ANTONIO
BUERO VALLEJO, CONDENADO A MUERTE
PRIMEROS
PASOS DE LA RESISTENCIA
CLANDESTINA EN MADRID.
Por Francisco Moreno Gómez
El tema, que ha acabado liquidándose con el ofrecimiento
de unas indemnizaciones.... muestra, por un lado, la extraordinaria eficacia
con que los controladores de la historia han conseguido mantener un silencio
tan duradero sobre estas cuestiones incómodas. Pero muestra también su fracaso a
largo plazo, cuando las voces críticas, que no han podido ser silenciadas del
todo, han reavivado la conciencia colectiva.
Josep
Fontana
(La historia de los hombres)
Al estudiar lo
ocurrido en el Madrid vencido de 1939, llama la atención la falta total de
previsión para la actuación clandestina por parte del PCE, no por parte de
otras organizaciones políticas o sindicales que desde el golpe de
Casado-Besteiro-Mera se puede decir que habían renunciado a la resistencia. Sin
embargo, en cuanto a negrinistas y comunistas se refiere, no se comprende cómo
se les vino encima la victoria de manera tan aplastante dejándolos totalmente
desarticulados. Quizá la respuesta se halle en una obviedad universal: no
existen derrotas organizadas ni previsoras. La derrota es siempre caótica y
desastrosa, y tal vez no debamos pedir peras al olmo ni orden a los vencidos.
El caos del intento de escapada por el
puerto de Alicante fue descomunal. Los últimos miembros del comité central
fueron a parar al campo de concentración de Albatera. Allí se improvisó una
comisión para salvar cuadros del partido, mediante nombres supuestos y
documentación falsa. Así pudieron escapar de allí: Enrique de Castro, Jesús
Larrañaga y Enrique Sánchez. José Cazorla y Torrecilla no llegaron a ingresar
en el campo y regresaron a Madrid como pudieron.
El golpe de Casado había sido otro factor
de caos fenomenal para los vencidos. En vísperas del desastre casadista parece
admitido que Dolores Ibárruri designó a Matilde Landa para dirigir la
organización clandestina de Madrid. Pero la gran luchadora Matilde, mujer culta
y dirigente del S.R.I., no pudo articular casi nada en medio del “sálvese quien
pueda”. El 4 de abril de 1939 cayó detenida (1). El navío comunista quedaba a
merced de la galerna. Madrid se convertía de improviso en un laberinto de
catacumbas para los perseguidos, sin ni siquiera contar con una red de
domicilios como puntos de apoyo. Según Castro, Larrañaga le había dicho que
Pedro Checa se había llevado nota de varios domicilios de contacto en Madrid,
para comunicar o mandar a alguien desde el extranjero, pero la madre de
Mendezona quemó las notas por miedo a la policía.
El segundo organizador del PCE en Madrid
fue Enrique de Castro, que a primeros de mayo de 1939 se presentó en el
domicilio del ex cura Amable Donoso en Madrid, escapado de Albatera (2). Allí
reveló que el Buró del partido había dejado a Jesús Larrañaga como máximo
responsable nacional, y que éste se hallaba oculto en Valencia, también evadido
de Albatera. Las directrices que Castro trae de Larrañaga son constituir el
siguiente comité provincial de Madrid: Enrique de Castro, Luisa de Pablo y
Victoria Moreno, pronto sustituidas éstas por Carmen Barrero y Luis Sanabria
Muñoz.
En mayo celebran primera reunión en un
descampado junto al depósito de Aguas de Lozoya. Asisten: Castro, Carmen
Barrero, Sanabria y Amable Donoso. Acuerdan cambiarse todos de nombre y
designar otro comité provincial: Sanabria, Federico Bascuñana y Teresa Cabrero.
La dirección central la asumía Castro, teniendo a Sanabria como enlace con el
provincial. Pero este comité fue casi fantasma, porque el 15 de mayo cayó
detenido Bascuñana (además de Pilar Bueno Ibáñez. Ambos trabajaban en el sector
Norte, Cuatro Caminos). No tardó en caer también Sanabria. Los tres irían en la
gran saca de “Las trece rosas”, el 5 de agosto de 1939, junto con el que se
dice que fue delator, José Pena Brea,
secretario de la J.S.U.
Enrique de Castro cayó también y fue a
parar a la prisión de Yeserías. El segundo intento de reorganización, el del
mes de mayo, apenas duró semanas. El alma clandestina de Madrid era por
aquellos meses el célebre ex cura Amable Donoso. Los domingos iba al Rastro a
vender baratijas, y allí se entrevistaba con algunos cuadros del partido, como
Alejandrino González. Este le habló de varios camaradas que pedían se les
dieran cargos para actuar en la clandestinidad, como José A. Jiménez, Rafael
Martín, Ángel Vaquedano, Antonio García Sotero y otros.
Así llegamos al tercer intento de
reorganización, en el del mes de junio de 1939. Enrique Sánchez García, otro
miembro del comité central, había aterrizado en Madrid el 22 de abril,
procedente de Albatera con nombre falso. Durante más de un mes permaneció
oculto, sin contacto con el partido, en casa de María Atienda, calle General
Pardiñas, 103. Por fin, en la primera decena de junio, María Atienda se
encontró con Amable Donoso y le dijo que estaban de mudanza a la casa de su
abuelo, en General Pardiñas, y que allí tenían oculto a un miembro del Comité Central.
Donoso se apresuró a entrevistarse con Enrique, ávido de noticias. Donoso
revela que han detenido a muchos del partido, y da detalles de la organización
incipiente, que a Enrique le parece bien y se ofrece él como máximo
responsable. Enrique le pide documentación y más domicilios donde esconderse.
En la segunda entrevista, Donoso va
acompañado por Alejandrino González. Le presentaron la lista del nuevo comité
provincial, el del mes de junio: Alejandrino (secretario general), Antonio
García Sotero (secretario sindical), Ángel Vaquedano (ayudante del anterior) y
Mercedes Gómez Otero (secretaria de organización). En esta reunión acordaron el
nuevo comité central: Enrique Sánchez, Alejandrino González y Amable Donoso. En
lo sucesivo, las reuniones serán en el Retiro.
En la primera reunión del Retiro
-seguimos en el mes de junio- se aprobó el antes citado comité provincial, y
acuerdan recaudar dinero mediante unos bonos o sellos de cotización, de cuya
confección se acaba encargando el propio Enrique, en una máquina de escribir
que había en casa de María Atienda. Confeccionó 350 bonos, de una peseta y de
cincuenta céntimos, los cuales recogía Donoso y se encargaba de repartirlos.
En otra reunión del Retiro, Alejandrino
dio cuenta de que José Cazorla (otro miembro del C.C.) y Ramón Torrecilla se
hallaban ocultos en Madrid y querían tomar contacto, el cual ocurrió por
mediación de Donoso. La cita con Enrique fue el 28 de junio, en el Paseo de
Ronda, esquina Alonso Cano, antes de las ocho de la mañana. Cazorla se
encontraba angustiado, porque necesitaban dinero y más domicilios de seguridad.
Enrique acepta a Cazorla como máximo responsable (una especie de asesor general
de toda la organización clandestina) y quedan en verse todos los lunes.
En el mes de julio, tras la débacle de las J.S.U. por las
detenciones masivas, Cazorla estaba empeñado en redactar un guión de
orientación política clandestina para la J.S.U., como consecuencia de la
detención de su comité provincial, que había causado una desmoralización
general.
En las reuniones de Enrique Sánchez con
Cazorla se abordaron diversos temas, como ver la manera de concertar una cita
con Sinesio Cavada “El Pionero”, que se hacía llamar jefe de las milicias
armadas clandestinas de la J.S.U. Cazorla quería darle instrucciones, pero las
detenciones de julio y agosto abortaron el encuentro.
En estas semanas de julio, Enrique y
Cazorla hablaron de otros comprometidos en la organización, que les ayudaban,
como el médico José Izquierdo Pascual, que era el encargado de la documentación
y las falsificaciones, con la ayuda de Buero Vallejo. Intentaron preparar
documentación para Cazorla y Torrecilla, a partir de un aval con firmas y
sellos de Falange, que no se pudo hacer, pero sí unas cuartillas en blanco con
sellos de Falange. Otro de los colaboradores era Juan Fonseca Serrano, masón y
comunista, que puso en contacto con la clandestinidad de Madrid a la enlace de
Valencia, Agustina Alvarado, que tenía domicilio en Madrid, calle Ramón de la
Cruz, 14. En esta casa se ocultaba Juan Sanz Pascual, luego destacado en la
guerrilla de Madrid en 1947, y al que de momento enviaron como enlace a
Valencia.
Enrique, Cazorla y Torrecilla cambiaban
el lugar de las citas. Una fue en el Paseo de los Ministerios. Cazorla estaba
preocupado por la falta de dinero. Enrique le prometió que, en cuanto distribuyeran
los bonos de cotización, podría ayudarle, porque el partido no tenía nada. Al
lunes siguiente -lunes de julio, suponemos- se vieron por última vez, en el
Paseo de Ronda. Cazorla estuvo hablando de la carta que había recibido de su
esposa Aurora Arnáiz, en la que mencionaba un contacto, Emilio el fotógrafo,
para el paso a Francia por Puigcerdá. Todo ello nos lleva a poner en entredicho
lo escrito por Gregorio Morán, en el sentido de que Cazorla y Torrecilla
vinieron a Madrid “dispuestos a echarse a la sierra” (3), tema que por ningún
sitio aparece en las diversas declaraciones del expediente que utilizamos.
Aparte de su preocupación por orientar a la J.S.U., el último plan que Cazorla
comentó con Enrique Sánchez fue la posible salida al extranjero.
Quedaron al lunes siguiente en el Paseo
de Ronda, pero Enrique Sánchez no apareció, por lo que perdieron el contacto.
Cuando hacían gestiones para recuperarlo, Cazorla y Torrecilla fueron
descubiertos y detenidos. En los primeros días de julio cayó Antonio García
Sotero. La misma desgracia ocurrió a Angel Vaquedano, con lo que caía el último
comité provincial. Ambos acompañarían a Cazorla en la tapia del cementerio, el
8 de abril de 1940.
Enrique Sánchez cayó detenido en agosto,
en la casa de Josefina Alvarado (Ramón de la Cruz, 14). En su expediente serían
incluidos diez más, entre ellos: Alejandrino González, Juan Fonseca, Ramón
Torrecilla, Amable Donoso, Antonio Buero Vallejo y José Izquierdo. Estos siete,
condenados a muerte. Sólo los tres últimos fueron conmutados.
Todos los detenidos eran torturados hasta
el límite. Y todos tenían que hablar, mucho o poco, pero tenían que hablar. Los
sumarios revelan esta humana y comprensible realidad. En este expediente se
incluía el caso peculiar del ex cura Amable Donoso, tachado “oficialmente” como
delator, pero su declaración no aparece ni más ni menos explícita que la de los
demás. Donoso tenía 31 años, natural de Huelma (Jaén), sacerdote, miembro del
PCE desde marzo de 1936, tenía esposa y tres hijos, fue profesor en la Escuela
de Cuadros del partido en Alicante durante la guerra. En la primavera y verano
de 1939 trabajó cuanto pudo en la clandestinidad. Si Enrique Sánchez lo tuvo
como delator, ignoramos a qué se debe tal imputación, y que cita Gregorio
Morán, según la cual Enrique negó la mano a Donoso diciendo: “yo no saludo a traidores”,
cuando salía hacia el cementerio en la madrugada del 2 de julio de 1940.
Un primer acercamiento al sumario nos
permite profundizar en lo relativo al dramaturgo Antonio Buero Vallejo, que
revela aspectos terribles de aquella dictadura fascistizada que destruyó la
democracia de 1931, y que fue la auténtica tragedia “griega” que estuvo a punto
de segar la vida del escritor.
Comienza el sumario con la declaración de
los once detenidos en agosto de 1939. En primer lugar, el que en esos momentos
hacía de principal responsable del PCE clandestino, Enrique Sánchez García.
Buero Vallejo cayó detenido el 14 agosto 1939, y ese mismo día está fechada su primera declaración. Contaba 22
años, estudiante y domiciliado en la calle General Porlier, 36. Se observa una
declaración valiente y directa, sin titubeos. Se presenta como militante de la
FUE (sindicato de estudiantes de izquierdas) y secretario de su sección de
Bellas Artes. En 1934 ingresó en el PCE, y en 1938, en el Socorro Rojo Internacional.
Además, en cuanto se produjo la sublevación, se presentó como “voluntario”
(hecho considerado siempre como agravante) para la defensa de la República.
Confiesa sin ambages que trabajó en la
confección de carteles de propaganda en la Academia de Bellas Artes. Luego pasó
a prestar servicio en la jefatura de Sanidad de la 13 División y en la jefatura
de Sanidad del Ejército de Levante, donde acabó la guerra.
Mientras las declaraciones de sus
compañeros aportan un gran repertorio de nombres y actividades clandestinas,
Buero Vallejo se muestra muy sobrio en este punto. Apenas aporta detalles de la
actividad clandestina, y sólo nombra a tres dirigentes: José Cazorla, José
Izquierdo (que fue quien contactó con Buero) y un tal Colao (Guillermo García
Colao), que trabajaba en la organización clandestina del Puente de Vallecas. Y
no tiene reparo en hacer esta confesión peligrosa para él: “le dijo (a José
Izquierdo) que también estaba dispuesto a colaborar y designarse un puesto”.
El trabajo que le asignó José Izquierdo
fue falsificar avales y sellos de Falange, de los que Buero, dada su condición
de pintor, no tardaba en realizar copias, valiéndose de una mezcla de anilina
con azúcar. Falsificaba también la firma de un jerarca de la Falange llamado
Jiménez Villa. En su declaración, Buero parece ufanarse de estos trabajos, con
evidente peligro para él. Y no oculta que tenía plena conciencia del destino de
los sellos: los dirigentes comunistas clandestinos, cuyos nombres dice no
conocer.
Le preguntan “si es cierto que los rojos
fusilaron a su padre por el hecho de ser Teniente Coronel de Ingenieros y no
querer colaborar con los mismos, dice: Que es cierto”. Y le insisten en este
tema: “preguntado para que diga qué causas han influido en él para colaborar
con los asesinos de su padre, no solamente durante la guerra, sino después de
terminada y en la clandestinidad, dice: que porque tenía una idea distinta a la
de su padre”. Este asunto se hará constar siempre en todos los cargos contra
Buero. Para los franquistas venía a significar una especie de traición al padre
y un agravante.
En la segunda declaración (10-10-39), dos meses después, ante el juez
especial de Policía Militar, Buero Vallejo es muy diferente. En ese tiempo ha
descendido ya al infierno de la represión: el hacinamiento de la cárcel, el
hambre y la miseria, los piojos y la falta de espacio vital, ... y sus ojos se
han empañado ante el dolor de los compañeros, el desgarro de la tortura y las
despedidas hacia el paredón. Buero quiere ahora rectificar, quitar hierro a su
orgullo anterior y, consciente del peligro, afirma que lo de “voluntario” al
principio de la guerra no fue tanto, porque estuvo enfermo el primer mes. Que
los carteles de propaganda fueron muy pocos. Que los tres nombres mencionados
(Cazorla, José Izquierdo y Colao) no tenían rango de dirigentes, y que si antes
los vinculó con la organización clandestina fue por “el apremio con que se le
pedían nombres, pero lo cierto es que no se habló de organización comunista;
que de lo que se habló y lo que se proyectaba eran simples ayudas de carácter
particular”.
Este punto de su rectificación revela el
fondo íntegro y ético de su temperamento. Parece obsesionado por no perjudicar
a algún compañero, cuando en realidad Buero Vallejo es el que menos nombres
propios incluye en su declaración -sólo tres-, y los menciona como compañeros
de lucha. Lo normal de estas declaraciones, y así ocurre con los diez restantes
del sumario, es que mencionen docenas de nombres propios, sin que ello tenga el
menor sentido delatorio.
A continuación, reduce también el número
de sus trabajos de falsificación, y que no sabía el destino que tenían. Insiste
en su amigo José Izquierdo, que este “no le dijo que perteneciese a ningún
partido”, y saca a la palestra la cuestión de su padre: que “no realizó estos
hechos por móviles políticos contrarios a las ideas de su padre, sino
exclusivamente por amistad particular con Izquierdo y para solucionar su
problema de orden personal”, es decir, de falta de documentación de Izquierdo.
Por último, intenta aportar algunos
gestos en su favor, y fue que durante la guerra facilitó tres carnets de la FUE
a tres estudiantes derechistas, para ayudarles.
De este posible atenuante, así como de
las anteriores rectificaciones, ni el Auto Resumen (28-11-39) ni las
conclusiones provisionales del Fiscal (28-12-39) se hicieron ningún eco ni las
tuvieron en cuenta para nada. Toda la acusación se mantuvo en los términos de
la primera declaración. De esta manera, Buero Vallejo quedó acusado como
miembro de la FUE, del PCE y del SRI, por ser “activo propagandista rojo”
durante la guerra, y por falsificar sellos “a sabiendas” de que eran para
documentar a elementos “destacados” del partido comunista. Con todo, no se
descubre su pertenencia al comité provincial.
Por lo demás, el Fiscal es contundente.
Enrique Sánchez, Donoso y Alejandrino quedan en evidencia como organizadores
del PCE clandestino y de una especie de Comité Central. De Juan Fonseca se
descubre que perteneció a la Masonería en 1931 (Logia “Jovellanos”, de Gijón),
¡gran pecado!, además de comunista. Los once son acusados del delito de
“Adhesión a la rebelión militar”, según el Art. 238 del C.J.M., y para todos se
pide la pena de muerte, menos para Jorge Luque, que tenía 16 años.
Con estos malos presagios, los once
acusados comparecieron en Consejo de
Guerra el 16 enero 1940. Los miembros del Tribunal: Señores Hernández Gómez
(presidente), Cabezas García, Chaves Rodríguez, Plaza Hernández (vocales) y
Suja Yera (ponente). El resultado fue: 7 penas de muerte (entre ellas Buero
Vallejo), 3 penas de 30 años, y una de 20 años (la del muchacho Jorge Luque,
reorganizador de la JSU).
La sentencia se hizo firme por la
Auditoría de Guerra el 12 marzo 40, y se suspende la ejecución de la pena
capital hasta que se reciba el “enterado” de S.E. el Generalísimo. Nuestro
dramaturgo vive entonces esa pesadilla de ultratumba que tantos han relatado,
sin dormir un mes detrás de otro, esperando cada noche ser llamados para la
fatídica “saca”. Y es en ese tiempo cuando la madre de Buero Vallejo, doña Mari
Cruz, hizo gestiones desesperadas en las alturas del régimen, para conseguir
salvar al hijo. Ignoramos la actitud del otro hermano, Francisco, derechista y
militar, preso en el Madrid republicano, y que en 1940 hemos descubierto
formando parte de tribunales represivos.
Así llegamos a la fecha crucial del 25
junio 1940, en la cual se firma la
conmutación de pena capital para: Antonio Buero Vallejo, su amigo José
Izquierdo y el ex cura Amable Donoso. La salvación de este último se debió a la
gestión del capellán de la prisión, a condición de que Donoso se reconvirtiera
y volviera al sacerdocio, lo cual provocó la ira de Enrique Sánchez, que le
negó la mano antes de morir.
Y junto a la “conmutación” para unos se
firma el “enterado” para otros, los cuatro infortunados: Enrique Sánchez, Ramón
Torrecilla, Alejandrino González y Juan Fonseca. El procedimiento era el
siguiente: el desenlace fatídico lo deciden entre el Ministro del Ejército y
Franco, que es lo que se firma el 25-6-40. De ahí pasa el expediente a la
Capitanía de la 1ª Región, que firma los “enterados” el día 26. Se remiten a la
Auditoría de Guerra, y de aquí se cursan los oficios al Director de la prisión
del Conde de Toreno, donde se encuentran las víctimas, las cuales tardan mucho
más tiempo en tener noticia de lo que ocurre. Los conmutados carecían de
información. La primera noticia que les cayó encima tuvo lugar en la noche del 1 al 2 de julio 1940. Esa
noche trágica llamaron a los cuatro “enterados”, en una saca multitudinaria de
31 reos. A las 5’30 horas, sus cuerpos rodaron en la tapia del cementerio de La
Almudena. Buero Vallejo vivió el clímax de su angustia, esperando oír su nombre
aquella noche, pero no se oyó. Eso era buen presagio, pero no la seguridad
completa. Increíblemente, la notificación de su conmutación lleva fecha de 21
septiembre 1940. Si nuestro autor no supo nada hasta entonces, habría que
calificar esa demora como una crueldad incalificable, por otra parte lógica en
un régimen edificado sobre el miedo, el dolor y la sangre.
Luego, vivió el dramaturgo el habitual
“turismo penitenciario” por diversas cárceles franquistas. Entre las
privaciones de aquel “turismo”, el hambre y las epidemias, miles de demócratas
vencidos acabaron en la tumba. El 25 agosto 1944, se le concedió una segunda
conmutación: la pena de 30 años se rebajó a 20. Después, otros beneficios
ideados para aligerar cárceles, dieron la libertad condicional a Buero Vallejo
en 1946.
En conclusión, este sumario es un ejemplo
de depuración, no penal, sino política. No se depura ningún caso de los
llamados “delitos de sangre”, que no existen, sino simple actividad política de
oposición. Tomen nota los apologistas de la dictadura y sus epígonos, incluso
clérigos (todavía, a estas alturas), que siguen manteniendo que en la posguerra
se reprimía “por delitos concretos”. La verdad histórica fue que el grueso de
la represión respondió, siempre, a estricta depuración política.
Queda en evidencia la debilidad y
precariedad de la organización clandestina tras la victoria. No se previeron
cuadros directivos ni esquemas ni organigramas. Se decía que Jesús Larrañaga
era el responsable nacional en los primeros meses, que estaba escondido en
Valencia, pero nada se sabía a ciencia cierta. Luego, cada miembro del comité
central que aparecía se autotitulaba responsable general (Enrique Sánchez, José
Cazorla). Ya detenido, Cazorla comentaba que en España se encontraba ya un
miembro de la Internacional Comunista, para hacerse cargo de la situación. Es
posible que se refiriera a Heriberto Quiñones. La desconexión con la dirección
en el exilio era total y lo fue siempre. La dirección en Francia, Moscú o
México no supo nunca, realmente, lo que ocurría en el interior de España.
Incluso en los momentos más activos, cuando Santiago Carrillo tomó “la rienda”
de la dirección de la guerrilla, a partir de 1945, lo cierto fue que nunca tuvo
conocimiento real ni aproximado de su propio “Ejército guerrillero”.
Ocurría luego la precariedad de medios.
No se previó ningún dinero para la resistencia clandestina. Tanto Enrique
Sánchez como Cazorla, en cuanto hablan con Donoso, muestran su angustia por la
falta total de dinero. Donoso tiene que vender baratijas en el Rastro. Enrique
Sánchez no ve otra salida que distribuir 350 bonos entre los militantes. No
tienen ni para comer. A ello se añadía la falta de domicilios para esconderse,
que a duras penas improvisan y encuentran escasamente. Son las mujeres las que aparecen
como eficaces colaboradoras en este problema y hacen milagros para esconder a
los cuadros del partido. Por otra parte, faltaba también la infraestructura
para la documentación falsa, imprescindible para poderse mover bajo el
franquismo. Todo era precario, angustioso y caótico en aquel Madrid de 1939, y
en aquella España, en la que los demócratas no tenían ni cloacas para
sobrevivir.
El sumario que estudiamos revela, al
mismo tiempo, la mecánica de la violencia franquista, que no necesita acusaciones
de peso para enviar a los vencidos al paredón. Pequeñas actividades de contacto
y nimias conversaciones son materia suficiente de cargo. El hecho de pasar por
un consejo de guerra aportaba pocas garantías para las víctimas, cuando estos
consejos no pasaban de la pura farsa formularia. No eran las garantías
procesales las que salvaban a un preso, sino la suerte o una recomendación
milagrosa. Por ningún sitio aparecen en los sumarios ni los trabajos de
refutación del defensor ni la confirmación de pruebas ni posibilidad de
defensa. Tampoco hay que sorprenderse: la “justicia” militar es esto y no otra
cosa, más aún cuando el Ejército se ha convertido en el instrumento de un
régimen totalitario o fascista sui
generis. Sin duda, el estudio de esta máquina represiva del franquismo no
puede ser un mero estudio académico sin más, con sus habituales ribetes
eruditos y sus ademanes impasibles o neutrales. Este estudio no puede
prescindir nunca de un marco ético elemental ni de ciertas escalas de valores,
y desde luego, no puede prescindir jamás del inexcusable descenso a los
infiernos, el mayor infierno ocurrido jamás en la península Ibérica.
Las prácticas de la tortura, en un
sumario, se sobreentienden. Cuando se lee: “interrogado convenientemente” o “hábilmente”,
ya se comprende todo. Los interrogatorios se hicieron siempre a golpe de
vergajo, palizas y golpes de todo tipo. No olviden esto los que sobrevaloran la
credibilidad jurídica del consejo de guerra. Todo, en esta farsa, arrancaba y
se sustentaba en la tortura. La figura de Heriberto Quiñones, convertido en
parapléjico, con la columna vertebral quebrada, sin poder firmar siquiera,
llevado a fusilar en brazos de sus compañeros y acribillado sobre una silla en
el cementerio del Este de Madrid, es todo un símbolo de los métodos del
franquismo y de las bondades de la “justicia” militar.
Están en un error quienes piensan, sin enmendalla, que la represión fue sólo un
fenómeno de paso, de la inmediata posguerra, para entrar luego en la llamada
“dulcificación” del régimen. El régimen mató siempre cuanto consideró oportuno
en cada momento. Primero se reprimió masivamente y después, selectivamente. Se
ignora por los academicistas que todavía en 1950 se aplicaban “paseos” y “ley
de fugas”. Para mantener caliente el clima de terror no es necesario matar en
cada momento. Basta simplemente el recuerdo del terror y el miedo a ser
represaliados de nuevo. Si no, que pregunten a viejos republicanos a los que la
policía visitó de nuevo con motivo del atentado a Carrero Blanco, o en otras
fechas. Y afirman los testigos con sorpresa: “Yo creí que en 1973 ya se habían
olvidado de mí, pero no, no se habían olvidado”. Hasta la muerte de Franco, las
personas señaladas en el pasado podían ser visitadas o interrogadas por la
policía o Guardia Civil. La represión, real o amenazante, fue una constante en
el franquismo, su esencia y definición, su razón de ser y su instrumento de
permanencia.
NOTAS
(2) Este trabajo se
confecciona con fuentes primarias y material inédito y directo, a partir de las
declaraciones sumariales de los personajes citados, por lo que no se presta
atención a otras posibles bibliografías secundarias sobre el tema, que apenas han
investigado sobre esta cuestión de la clandestinidad de la posguerra inmediata.
Seguimos aquí el Procedimiento Sumarísimo
de Urgencia núm. 48.924, encabezado por Enrique Sánchez y 10 más, en el
archivo del Tribunal Militar Territorial 1º, Madrid. Copia del mismo, en el
archivo particular del autor. Sobre todo interesan las declaraciones de Enrique
Sánchez, Amable Donoso, Ramón Torrecilla y Buero Vallejo.
(1) Matilde Landa fue
condenada a muerte en diciembre de 1939, y luego conmutada, pasó a la cárcel de
Palma de Mallorca, donde se suicidó el 26-9-42, debido a las presiones del
obispo José Miralles Sbert, el mismo que por su fanatismo y apoyo a la
represión causó estupor a George Bernanos. Le hizo la vida imposible a Matilde
Landa, para que se convirtiera al catolicismo, hasta que se arrojó desde la
galería superior, y aprovecharon su estado agonizante para bautizarla “in
articulo mortis”.
(3) Gregorio Morán, Miseria y grandeza del PCE, 1939-1985,
Planeta, Barcelona, 1986, p. 39. Una obra con muchísimos errores e
informaciones equivocadas, que ya he dejado en evidencia en mis estudios sobre
la guerrilla.
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