1/12/17

OBRERISMO, CAMPESINADO Y LATIFUNDIO ÚLTIMO TERCIO DEL S. XIX (1)

OBRERISMO Y LATIFUNDIO EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX (1)
 
Hambre, agitación y represión en el latifundio andaluz

                                         Por Francisco Moreno Gómez


Consecuencias de la consolidación del latifundio
tras el fenómeno de la desamortización

En principio, parece evidente que la miseria y las luchas campesinas andaluzas de finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX sólo se pueden explicar en el contexto del latifundio estructural meridional. En realidad, la desamortización no es que revolucionara totalmente el sistema latifundista, sino que más bien lo consolidó y afianzó unas estructuras ya existentes, según las tesis de A. M. Bernal,[1] el cual establece las siguientes conclusiones: a) La gran propiedad de la tierra andaluza ya venía desde el antiguo régimen, puesto que casi todos los “señores” consiguieron que sus señoríos pasaran a propiedad particular; b) que era la nobleza señorial la que, con gran diferencia, ocupaba la casi totalidad de las tierras; c) que la desamortización de la Iglesia no fue la causa decisiva del latifundio andaluz; d) que las tierras municipales sí que conformaron un “segundo gran latifundio andaluz”, que se sumaba al primero e inicial de la nobleza.
        Terminado el período de la desamortización civil, y creado el capitalismo agrario, entraron en juego en la sociedad andaluza una serie de nuevos factores, que se pueden concretar en diversas consecuencias:
        1.- El estancamiento económico, primero, y el subdesarrollo después, cuando quedan fijadas las bases del “nuevo orden” económico y social. El estancamiento económico se convirtió pronto en retroceso económico en una región que durante tres siglos (Sevilla, Cádiz…) había sido uno de los ángulos más dinámicos de la economía nacional, a causa de su proyección hacia América. Pero al quedar la propiedad de la tierra concentrada sólo en unas pocas manos, surgió un estado de explotación deficiente o escasamente rentable y, dado el absentismo de los propietarios, los beneficios obtenidos pasaron a la banca o se concentraron en las capitales, sobre todo Madrid, de modo que el agro andaluz fue víctima de una descapitalización creciente que, desde Andalucía, fue a sufragar los gastos de inversión industrial de otras regiones españolas.
        Este empobrecimiento de los campos andaluces ya lo señaló también Pascual Carrión, al comprobar que el índice de producción rústica es mucho menor en las zonas latifundistas que en el resto de España.[2] Así, mientras en el Norte la productividad por hectárea y año se sitúa en torno a las 400 pesetas, en el Sur, a menudo, no llega ni a las 100 pesetas (La Coruña, 445; Guipúzcoa, 380; Huelva, 35; Badajoz, 117; Córdoba, 200, etc.). La desproporción en productividad en cuanto a la ganadería es aún mucho más acusada en las zonas latifundistas, con relación al resto de España (Valencia, 100 pesetas; Jaén, 33; Córdoba, 29, etc.).
        2.- La despoblación general de los campos, según el estudio de Pascual Carrión, con datos de 1930, es otro de los males del latifundio, puesto que los medios de subsistencia, la tierra, se hallan en pocas manos, lo cual provoca un trasvase de habitantes hacia zonas menos adversas. En realidad, los propietarios, con altas rentas, no tienen necesidad de intensificar los cultivos y solicitan un número mínimo de jornaleros.
        En 1928, la provincia de Córdoba tenía una población de 643.802 habitantes (46’9 por km2., y no era de las peores. Cáceres, por ej., 22’11 por km2.). Esta anomalía desaparecía en provincias ajenas al fenómeno latifundista (Valencia, 94’21 habitantes por km2; Vizcaya, 218’19, etc.).
        Dentro de la provincia de Córdoba, los pueblos de la Sierra, donde las deficiencias de explotación son mayores, la población por km2. baja considerablemente. Hinojosa del Duque, Fuenteobejuna, etc., en torno a 20 ó 25 h. por km2. (Santa Eufemia, 12 h. por km2.; Montoro, 17; Adamuz, 22).
        3.- Concentración de los habitantes en pocos pueblos, y éstos con grandes términos municipales. Mientras muchas provincias del Norte, Castilla o el Litoral, tienen una media de 200 pueblos, las provincias andaluzas no llegan a la mitad (Valencia, 263 pueblos; Valladolid, 237; Cádiz, 42 pueblos; Córdoba, 75). Idéntica desproporción se da en cuanto a la extensión de los términos municipales (Tarragona, 3.508 Ha. de media por término; Valladolid, 3.448; Córdoba, 18.302; Ciudad Real, 20.564, etc.).
        4.- El paro forzoso de la mayoría del campesinado. La razón es que en las enormes extensiones del Sur hay poca necesidad de mano de obra. Sólo hay mayor demanda de mano de obra en determinadas faenas estacionales (barbechos, tala, siega y recolección, aceituna, y poco más). Cuando cesan estos trabajos, ocurre el llamado “paro estacional”, mal endémico de la Andalucía contemporánea.
        Mientras en las grandes fincas poco cultivadas, generalmente dehesas, lo único que se necesitan son guardas o pastores, uno o dos hombres por cada 500 ó 1000 Ha. Sin embargo, en fincas de pleno rendimiento –cosa excepcional en el latifundio- se necesitan como mínimo al año 10 ó 15 hombres ¡por hectárea! Es decir, donde el latifundio empleaba dos hombres, en esa misma extensión se daría ocupación a 10.000 ó 15.000 hombres, en una finca cultivada a pleno rendimiento. Por consiguiente, es setenta o cien veces mayor el número de jornales que necesita un cultivo medianamente intensivo, comparado con el que se emplea en las dehesas latifundistas.[3]
        5.- Bajos salarios, como consecuencia de mayor oferta de mano de obra que en las zonas latifundistas, y a mayor oferta, los “señoritos” hallaban siempre los jornaleros necesarios a sueldos bajísimos, y si los lugareños se volvían impertinentes, recurrían a la contratación de forasteros. Poco antes de la llegada de la II República, los jornales en el Norte jamás bajaron de las 5 pts. En cambio, por las mismas fechas, los jornales de Andalucía se situaban entre las 2’25 y las 3’50 pts. al día. Sólo en época de recolección podían llegar a 4 ó 6 pts. En tiempos en los que los jornales de Levante, por ejemplo, estaban entre las 10 ó 12 pts.[4]
        6.- Lucha campesina constante, como única respuesta posible al “desorden social” introducido por el nuevo régimen, en una dialéctica de luchas e intensas represiones. Con la desamortización se habían consolidado unas estructuras agrarias, cuya permanencia era sólo posible mediante una opresión formidable del campesinado, desde mediados del siglo XIX.[5] Las secuelas del injusto sistema de acaparamiento de la tierra, desde mediados del siglo XIX en adelante, estarán ya siempre  presentes en todos los conflictos sociales del Sur.
        Se puede asegurar, por tanto, que las desigualdades en la posesión de la tierra originaron la polarización y enfrentamiento de clases sociales, terratenientes y jornaleros, en un pleito cada vez más enconado, que llegó a las trágicas fechas de 1936.
        Y esta polarización adquiría caracteres agudísimos por la ausencia de una clase intermedia de medianos propietarios, por lo cual los intereses de los terratenientes chocaban de plano con los del otro extremo, los campesinos de la tierra. Este enfrentamiento directo, la existencia de dos grupos extremos, es la nota fundamental del latifundismo, lo cual no se da en otras regiones de España. Pérez Yruela considera que la polarización que se generó en la estructura social es consustancial de la estructura latifundista.[6] El campesinado se encuentra en una situación de inaccesibilidad a los medios de vida. Su conciencia de privación se agudiza ante la realidad de sus jornales de hambre, por una parte, y por otra, la observación de la vida opulenta que los propietarios ostentan ante ellos, porque todos viven en la misma comunidad. Las relaciones de dependencia que genera el latifundio entre jornaleros y propietarios favorece el abuso de poder de éstos sobre los campesinos. Abuso de poder que se traduce en caciquismo o en numerosos tipos de represión.
        Bernaldo de Quirós ha explicado la existencia del bandolerismo del siglo XIX como un estado de rebeldía frente a estos tipos de marginación surgida en el seno de las injusticias de la gran propiedad.[7] El lógico deseo de salir de una situación precaria, que enseguida se traduce en rebelión, es lo que explica el conflicto permanente entre jornaleros y propietarios en las zonas latifundistas. La conflictividad surge, primero, ante la desigualdad manifiesta en la distribución de la tierra, sin una clase intermedia de medianos propietarios, que eviten el abuso de poder de los grandes. En segundo lugar, la conflictividad surge ante la conciencia de esa injusticia, cuando ven la opulencia de unos y la miseria de ellos y sus familias. Quizá sin la convivencia de ambos extremos en el mismo entorno, no se habría desarrollado tanto la conciencia de la gran desigualdad y explotación en el campesinado contemporáneo. De ahí se agranda la incomprensión mutua, que se traduce en una especie de “odio africano que existe hoy entre la clase trabajadora y la patronal”, según frase de un patrono de El Carpio (Córdoba).[8]
        La actitud de los grandes propietarios en la comunidad en la que vivían era de total despreocupación. Antes de la enajenación de las tierras municipales, eran los Ayuntamientos los encargados de afrontar muchas de las necesidades del vecindario, como la enseñanza, la sanidad, los socorros en ciertas calamidades públicas, etc. Pero cuando estas tierras municipales pasaron a manos de los grandes propietarios, éstos declinaron cualquier tipo de obligación social, convencidos que no era de su incumbencia cualquier responsabilidad en momentos calamitosos, situación de paro forzoso, hambre, etc. Así se vio en la II República con la cuestión de los “alojamientos”, la “siega de asalto” o la “ocupación de tierras” por los yunteros. Luego, cuando se quebró la convivencia por el golpe militar, estalló la sarracina. En mi recogida de fuentes orales en los años ochenta, escuché más de una vez: “No éramos malos; es que llevábamos un siglo de hambre”.
        Desde siempre resultó incomprensible cómo los grandes propietarios, que se habían hecho con los bienes del común, se desentendieron luego de cualquier obligación respecto a la comunidad. Los oligarcas agrarios, instalados en la cima de su poderío, traspasaban al Estado los deberes sociales de cualquier tipo, a pesar de que los Ayuntamientos, al enajenar sus bienes rústicos y quedarse sin recursos.
        Por otra parte, un Estado como el de entonces, sin estructuras de protección social, difícilmente podía remediar el abandono sufrido por la gente pobre. El resultado fue el desamparo más completo en el campesinado, carente de servicios elementales, como instituciones de previsión para la ancianidad, invalidez, escuelas para los hijos de los obreros, puestos a trabajar desde la infancia, sin posibilidades de escolarización.[9] He aquí, por tanto, la razón de la incultura y de los altos índices de analfabetismo crónico en el agro andaluz.
        En realidad, la única relación aparentemente pacífica entre terratenientes y campesinos incultos era el caciquismo. Los propietarios utilizaban su poder para obtener de los trabajadores el voto que ellos deseaban. Cuando el trabajador no se prestaba a esta sumisión, el cacique imponía sus terribles sanciones de negar, entre otras cosas, la oferta de trabajo con las llamadas “listas negras”. El caciquismo ha sido duradero en la historia rural de España, posiblemente hasta el presente, al menos en alguna de sus vertientes.
        El caciquismo fue, en efecto, un tipo más de opresión, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Malefakis señala que la libertad electoral propugnada por la nueva burguesía era una farsa.[10] Los caciques del medio rural, tenían el vicio de amañar las elecciones, controlaban los votos, abusando sobre todo de los pueblos pequeños, aislados, con alto índice de analfabetismo. Se impedía que los candidatos de la oposición pudiesen dar mítines, los votos contrarios no entraban en las urnas, se falsificaban los resultados de las votaciones y, por encima de todo, el puesto de trabajo de los jornaleros dependía de su voto. Esta era la “democracia” española antes de la llegada de la II República.
        Como consecuencia, el campesino era cada vez más consciente de su falta real de poder para mejorar sus condiciones de vida por los cauces legales. Por ello, fatalmente, quedaba empujado a las explosiones violentas y al desprecio por la vía política del voto, todo lo cual condujo a las teorías anarquistas. Luego, cuando en la II República el voto sí fue efectivo, el anarquismo no supo adaptarse a la nueva situación y se mantuvo en un anacronismo. Mientras tanto, las relaciones entre jornaleros y propietarios fueron cada vez más irreconciliables. Los propietarios no cesaban de enturbiar el ambiente. Por un lado, su falta de iniciativa e imaginación en la explotación de sus tierras no redundaba ni motivaba la buena opinión del proletariado. Por otro lado, dada la desesperación social, los trabajadores entraban en la vía de la radicalización: motines, asaltos a cuarteles, Ayuntamientos, Registros de la propiedad, incendios de cosechas, etc.[11] Sin duda, a raíz de las desamortizaciones, desaparecieron los precarios medios de vida de los campesinos sin tierra y quedaron abocados a una conflictividad creciente, que fue ahogada en sangre en el gran genocidio del golpe militar fascistizado de 1936, la guerra y la dictadura.

Primeros conflictos campesinos
después de la desamortización. Córdoba

        Al implantarse el nuevo capitalismo agrario, el expolio de las tierras públicas nunca fue olvidado por los pequeños campesinos. En adelante, de manera recurrente, estos campesinos volvían a sus argumentos: que la tierra les había sido usurpada y que la cuestión de la propiedad quedaba pendiente.[12] Fue una frustración que llevaron consigo hasta los días aciagos de 1936.
        El proletariado campesino, cuando quiso darse cuenta del proceso de acaparamiento de tierras por la burguesía, ya estaba consumado. La pérdida de los aprovechamientos comunales había empeorado, sin duda, su situación, y empezaron a luchar por una nueva desamortización, a costa de los que habían llevado a cabo el expolio.[13] Esta exigencia de nueva desamortización fue, precisamente, el móvil del motín de Pozoblanco (Córdoba), en el que los campesinos de la comarca de Los Pedroches protestaron por la enajenación de la dehesa de La Jara, en abril de 1873. Ya con anterioridad los campesinos de esta zona de la Sierra venían siendo sistemáticamente engañados desde 1836, cuando se iniciaron las gestiones para la “división” de La Jara, propiedad comunal conjunta de las Siete Villas, de lo cual se daban las siguientes justificaciones al vecindario:

        “Las Siete Villas han experimentado cuantos males y perjuicios son consiguientes a la comunidad de bienes y dejado de percibir las utilidades de ventajas que debieran haberle reportado (…), considérase la división de utilidad y ventaja notoria, y como medida necesaria para el fenómeno de la agricultura y sus agregados, prosperidad de las fincas indispensable para la felicidad y la paz de las Siete Villas (…)”.[14]

         A los campesinos les pareció todo aquello muy bien, hasta que, después de la división, los burgueses de cada pueblo de Los Pedroches acapararon la mayor parte de la fértil dehesa que a cada término le había correspondido. El campesinado, entonces, pretendió reaccionar, pero ya era demasiado tarde. Por consiguiente, desde mediados del siglo XIX, el “reparto” vino siendo en todas las exaltaciones campesinas la mágica palabra que electrizaba a las muchedumbres.

        Aunque las primeras reacciones y protestas de los campesinos andaluces sin tierra datan ya de 1840, los primeros motines campesinos propiamente dichos surgieron a partir de las leyes de la desamortización civil (mayo de 1855 y julio de 1856), debidas al ministro de Hacienda Pascual Madoz. Sólo por vía legal se formularon más de 700 protestas de otros tantos pueblos ante la Comisión Técnica Agraria, en contra de los abusos y fraudes cometidos con los bienes comunales en la España meridional.[15]
La primera gran protesta y revuelta campesina en contra de los abusos de la burguesía agraria fue la sublevación de Utrera y El Arahal (Sevilla), el 29 de junio de 1857. Tres centenares de insurrectos, dirigidos por Manuel María Caro, quemaron archivos notariales y cuarteles de la Guardia Civil (creada, precisamente, para defender a los burgueses del “nuevo status”), sin otras violencias. Una vez sofocados, el gobierno de Narváez hizo fusilar a unos 100 amotinados, y más de 200 fueron encarcelados.[16]
En aquellas fechas, los ideales republicanos se mezclaban ya con las primeras corrientes socialistas, en su sentido amplio. Según Fernando Garrido, la propaganda socialista la iniciaron él mismo y Joaquín Abreu, hacia 1840, con artículos en periódicos de Cádiz y Madrid. Les siguieron Sixto Cámara, Antonio Ignacio Cervera, Ordaz Avecilla y otros. Éste último, diputado demócrata en 1848, se declaró socialista, propugnando “contra la ignorancia: escuelas, periódicos y libros; contra la miseria: asociación”.
Generalmente, se trataba de traducciones de las obras de Cabet y Fourier, los primeros reformadores europeos, pero hubieron de hacer frente enseguida a las persecuciones de Narváez e, incluso, del mismo Bravo Murillo, del que Fernando Garrido reprodujo esta frase: “No necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen”.
Los clubs republicano-revolucionarios y las primeras ideas proletarias y socialistas estimularon, como eran de esperar, las protestas y revueltas de los campesinos que se habían quedado sin tierra. Así se llegó a la mayor revuelta campesina del siglo XIX: la sublevación de Iznájar y Loja, dirigida por Rafael Pérez del Álamo,[17] un nuevo Espartaco, el 28 de junio de 1861. Tomaron el cuartel de la Guardia Civil de Iznájar (Córdoba), y  desde allí tomaron Loja (Granada), llegándose a reunir más de 10.000 campesinos armados. En la génesis del levantamiento estaba el problema de la propiedad de la tierra. Loja era la patria chica de Narváez, y en la desamortización de años anteriores, el propio Narváez había comprado nada menos que toda la sierra existente en el término de Loja, procedente de los bienes de Propios del Ayuntamiento, y para impedirlo, Pérez del Álamo venía contraponiendo todos los medios a su alcance. El desenlace, el trágicamente esperado: rendición de los insurrectos y la consiguiente represión por parte de la burguesía, con varios fusilamientos, entre los que se encontraba el vecino de Iznájar Joaquín Narváez Ortiz, que se puede considerar el “protomártir del proletariado campesino en Córdoba”.
La represión trajo, como siempre, la desesperanza de los desposeídos, hasta que un nuevo acontecimiento encendió las esperanzas: la revolución burguesa de “La Gloriosa”, en septiembre de 1868, con el destronamiento de Isabel II, empujada por la burguesía liberal abanderada de todas las desamortizaciones. Los campesinos, ignorantes, el mismo 18 de septiembre comenzaron la ocupación de tierras en algunas provincias andaluzas y dieron la bienvenida a la “revolución”. Lamentable error. Enseguida, los liberales en el poder tuvieron que hablar claro: “La propiedad debía ser considerada sagrada e inviolable”, lamentaban “la mala interpretación de la revolución” y consideraban que “no había que confundir libertad con libertinaje”.[18]
Una vez conocido el engaño de la revolución burguesa del 68, el proletariado campesino se sintió traicionado, y la consecuencia fue que aquel estado de ánimo sirvió de abono a la implantación de la I Internacional en España. El apoliticismo predicado por Bakunin halló amplio eco en aquellos jornaleros burlados por la burguesía agraria. Así, en la navidad de 1872 los seguidores de Bakunin, a pesar de estar ya perseguidos por el gobierno de Sagasta, pudieron celebrar en Córdoba el I Congreso anarquista del mundo, en el cual consumaron la separación de los marxistas, partidarios de la acción política.[19] Desde entonces en adelante, el anarquismo andaluz se hizo con la hegemonía de las luchas proletarias en la región, hasta el llamado “trienio bolchevique”, en el que el socialismo empezó a conseguir alguna audiencia.
A aquel apoliticismo y preferencia por el anarquismo contribuyó también la dureza represiva que puso en marcha la burguesía triunfadora en 1868. El 3 de diciembre de aquel mismo año una manifestación de campesinos en Montoro (Córdoba) fue reprimida por la Guardia Civil, con un balance de dos muertos y bastantes heridos. En los meses siguientes se dio vía libre a la infausta “Ley de fugas”, para el exterminio de los últimos bandoleros andaluces. Sólo entre el 15 de septiembre y el 15 de octubre de 1870, fueron fusilados de esta forma 60 presos.[20] En Montilla (Córdoba), la tristemente célebre “Partida de la Porra” castigaba con 40 palos o latigazos cualquier falta en contra de la propiedad. El pueblo llamaba al Ayuntamiento “El de las bayonetas”, hasta que, indignados los vecinos, se lanzaron a la venganza a otro día de proclamada la I República, en febrero de 1873. Además, desde el otoño de 1871, la Sección Española de la A.I.T. había sido declarada ilegal.
A pesar de todo, “La Gloriosa” de 1868 y la instauración de la I República el 11 de febrero de 1873, constituyeron una doble coyuntura política de ciertas libertades que permitieron el desarrollo de la I Internacional en España, se dieron los primeros pasos en el asociacionismo de obreros y campesinos, comenzaron los primeros esfuerzos unitarios en contra de los abusos de la burguesía agraria y se reprodujeron en aquellos seis años las luchas y los conflictos campesinos en pro de la redistribución de la tierra.
La coyuntura favorable del período 1868-1873 ya hemos visto que propició el interés popular por las asociaciones obreras. A finales de 1868 ya se dio en Córdoba un grado considerable de afiliación al Partido Republicano –el dirigente era Francisco Leiva-, y tuvieron lugar en la capital las primeras asociaciones de obreros de diversos oficios. En mayo de 1870, según noticias de Fernando Garrido,[21] se fundó en Córdoba capital una “Sociedad Cooperativa de Agricultores del Campo de la Verdad”, y en agosto de 1872 habla Eloy Vaquero de una primera huelga de zapateros y barberos.[22] Los campesinos, por su parte, constituyeron sociedades afiliadas a la A.I.T. durante aquellos años (1871-1874) en nueve localidades: Iznájar, Rute, Lucena, Aguilar, Montilla, Castro del Río, Espejo, Córdoba y Espiel.[23] La mayoría de estas sociedades se formaron en 1873.
En efecto, fue 1873 el año cumbre de aquella incipiente exaltación obrera y campesina. La proclamación de la I República en el mes de febrero trajo nuevas esperanzas para los jornaleros sin tierra y, además de la revuelta de Montilla, hubo ocupación de tierras en Benamejí y un insólito motín en Pozoblanco.
El 13 de abril de 1873, una masa de campesinos de las Siete Villas, de la comarca de Los Pedroches, se presentó ante el Ayuntamiento de Pozoblanco, pidiendo tumultuariamente que se les repartiera la dehesa de La Jara y los bienes de los que injustamente los poseían. Recuérdese que el año anterior, 1872, se había llevado a cabo la enajenación de la conocida dehesa a favor de los grandes terratenientes de la comarca. Los de Villanueva de Córdoba (Los Herruzo, Herrero, Cañuelo, Pedraza, etc.) se habían hecho con la mayor parte del lote correspondiente de La Jara, en un 75’7%, mientras que los medianos y pequeños propietarios apenas tuvieron acceso a la cuarta parte (24’3’%).
Cuando el vecindario de todos los pueblos próximos hacía crecer su furor ante el Ayuntamiento de Pozoblanco, las autoridades y la fuerza pública trataron de sosegar a la muchedumbre con razones y consejos, pero los campesinos se soliviantaron todavía más, llegando a pedir, no ya La Jara, sino todas las fincas de los ricos, a quienes no había motivo para temer, porque, como ellos decían, los trabajadores eran “cuatro contra uno”. Por fin, fue detenido un revolucionario al intentar agredir al jefe de la fuerza armada. Entonces, la potencia revolucionaria de la multitud se resolvió en una tempestad de voces y de gritos, para que pusieran en libertad al preso. Una vez que lo lograron, decidieron disolverse. Díaz del Moral comenta: “Son interesantes los razonamientos en que los campesinos serreños fundamentaban sus peticiones de reparto. Aquellos hombres, que no conocían las propagandas de los internacionalistas y que ningún contacto habían tenido con los directores del movimiento obrero, decían, según un testigo presencial, que ellos, que sembraban, escardaban, segaban y sacaban los granos, se consideraban con mejor derecho a su disfrute que los que con dinero mal adquirido les pagaban un mezquino salario, con el que no tenían para lo necesario.[24]
De cualquier forma, aquellos conflictos campesinos del citado período tenían mucho más de espontánea rebeldía que de movimiento organizado. Con la Restauración borbónica de 1874, el obrerismo hubo de entrar en un período de clandestinidad, fue disuelta la Sección Española de la A.I.T. (Excepcionalmente resistieron en Córdoba la Sociedad de Espejo y la de la capital). Los efectos de la represión dejaron el camino libre para la aparición de un nuevo fenómeno en la historia del campesinado: la creación de los Círculos Católicos. En realidad, era una forma de represión ideológica. La Iglesia utilizó su influjo de masas a favor de los grandes propietarios y como antídoto de las ideas socialistas. Desde entonces hasta hoy, la presencia de las doctrinas católicas como muro de contención del movimiento obrero ha sido una constante histórica. A partir de 1877 se difunden por la provincia de Córdoba los Círculos Católicos, bajo el impulso del obispo Fr. Zeferino González. En los seis años siguientes, estos Círculos se llegaron a fundar en 23 de los 75 pueblos de Córdoba.[25]
En 1881 volvió de nuevo el resurgir anarquista y la reagrupación de importantes núcleos proletarios en Cataluña y en Andalucía. En el mes de julio se fundó la “Federación de Trabajadores de la Región Española” (FETRE), en sustitución de la anterior Sección de la A.I.T. En poco más de dos años se adhirieron a la FETRE trece localidades de Córdoba: Priego, Cabra, Montilla, Espejo, Córdoba, La Carlota, Palma del Río, Villa del Río, Hornachuelos y Belmez.[26]
El Congreso de la FETRE en Sevilla (septiembre de 1882) marcó el apogeo de la exaltación obrera de aquel período. El Congreso se inició con un manifiesto deseando “paz y salud a los proletarios todos, desde las fértiles orillas que baña el Guadalquivir, donde natura prodigó sus dones a manos llenas (…), pero donde el terrible cáncer latifúndico está más desarrollado”.[27] La gran novedad del Congreso fue el poderoso avance del anarquismo andaluz con relación al catalán. Hubo representación de seis Federaciones locales de Córdoba, que sumaban 726 afiliados, a bastante distancia, sin embargo, de otras provincias andaluzas. Las provincias de mayor arraigo internacionalista seguían siendo en 1882 Sevilla y Cádiz, luego Málaga, y en cuarto lugar, Córdoba.
Aquel movimiento asociativo iniciado en 1881 languideció enseguida, a raíz que la represión que el Gobierno desencadenó en toda Andalucía, con el pretexto del burdo asunto de “La Mano Negra” en Jerez de la Frontera, a comienzos de 1883. En el mes de marzo, la mayoría de los dirigentes campesinos de Córdoba fueron encarcelados, y las sociedades anarquistas se dispersaron, salvo la habitual excepción de Espejo y Códoba capital.
Se impuso un nuevo silencio a las reivindicaciones de los campos del Sur, lo cual fue aprovechado por la oligarquía agraria para emprender las “últimas medidas desamortizadoras”. Quedaba por ahí alguna que otra dehesa comunal, y una ley del 8 de mayo de 1887 ordenaba la enajenación del 20 por ciento de aquellas fincas comunales, cuya declaración como tales no hubiera sido hecha por los Ayuntamientos hasta aquella fecha. Era la primera ley que incluía los bienes comunales directamente, cuando la verdad era que de éstos apenas quedaba ya alguna muestra en los pueblos. Con la ley de 1887 surgió una nueva picaresca de los grandes propietarios para hacer desaparecer los documentos declarativos de bienes comunales. A menudo se daba la maliciosa complicidad entre los secretarios de los Ayuntamientos y los terratenientes. Tuñón de Lara cita el caso del marqués de Campotéjar, que se apropió de 11.000 fanegas de tierras municipales del pueblo de Jayena (Granada), tras la desaparición de documentos a que dio lugar un misterioso y sospechoso incendio del archivo de la localidad.[28]  
El siglo XIX terminó con una última fase de exaltación obrera, situada en torno a 1891. Fue un resurgimiento anarquista, después de que su momento cumbre lo había constituido el Congreso de Sevilla, de 1882. En segundo lugar se produjo también un desarrollo del republicanismo, en letargo desde el período 1868-1873. En 1891, lo mismo que unos años antes y después, se fundaron en Córdoba bastantes Casinos Republicanos. Y en la constitución de los nuevos Ayuntamientos, el 1 de enero de 1891, después de las elecciones municipales, pudo constatarse una significativa presencia de concejales republicanos: 11 en Córdoba, 3 en Bujalance, 6 en Villanueva de Córdoba, etc.[29]
En 1891 se celebró por primera vez en Córdoba la fiesta del 1º de Mayo, acordada en el Congreso de París de la II Internacional (1889). En Córdoba la organizaron los anarquistas, con un mitin en la Plaza de Toros. Los detalles los plasmó en un relato Eloy Vaquero. La noche anterior se celebró en el Centro de Recreo de la calle Arco Real una reunión obrera preparatoria, en la que se amenazó con la huelga, si no se establecía la jornada de 8 horas. Esta reclamación concreta se formuló también en el mitin del 1º de Mayo. El día 2 volvieron los trabajadores a sus tareas, excepto los agricultores, que mantuvieron un breve paro, sin llegar a huelga, siempre con la exigencia de la jornada de 8 horas, la reivindicación obrera fundamental de aquellos años.[30] En aquel año de 1891 se dieron bastantes agitaciones, como un motín de parados ante el Ayuntamiento de Córdoba, o la dura huelga de mineros en la cuenca de Peñarroya.
Mientras tanto, a las puertas del siglo XX, la situación del agro andaluz seguía agravándose en lo que ya venían siendo sus males endémicos. Con las últimas medidas desamortizadoras, la concentración de la propiedad había llegado a sus cotas máximas. El Duque de Alba, por ejemplo, era dueño de términos municipales casi enteros, como ocurría en El Carpio (Córdoba). Y la mayoría de tan dilatadas fincas se encontraban totalmente incultas, dedicadas a cotos de caza, a ganaderías bravas, etc.
El absentismo de los grandes propietarios era costumbre creciente, y la desidia y falta de iniciativa en la economía agrícola, unida al atraso económico, se convertía en característica esencial del agro andaluz finisecular.
Sin embargo, a pesar de los bajos índices de cultivo, el salto de uno a otro siglo fue de grandes ganancias para los terratenientes, sobre todo, a la superabundancia de mano de obra, pagada a precios irrisorios. El salario de los obreros andaluces oscilaba aquellos años entre 0’75 y 0’85 pesetas/día, más lo que se llama “el jato” (hato) o “los avíos”. En cambio, el jornal medio era de 2 pesetas en Castilla, 2’25 en Levante, 2’90 en Cataluña, etc.[31]
Canalejas intentó un remedio algo más tarde, en 1910, presentando un proyecto de ley para expropiar, mediante indemnización, los predios incultos o mal cultivados, en manos de particulares. Pero este conocido político chocó con el bloque irreductible de la gran burguesía agraria en contra de su proyecto, que Canalejas acabó llevándose a su tumba cuando fue asesinado.
El proletariado campesino, además de las marginaciones estructurales ya señaladas, padecía otro tipo de opresión, también tradicional y crónico: el analfabetismo. Al filo de 1900, la media nacional de analfabetismo era del 63’78%, siendo el porcentaje bastante inferior en las provincias minifundistas, mientras que en el Sur el índice se situaba entre el 70 y el 80 por ciento. La media de Andalucía en esas fechas era del 76 por ciento. La explicación, antes y después, era que el campesino, con toda su familia, se encontraba “de sol a sol” al servicio del señorito, sin tiempo ni  medios para su instrucción ni la de sus hijos.
Las luchas y reivindicaciones del proletariado campesino u obrero en general, producto directo del capitalismo agrario en Córdoba, consolidado por la desamortización, tuvieron un carácter esporádico, intermitente y coyuntural, en la segunda mitad del siglo XIX, sin responder nunca a movimientos claramente organizados. Fue en los primeros años del siglo XX, concretamente en 1903, cuando la burguesía agraria se vio cercada, por primera vez, por una acción obrera organizada. Así pues, la exaltación campesina, que tuvo su momento de apogeo en 1903, hay que considerarla como el primer movimiento campesino organizado en la historia del agro cordobés. Movimiento organizado por su preparación (asociación y labor propagandística), por sus métodos (huelgas, tumultos, sabotajes, etc.) y por sus resultados (balance positivo en general).
En efecto, la exaltación campesina de 1903 estuvo apoyada por la creación de más de 60 Sociedades Obreras, incluyendo una docena de cooperativas, hecho insólito en la provincia cordobesa. Estas sociedades formadas desde 1900 a 1906, eran de afiliación anarquista en su mayoría.
Esta agitación campesina estuvo orquestada por una insólita labor propagandista de los líderes anarquistas por los campos de la Campiña cordobesa (La Sierra estuvo casi al margen, hasta 1917), con la proliferación de mítines (Basilio Paraíso, Juan Palomino Olalla –entonces anarquista-, Antonio Puntas, Rafaela Salazar, Antonio Chacón, el pintor Urbano, Teresa Claramunt, Leopoldo Bonafulla, etc., todos los cuales, tomando como punto de partida Córdoba capital, irradiaban su acción a los pueblos limítrofes de la Campiña), o bien mediante la difusión de prensa y folletos, que teorizaban sobre la emancipación de los desheredados (La conquista del pan, de Kropotkine; El dolor universal, de Faure; El botón de fuego, de J. López Montenegro, etc.).
A la agitación contribuían también el número creciente de mítines de los líderes republicanos en la provincia (Lerroux, Blasco Ibáñez, Rodrigo Soriano, Jerónimo Palma, Evaristo Jiménez Illescas, etc.). Que el movimiento fue importante lo indica el buen número de huelgas ocurridas: un total de 23 (período 1901-1905), de las que 14 fueron de campesinos, 4 generales (Córdoba, Bujalance, Castro del Río y Fernán Núñez) y el resto, de otros gremios. Se ensayó por primera vez, con cierto éxito, el gran mitin de la huelga general, siendo la más importante la de Córdoba (17-20 de abril, 1903).
Los jornaleros, además de la huelga, recurrieron también a acciones de cierta violencia, por otra parte típicas en el movimiento campesino meridional, como las manifestaciones tumultuarias, el asalto a tiendas de comestibles y panaderías (Palma del Río, Córdoba, Fernán Núñez, etc.), choques con la fuerza pública o la realización de trabajos “de asalto” (Bujalance, abril, 1905), y luego se pasaba a cobrar a los señoritos.
Las reivindicaciones se centraron fundamentalmente en la consecución de mejoras en las condiciones de vida del proletariado: la no contratación de forasteros, la subida de salarios, la jornada de 8 horas, y las protestas contra el paro obrero.
Finalmente, el balance de la agitación obrera de comienzos de siglo resultó bastante positivo. Los grandes propietarios, sorprendidos por la insólita oleada de huelgas en la Campiña cordobesa, accedieron a mejorar las comidas (“El jato” de los jornaleros), subieron los salarios y se vio la manera de ir reduciendo un tanto la jornada de trabajo “de sol a sol”. A pesar de todo, el movimiento fue decayendo a partir de 1903, y sucumbió por completo en 1905. Por aquella vez, excepcionalmente, la causa no fue la represión de la burguesía –durísima en períodos venideros y en otros anteriores-, sino que los ánimos se anonadaron ante la terrible sequía y hambre de 1905. Ello explica que en 1918 los terratenientes volvieran a desear un año de hambre para la dispersión de las sociedades obreras. Se contradice, por tanto, la teoría de Marx sobre la miseria creciente como base de la revolución.
El cuadro de aquel año siniestro de 1905 lo ha descrito Eloy Vaquero, con notas muy semejantes a las que se observarán luego en los días de la II República:

“Muchos obreros, condenados al paro forzoso, abandonan de madrugada sus miserables chozas y se diseminan por los campos, pidiendo un poco de dinero, algunas especies, un pedazo de pan, no a título de limosna, sino como adelanto descontable, a su tiempo, del producto de sus brazos. El espectáculo de ver miles de hombres llamando de puerta en puerta pidiendo socorro, resulta inhumano y vergonzoso”.[32]

La reacción patronal y las autoridades, en un gesto invariable, que también se volverá a comprobar durante la II República, no pensaban en otro remedio que no fuera la Guardia Civil, postura tradicional en el último siglo y medio de historia de la España meridional. Seguimos con la misma cita de Eloy Vaquero, con relación a 1905.

“Los propietarios no pueden tener más tiempo en su casa a los trabajadores. En vista de la actitud amenazadora de éstos, el alcalde reclama del gobernador el inmediato envío de Guardia Civil, entendiendo que seguramente se alterará el orden”.

Otro fenómeno parejo a la agitación anarquista de 1903, ya presente en anteriores resurgimientos obreros, lo mismo en el siglo XIX y en el XX, fue el renacimiento de los Círculos Católicos. Este fenómeno ha sido siempre un modo de contrarrestar por parte de los patronos la ofensiva propagandística de los obreros. En aquella ocasión, el primer Círculo Católico que se fundó (marzo de 1899) fue el de Villanueva de Córdoba, siendo su presidente Martín Torrico, y su secretario, Fernando Sepúlveda, ambos grandes oligarcas del latifundio local. Otros Círculos se ubicaron en: Cañete de las Torres (1902), Puente Genil (1903), Baena (1903), Hinojosa del Duque (1904), Doña Mencía (1905) y algún otro.
Nos quedamos ya entrados en el siglo XX, para empezar con el moderado auge del obrerismo en el período de 1910 a 1913, y años siguientes, con su epicentro en el llamado “trienio bolchevique”, de 1918-1920, con una historia verdaderamente notable (Continuará).




[1] Antonio Miguel Bernal, La propiedad de la tierra y las luchas agrarias andaluzas, Barcelona, 1974, p. 12.
[2] Pascual Carrión, Los latifundios en España, Barcelona, 1972, pp. 293 y ss.
[3] Pascual Carrión, Los latifundios… ob. cit., pp. 340-341.
[4] Pascual Carrión, Algunos aspectos de la reforma agraria, Madrid, 1934, p. 22.
[5] Antonio Miguel Bernal, La lucha por… ob. cit., pp. 10-11.
[6] Pérez Yruela, La conflictividad campesina en la provincia de Córdoba, 1931-1936, Madrid, 1979, p. 75.
[7] Bernaldo de Qurós, C., El espartaquismo agrario, Madrid, 1973, pp. 140-141.
[8] Ibídem, p. 69.
[9] Pérez Yruela, ob. cit., p. 49.
[10] Eduard Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX, Barcelona, 1971, p. 135.
[11] Malefakis, E., ob. cit., p. 116.
[12] A. M. Bernal, La propiedad… ob. cit., p. 147.
[13] Juan Díaz del Moral, Historia de las agitaciones campesinas andaluas, Madrid, 1977, p. 40 (1ª edición, Madrid, 1929).
[14] Antonio María Calero, Movimientos sociales en Andalucía (1820-1936), Madrid, Siglo XXI, 1977, pp. 16-17.
[15] Manuel Tuñón de Lara, El movimiento obrero en la historia de España I, Barcelona, 1977, p. 83. También en otros autores: Pascual Carrión, Los latifundios…, ob. cit., p. 377; Antonio Miguel Bernal, La propiedad…, ob. cit., pp. 114-117.
[16] Diversas versiones de estos luctuosos acontecimientos pueden verse en: Manuel Tuñón de Lara, La España del siglo XIX, I, Barcelona, 1978, p. 217; y en El movimiento obrero…, ob. cit., p. 125; Antonio Mª Calero, Movimientos sociales…, ob. cit., p. 14; Antonio M. Bernal, La lucha por la tierra…, ob. cit., pp. 440-442; Bernaldo de Quirós, El espartaquismo agrario, ob. cit., p. 150. En general se sigue la Historia General de Andalucía, de Joaquín Guichot, vol. VIII.
[17] Pérez del Álamo fue un fornido veterinario anarcosindicalista de Loja, que se salvó de la masacre, porque se escondió, hasta que fue amnistiado y confinado en Arcos de la Frontera, donde fundó el primer Centro Obrero andaluz, asoció a los desposeídos, los puso a reconstruir edificios en ruinas para repartir los beneficios, de modo que los Centros Obreros se convirtieron, durante medio siglo, en el único amparo de los desempleados. Al final de su vida (1911) fue colaborador de Pablo Iglesias y amigo de Pérez Galdós, el cual lo incluyó en sus Espisodios Nacionales.
[18] Antonio M. Bernal, La propiedad…, ob. cit., 128-133, y La lucha por…, ob. cit., p. 450.
[19] J. Díaz del Moral, Historia de las agitaciones…, ob. cit., pp. 112-113; y Antonio Mª Calero, Movimientos sociales…, ob. cit., pp. 18-19.
[20] M. Tuñón de Lara, La España del siglo XIX, I, ob. cit., p. 287.
[21] Fernando Garrido, Historia de las clases trabajadoras, Imprenta de T. Núñez Amor, Madrid, 1870, p. 927.
[22] Eloy Vaquero, Del drama de Andalucía, Librería de Juan Font, Córdoba, 1923, p. 60.
[23] Antonio Mª Calero, ob. cit., p. 154.
[24] Juan Díaz del Moral, ob. cit., p. 91.
[25] Luis Palacios Bañuelos, Círculos Católicos y Sindicatos Agrarios en Córdoba (1877-1923), Instituto de Historia de Andalucía, Córdoba, 1980, p. 27 y ss.
[26] Antonio Mª Calero, ob. cit., p. 155.
[27] M. Tuñón de Lara, La España del Siglo XIX, II, ob. cit., p. 93.
[28] M. Tuñón de Lara, El movimiento obrero…, I, ob. cit., p. 225..
[29] En Villanueva de Córdoba, el alcalde, Mateo Cámara Pozo, fue también republicano. Los concejales antimonárquicos fueron: Alejandro Yun Torralbo, Pedro Rico Rojas, Pedro Ramón Gutiérrez Silva, Francisco A. García Fernández y Juan Dueñas Fernández.
[30] Eloy Vaquero, ob. cit., pp. 60-61.
[31] M. Tuñón de Lara, La España del siglo XIX, II, ob. cit., p. 149.
[32] Eloy Vaquero, ob. cit., pp. 36-37, citando el periódico Año Político.

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