estas memorias algunas fotos. Mientras tanto, por frecuentar la vita pía, Andrés “Costilla” me llamaba “Fray Papilla”, a partir de uno de los frailes de “Marcelino, pan y vino”.

        En esta Academia, a pesar de mi preferencia por las Letras, adquirí aquel año cierta destreza en Matemáticas, Física y Química (sobre todo, en Química orgánica), materias en las que mi primo F. Moreno es un gran experto. Organicé un cuaderno grande con un montón de problemas resueltos, de Física y de Química. Siempre lamentaré que este cuaderno se me haya perdido. Antes, con don Manuel García también hice otra gran colección de problemas de Matemáticas, también perdida. En esa habitación de la c/ P. Llorente, 28, estaba la primera clase, con su pizarra. Solía pintar con tiza la silueta del Cristo de Dalí. Llegaba don Rafael el cura y se asombraba, por lo me rogó que diseñara la silueta de San Sebastián en la cancela de su casa parroquial, que se conserva, en la iglesia de San Sebastián.            


Foto.- Una vieja noria en algún cortijo de Villanueva, de estructura un tanto rudimentaria o cortijera. Junto al hortelano el burro fiel u obediente, como "Platero y yo".
  

                                                          

 

33

 

        En 1962, Villanueva no se parecía en nada a lo que es hoy. La vida social era entonces mucho más intensa. La calle estaba siempre llena de gente, los chiquillos jugando en la calle, sin coches. Hoy no ves a nadie por la calle. Por las tardes, menos. La Teletonta atontó las cabezas de nuestra sociedad. Entonces, la calle era como un zoco. El bullicio, constante. Un recuerdo curiosísimo en la calle San Miguel (cruce Torno Alta / Juan Ocaña) era el juego del corro, allá por el mes de febrero, antes de la cuaresma: “A la flor del romero / romero verde / si el romero se seca / ya no florece…”. Este juego era muy elaborado, vistoso, divertido, tanto que no se debía perder… Pero hoy los mozos prefieren el rap y el guasa. En ese cruce de la calle San Miguel se juntaban muchas mozuelas y mocitos, que hoy peinan canas. Recuerdo a las hermanas Pozuelo, Cati y Luna (hermanas de “Modelo”), Juana María Toril, Pilar Torralbo, Lucía Illescas, mi prima  Catalina… y tantas otras y otros. “Eres una y eres dos / eres tres y eres cuarenta / eres la Iglesia mayor / donde todo el mundo entra…”. Estos corros tenían mucho de juego de pretendientes, para tirarse los tejos. Los corros se organizaban por la tarde, después de comer, y aquello era de una animación extraordinaria. A los de poca edad (los mocosos) nos echaban del corro, y sólo admitían a los/las que estaban en edad de merecer. “Esos dos que van  en medio / qué parejita que son / si la vista no me engaña / el novio y la novia son…”. Los danzarines se movían en corro, luego hacían arcos y los demás pasaban por debajo, o se quedaba una pareja en el centro, mientras el corro evolucionaba. En fin, una danza popular perfecta, que hoy se debería recuperar. Ya que hoy tenemos a la vista tantas tonterías, qué mejor que presentar el corro jarote como algo espectacular.

        Se hacía otro corro en la calle Las Navas (esquina Génova / Juan de López). Recuerdo otro en la calle Las Ventas (San Gregorio), entre otras cuatro esquinas. Por otra parte, las niñas tenían sus juegos callejeros, separadas de los niños. Las niñas jugaban mucho a la comba, con el típico vaivén de saltos y arqueo de soga, siempre en la calle, a la vista de un grupito de mirones. Ocurría tal distracción por las tardes, a la salida de la escuela. Otro juego femenino eran las cuatro esquinas: cuatro chicas se colocaban en cuatro esquinas, moviéndose sin cesar, y una quinta aspiraba a una esquina. La que perdía esquina se descalificaba. El juego de las chinas (chinatos), con cinco piedrecitas. El juego del truco: se trazaba una raya en el suelo con tizón o carbón, y a la pata coja había que colocar la china sin pisar la raya.

Por su parte, los niños jugaban al jincote (ganar terreno lanzando un clavo gordo contra el suelo); el pingané (colocar en un soporte un palito con dos puntas, se le pegaba con una vara y, cuando iba por el aire el pingané, había que acertarle con otro varetazo). También se jugaba a la dama las tortas, a palma-pico-zurdo, etc., todos juegos un poco brutos, sin olvidar el entretenimiento del aro y la gabía, calle arriba y calle abajo, haciendo rodar el aro. Lo más interesante de todo: que la gente era entonces mucho más sociable, inmerso hoy cada uno en su guasa, que tiene tela.

        Por aquella época, en las vacaciones siempre me llevaban al campo, al dichoso Barranco de Los Pobos. No gozaba, pues, del ocio urbano semana-santano. Era la época de hacer el picón. Recuerdo, por ejemplo, que se organizaba una gran candela en la cerca del Cerro, al lado del regajo (en marzo-abril llevaba agua). Teníamos que hacer un gran montón de támaras en el centro, que era el que empezaba a arder. Luego, se iban echando haces de támaras, con los que se había formado un círculo alrededor de la fogata. Cuando todo estaba en el punto exacto de brasa, se iba a toda prisa a por calderos de agua al regajo, se apagaba bien la candela, y se dejaba un rato humear, tomando la precaución de separar varios montones, por si se prendía uno de nuevo, no se perdiera toda la “cosecha”. Seguros ya de que el picón estaba apagado, íbamos llenando los sacos, y se dejaban allí una noche o más, y también separados por grupos, todo por precaución. Con esta labor teníamos garantizada nuestra “calefacción central de gas natural” para todo el invierno, hasta que nos salieran cabrillas en las espinillas.

        Continuando a la altura de 1962, cursaba mi 4º de Bachillerato en la Academia “San Miguel”, pero sin perder el contacto con mis ex compañeros de la Academia de don Ricardo “Molaera”: Alfredo Muñoz de Torres, los hermanos Ferrero y algún otro (Domingo Rojas se había marchado ya a Los Salesianos, a Córdoba), siendo nuestro punto de encuentro la cámara de mi casa, a practicar la soga, que pendía del caballete del tejado. Escalar la soga y hacer el pino nos venía muy bien para el examen de gimnasia en Córdoba.

Para los exámenes de Córdoba, no fui con la Academia “San Miguel”, sino que hablé con don Manuel García y fui con ellos a Córdoba, a los exámenes de 4º, y a los de Reválida, dos semanas después. Íbamos en el coche de línea a la gran capital, siempre un festín, y a la célebre pensión “Mazo” (Calle Pompeyos, 2), de gratísimo recuerdo. Era a pensión completa: el inolvidable café con tortas, la sopa de mediodía, la tortilla francesa de la noche… Después del almuerzo, don Pedro Moreno nos ponía un rato a repasar ejercicios de Latín. En una ocasión dije: “Uf, ¡Qué hartura!” Y me contesta: “¡Pues más hartura es volver en septiembre!”. Así que a callar.

Aquellos exámenes se me dieron muy bien, en el inolvidable Instituto Góngora. Nos repartían unos papelitos en papel de cebolla con las preguntas, y a escribir se ha dicho. Luego, como relajo y recompensa, mis helados memorables en “La Flor de Levante”, aunque también eran buenos los del puesto de Sabino, en Villanueva. A los quince días, los que habían sacado el curso completo volvimos a Córdoba, con nuestro Libro de Calificaciones, para el examen de Reválida, que también superé bien. De este examen me quedó una anécdota poética. Nos tocó en Literatura el poema de Juan Ramón Jiménez “El viaje definitivo” (de Poemas agrestes, 1911), que ahora comprendo mucho mejor que entonces, porque la poesía se comprende según la etapa de la vida. Pasa como con El Quijote: “Con su lectura, los niños se divierten, los jóvenes se entretienen, los hombres reflexionan y los viejos se emocionan…”. Aquel poema de Juan Ramón no se me olvidará nunca (Lo escribo de memoria): “… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando; / y se quedará mi huerto, con su verde árbol / y con su pozo blanco. / Todas las tardes, el cielo será azul y plácido; / y tocarán como esta tarde están tocando / las campanas del campanario. / Se morirán aquellos que me amaron; / y el pueblo se hará nuevo cada año; / y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado, / mi espíritu errará, nostáljico… / Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol / verde, sin pozo blanco, / sin cielo azul y  plácido… / Y se quedarán los pájaros cantando.” He aquí el poeta genial: saber conectar con los entresijos claves de los seres humanos.


 Foto final.- Una antigua y conocida imagen de la Fuente Vieja de Villanueva, hacia el otoño de 1939, porque se ven alambradas en la puerta de las Escuelas, donde se ubicaron los presos de la posguerra. También el detalle de los melones y sandías. El centro de la foto es un cochino y un niño falangista descalzo (mal cuidado por la  Falange). Parece que se ve también la garita del soldado centinela. 

 

 

EPÍLOGO

 

Al final de estas Memorias infantiles queda un sabor agridulce, por la complejidad de las vicisitudes pasadas, de las que entonces no se era consciente debido al prisma optimista propio de la infancia. Con la mentalidad de hoy no se comprende cómo aquellos niños de la escasez de los 50’s podían ser felices de una manera aceptable. Siempre se ha dicho que la infancia es la clave de toda la vida de las personas. Y parece cierto. De ahí, el cuidado que ha de ponerse en procurar una trayectoria sin traumas en las vidas infantiles.

        En el crepúsculo de la vida siempre se vuelve la mirada a los años infantiles y adolescentes. Son estos años un refugio existencial y un regazo para el ser humano, que busca en esas fechas tempranas su identidad más primigenia. Sin embargo, la generación anterior, la de los 40’s, fue mucho peor. Fueron los años del hambre, del hambre de solemnidad, de la ruina de la posguerra, cuando a los niños les cayó en desgracia ver sus madres y seres queridos llorar de hambre, llorar por la humillación de los vencidos, llorar por una supervivencia casi imposible, y llorar por los seres queridos perdidos: los padres y los maridos presos o fusilados por el franquismo. Los de los años 50’s tuvimos alguna mejor suerte: al menos no vimos las lágrimas del hambre, ni del dolor ni de la represión visibles.

        He querido revivir no sólo las circunstancias y el habla popular, sino también los rasgos principales del costumbrismo de la vida rural, cuando España todavía no había dejado de ser campesina, ni había comenzado el éxodo rural de comienzos de los 60’s. Me tocó vivir la última década del subdesarrollo de Andalucía, de Villanueva de Córdoba y de la España meridional. Por ello me ha parecido acertado dar testimonio de aquellos años vividos de manera tan sobria, tan elemental y tan estrecha, con todas las viejas costumbres del mundo campesino y pueblerino que me rodeaba. Siempre, con el contraste de las desigualdades sociales, claramente observables en el marco urbano, donde unos pocos tenían de todo, mientras la plebe mayoritaria no teníamos ni una naranja para el postre. Este contraste rural-urbano me interesa mucho subrayarlo, así como el contraste de minoría-mayoría, abundancia-pobreza y demás desigualdades, de lo que entonces éramos poco conscientes. Decía Heródoto que "la democracia lleva en sí el más bello nombre que existe, la igualdad". Entonces  sólo me preguntaba por qué los niños ricos de mi calle no querían jugar con nosotros.

        Muchas más conclusiones se podrían desprender de mi relato infantil, porque fue un mundo enormemente   aleccionador para el presente. Aquella mi década infantil de los años 50’s me sigue planteando reflexiones sin fin, en aquel entorno irrepetible de una España subdesarrollada y arruinada por la guerra, en una década de standby entre el primer franquismo y el gran éxodo rural de los 60’s. Aquellas viejas costumbres y estrecheces bien merecen ser conocidas por la sociedad de consumo actual, por la sociedad de la molicie y del derroche y por la gente desnortada por el frenesí tecnológico. El progreso material no necesariamente ha conllevado el progreso intelectual, espiritual ni una escala de valores, que se echa en falta en la actual sociedad de consumo.