LITERATURA E
HISTORIA.
FICCIÓN Y
REALIDAD
Francisco Moreno
Gómez
Prolegómenos
La Literatura ha estado siempre marcada
por la historia o cerca de ella o influida por la misma. Es más, sería algo
aconsejable: que la Literatura no sólo nos ofrezca arte y estética, sino
también testimonio de una época y de los avatares de los seres humanos en esa
época. Al mismo tiempo, la Literatura aparece marcada por varias dicotomías o
alternativas: purismo o compromiso, clasicismo o romanticismo, ficción o
realidad. En el primer caso, el purismo
o teoría del arte por el arte ha defendido la posición de la estética ante
todo, en busca de belleza únicamente, y en contra de cualquier forma de compromiso, ya sea social, político,
religioso, didáctico o humano. Desde la noche de los tiempos, el arte ha sido
vehículo de una pedagogía o de un mensaje, civil, religioso o humano y se ha
comportado como un reflejo de la sociedad, de la historia o de las inquietudes
del ser humano. Es la opción del arte comprometido, más o menos intensamente,
que responde al lema tradicional del prodesse
et delectare (aprovechar y deleitar, o deleitar aprendiendo). En ese caso,
la estética es subsidiaria del contenido, de manera que se hacía hincapié en la
“moraleja”, y no tanto en el aspecto formal de la fábula. Por otra parte,
también se difundió desde siempre la opción contraria: la del purismo
formalista, donde lo estético pasaba a primer plano, con relegación del
contenido, incluso olvido del mismo. Una corriente también tan antigua como el
arte, que se dio ya en la antigüedad clásica, tomó auge en el Renacimiento y en
la Edad Moderna, hasta culminar en el vanguardismo de los “felices veinte” y
desembocar en la llamada postmodernidad del momento presente. Hoy estamos
rodeados de formalismo purista por todas partes, entre cuyos principales
teóricos se encuentra José Ortega y Gasset, con su ensayo La deshumanización del arte (1925). Aquí el arte se concibe como
purista, intelectual, anti-romántico, deshumanizado, lúdico y optimista. Un
esteticismo para exclusivo deleite del intelecto, que pueda elevarse, libre de
emociones y de realidades humanas, y todo ello con un sentido lúdico, como
jugando con la belleza, para solaz de un ser humano feliz y ocioso, colmado de
dichas y libre de preocupaciones. Es un arte para la bonanza de la humanidad,
como aquella “edad dorada” que cantó Virgilio en su Égloga IV, pero resulta poco apropiado para los momentos de crisis,
en medio del dolor, el hambre, el llanto, la esclavitud y la muerte, como
escribió Pedro Garfias en 1933, cuando Hitler y Mussolini levantaban su guadaña
sobre el mundo:
“... Sólo las civilizaciones maduras pueden
rezumar arte puro. Sólo una época decadente, que ya lo tiene todo hecho, puede
entregarse libremente al juego del espíritu y de la fantasía. Cuando invade la
tierra un alba redentora, y en el silencio trémulo se oye el chocar de aceros
de dos mundos en pugna, los escritores, como los obreros, como los políticos,
tienen una misión que cumplir. Su arte es su herramienta, su arma. A tomar
posiciones en la frágil trinchera, que necesita de todos los hombres. ¡A
luchar!
Por fortuna, en esta España de hoy,
alerta y viva, que despertó de su mortal letargo la campana de la República,
los escritores han sabido a tiempo sustituir su arte, de pureza y de minorías, por
otro arte mejor, de tendencia y de masas” (1).
En segundo lugar, otra dicotomía de la
literatura es la opción entre clasicismo
o romanticismo. Ambos enfoques se
han venido alternando a lo largo de la historia, desde el clasicismo de los
“siglos de oro” en Grecia y Roma, pasando luego al cuasi-romanticismo medieval,
para desembocar en un nuevo clasicismo en el renacimiento, nuevo romanticismo
en el barroco, rechazado después en el neoclasicismo del siglo XVIII, hasta
llegar al romanticismo propiamente dicho de la primera mitad del siglo XIX.
Luego vino el descenso a un clasicismo de baja intensidad, casero, cotidiano y
burgués, que fue el realismo de la segunda mitad del siglo XIX, con un repunte
romántico en la generación del 98 y en el modernismo, seguidos luego de otra
gran elevación clasicista, que fue el novecentismo de Ortega y Gasset y Juan
Ramón Jiménez. Después surgió un curioso movimiento ecléctico, clásico y
romántico a la vez, encarnado en la generación del 27, aunque se acabó imponiendo
en muchos autores la tendencia romántica, en aquellos que se dejaron influir
por el surrealismo europeo y revolucionario. Fue, por tanto, en la República,
en la guerra civil y en el exilio, cuando se dio el último movimiento romántico
en España, mezclado al final con el existencialismo. Después, casi todo ha ido
perdiendo altura, con una sucesión de movimientos fugaces, como la literatura
“arraigada” de la posguerra, la de las revistas Garcilaso y Escorial (con
los autores acomodados sin problemas en el nuevo régimen), al lado de otra
tendencia “desarraigada”, en torno a la revista Espadaña (con autores un tanto desasosegados e insatisfechos).
Después, desaparecen los clasicismos y los romanticismos, devorados por la
sociedad de consumo, la cultura de masas, los
hedonismos y los materialismos, de manera que únicamente en la
“canción-protesta” de los años 60 volvemos a atisbar ciertas notas de empuje
romántico. Actualmente, la alternancia clasicismo-romanticismo ha desvirtuado,
y nos hallamos inmersos en la llamada postmodernidad, una especie de
neovanguardismo, purista, formalista, pero de bajos vuelos. Es la obra lúdica
de la actual “progresía”. Pequeños temas, pequeñas obras. Argumentillos,
guioncillos, cosillas simpáticas. Todo en diminutivo, con minúscula; nada con
mayúscula. Hoy, el denominador común en la literatura es la superficialidad, la
pequeñez, la banalidad. Así se comprende que la vida del gran Miguel Hernández,
en una miniserie que se emitió el pasado 28 de febrero, quedara reducida al
guioncillo de un jovencito enamoradizo que murió de aburrimiento en un
reformatorio.
En cualquier caso, conviene precisar los
conceptos de clasicismo y romanticismo. Se entiende por clasicismo aquella
orientación estética basada en la armonía, la ponderación, el equilibrio de las
formas con una intención modélica; la belleza serena, estática, apacible,
presidida por la racionalidad y la ecuanimidad, tal como se dio en los siglos
de oro de Grecia y Roma. Su símbolo mitológico es Apolo, como canon de belleza armónica.
El autor clasicista es también un ser armónico en su interior, arraigado y
optimista. Por el contrario, el romanticismo busca la estética de la tensión,
la pasión, el exceso, el desequilibrio anímico, los contrates, el dinamismo y
el movimiento, la libertad de los sentimientos fuera del control de la razón.
Su símbolo mitológico es Diónisos, el dios del exceso, la pasión y la
incontinencia. Con todo, el rasgo fundamental del romanticismo no es el
sentimentalismo, sino el idealismo. El romántico mira la vida, no como es, sino
como debería ser. Se forja grandes ideales que luego se dan de bruces con la
realidad vulgar. El choque deriva en desengaño, cuando no en desesperación. De
ahí que el romántico sea siempre un ser pesimista, y sus estados de ánimo son
la nostalgia, la melancolía y la tristeza. Mientras el clásico se recrea en la
belleza del paisaje apacible o “locus amoenus”, el romántico busca un paisaje
en consonancia con su estado de ánimo, la naturaleza airada: la tempestad, el
vendaval, la galerna, los silbidos del viento y la ventisca, los riscos, el
precipicio. En cuanto al momento temporal, el clásico gusta del optimismo de la
mañana y la luminosidad del mediodía. El romántico busca la melancolía de la
tarde, el crepúsculo o el reino nocturno de las sombras. En resumen, una
dicotomía a lo largo de la historia entre razón o sentimientos, realismo o
idealismo, serenidad o arrebato, optimismo o pesimismo.
En tercer lugar, el arte y la literatura
alternan entre ficción o realidad, más como una cuestión de dosificación,
y menos como una cuestión de incompatibilidad. La dicotomía está en relación
con la doble vía del arte realista o del arte abstracto. La pregunta es más bien
qué dosis de realidad o historia ha admitido la literatura en sus diferentes
etapas. Sólo en el siglo XX surgió el reto insólito de eliminar completamente
la realidad del contenido del arte, bajo el principio de la “autonomía del
arte”, que desembocó en el arte abstracto. Fue el cubismo el primer movimiento vanguardista que abogó por la autonomía
del arte y de la creación literaria, de la mano de Guillaume Apollinaire, a
partir de 1913. Una obra de arte vale por ella misma y no por sus relaciones
con la realidad, decía Max Jacob. “Para hacer una obra es menester crear y no
copiar. Nosotros buscamos la verdad en la realidad pensada y no en la realidad
aparente”, decía Pierre Albert-Birot (2).
Pero fue el creacionismo el movimiento que hizo de la autonomía del arte su
principal bandera. Su teórico fue el poeta chileno Vicente Huidobro, que hizo escuela en París, junto a Pierre
Reverdy. Surgió el creacionismo bajo el principio de que el arte no debe imitar
a la Naturaleza, sino al revés. El arte debe crear su propio objeto. Es la
teoría del arte autónomo, no imitador ni traductor. Según Huidobro: “Los
creacionistas queremos hacer un arte que no imite ni traduzca la realidad”. Se
trataba del gran proceso de alejamiento de la realidad que, desde el cubismo,
desembocó en el arte abstracto.
“Hacer un poema como la Naturaleza hace
un árbol”, es otro lema de Huidobro. Fue este autor quien abrió camino en 1914,
cuando en el Ateneo de Santiago de Chile leyó su manifiesto “¡Non serviam!”.
Luego, en 1916, en su poema “Arte
poética”, plasmó los versos definitorios del creacionismo:
..................................................
¿Por qué cantáis la rosa?, ¡Oh,
poetas!
¡Hacedla florecer en el
poema!
Sólo para vosotros
viven todas las cosas bajo
el sol.
El poeta es un pequeño Dios. (3)
La línea de autonomía del arte
creacionista llegó al novecentista Juan Ramón Jiménez, cuando escribió en su
etapa intelectual estos versos:
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las
cosas!
... Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma
nuevamente. (4)
Nunca como en los años veinte la
Literatura intentó alejarse de la realidad de una manera tan radical, tanto en
el vanguardismo europeo como en el novecentismo español y en el ultraísmo (5).
Aquel afán desmedido de abstracción entró pronto en crisis, cuando chocó con el
surrealismo. Este último vino a ser
el camino de vuelta de las vanguardias, la vuelta a la rehumanización, a la
historia, a la revolución y a las contingencias humanas, de todo lo cual había
abominado el intelectualismo purista y lúdico de las vanguardias. El
surrealismo reconcilió el arte con el ser humano, aunque no todavía con la
realidad, de la mano de André Breton, que en 1924 lanzó el primero de sus
manifiestos. El segundo, de 1925, bajo el título de “La revolución ante todo y
siempre” revelaba ya la simpatía por la revolución rusa. Un principio básico
era: la liberación total del ser humano, en dos aspectos, a) Liberación
interior, dejando libres los impulsos reprimidos del subconsciente (según las
teorías de Freud), y b) Liberación exterior, redimiendo al ser humano de la
esclavitud que le impone la sociedad burguesa (según las teorías de Marx).
Enorme fue la importancia del surrealismo en su búsqueda de una realidad
superior, pero una realidad al fin y al cabo. Por este camino llegó al
compromiso humano y revolucionario la gran generación de escritores en la
Europa de los años treinta y cuarenta, sobre lo que volveremos más adelante.
Realidad y leyenda en
el género de la épica.
En la infancia de las civilizaciones la
primera manifestación literaria ha sido el género épico, como expresión de un
anhelo de la identidad nacional, cultural, histórica e idiomática. Partiendo
siempre de la realidad - un hecho histórico de especial trascendencia- las
civilizaciones iniciales se han elevado siempre hacia un mundo mítico y
legendario más o menos intenso.
En la antigua Grecia, la gran empresa de
identidad nacional fue la guerra de Troya, un hecho histórico acaecido hacia el
año 1.200 a.C., pero no es poetizado por Homero
hasta 4 siglos después, en el VIII a.C., en un marco grandioso de mitos y
leyendas, donde los dioses y los héroes se mezclan con los hombres. En la Ilíada (no en la Odisea, pura ficción y aventura), el hecho histórico queda
trascendido y difuminado. Esa es la misión de la ficción y de la poesía:
embellecer, estilizar y mitificar la realidad. A mayor distancia temporal,
mayor mitificación y viceversa. Aquella labor mitificadora se configuró en
contacto con la tradición oral y popular, bajo la dirección de los aedos y los
rapsodas.
En Roma, no ocurrió esa fusión de la
memoria histórica con la mitificación popular y la creación de los aedos. El
poema épico de Roma, la Eneida, se
configuró como una pura ficción, sin ningún hecho histórico de fondo, como una
obra culta, en la que Virgilio se
suma a la euforia imperial de Augusto -los delirios de grandeza de todo
imperio-, y poetiza unos orígenes legendarios de Roma, donde emparenta a
Augusto con los héroes de Troya, en una genealogía que tuvo como primer eslabón
a Venus y Eneas. Sin embargo, a pesar de tan magnífico universo de ficción,
Virgilio introdujo elementos de la realidad histórica presente. En el año 23
a.C. Virgilio acudió a palacio y leyó a Augusto y a su hermana Octavia los
primeros cantos de la Eneida. La gran
dama cayó desvanecida, cuando escuchó, al final del canto VI, el nombre de su
hijo Marcelo recién fallecido, a los 20 años, cuando estaba destinado a la
sucesión imperial:
heu, miserande puer, si qua fata
aspera rumpas,
tu Marcellus eris...
(Ay, joven infortunado, si
alguna vez rompieras los
hados malignos, tú serás
Marcelo. Ofrecedle lirios a
manos llenas, y yo esparciré
flores rojas...) (6)
Meramente circunstancial es, por tanto,
el elemento real en la Eneida. Y poco
más relevante resulta también el sustrato histórico en otros grandes poemas
épicos de la antigüedad, por ejemplo, el Cantar
de los Nibelungos en Germania. El poema, redactado a comienzos del siglo
XIII por un poeta austríaco, es la versión final de otros textos anteriores,
que desde el siglo VIII venían rodando por tradición oral, antes de pasar a la
escritura. Se unen ahí dos grandes leyendas: la nórdica de Sigfrido y la
propiamente germánica del rey Gunter, que había sido vencido por los hunos.
Sólo esta última tiene un germen histórico: el rey Gundakar, que en el siglo V
fue vencido por Atila, rey de los hunos; de manera que unos hechos del siglo V
pasan a la escritura épica ocho siglos después. Ello explica que el elemento
mítico, legendario y poético deje casi atrofiado el sustrato real e histórico.
En la épica francesa, el Cantar de Roldán muestra una mayor
proximidad a los hechos y una mayor dosis de hechos reales, aun con ser enormes
los elementos míticos y fantásticos. Este texto literario data de finales del
s. XI y parte de unos hechos, una derrota del ejército de Carlomagno, a manos
de moros y vascos, que ocurrió en Roncesvalles el 15 de agosto del año 778,
tras una frustrada incursión imperialista en España. Hay una diferencia de tres
siglos entre los hechos y la redacción del poema. Llama la atención que el gran
cantar épico francés se base en una derrota. Por ello, todo el esfuerzo
novelador y ficticio se encamina a convertir la derrota en otra cosa: primero,
introduciendo la figura del traidor interno, el padrastro de Roldán, llamado
Ganelón; segundo, añadiendo una segunda incursión irreal de Carlomagno a España,
para vengarse del rey moro de Zaragoza, en una “madre de todas las batallas” a
orillas del Ebro, que sólo existió en la fantasía de los franceses.
De todos los poemas épicos antiguos, el
más apegado a la historia es el castellano, el Cantar de Mío Cid. Esto se debe, tal vez, al llamado “realismo” de
la literatura española, y por otro lado, a la gran proximidad que se dio entre
el hecho histórico y la sublimación épica. Don Rodrigo Díaz de Vivar murió en
Valencia el año 1.099, y cuarenta años después, hacia 1.140, ya sitúa Menéndez
Pidal la primera composición juglaresca del cantar, con su teoría de los dos
juglares: el de Medinaceli y el de San Esteban de Gormaz. Y éste último compuso
su versión unos años antes de la citada fecha de 1.140. Luego, el proceso
creador típico de la literatura oral y tradicional sometió el texto a continuas
refundiciones, en adorno mítico creciente. En 1.207 redactó el copista Per
Abat, y el texto que conservamos es del siglo XIV. Su realismo e historicismo
fue tal que las crónicas de Alfonso X lo admitieron como fuente y lo incluyeron
prosificado en alguno de sus capítulos. Sin embargo, no nos equivoquemos. El Cantar de Mío Cid no es una crónica, es
un poema épico: en su estilo, en su estructura, en su intención y en sus
elementos de ficción, que no faltan: sus dramatizaciones, sus diálogos, sus
descripciones, sus discursos y algunos hechos y personajes, que no son obra de
un historiador, sino de un artista. Cabe llevar la misma conclusión a otras
manifestaciones de la literatura épica, desde la Farsalia, de Lucano, hasta el Romancero castellano y hasta los
romances de la Guerra Civil española: historicismo y arte, realidad y estética,
que muchos eruditos académicos no han sabido captar.
Algunos aspectos de
la tragedia, la comedia y la oratoria
La tragedia clásica ofrece un universo
mítico muy alejado de la realidad, al contrario que la épica. Se puede afirmar
que la tragedia griega se configuró sobre dos grandes ciclos míticos: a) El
ciclo de Argos o Micenas, en torno al rey Agamenón y su familia, con un
trasfondo muy lejano de la guerra de Troya; b) El ciclo de Tebas, en torno al
rey Edipo y su familia. Fuera de estos argumentos, toda la tragedia griega
versa sobre un tema genérico: la tupida red de las grandes pasiones humanas, y
entre ellas una especialmente peligrosa, el pecado de la “hybris” (soberbia,
exceso o desmadre, lo que llamamos “pasarse de la raya”), el cual origina gran
parte de los males que sufre la humanidad, males que se hubieran evitado con la
práctica de la virtud correspondiente, la “sophrosyne” (autocontrol o dominio
de sí mismo, es decir, la prudencia) (7). El fin último de la tragedia es
pedagógico: a través de la contemplación de la desgracia proponer al espectador
una “katharsis” (reconversión interior, rectificación o purificación). Sin
embargo, a pesar de ese plano genérico, ético y pedagógico que subyace en la
tragedia, nos sorprende una obra como Los
persas, del gran Esquilo, donde
la base real e histórica es extraordinaria. La obra responde a un momento
político en el que Atenas ardía en ideales de libertad y democracia, tras
sacudirse el yugo de los tiranos, e ideales de patriotismo frente a la amenaza
de los persas. Esquilo recoge su propia experiencia como soldado en la batalla
de Salamina (480 a.C.), donde fueron derrotados los persas, tema de la
tragedia. Pero la acción no se sitúa entre los vencedores, sino entre los
vencidos, en la ciudad de Susa, capital persa, con la reina Atosa como
protagonista, viuda de Darío y madre de Jerjes, al que recibe abatido por la
derrota. Fue la primera muestra de literatura de los vencidos, que siglos más
tarde hemos visto en los romances fronterizos castellanos, situados siempre en
el ámbito del moro vencido, como en “El cerco de Baeza”, “El Romance de
Antequera”, “La pérdida de Alhama” o el romance de “Abenámar”. Desde Esquilo
hasta hoy, las derrotas han servido de motivo literario, mucho más que las
victorias.
Una de las grandes diferencias entre la
tragedia y la comedia es que ésta, desde Aristófanes
hasta hoy, ha estado siempre inmersa en la realidad cotidiana, al contrario que
los mitos trágicos. Aristófanes, padre de la comedia, se mostró como antítesis
de los ideales democráticos de Esquilo, y en su comedia corrosiva y satírica se
dedicó a fustigar a la democracia ateniense, a la vez que defendía los valores
del antiguo régimen. Aristófanes trata sin piedad a los líderes de la nueva
democracia: políticos, magistrados y al pueblo mismo, la Asamblea y los
tribunales, las innovaciones y, sobre todo, los demagogos y los filósofos, por
ser los artífices de la nueva educación. La peor parte se la lleva Sócrates, e
invita al público a incendiar su casa. En su comedia Los caballeros, el Pueblo (o Demos) se halla sometido por las
intrigas de los corruptos y demagogos, mientras el coro de jóvenes caballeros
exalta los valores del antiguo orden aristocrático. En Las nubes se ceba contra Sócrates y se fustigan los errores de la
nueva educación. En Las aves, dos
jóvenes atenienses, cansados de los demagogos y arribistas, se evaden hacia la
morada aérea de los pájaros (Nefelocoquigia), y enseguida aparecen por allí los
personajillos de la ciudad, a los que tienen que echar: aprovechados,
delincuentes, recaudadores de impuestos, poetas cursis y otra varia ralea.
Lamentablemente, este género de comedia crítica se ha cultivado poco a lo largo
de la historia, y ha tenido mejor fortuna la comedia de enredo amoroso (como
nuestro célebre Lope de Vega) o la comedia de costumbres (cuya degeneración
observamos en nuestros nefastos Álvarez Quintero). Entre las pocas excepciones
de género crítico no debemos olvidar a nuestro genial Valle-Inclán.
En cuanto al género de la Oratoria,
ninguna literatura como ésta se ha visto tan enredada y tan comprometida en las
pasiones del momento histórico. Un género poco tenido en cuenta, pero de
aspectos sorprendentes, cuyos autores han pagado a menudo con la vida su don de
palabra desde la tribuna. Abre esta galería, por derecho propio, el magnífico Demóstenes, que sufrió las
contradicciones del siglo IV a.C. en Atenas. Puso su arte literario al servicio
de la independencia de Atenas, contra la expansión imperialista de Filipo de
Macedonia, a través de dos grandes obras de la literatura universal: las 4 Filípicas y las 3 Olintíacas (“literatura de circunstancias” las llamarían hoy
nuestros académicos neopuristas). En la Primera
Filípica (ante la Asamblea de Atenas, en enero del 351) intentó demostrar
que Filipo no era invencible, a la vez que denunciaba a los que, como Esquines,
formaban la “quinta columna” dentro de Atenas, partidarios vergonzantes de
Filipo; arremetía contra la cobardía de los que consideraban mejor no luchar,
así como la mezquindad de los que aprovechaban la situación para enriquecerse.
Aquella grandeza de Demóstenes, intentando enardecer el espíritu de resistencia
cuando apenas existía en Atenas nos recuerda otro momento grave de la historia
de España, cuando el 1 febrero 1939 se reunieron por última vez las Cortes
democráticas en el castillo de Figueras y pronunció Juan Negrín el último
discurso de la guerra civil, contra los derrotistas de toda índole y contra las
voces de armisticio fraguadas por la “quinta columna”, insistiendo en que la
resistencia se haría imposible si se perdía la noción del porqué resistir. Por
ello, cuando alguien le preguntó dónde se colocaría la línea defensiva,
respondió, golpeándose con un dedo la frente: “Aquí”. Y añadió: “Nadie podrá
salvar a un pueblo cuyos nervios no resisten más y cuya voluntad se derrumba”
(8). También España, como Atenas, sufrió la figura del derrotista negociador.
Allí, Esquines; aquí, el coronel Casado. Y el holocausto de los resistentes se
repite a lo largo de la historia. Demóstenes se lo jugó todo con las armas en
la mano en la batalla de Queronea, en el 338 a.C., y Filipo los derrotó. En el
322 Atenas capituló, por fin, ante el general macedonio Antípatro, que puso
precio a la cabeza de Demóstenes. Este huyó a la isla de Calauria y se refugió
en el templo de Poseidón, pero allí llegaron los esbirros de Antípatro,
dedicados a la caza de proscritos. El gran orador se envenenó entonces ante el
ara, y se cubrió la cabeza con el manto, como solían hacer los griegos antes de
morir. Ofreció su cadáver insepulto a sus enemigos, como hiciera Creonte en la Antígona de Sófocles, y al pie del altar
expiró, sin verse nunca prisionero.
No menos complicada e inmersa en las
miserias de la historia resulta la obra literaria de Cicerón, el gran orador de Roma, a cuya pluma se debe la prosa más
perfecta del mundo clásico. Sus mejores dotes las puso en juego en las 14 Filípicas, dirigidas contra Antonio.
Después del asesinato de César, Cicerón se declaró partidario de Octavio y en
contra de las ambiciones de Antonio. Pero Octavio y Antonio acabaron
reconciliándose, y sacrificaron a Cicerón. Antonio lo puso el primero en su
lista de proscritos. Cicerón huyó de Roma y llegó a Formia con intención de
escapar por mar. Varias veces puso la barca en movimiento, pero los vientos
contrarios la devolvían a la costa. Cansado y resignado, volvió a la orilla diciendo:
“¡Que muera por la patria, pues más de una vez la he salvado!” Llegaron los
soldados de Antonio, le cortaron la cabeza y las manos, que llevaron como
trofeo a Antonio, el cual ordenó que fueran expuestas en Roma, en la tribuna
donde Cicerón había lanzado sus célebres Filípicas.
Trágico choque entre la espada y la palabra. Aquí, la literatura, más que
inmersa en la realidad, la encontramos regada y coronada con la púrpura de la
sangre.
La literatura y el
destierro
A lo largo de la historia, deportaciones,
destierros y exilios han estado a la orden del día, en uno de los más crueles
sufrimientos del ser humano. De esta experiencia real han surgido creaciones
literarias de las más auténticas y valiosas. Nunca como en este caso, la
literatura se ha convertido en memoria del sufrimiento. Literatura y memoria
son algo consustancial, lo que ha movido a Antonio Muñoz Molina a decir que “La
literatura está hecha de memoria” (9), sobre todo de los grandes sufrimientos
históricos. Uno de los exilios más numerosos y catastróficos de la humanidad
fue el provocado por Franco con su victoria contra la democracia en 1939. Casi
medio millón de españoles abandonaron su patria, para sucumbir muchos después
en los campos de concentración franceses, en los campos del norte de África, en
la II Guerra Mundial y en los campos de exterminio nazis. Muchos escritores,
lacerados en lo más hondo, no escribieron ya de otra cosa. El escritor cuasi
valenciano Max Aub hizo de su experiencia en los campos de concentración el
motivo de su obra emblemática: El
laberinto mágico (1978-1981), compuesta de 6 volúmenes, que van desde Campo cerrado al Campo de los almendros, una obra magnífica, donde el sufrimiento se
sublima a través de la literatura.
Uno de los mejores libros del destierro
español, reconocido así por Dámaso Alonso,
fue el poemario de Pedro Garfias,
Primavera en Eaton Hastings,
compuesto en esta aldea inglesa, donde fue acogido, con otros cuatro o cinco,
en la primavera de 1939. En 22 poemas llenos de soledad, dolor y desarraigo
teje un universo incomparable de añoranza de la patria perdida:
AHORA
Ahora sí que voy a llorar
sobre esta gran roca sentado
.................................................................................
Ahora sí que voy a vaciaros
ojos míos, corazón mío
................................................................................
Ahora voy a llorar por los
que han muerto sin saber por
qué
cuyos porqués resuenan
todavía
en la tirante bóveda
impasible... (10)
-.-
... mientras duerme Inglaterra, yo he de seguir gritando
mi llanto de becerro que ha
perdido a su madre. (11)
-.-
... La primavera rápida se esquiva,
se rompe en mil pedazos
el aire de veloz cristalería
y cubre el sol sus desnudos
miembros
como una virgen tímida.
Yo quedo sobre un monte de tinieblas
aullando al horizonte de mi
vida.
(12)
Abandonó Garfias Inglaterra a mediados de
mayo de 1939, a fin de integrarse en la gran expedición de 1.800 refugiados
rumbo a Méjico en el buque “Sinaia”. Zarparon del puerto francés de Sète el 25
de mayo a mediodía, pasaron por el estrecho de Gibraltar 24 horas después.
Todos en cubierta, con incontenible emoción, pronunciaron la despedida de la
patria, a la que muchos jamás volverían. Pedro Garfias fue tomando nota de
insólitas vivencias en la travesía de la mar atlántica, hasta que el 10 de
junio, a tres días del desembarco en Veracruz, en pleno mar Caribe, sorprendió
a sus amigos con el recitado de su gran poema “Entre España y México”, emblemático
del exilio español y uno de los poemas de destierro más representativos de la
literatura universal:
Qué hilo tan fino, qué
delgado junco
-de acero fiel- nos une y
nos separa
con España presente en el
recuerdo,
con México presente en la
esperanza.
Repite el mar sus cóncavos
azules,
repite el cielo sus
tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar
ensayan vuelos
de análoga ambición,
nuestras miradas.
España que perdimos, no
nos pierdas;
guárdanos en tu frente
derrumbada,
conserva a tu costado el
hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más
veloces,
sobre la densa y poderosa
espalda
de este mar, con los brazos
ondeantes
y el latido del mar en la
garganta.
..................................................... (13)
Nunca la literatura y la poesía, como en
este caso, han sabito estar tan a la altura de los sufrimientos de los seres
humanos. Luego, en Méjico, el poeta Garfias siguió actuando como rapsoda de la
soledad y de la añoranza de España, y entre otros poemas, el anterior se siguió
recitando miles de veces, con millones de lágrimas. También allí en Méjico, se
oyó la voz jeremíaca de León Felipe,
otro de tantos apátridas por causa de la dictadura franquista. Su poesía
chorrea materia histórica y humana por los cuatro costados:
Oh,
este dolor,
este dolor de no tener ya
lágrimas;
este dolor
de no tener ya llanto
para regar el polvo.
¡Oh, este llanto de España,
que ya no es más que arruga
y sequedad... (14)
Luego, lanza sus improperios contra el
dictador, causante de tanta desgracia:
Sin el poeta no podrá existir España. Que
lo oigan las harcas victoriosas, que lo oiga Franco:
Tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la
tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante
por el mundo...
mas yo de tejo mudo...
¡Mudo!
¿Y cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
(15)
El poeta no se recata en agitar el rayo
jupiterino contra las democracias que, escondidas tras la farsa del “comité de
no intervención”, dejaron sola a la República española y la entregaron atada de
pies y manos a las garras del fascismo europeo, farsa en la que llevó la voz
cantante la “pérfida Albión”. Muchos escritores atizaron su arte para
desenmascarar la felonía y la hipocresía inglesa, entre ellos León Felipe:
Inglaterra,
eres la vieja Raposa
avarienta...
que tiene parada la Historia de Occidente
desde hace
más de tres siglos,
y encadenado a Don Quijote.
Cuando acabe tu vida
y vengas ante la Historia
grande
donde te aguardo yo,
¿qué vas a decir?
...............................
(16)
Finalmente, y por citar sólo tres
ejemplos sobre el exilio español de 1939, conviene recordar a Rafael Alberti, otra de las voces
poéticas de la diáspora, que plasmó todo un caleidoscopio de matices sobre
aquellos años trágicos. En su libro Baladas
y canciones del Paraná (1954),
para mí el mejor de su obra, encontramos la “Balada del andaluz perdido”:
Perdido
está el andaluz
del otro lado del río.
-Río, tú que lo conoces:
¿quién es y por qué se vino?
Vería los olivares
cerca tal vez de otro río.
..................................
¡Soledad de un andaluz
del otro lado del río!
..................................
(17)
En otra de sus lamentaciones, mezcla su
sentimiento de lejanía con el recuerdo del amigo García Lorca, en su “Balada
del que nunca fue a Granada”:
¡Qué
lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.
Mi cabeza cana, los años
perdidos.
Quiero hallar los viejos,
borrados caminos.
Nunca vi Granada.
Dadle un ramo verde de luz a
mi mano.
Una rienda corta y un galope
largo.
Nunca entré en Granada.
¿Qué gente enemiga puebla
sus adarves?
Quién los claros ecos libres
de sus aires?
Nunca fui a Granada.
¿Quién hoy sus jardines
aprisiona y pone
cadenas al habla de sus
surtidores?
Nunca vi Granada.
Venid los que nunca fuisteis
a Granada.
Hay sangre caída, sangre que
me llama.
Nunca entré en Granada.
Hay sangre caída del mejor
hermano.
Sangre por los mirtos y
aguas de los patios.
Nunca fui a Granada.
Del mejor amigo, por los
arrayanes.
Sangre por el Darro, por el
Genil sangre.
Nunca vi Granada.
Si altas son las torres, el
valor es alto.
Venid por montañas, por
mares y campos.
Entraré en Granada. (18)
La desgracia del destierro no ha sido
sólo maldición de los españoles. Es un castigo tan antiguo como el mundo, un
tema de la literatura universal, que es el marco que pretende mostrar este
ensayo. Desde la antigüedad hasta hoy, la deportación y el destierro han
abonado magníficas creaciones literarias. El cordobés Séneca vivió la amarga experiencia, cuando en el año 41 d.C. cayó
en desgracia ante el emperador Claudio, el cual lo desterró a la isla de
Córcega, donde sufrió 8 horribles años. Bajo el título de Consolación redactó allí esta obra, para resignación propia y de su
madre. Más funesta aún fue la triste suerte del gran Ovidio. Caído en desgracia del emperador Augusto, en el año 8 d.C.,
fue desterrado a la costa del mar Negro, a la ciudad bárbara de Tomis. Allí
murió nueve años después, sin el consuelo de haber regresado a la patria. Fruto
de aquel sufrimiento fueron dos de sus obras más célebres: las Tristes y las Cartas desde el Ponto. En
esa estilización literaria de la desgracia, sobresale el tema del desengaño,
sobre todo con relación a la amistad. Amigos de los que esperaba ayuda, se
olvidaron de él. Así consta en estos versos convertidos en proverbio universal:
Donec eris sospes, multos numerabis amicos;
tempora si fuerint nubila,
solus eris.
(Mientras seas afortunado, encontrarás muchos
amigos,
pero si los tiempos se vuelven adversos,
estarás solo) (19)
Si hacemos una incursión por la Edad
Media, y nos encontramos con el divino Dante,
pudiera parecernos que la obra del genial florentino, la Comedia, apodada Divina,
es pura ficción, incompatible con las miserias de la vida y de la historia,
pero nada más ajeno a la realidad. Dante Alighieri tuvo participación en la
vida política florentina, dentro de la facción moderada de los güelfos, que
andaban a la greña con los gibelinos. Dante llegó a ser “prior” de Florencia en
el año 1.300, favoreció a los gremios y se opuso a los manejos de ciertos
banqueros papistas y defendió los intereses de la ciudadanía en contra de los
magnates. Pero estos, aprovechando un viaje de Dante a Roma, se hicieron con el
poder y lo condenaron en rebeldía a ser quemado vivo. En 1302 comenzó el
destierro para Dante, que ya nunca más pisó tierra florentina. Murió en Ravena,
en 1321, y ahí sigue enterrado, sin perdonar nunca a Florencia el agravio
cometido. Tampoco perdonó a sus enemigos florentinos, gran parte de los cuales
aparecen metidos en el Infierno de la Divina
Comedia. En el círculo 5º del Infierno se encuentra con su paisano
florentino Argenti, al que condena allí por iracundo. Dante, que camina
acompañado de Virgilio, se pone furioso al ver allí a su paisano y expresa a
Virgilio su deseo de ver destrozado a su insoportable enemigo. Cuando ve que
otros condenados se lanzan contra Argenti y lo sumergen en la laguna fangosa,
el placer de Dante es tal “que todavía alabo y doy gracias a Dios por ello”. Lo
curioso es que en la Divina Comedia,
constan hasta 38 florentinos, 32 de los cuales se pudren en el Infierno, como
un tal Farinata, enemigo de su familia, que se consume en las tumbas ardientes
del círculo 6º. Farinata se consuela recordando a Dante que nunca podrá verse
libre del destierro. En el círculo 7º castiga Dante a los sodomitas, y en
concreto a su maestro Brunetto Latini, al que, no obstante, reconoce sus
méritos. En el círculo 8º, en el tercer foso, donde están los simoníacos
(otorgan bienes espirituales a cambio de dinero), Dante se vuelve tonante y
jupiterino contra el poder temporal de los Papas, les echa en cara su codicia
de dinero y de poder político; en concreto, se ceba contra el papa Nicolás III
y contra los que han convertido la Iglesia en una mercadería. En el foso 7, del
mismo círculo 8, están los ladrones, y entre ellos, otro compatriota suyo: el
ladrón sacrílego Vanni Fucci. En definitiva, un poema sacro medieval de tal
ficción alegórica, se ve aderezado con elementos históricos contemporáneos, que
constituyen la venganza justiciera del autor contra los culpables de su
destierro.
Este tema lo hallamos también en nuestro
renacentista Garcilaso de la Vega.
En 1531, por una desobediencia al emperador Carlos I, el poeta fue desterrado a
una isla del Danubio, cerca de Ratisbona. Fruto literario de aquella amarga
soledad fue su Canción III:
....................................
Tengo sólo una pena,
si muero desterrado
y en tanta desventura:
que piensen por ventura
que juntos tantos males me
han llevado,
y sé yo bien que muero
por sólo aquello que morir
espero.
........................................
Danubio, río divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas
discurriendo,
pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera de aquí sino
corriendo
por tus aguas y siendo
en ellas anegadas,
si en tierra tan ajena,
en la desierta arena,
fueren de alguno en fin
halladas,
entiérrelas siquiera
porque su error se acabe en
tu ribera. (20)
No se vieron libres de persecuciones
otros de nuestros grandes del Siglo de Oro, como Fr. Luis de León, cinco años preso en la cárcel inquisitorial de
Valladolid, desde primeros de 1.572 hasta finales de 1.576, una mazmorra donde
los acusados no podían tener libros, ni material de escribir ni asistencia
religiosa. De aquella oscuridad salió su décima “Al salir de la cárcel”:
Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso,
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso. (21)
La relación de los escritores e
intelectuales con el poder, siempre en un equilibrio inestable a lo largo de la
historia, ha desembocado: o en una relación de adulación mutua o en el choque
irremediable, en el que el escritor ha salido siempre perdiendo. Como venimos
observando, el destierro, cuando no la muerte, ha sido el castigo más
frecuente. Entre las batallas más fuertes que se han dado en Europa entre un
escritor y los esquemas inmovilistas de los poderes tradicionales, ninguna tan
intensa como la sostenida por Voltaire
y los poderes estamentales de la Francia del siglo XVIII, de cuya persecución
tuvo que huir en varias ocasiones. Voltaire supo poner patas arriba muchos
esquemas envejecidos, y muchas de nuestras ideas actuales se deben a su
denodado esfuerzo. Sus primeras obras (Edipo
y La Henríada), anticlericales y en
pro de la tolerancia religiosa, además de un incidente con un aristócrata, le
obligan a un primer exilio en Inglaterra en 1926. De allí regresó a los dos
años, con una nueva obra bajo el brazo: sus Cartas
inglesas o Cartas filosóficas,
que le acarrearán nuevos problemas. Viene entusiasmado por la libertad
religiosa y de comercio en Inglaterra, lo que le lleva a decir: “Un inglés,
como hombre libre, va al cielo por el camino que le place”). En las Cartas vuelve a poner en un brete a las
instituciones políticas y religiosas de Francia. Por tanto, cuando se
publicaron, en 1.734, el gobierno católico y teocrático mandó quemarlas pública
y solemnemente. Voltaire hubo de abandonar París y refugiarse en el ducado de
Lorena, un segundo exilio sosegado en el que continuó con la pluma su batalla
contra los privilegiados y la intolerancia de la Iglesia. Las primeras entregas
de su siguiente obra, El siglo de Luis
XIV (1.739), fueron secuestradas. En 1750 se estableció en la corte de
Federico II de Prusia, pero cuatro años después cayó en desgracia y hubo de
refugiarse en la calvinista Ginebra. Un artículo suyo sobre Ginebra en la Enciclopedia francesa motivó que los
ginebrinos lo expulsaran de Suiza en 1.757. Le quedaban los últimos veinte años
de su vida. Entonces compró la finca Ferney, en territorio francés, pero cerca
de la frontera suiza, para ponerse a salvo de unos y de otros. En 1.759 se
publicó su gran novela Cándido, la
historia de un aventurero, donde analiza el problema del mal en el mundo y
describe las atrocidades cometidas a lo largo de la historia en nombre de la
Religión. El protagonista termina en Constantinopla, donde por fin descubre la
sabiduría de la aceptación de la realidad y el retiro al cultivo de su jardín.
Desde la fecha de esta novela encabezaba todas sus cartas con el lema: “Ecrasez
l’Infâme” (Machacad al Infame, es decir, el fanatismo religioso). A pesar de
todo, Voltaire, un luchador y optimista empedernido, nunca se deprimió por sus
destierros ni los lloró en sus obras. Su euforia y desparpajo era lo que más
indignaba a sus enemigos: privilegiados, tiranos, fanáticos y clérigos. El lema
de su comportamiento aparece en una de sus cartas a D’Alembert: “Marchons en
ricanant par le chemin de la vérité” (Marchemos a risotadas por el camino de la
verdad). En definitiva, muy pocas veces una obra literaria como la de Voltaire
ha surgido tan comprometida con los problemas y conflictos de pensamiento en un
momento histórico.
La literatura de los desterrados pasa
también por los románticos, como Lord
Byron. Todo parecía sonreírle, había ocupado un escaño en la Cámara de los
Lores y sus obras escalaban el éxito, pero he aquí que la puritana Inglaterra
-otra manera de intolerancia, aunque no sea la religiosa- le hizo la vida
imposible debido a su divorcio precipitado y a sus relaciones
extramatrimoniales. En 1816, Byron se tuvo que exiliar de Inglaterra, a la que
jamás volvió, se estableció en Italia, en Venecia, y al año siguiente empezó a
redactar, en venganza, su obra Don Juan,
un poema heroico burlesco, donde fustiga sin piedad a la sociedad inglesa de su
tiempo. Como buen romántico se sintió solidario con la causa de los griegos,
que se rebelaron contra los turcos en 1823. Ese mismo verano viajó a Grecia y
se sumó a la lucha por su independencia, reclutó un regimiento, puso todo su
dinero al servicio de la causa, compró un barco, al que puso por nombre
“Bolívar”, y en ese empeño perdió la vida, en 1924, lejos de su Inglaterra
puritana.
Suerte aún peor le cupo en desgracia a su
compatriota Oscar Wilde. En 1895, en
la cúspide de su carrera literaria, cayeron sobre él los rigores de la mojigata
clase media de la Inglaterra victoriana, con un proceso judicial escandaloso,
porque se habían descubierto en él unos amores prohibidos con el joven Alfred
Douglas. Fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados, de donde
salió maltrecho y arruinado material y espiritualmente. Se exilió en París los
tres últimos años de su vida. En la cárcel escribió De profundis (1895), fruto de su gran hundimiento moral, y en
Francia redactó uno de sus poemas más emblemáticos, Balada de la cárcel de Reading (1898), donde traza un cuadro
impresionante sobre la dureza de la vida en la cárcel y la desesperación de los
presos. Murió en París en 1.900, anatematizado por la puritana Inglaterra
victoriana, puritanismo que ha causado mártires en todo el orbe.
La literatura realista también nos ha
dejado muestras de conmovedora simbiosis entre vida, sufrimiento y creación
literaria. Fédor Dostoievski hizo de
las miserias y humillaciones de los desheredados el “leit-motiv” de su obra, en
aquel cuadro patético de la Rusia de los zares, hasta que la desgracia también
cayó sobre él. En 1949 fueron descubiertas sus reuniones clandestinas, en las
que comentaban las teorías socialistas de autores franceses, prohibidos por el
zar Nicolás I. El grupo fue condenado a muerte, e incluso conducidos al lugar
del fusilamiento, pero en el último momento les conmutaron la pena por la de
destierro. Dostoievski fue llevado a Siberia, a cuatro años de trabajos
forzados, más otro período como soldado raso en una guarnición militar en
Mongolia. A causa de las penalidades contrajo una epilepsia que le duró el resto
de su vida. Hasta 1860 no pudo regresar libre a San Petersburgo. Su primera
obra entonces fue Memoria de la casa de los muertos (1861-1862),
una visión dantesca del sadismo, las condiciones infrahumanas, miserias y falta
de privacidad del infierno carcelario. En la desesperación, Dostoievski se
refugió en la Biblia, y de ahí aprendió la idea de redención y conquista de la
felicidad en la sublimación del sufrimiento, no lejos de la auto-purificación
de la “Katharsis” griega.
Cuando llega el siglo XX y parecía que ya
la literatura podía entregarse al purismo ocioso, una vez calmadas ya todas las
tempestades de la historia, he aquí que el gran seísmo estaba aún por llegar.
Cataclismos impensables, los de los años 30 y 40, sobre todo, ahogaron de raíz
los vanguardismos y mancharon la literatura otra vez de sangre, lágrimas, dolor
y destierro. Como antesala de la tragedia, en 1933 el nazismo se hace con el
poder en Alemania y se desata la persecución de intelectuales y la quema de
libros. Uno de los primeros que hubo de huir al exilio fue el gran Bertold Brecht, puesto en el punto de
mira, porque ya en su Ópera de cuatro
perras (1928) había lanzado una sátira corrosiva contra el capitalismo. Por
tanto, en 1933 huyó a Escandinavia, y en 1941, a Norteamérica. En sus poemas
plasmó la angustia del destierro:
.........................................................
Nosotros hemos huido. Expulsados somos,
desterrados.
Y no es hogar, es exilio el país que nos
acoge.
Inquietos estamos, si podemos junto a
las fronteras,
esperando el día de la vuelta, a cada recién
llegado,
febriles, preguntando,
no olvidando nada, a nada renunciando,
no perdonando nada de lo que ocurrió,
no perdonando.
...................................................................... (21 a)
En esa diáspora diseñó Bertold Brecht sus
obras inmortales: Terror y miseria del
Tercer Reich, La resistible ascensión de Arturo Ui,
ambas sobre el nazismo, Los fusiles de la
señora Carrar, sobre la guerra civil
española, La vida de Galileo Galilei,
etc. Presenta a un ser humano inmerso en las contradicciones sociales, víctima
de la injusticia, alienado por la explotación. Mediante su teatro épico y su
técnica distanciadora, pretende que el espectador reflexione y analice; que no
quede atrapado por emociones o arrebatos, sino que piense, mantenga fría la
cabeza y lúcido el espíritu crítico. Todo un programa de regeneración mental,
que tanto echamos hoy de menos, embobados en nuestra sociedad de consumo, en
nuestra cultura -mejor, subcultura- de masas y en nuestra telebasura. Bertold
Brecht pudo regresar a Alemania en 1948, tras la hecatombe hitleriana, y
falleció ocho años después. También su compatriota Thomas Mann, premio Nobel de 1929, hubo de salir huyendo de
Alemania en 1933, fichado ya por su obra Mario
y el mago (1930), en la que denunciaba los peligros de la dictadura
fascista y la cobardía de los intelectuales. Obsesionado por el análisis de la
sociedad europea contemporánea, murió en Suiza en 1955.
En España, a poco de consolidarse la
dictadura de Primo de Rivera, nuestro ensayista Miguel de Unamuno chocó con la dictadura, como no podía ser de otra
manera. Una carta privada, aireada por la prensa, motivó en 1924 su destierro a
la isla de Fuerteventura, destituido como rector de Salamanca. Su despedida a
finales de febrero fue memorable. Una muchedumbre se concentró en la plaza. Él,
desde el balcón, les dijo: “Volveré, no con mi libertad, que nada importa, sino
con la vuestra”. Los estudiantes hicieron huelga y lo acompañaron a la
Estación. El 10 de marzo llegó a Fuerteventura, acompañado de Rodrigo Soriano,
también desterrado. Allí aguantaron hasta el primero de junio, en que escaparon
a Las Palmas, y de allí a Francia. Fruto de aquel indigno agravio fueron dos
libros: De Fuerteventura a París
(1925) y Romancero del destierro
(1928). Dos ejemplos del primero, los sonetos III y XII, revelan hasta qué
punto puede estallar la ira tonante de un intelectual acosado:
Los que clamáis
“¡indulto!” id a la porra
que a vuestra triste España
no me amoldo;
arde del Santo Oficio aún el
rescoldo
y de leña la envidia lo
atiborra.
No he salir cual carnero
con modorra
de esa sucia bandera bajo el
toldo
a soportar al general
Bertoldo
harto de retozar con una
zorra.
............................................... (22)
-.-
Un siglo ya que al
turbulento Riego
hizo ahorcar el abyecto rey
Fernando,
el vil tirano de cobarde
mando,
siglo en que España no ha
hallado sosiego.
Vuelve el digno bisnieto
al mismo juego,
y nos quiere colar de
contrabando
la monarquía neta al par que
dando
a su tronchado cetro sangre
en riego.
Mas ni aun así ese basto ha de dar
flores,
ni hoja, ni fruta, ni ha de
darnos sombra,
porque se ha de quemar a los
ardores
del sol de la justicia a
que no asombra
nube de vil pedrisco, y los
traidores
al pueblo han de servir al
fin de alfombra. (23)
¿Y qué decir del masivo exilio de la
España de 1939 y de la larga noche que el franquismo tendió como una losa sobre
las letras españolas? También aquí se purgaron las bibliotecas, se encendieron
piras de libros y se persiguió con saña a los escritores que no doblaron la
cerviz. Baste sólo recordar el calvario del anciano Antonio Machado, camino de la frontera francesa, a finales de enero
de 1939, unas veces a pie y otras en vehículos improvisados, en medio de una
masa fugitiva. Iba Machado con su hermano José y con su madre nonagenaria. Un
trayecto lo hicieron en unas ambulancias, pero los tuvieron que dejar, bajo la
lluvia y el rigor invernal. El cansancio del camino obligó a Machado a tirar en
una cuneta su pequeña maleta, donde llevaba sus últimos escritos y una parte de
Los complementarios, que hemos
perdido para siempre. En la noche del 28 de enero llegaron a “los límites de la
patria”, como ha escrito Luis Aragón, a la aduana de Cerbère. La noche
siguiente la pasaron en un vagón abandonado en la Estación. Por fin, el 30 de
enero, con ayuda de Corpus Barga, tomaron un taxi y consiguieron habitación en
la pensión Bougnol-Quintana, en el pueblo de Colliure. Cuando se ha perdido la
patria, y la causa por la que se ha
luchado, y la esperanza, el único camino es la muerte. Machado sólo pudo
sobrevivir tres semanas a tan espantosa desgracia. El 22 de febrero murió, en
realidad de pena, como Pablo Neruda, tras el golpe de Pinochet, o Manuel Azaña,
tras la derrota de la República. Al día siguiente se celebró el entierro de
Machado, aun más triste que su muerte, llevado a hombros de soldados derrotados
y envuelto en la bandera vencida. Y allí yace todavía, como el gran Dante en
Ravena, fuera de la patria. No poetizó Machado su amargura final, la vivió en
silencio y se la llevó a la tumba. Sólo nos dejó un verso de aquellos días
aciagos:
Estos días azules y este sol de
la infancia. (24)
El ideal de la vida
retirada
Uno de los anhelos recurrentes del ser
humano de todos los tiempos es la retirada del bullicio y de la agitación
urbana, en busca de la paz del campo y el cultivo del jardín doméstico. Este
anhelo universal, que se da en el otoño de la vida (incomprensible en la
juventud, la cual lo que desea no es retirarse, sino estar y vivir al límite),
ha dado forma a varios tópicos literarios, desde la antigüedad hasta hoy, como
el “Beatus ille”, la “aurea mediocritas”, la “vida retirada” o el “menosprecio
de corte y alabanza de aldea”. Por tanto, la estilización literaria ha sabido
fundirse en este punto con una de las vivencias más sentidas del ser humano.
El latino Horacio fue de los primeros en dar forma estética a este anhelo de
sosiego tras las tempestades de la vida, entregándose a la vida solitaria y al
cultivo del propio huerto o jardín. El poema II del libro de los Epodos es el célebre “Beatus ille”:
Beatus ille, qui procul negotiis,
ut prisca gens mortalium,
paterna rura bubus exercet suis,
solutus omni
faenore...
(Dichoso aquel que lejos de
preocupaciones,
como los viejos antepasados,
cultiva los campos
familiares con sus bueyes,
libre de toda ambición,
.......................................
evita la vida pública y las
grandes mansiones
de la gente poderosa.
Por el contrario, o enlaza
los altos álamos
con el sarmiento crecido de
las vides
o contempla en el lejano
valle
el rebaño errante de vacas
mugidoras...) (25)
En España, el gran poeta de la vida
retirada ha sido Fray Luis de León,
con la Oda del mismo título, de inspiración horaciana. El campo aparece no sólo
como lugar de ocio y recreo, sino principalmente como refugio y salvación de
las tempestades de la vida: odios, envidias, intrigas, preocupaciones y ambiciones:
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal
ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el
mundo han sido!
.............................................
¡Oh campo! ¡Oh monte! ¡Oh
río!
¡Oh secreto seguro,
deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar
tempestuoso.
............................................... (27)
Junto al tema del retiro y el alejamiento
de las vanidades, suele incluirse en estas composiciones la alusión a la fuente
y al cultivo del propio huerto o jardín. Continúa Fr. Luis en la misma oda
citada:
..........................................
Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo
un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el
fruto cierto.
Y como codiciosa
de ver y acrecentar su
hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se
apresura.
Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles
torciendo,
el suelo, de pasada,
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va
esparciendo.
.................................................... (28)
El tema campestre de la fuente también lo
hallamos en Horacio, en la núm. XIII
del Libro III de las Odas, con
dedicatoria a la fuente de Bandusia, seguramente ubicada en su minifundio de La
Sabina, que hacia el año 32 a.C. le había regalado el rico Mecenas, en unas
colinas cerca de Tívoli, a fin de que el poeta gozara de fructífera paz
creativa:
O fons Bandusiae splendidior vitro
dulci digne mero non sine
floribus
.....................................................
Te flagrantis atrox hora
Caniculae
nescit tangere, tu
frigus amabile
fessis vomere tauris
praebes et pecori vago.
Fies nobilium tu
quoque fontium,
me dicente cavis impositam ilicem
saxis, unde loquaces
lymphae desiliunt tuae.
(Oh fuente de Bandusia, más
clara que el cristal,
digna del dulce vino y de
una corona de flores...
No logra alcanzarte la hora
terrible
de la Canícula ardiente,
sino que ofreces un frescor
amable
a los bueyes cansados por el
arado y al ganado ocioso.
Tú serás considerada también una de las fuentes más célebres,
al haber cantado yo a la
encina que crece
sobre las huecas peñas,
de donde fluyen tus rumorosas aguas) (29)
El tema de la vida retirada se nos
dispersa por toda la historia de la literatura. Hasta el inquisidor Fray Antonio de Guevara, ejecutor del
Santo Oficio y obispo de Mondoñedo, tal vez cansado de achicharrar heterodoxos
en la hoguera, también sintió el imperativo de la paz campestre, en su obra Menosprecio de corte y alabanza de aldea
(1539):
“O, bendita tú, aldea, a do comen al fuego si
es invierno; en el portal si es verano, en la huerta si ay combidados, so el
parral si haze calor (...). O, felice vida la del aldea, a do todos los que
allí moran tienen sus passatiempos (...). Todos esos passatiempos dessean los
ciudadanos y los gozan los aldeanos” (30).
El apartamiento del mundanal ruido lo
encontramos también en Luis de Góngora, aunque de manera festiva y
burlesca, con ingrediente estoico y epicúreo:
..................................
Busque muy en hora buena
el mercader nuevos soles;
yo conchas y caracoles
entre la menuda arena,
escuchando a Filomena
sobre el chopo de la fuente,
y ríase la gente.
....................................... (31)
Más seria y grave, incluso fúnebre, entre
el desengaño barroco, consta la misma idea en Francisco de Quevedo,
desde su retiro de la Torre de Juan Abad, como si de un ermitaño se tratara:
Retirado en la paz de
estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros
juntos,
vivo en conversación con los
difuntos
y escucho con mis ojos a los
muertos.
........................................................ (32)
La
estilización romántica del retiro campestre, con el canto nostálgico al propio
huerto o jardín, nos aparece con una estética nueva en Juan Ramón Jiménez, en su etapa de Moguer, cuando entre 1910-1911
escribe su libro Poemas agrestes,
donde destaca el célebre “Viaje definitivo”:
... Y yo me iré. Y se
quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con
su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el
cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde
están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que
me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi
huerto florido y encalado,
mi espíritu errará,
nostálgico...
Y yo me iré; y estaré
solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros
cantando. (33)
Las huellas del “Beatus ille” por la
literatura universal nos llevarían muy lejos, pues raro ha sido el poeta que no
ha cantado este motivo literario, por el hecho de tratarse de un sentimiento y
de un anhelo real en el ser humano fatigado. Encontramos finalmente este motivo
en el gran Miguel Hernández, el
poeta pastor. Entre sus poemas sueltos, anteriores al libro El rayo que no cesa, nos llama la
atención el titulado “Huerto - mío”:
Paraísdo local, creación
postrera,
si breve de mi casa;
sitiado abril, tapiada
primavera,
donde mi vida pasa
calmándole la sed cuando le
abrasa.
.......................................
Adán por afición, aunque sin
eva,
hojeo aquí mis horas,
viendo al verde limón cómo
releva
de amarillo sus proras,
y al higo verde hacer obras
medoras.
.................................................. (34)
Y en la célebre “Elegía”, las referencias
campestres son continuas, y como refugio seguro ante tanta desdicha se menciona
el huerto del poeta:
................................................
Volverás a mi huerto y a mi
higuera:
por los altos andamios de
las flores
pajareará tu alma colmenera.
............................................... (35)
Solidaridad humana en
los ideales románticos
Ya se anticipó que lo típico del
romanticismo no es el sentimentalismo, sino el idealismo. El romántico colocó
ante sí elevados conceptos sobre la libertad, la patria o el amor, y miró
siempre el mundo, no como es, sino como debería ser. Don Quijote es un romántico,
con grandes ideales sobre una sociedad en armonía, sobre el amor y sobre la
justicia. Sobre todo, esto último. No sé si se ha dicho que El Quijote es la primera novela de la
fraternidad, en la que el héroe no vive para sí, sino para los demás. Con elevado
concepto sobre el bien y la justicia, se lanza en ayuda de los oprimidos y
humillados, viudas, huérfanos, doncellas maltratadas... plantando cara a
privilegiados, opresores, aprovechados, vividores y malandrines, y en ese afán entreteje sus aventuras. Como
él, los románticos, lo cual apenas se ha subrayado, fueron los primeros que
pusieron ventanas a la torre de marfil de la ficción estética, a fin de tomar
nota de lo que ocurría alrededor. Fue la mirada solidaria del romanticismo.
Vivieron una etapa crucial de nuestra historia: aquella en que sucumbió el
antiguo régimen feudal y clerical, y surgió el nuevo, el régimen burgués, que
no sabemos cuál fue peor; porque en el régimen feudal, los villanos vivían
alrededor del castillo o del convento, y tenían sus ganados y sus cultivos,
aunque fuera en tierra ajena (de los nobles, del clero o tierras públicas de
los concejos), pero al consumarse la gran privatización burguesa del siglo XIX
(llamada inocentemente “desamortización”), los villanos se convirtieron en
obreros y en jornaleros “por cuenta ajena”. En ellos, no sólo la tierra era
ajena; también su trabajo, su ganancia y su vida entera dejaron de
pertenecerles. Salarios de hambre, jornadas de sol a sol, explotación de
mujeres y menores como en los peores tiempos, en nombre del “progreso”. En ese
mundo sórdido, los tribunales no aplicaban justicia, sino represión, y la
independencia se había convertido en servidumbre del nuevo señorío establecido.
Ese fue el panorama humano, social e histórico que los románticos dejaron pasar
a través de sus ventanas en la torre de marfil literaria. De la mano de muchos
románticos, la ficción dejó entrar a la realidad.
El magnífico y poco estudiado entre
nosotros Víctor Hugo es buena
muestra de la sensibilidad filantrópica del romanticismo. La publicación en
1862 de su gran novela Los miserables
es un hito de la literatura europea. La acción se sitúa en el primer tercio del
siglo XIX, durante el reinado represivo y autoritario del postnapoleónico
Carlos X, cuando el poeta se sintió horrorizado por la miseria y desgracia del
pueblo, machado por el naciente capitalismo salvaje, como escribe Alain Verjat
(36). Ya en 1829 publicó la novela corta El
último día de un condenado a muerte, con el mensaje de que el rigor de la
ley es sólo para los débiles. Se produjo enseguida el despertar de la
conciencia moral del gran autor romántico, en cuya obra Claude Gueux (1834) ya se cuestiona las consecuencias sociales y
morales de la miseria. Por entonces daba vueltas en su cabeza a la creación de
una gran novela social, Los miserables,
epopéyica, como escribió él mismo: “... una novela que sea a la vez drama y
epopeya, realista aunque también idealista, verídica y grandiosa a un tiempo,
una novela que engarce a W. Scott en Homero”. Y cuando ya mandó al editor el
original, le hacía este resumen: “Este libro es la historia mezclada con el
drama, es el siglo, es un amplio espejo reflejando el género humano cogido ‘in
fraganti’ un día señalado de su vida infinita”. En definitiva, “será la
epopeya, el drama y la novela social de la miseria”.
Durante años, Víctor Hugo se documentó
sobre la iniquidad de los tribunales y la brutalidad del sistema penitenciario
de la burguesía. Un amigo le envió información sobre el penal de Tolón y más
tarde recabó detalles sobre el régimen alimenticio y el reglamento penal. En
1834 él mismo visitó los penales de Brest y de Tolón, y unos años después fue
testigo, en una calle de París, de un suceso en el que unos hombres se burlaban
groseramente de una pobre prostituta. La escena aparece luego en su obra, como
uno más de los infortunios de su desgraciada Fantine. Posiblemente leyó en 1832
una noticia de la prensa de tribunales sobre el caso de un indigente que robó un
pan, y fue condenado, primero a un año, luego a cinco, y después a ocho. Se
rebeló y mató a un guardia, por lo que fue ejecutado el 1 de junio de 1832. En Los miserables, el punto de partida es
el mismo: el mozo Jean Valjean apenas sacaba cuatro cuartos de sus múltiples
empleos, y su hermana estaba en casa con siete niños hambrientos. Jean no
aguantó más, se dirigió a una panadería y robó el maldito pan. El dueño lo
capturó, y el tribunal lo condenó a cinco años de presidio; y luego más y más
condenas. El cúmulo de desgracias se sucede después como una bola de nieve.
La novela tuvo una difusión
extraordinaria. Algunos plumíferos, capataces de la clase dominante, la
criticaron; incluso academicistas como Teófilo Gautier. En el periódico Journal des Débats se podía leer: “El
señor Hugo no ha hecho un tratado socialista; ha hecho algo... más peligroso
todavía: ha puesto la reforma social en novela, le ha dado vida y color,
movimiento, prestigio, publicidad”. Es cierto. La burguesía se sintió aludida y
Víctor Hugo les lanzó, indirectamente, el órdago. Tanto, que se trocaron los
papeles entre la ficción y la realidad, y entre otros casos, el personaje de
Fantine, la prostituta, motivó interpelaciones parlamentarias y propuestas
legislativas.
La tesis del autor es que la miseria
conduce al crimen, pero ni la sociedad ni el progreso están predeterminados a
ese despeñadero, si se ponen otros medios, con los cuales la humanidad puede
mejorar, o empeorar, si no se pone remedio. Jean Valjean, en su fase final como
empresario rehabilitado da un ejemplo de cómo, con un poco de ilustración, algo
de paternalismo, mucha bondad y comportamiento moral, se puede extender el bien
y el progreso alrededor. Fe en el progreso, sí, pero a condición de contraponer
justicia y solidaridad contra la miseria, la ignorancia y la injusticia. El
gran vapuleo se lo lleva la administración de la Justicia. Jean Valjean,
culpable de una falta que cualquiera perdonaría, es víctima de una sociedad que
lo envía a la escuela del Mal, para terminar como símbolo de un empeño de
rehabilitación que esa Justicia se obceca en echar abajo. Con ello demuestra
que la ley va a la zaga de la historia, cuando la sociedad ya es distinta a la
que había dictado la ley. Una ley que se convierte en persecución -por el robo
de un pan, no se olvide-, cuando ya el hombre ha cambiado. Esa espantosa
irracionalidad está encarnada en el personaje Javert, el inspector inquisidor,
mucho peor que los propios criminales. Víctor Hugo clama contra la justicia
ciega, que toma la ley como simple instrumento represor de la clase dominante.
Y clama también contra la ignorancia de los desheredados. En páginas de la obra
se lee: “¡Pero qué vergüenza ser
ignorantes! (...). El hombre tiene un tirano: la ignorancia” (37). En definitiva
una obra monumental, de esas que hacen época y marcan hitos a la civilización,
muy diferente a estas pequeñeces o argumentillos que nos ofrece hoy nuestra
literatura de masas y de consumo. Estos juegos de enredo, de vuelo corto, tono
gris y encefalograma plano. Alimento precocinado bajo en calorías, para una
sociedad con mucho desarrollo material, pero atrofiado desarrollo espiritual.
El propio Víctor Hugo hizo realidad sus
propios ideales. Perseguido, censurado y exiliado en varias ocasiones; colmado
de honores en otras, nunca olvidó sus principios. Fue académico, par de
Francia, diputado en dos ocasiones, senador en otra, y sin embargo, en vez de
hacer “carrera” (que es a lo que hoy estamos acostumbrados), se dedicó a tronar
contra abusos e injusticias, contra la ley de la deportación, contra la pena de
muerte, en favor del sufragio universal, la libertad de prensa, y sufrió por
ello exilio en varias ocasiones y secuestro de sus obras. Al final dio la
batalla en favor de los amotinados en la Comuna de París, en 1871, por lo que
fue expulsado de Bélgica, por dar cobijo a los comuneros. En 1876, elegido
senador, se puso al servicio de la campaña “pro amnistía” de los comuneros.
El final de Víctor Hugo fue la apoteosis
del idealismo romántico, en un contraste de gloria, humildad franciscana y loor
de multitudes. En su testamento legó una gran fortuna a los pobres, ordenó ser
llevado al cementerio en el carro fúnebre de los pobres (y así se cumplió).
Además de atender a su hija y nietos, añadió una renta anual “a la animosa
mujer que, cuando el golpe de Estado (el de 1851, de Luis Napoleón), me salvó
la vida con riesgo de la suya, y que después salvó la caja que contenía mis
manuscritos. Voy a cerrar los ojos terrenales, pero los ojos espirituales
seguirán abiertos más grandes que nunca. Rechazo la oración de todas las
iglesias, pido una oración a todas las almas”. Una vida y una obra
verdaderamente inabarcables. Esta trayectoria explica que, medio siglo después,
en gran parte de los hogares obreros españoles no faltaran nunca Los miserables, de Víctor Hugo, ni Germinal, de Emilio Zola, más el retrato
de Mariana Pineda. La destrucción de estas obras y símbolos -lo tengo muy
documentado- era práctica diaria de las columnas rifeñas en 1936, cuando
entraban en los pueblos, de la mano de los sublevados golpistas. Los que sin
duda hubieran colgado a Víctor Hugo, lanzaban furiosos su obra al fuego.
Creo que se ha estudiado poco la
sensibilidad filantrópica de la literatura romántica. En el español José de Espronceda observamos una
predilección por el tema de los marginados y los ideales patrióticos. Poemas
como “El mendigo”, “El reo de muerte”, “A la muerte de Torrijos y sus
compañeros”, “Elegía a la Patria”, “A Jarifa en una orgía”, “A la degradación
de Europa”, “Al dos de mayo”, etc. reflejan los contenidos de los ideales
románticos, en la línea de Lord Byron. Espronceda empezó conspirando contra el
absolutismo fernandino en el grupo “Los numantinos”, por lo que acabó en la
cárcel. En 1827 comienza su exilio aventurero, por Lisboa, Londres (aquí
compuso su “Elegía a la Patria”). Luego, en París, conspira con Torrijos en
contra de Fernando VII. En 1830 participa en las barricadas de París. Y en
1833, fallecido el tirano, terminó su exilio y volvió a España. Fueron los
últimos diez años de su vida, en los que combina la literatura y el liberalismo
revolucionario. Luchador y víctima de represiones, quedó impresionado por el
fusilamiento de su compañero liberal José Mª Torrijos, hecho que le inspiró su
célebre soneto “A la muerte de Torrijos”:
Helos allí: junto a la mar bravía
cadáveres están, ¡ay!, los
que fueron
honra del libre, y con su
muerte dieron
almas al cielo, a España
nombradía.
Ansia de patria y
libertad henchía
sus nobles pechos que jamás
temieron,
y las costas del Málaga los
vieron
cual sol de gloria en
desdichado día.
Españoles, llorad; mas
vuestro llanto
lágrimas de dolor y sangre
sean,
sangre que ahogue a siervos
y opresores,
Y los viles tiranos, con
espanto,
siempre delante amenazando
ve
alzarse sus espectros
vengadores. (38)
El poema, de elevada tensión y emoción
sincera, fue comentado por Antonio Machado en un artículo desconocido, ausente
hasta ahora de todas las recopilaciones, publicado en 1938 en Barcelona:
“Confieso que lo leí siendo niño con una emoción que no pierdo ahora, al
recordarlo y al transcribirlo de memoria”. Machado se deleita luego en la
historia luchadora del brigadier José Mª Torrijos, defensor de la constitución
liberal, que desde su exilio en Inglaterra organizó una expedición contra el
tirano Fernando VII, y desembarcaron en la playa de Málaga el 2 de diciembre de
1831. El gobernador de Málaga les envió una tropa y consiguió reducirlos y
apresarlos. En un “Aviso al público”, que reproduce Machado, el gobernador se
jactó de su proeza, pero añade Machado: “Olvida
decir el sátrapa malagueño, el ya entonces célebre por sus crueldades (Vicente)
González Moreno, y conocido por el público con el alias de ‘Verdugo de Málaga’,
que Torrijos y sus compañeros desembarcaron en las costas de Málaga, porque él,
fingiendo simpatizar con la causa revolucionaria, los había llamado”. Y
Machado establece luego el inevitable paralelismo entre aquellos crímenes del
siglo XIX y los que sufre España en 1938: “Recordad los versos de Espronceda; pensad en
lo que vieron las costas de Málaga aquel día, en lo que han visto más de un siglo
después, en lo que pueden ver todavía. La España joven, que mira hacia el
futuro, vilmente asesinada; la infatigable primavera española, que tantas veces
ha florecido con sangre, ahogada por el muérdago, consumida por la cizaña de la
abyección y de la vejez. Porque González Moreno, el tigre de Málaga, traidor a
su pueblo, traidor más tarde a la voluntad postrera de su amado monarca,
traidor a la reina Gobernadora, traidor, en fin, al mismo Pretendiente don
Carlos María Isidro, bajo cuyas banderas militó, forma parte de una abominable
tradición de felones y de verdugos que todavía no se ha extinguido en España”
(39).
Esto son dos literaturas, la de
Espronceda y la de Machado, ambos idealistas y románticos, y ambos tejen su
estilización poética sobre una abigarrada realidad zarandeada por la dialéctica
histórica. Günter Grass ha escrito al respecto: “Desde que la literatura fue para mí un proceso consciente, la
Historia, sobre todo la alemana, se ha interpuesto en mi camino. No había forma
de esquivarla (...). Ningún idilio, por muy amablemente envuelto que estuviera,
quedaba a salvo de las irrupciones del acontecer histórico” (40).
Conclusiones
El correcto enfoque de la esencia de la
literatura no es una disyuntiva, ficción o realidad, sino una coordinada
copulativa: ficción y realidad. La cuestión será, más bien, qué dosis de
ficción y qué dosis de realidad. Y hemos de anticipar que en ello reside,
precisamente, el margen estético y creativo de cada época literaria y de cada
uno de los grandes estilos de la historia de la literatura. Los estilos
clasicistas (bajo los principios de las poéticas aristotélica y horaciana) han
moldeado menos dosis de realidad que los estilos románticos y barrocos.
Romántica habríamos de considerar también la gran cantidad de literatura
comprometida de los años treinta y cuarenta dentro de España o en el exilio.
Por otra parte, las literaturas de pura ficción, que han obedecido a dos
corrientes europeas en el siglo XX, la autonomista de las vanguardias y las
teorías del formalismo ruso, o la actual “postmodernidad”, han fructificado en
un repertorio poco decisivo de cara al salto a la posteridad. Hemos de concluir
que el gran corpus de la literatura
universal ha sido la literatura de cierto contenido y realidad, en mayor o
menor grado, mientras que la literatura de pura abstracción parece mostrar
mucho más débil el marchamo de la perpetuidad y la vigencia de las obras
definitivas. Obras autonomistas, como los Caligramas
de Apollinaire parecen perder el pulso con obras como Los miserables,
embadurnadas de pasiones y convulsiones humanas, sociales e históricas. También
es claro que Las meninas o La Gioconda
le tienen el pulso ganado al cuadro del calcetín roto y sudado de Antoni
Tápies. Pero esto tampoco nos debe empujar a lanzar anatemas entre disyuntivas:
purismo o compromiso, clasicismo o romanticismo, ficción o realidad. El arte
coqueteará siempre entre los caprichos lúdicos de la abstracción en tiempos de
bonanza -que son los menos-, o pasará a estilizar y moldear el dolor, las
lágrimas, la sangre y la injusticia, en los momentos de crisis, que son los
más. El arte puro tiene su momento, para tiempos de ocio y sosiego, pero no
para tiempos sombríos, como ha escrito Bertold Brecht:
Verdaderamente vivo tiempos sombríos.
Es insensata la palabra
ingenua. Una frente lisa
revela insensibilidad. El
que ríe
es que no ha oído aún la
noticia terrible,
aún no le ha llegado.
¡Qué tiempos estos en que
hablar sobre árboles es casi
un crimen
porque supone callar sobre
tantas alevosías”
............................................................... (41)
No es desdeñable ser purista. Lo malo es
equivocarse de tiempo y momento, como ocurrió en aquella década trágica
española de los años cuarenta, en la cual, mientras los españoles despertaban
al ruido de las ametralladoras en los cementerios o en Europa se hundía la
civilización o se exterminaba en los hornos a los seres humanos, aquí entre
nosotros escribía Gerardo Diego su poesía feliz, ya epicúrea, ya anacreóntica,
ya clasicista, ya taurina... ¡siempre incoherente con el momento que estaba
viviendo! Equivocación que algunos podían interpretar como insulto y crueldad.
Equivocados también de tiempo y lugar aquellos nuestros pequeños poetas de la
revista Garcilaso, a comienzos de los
cuarenta, dedicados a cantar el clamor, el paisaje, las cosas bellas, la
alegría familia o el éxtasis religioso, como los Luis Rosales, los Leopoldo
Panero, los Luis Felipe Vicanco, los Rafael Morales y los José García Nieto.
Ante tanta incongruencia hubo de estallar Dámaso Alonso con sus Hijos de la ira (1944) y los dos o tres
que iban contra corriente, junto a la revista Espadaña, como Victoriano Crémer y Eugenio de Nora. Este último,
también en 1944, se atreve a ser testigo: “Abrió los ojos y vio el mundo
terrible / de los hombres de carne, sólo eso: / dolor frente a la muerte”.
Hoy día la literatura global ha llegado a
eso que se llama la “postmodernidad”, una especie de revoltijo heterogéneo, en
el que predomina el neopurismo y la neovanguardia, que chopotean en el marasmo
de la sociedad de consumo y en la atonía y celeridad de la cultura de masas. La
poesía casi ha sucumbido. El teatro se debate en temas insustanciales. Sólo la
novela parece mantenerse con diversos juegos, ingenios y ocurrencias. No nos
engañemos: nos hallamos en la plenitud ociosa del primer mundo, en plena
alienación de la sociedad de consumo, en la bonanza aparente del Occidente
desarrollado, sin más dios que el becerro de oro y la economía de mercado. De
aquí a dos días oiremos que la literatura no es necesaria en este clima de
bonanza y molicie, tecnología punta y apoteosis cibernética, como tampoco lo
fue, o creció de manera raquítica, en la decadencia del imperio romano. En
época de molicie y decadencia, la literatura es forzosamente raquítica, aunque
los autores de hoy crean sinceramente que hacen sombra a Cervantes. El
embrutecimiento tecnológico y desarrollista es tal que la sociedad occidental
ignora, no ve ni oye la inmensa desgracia del tercer mundo ni su propia miseria
del cuarto mundo, el de los propios suburbios, ni las grandes injusticias del
sistema global. Mientras tanto, nuestra literatura de la postmodernidad se
complace segura en sus creaciones amables, de temas cotidianos, sencillos y
breves -sobre todo, breves-, sin grandes preguntas ni grandes respuestas ni
grandes retos ni grandes planteamientos.
Con razón, el gran ensayista y crítico
italiano Roberto Cotroneo ha puesto en solfa lo que llama “insostenible
estupidez” de la última literatura:
“Creo que la pasada década será recordada
como los ‘dorados años ochenta’, donde los temas dominantes fueron el
individualismo, el bienestar, el cuerpo, la dieta, el vestido, la moda y lo
efímero (...). Se ha superado todo límite, se ha llegado a la posestupidez.
Diez años de disertaciones sobre cómo comer las aceitunas y sobre el modo de
escupir los huesos de las cerezas en una comida oficial (...). La literatura y la
edición se han convertido en el último recurso para esconder abismos,
mediocridad, cálculos mezquinos, frustraciones de 30 denarios. Los autores de
éxito han aumentado más que el producto interior bruto: cada libro es una obra
maestra; cada novela hará época. Nacen los jóvenes escritores: no están
airados, se prolongan en centenares de páginas hablando sólo de cómo velaron a
su abuela; no se ocupan de política; como máximo, entran en la categoría de los
marginados (pero con casa en Venecia y ‘loft’ en Nueva York), y escriben sólo
para ellos mismos (...). Hoy nadie cuenta nada. A pesar de hechos tan
importantes como el terrorismo de los años setenta, no hay un solo autor de
este país que haya contado la realidad italiana de estos últimos años. Todo es
insignificante. Todo es minimalismo” (42).
Hasta aquí, el airado análisis del
crítico italiano. Quizá el remedio ante la ola de banalidad que nos invade, sea
una vuelta al ser humano, a la sociedad alienada, a las grandes opresiones
globales, es decir, una vuelta a la realidad. Tal vez haya que reforzar la
literatura de contenido, de crítica y de rebelión ante tanto esquema podrido.
Lo peor: que la literatura hoy está mirando para otro lado. Algún día, nuestros
estetas y artistas actuales, gozosos y ociosos en la euforia del bienestar,
serán juzgados por hacer la vista gorda, por ceguera y sordera. Con este
vaticinio de Bertold Brecht, terminamos:
La literatura será sometida
a investigación
1.
Aquellos que se sentaron en sillas de oro para escribir
serán interrogados
por quienes les tejieron sus
vestidos.
No por sus pensamientos
sublimes
serán analizados sus libros,
sino
por cualquier frase casual
que trasluzca
alguna característica de
quienes tejían los vestidos;
y esta frase será leída con
interés porque pudiera
contener
los rasgos de antepasados famosos.
Literaturas enteras,
escritas en selectas
expresiones,
serán investigadas para
encontrar indicios
de que también vivieron
rebeldes donde había opresión.
.................................................................................
2.
Pero a la vez serán ensalzados
los que en el suelo se sentaban
para escribir,
los que se unieron a los de
abajo,
los que se unieron a los
combatientes.
Y los que informaron de los
sufrimientos de los de abajo,
los que informaron de los hechos
de los combatientes,
con arte, con el noble
lenguaje
antes reservado
a la glorificación de los
reyes.
................................................ (43)
(Conferencia
impartida en Zafra,
Badajoz, 17 mayo 2002)
N O T A S
(1) Pedro Garfias,
“Los escritores y el momento. Literatura tendenciosa”, Heraldo de Madrid, 22
junio 1933.
(2) Una obra
fundamental para el estudio del vanguardismo es la de Guillermo de Torre, Historia de las literaturas de vanguardia,
Guadarrama, Madrid, 1974, 3 vols.
(3) Este poema
pertece al libro El espejo del agua,
Buenos Aires, 1916.
(4) Juan Ramón
Jiménez, Eternidades, Madrid, 1918.
(5) Sobre el tema del
ultraísmo, véase F. Moreno Gómez, Vida y
obra de Pedro Garfias (Tesis doctoral), Univ. Complutense, Madrid, 1994,
1.150 pp., inédita; mi edición de Pedro Garfias, Poesías Completas, Alpuerto, Madrid, 1996; y mi biografía del
poeta, Pedro Garfias, poeta de la
vanguardia, de la guerra y del exilio, Diputación Provincial, Córdoba, 1996
(847 pp.). Aspectos más genéricos sobre el vanguardismo y ultraísmo español:
Gloria Videla, El ultraísmo, Gredos,
Madrid, 1971; Rafael Cansinos-Asséns, La
novela de un literato, Alianza
Editorial, Madrid, 1985; Francisco Umbral, Ramón
y las vanguardias, Espasa-Calpe,
Madrid, 1978, entre otras.
(6) R.A.B. Mynors, P. Vergili
Maronis Opera, Oxford Classical Texts, Oxonii, 1969, p. 255. Esta
anécdota biográfica procede de Caludio Donato, en su Vida de Virgilio, citada
por Lorenzo Riber, en Publio Virgilio Marón y Quinto Horacio Flacco, Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1967,
p. 27.
(7) Gilbert Murray, Esquilo, Espasa-Calpe, Buenos Aires,
1954, traducción de León Mirlas, texto original que su autor terminó en Oxford,
en 1939.
(8) Esta lúcida
descripción de la tragedia de la República española aparece valientemente
expuesta por el socialista italiano Pietro Nenni, en su ensayo España, Plaza y Janés, Barcelona, 1977,
p. 269 y ss.
(9) Antonio Muñoz
Molina, “Memoria y fábula”, en Claves de
la memoria, compilación de José Mª Ruiz-Vargas, Trotta, Madrid, 1997, cit.
por Alberto Reig Tapia, Memoria de la Guerra Civil. Los mitos de la tribu,
Alianza Editorial, Madrid, 2000, p. 41.
(10) “Intermedio:
llanto sobre una isla”, en Pedro Garfias, Primavera
en Eaton Hastings, de mi edición de Pedro Garfias, Poesías Completas, Alpuerto, Madrid, 1996, p. 337.
(11) Ibídem, p. 342.
(12) Ibídem, p. 345.
(13) Ibídem, p. 297.
(14) León Felipe, El hacha (elegía española), México,
1939, en Antología rota, Losada,
Buenos Aires, 1957, p. 59.
(15) León Felipe, Español del éxodo y del llanto, Colecc.
Málaga, México, 1968, p. 13.
(16) León Felipe, El payaso de las bofetadas, La Habana y
México, 1938, en Antología rota, ob.
cit., p. 49.
(17) Rafael Alberti, Poemas del destierro y de la espera,
Espasa-Calpe, Madrid, 1976, p. 182.
(18) Rafael Alberti, Baladas y canciones del Paraná, Seix
Barral, Barcelona, 1979, p. 161.
(19) Publio Ovidio
Nasón, Tristes, Société D’Edition
“Les Belles Lettres”, Paris, 1968, Liber I, 9, versos 5-6, p. 27.
(20) Garcilaso de la
Vega, Poesías completas, Castalia,
Madrid, 1969, pp. 84-85.
(21) Fray Luis de
León, Obras completas castellanas,
B.A.C., Madrid, 1957, vol II, p. 793.
(21a) Bertold Brecht,
Poemas y canciones, Alianza
Editorial, Madrid, 1979, p. 122.
(22) Miguel de
Unamuno, Antología poética, Alianza
Edit., Madrid, 1977, p. 77.
(23) Ibídem, p. 78.
(24) Manuel Tuñón de
Lara, Antonio Machado, poeta del pueblo,
Laia, Barcelona, 1976, p. 307 y ss.; Monique Alonso, “Los últimos días del
poeta”, Historia 16, núm. 11, marzo
1977, pp. 136-139; Corpus Barga, “La muerte de Antonio Machado”, El Tiempo, Bogotá, 7 marzo 1948.
(25) Q. Horati
Flacci, Opera, Oxford Classical
Texts, Oxonii, Inglaterra, 1967, Epodon,
II. Traducción propia.
(26) Ibídem, Carminum Liber III, XIII.
(27) Fr. Luis de
León, ob. cit., p. 742.
(28) Ibídem, p. 744.
(29) Q. Horati Flacci, ob. cit., Carminum
Liber III, XIII. Traducción propia.
(30) J. García López,
Historia de la Literatura Española,
Vicens-Vives, Barcelona, 1964, p. 174.
(31) Luis de Góngora,
“Letrillas y décimas”, en Dámaso Alonso, Góngora
y el “Polifemo”, Gredos, Madrid,
1967, II, p. 79.
(32) Francisco de
Quevedo y Villegas, Poemas escogidos,
Castalia, Madrid, 1974, soneto 49, p. 97.
(33) Juan Ramón
Jiménez, Antolojía poética, Cátedra,
Madrid, 1975, p. 96.
(34) Miguel Hernández,
Obra poética completa, Zero, Madrid,
1977, p. 100.
(35) Ibídem, p. 230.
(36) Alain Verjat,
“Introducción” a Víctor Hugo, Los
miserables, Planeta, Barcelona, 1996.
(37) Ibídem, pp. 14 y
45.
(38) José de
Espronceda, Poesías líricas,
Espasa-Calpe, Madrid, 1972, p. 43.
(39) Antonio Machado,
“Torrijos y sus compañeros”, Nuestra
Bandera, Barcelona, año II, núm. 3, 1938.
(40) Günter Grass,
discurso en la concesión de los premios “Príncipe de Asturias”, en ABC, Madrid, 23-10-1999, pp. 44-45.
(41) Bertold Brecht, ob. cit.,
p. 97.
(42) Entrevista con
Roberto Cotroneo, El País, Madrid, 17
noviembre 1991.
(43) Beltold Brecht, ob. cit., pp. 129-130.
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