CORDOBESES
ILUSTRES: RAFAEL BALSERA, PEDAGOGO, DRAMATURGO Y AMIGO
Prólogo
a su drama El Aramundos,
Rafael
Balsera del Pino (Córdoba, 1923-2008), opositor intelectual al franquismo, de
la tertulia de Carlos Castilla del Pino, ambos impulsores del Círculo Juan
XXIII, de Córdoba, alma de la Córdoba soterrada de la nueva democracia. Redactar
un prólogo a Rafael Balsera –en este caso La
última misa de Andrés Bruma o El Aramundos (2009)- es todo un reto
para este historiador, sobre todo cuando entran en juego no sólo la literatura
y la historia, sino también la amistad con el biografiado y prologado. Conocí a
Rafael a comienzos de la década de los años ochenta. Pronto supo él de mi
estudio sobre la República
y la guerra civil en Córdoba, a raíz de la concesión del premio “Díaz del
Moral” con que me distinguió en 1982 un jurado presidido por D. Manuel Tuñón de
Lara. No puedo precisar ahora cómo consiguió Rafael hacerme llegar su
ofrecimiento como informador y testigo de la época trágica. Él vio en mí al
joven temerario que sería capaz de desvelar la historia oculta que muchos
cordobeses anhelaban contemplar a plena luz del día democrático que ya vivía
España. Empezamos a departir con frecuencia, a reconstruir las grandes miserias
de 1936, los estragos del golpe militar, y sobre todo el victimario y el
anecdotario lúgubre de la
Córdoba mártir. Apareció ante mí con un testigo insustituible.
Le tomé múltiples notas. Me esclareció los bajos fondos del genocidio
franquista en la ciudad mártir, romana y califal. En todos los actos públicos que por
aquellos años tuve que celebrar en la capital, Rafael siempre estaba presente.
Solía formar parte de algún grupo de gente ilustrada de Córdoba, que me
honraban con su presencia. Improvisábamos tertulias en la feria del libro y en
otros actos. Siempre me ampliaba datos, me enriquecía y me revelaba claves,
nombres y circunstancias.
Luego he sabido que influyó mucho, con sabiduría patricia y anti-dictatorial en la evolución intelectual de Julio Anguita, el que fue brillante alcalde de Córdoba (a partir de 1979). El mítico Julio Anguita evolucionó desde una orientación semi-conservadora hasta una radicalización democrática y progresista, a finales de los años 60, con sus lecturas, sus nuevas relaciones sociales y la influencia reconocida por él de ciertos intelectuales de Córdoba, sobre todo la influencia sabia del maestro, pedagogo y dramaturgo Rafael Balsera del Pino. Y de ahí pasó enseguida Julio Anguita a la adhesión al PCE, de manera apasionada, leal y duradera. En cuanto a mi persona, en varias ocasiones me acogió como huésped en su casa, al lado de su entrañable tía Genoveva del Pino, maestra de pro en los años difíciles. Rafael la reverenciaba como a una madre. El día en que la perdió para siempre, lo llamé y él no parecía hallar consuelo en su soledad. Después, la ausencia irremediable nos fue espaciando las presencias, hasta que llegó la ausencia definitiva.
Luego he sabido que influyó mucho, con sabiduría patricia y anti-dictatorial en la evolución intelectual de Julio Anguita, el que fue brillante alcalde de Córdoba (a partir de 1979). El mítico Julio Anguita evolucionó desde una orientación semi-conservadora hasta una radicalización democrática y progresista, a finales de los años 60, con sus lecturas, sus nuevas relaciones sociales y la influencia reconocida por él de ciertos intelectuales de Córdoba, sobre todo la influencia sabia del maestro, pedagogo y dramaturgo Rafael Balsera del Pino. Y de ahí pasó enseguida Julio Anguita a la adhesión al PCE, de manera apasionada, leal y duradera. En cuanto a mi persona, en varias ocasiones me acogió como huésped en su casa, al lado de su entrañable tía Genoveva del Pino, maestra de pro en los años difíciles. Rafael la reverenciaba como a una madre. El día en que la perdió para siempre, lo llamé y él no parecía hallar consuelo en su soledad. Después, la ausencia irremediable nos fue espaciando las presencias, hasta que llegó la ausencia definitiva.
Foto.- Rafael Balsera del Pino (a la izq.), al lado de su hermano Luis y de su maestro, el eminente Don Modoaldo Garrido Díez, fusilado por los golpistas en los primeros días (los maestros de Escuela fueron de los primeros en caer), el 10 de agosto de 1936, al lado del ilustrado zapatero Manuel Afán Otero. Según el médico Roldán Arquero, Don Modoaldo no tuvo másmás juicio que éste: -Deje usted aquí la manta y la cartera. -¿Por qué? -Para entregarlos a su familia. Va usted a ser fusilado. Desde los Reyes Católicos hasta hoy, media España es calificada de "Anti-España" y se busca siempre la manera de excluirla.
En
1986 me sorprendió con la publicación, por fin, de su gran obra teatral Ágora silenciosa, que me remitió
dedicada (“Para mi amigo Francisco Moreno Gómez, esta obra de la que ya diste
noticia en tu “Historia de la guerra civil en Córdoba”. Por fin ve la luz,
aunque “adornada” con muchas erratas, después de tantas y tantas vicisitudes.
Con todo afecto, de tu amigo: Rafael Balsera. Córdoba, 21-10-86” ). Efectivamente, en mi
citado libro no sólo aludí al acoso de la censura franquista contra Agora silenciosa, sino que también
reproduje foto de Rafael, de niño, al lado de su infortunado maestro D.
Modoaldo Garrido Díez, fusilado por los golpistas en Córdoba el 10 de agosto de
1936. Precisamente, esta obra teatral de Rafael aparece dedicada al referido
maestro, verdadero trauma personal que Rafael arrastró desde su adolescencia
–tenía 15 años en 1936-, cuando el ciclón de la militarada le arrebató a su
ídolo y referente personal, D. Modoaldo. Así lo reconoce Carlos Castilla del
Pino, en su artículo fúnebre de 2008.[1]
Castilla fue uno de los principales amigos de Rafael, del que recuerda “tantas
horas juntos” y “la complicidad” durante los años de la dictadura. Y destaca
dos vocaciones en Rafael: la de maestro de entusiasta dedicación (en gran parte
como homenaje a D. Modoaldo) y la vocación teatral, bebida en los cánones de la
tragedia clásica, con un dominio magistral de la cultura grecolatina. Dominio
del lenguaje mítico, de las formas y de los contenidos, de los recursos
trágicos y de la técnica del coro. Así aparece en su tragedia Ágora silenciosa, una de las pocas
tragedias, tal vez la única, sobre la guerra civil española.
Su
vocación teatral silenciosa se plasmó en la trilogía Tiempo de desaliento (Huerga y Fierro, 1999), con prólogo de Pedro
Roso y epílogo de Carlos Castilla. Comprende: Fondos de la ironía, Madrugadas de las dos orillas y Ágora silenciosa. Un teatro gestado
durante la dictadura, silenciado, reprimido, censurado… Un teatro de un
cordobés sin voz. El franquismo nos privó, entre tantas cosas, de esta obra de
un cordobés auténticamente senequista. Ponderado, bondadoso, prudente, irónico.
Ya
hace tiempo tuvimos la dicha de descender al mundo tenebroso, bajo alegoría,
del genocidio franquista en Córdoba, bajo el título de Ágora silenciosa. La
Córdoba mártir, “una cuenca donde confluyen corrientes
milenarias del espíritu… país de colinas sagradas y mármoles antiguos…”. El
protagonista, Diómedes, simboliza el intelectual ambivalente, rebelde puertas
adentro, pero acomodaticio, como muchos intelectuales, ante el poder tiránico
constituido.
Curiosamente,
Rafael Balsera plantea en esta obra la cuestión de la memoria, hoy tan
repentinamente en boga, pero que en los años ochenta no se mencionaba. El tema
de la memoria como lealtad o como cobardía ante el pasado. Los que son fieles a
la propia memoria y los que traicionan la memoria. Los coherentes y los
incoherentes. Dice el coro al principio: “… y te cubres el rostro evitando el
fragor de tu memoria. ¿Por qué huyes de ti?”. Y responde Diómedes: “Aquel
tiempo de voces ya perdidas en los ríos del alba, me habita la memoria… Sería
lo mejor borrar el recuerdo de aquel tiempo. Pero la memoria es inclemente”. El
río Leteo es “el río del olvido, con la dura intención de borrar la memoria de
los hechos”. Más adelante, cuando una mujer enlutada aparece en busca de su
joven hijo asesinado, dice: “¡Oh tiempo sin piedad! ¿Para qué sirves tú, si no
has sido capaz de irme quitando la memoria?”
El
Ágora silenciosa es, sobre todo, la
evocación de la muerte desatada en la ciudad mártir: “… cuando Thánatos sombría
azotó la llanura… lamento funeral llevan los vientos… Thánatos parecía perder
su vocación por la fatiga de matar sin descanso… ¡Aquel romper los cuerpos en
medio de los gritos que crecían como llamas!¡Oh, plenitud de Thánatos
sombría!... Lo mejor de la ciudad fue
destruido aquellos días. ¡El más grande banquete de la muerte!... Y alcanzados
al borde de resecos caminos, su sangre salpicada inundó e amapolas los campos
del estío”.
El
Guadalquivir parece haberse convertido en el río Leteo, cauce de la muerte: “…
niebla del río de los muertos, río grande, cargado con la historia imborrable
de la sangre vertida, río cuyas aguas silentes fueron rasgadas por gritos en
madrugadas de acero; testigo, con la luna de síxtilis, de aquel horror inmenso
que estremeció a los bosques, y que enturbió el cálido fulgor de las noches de
estío.” El coro interviene fúnebre: “Nosotros que fuimos arrojados sin justicia
a las silentes aguas del Leteo…”.
El
tercer tema clave de Ágora es el
silencio. Ya lo intuyó Miguel de Unamuno en vísperas de su muerte: “Temo que
caerá sobre España un tiempo de atroz silencio”. Lo primero que destroza una
dictadura, además de la vida, es la palabra. El silencio es la consecuencia del
terror, del miedo y de la muerte. La plaza pública, símbolo de la comunicación
entre los ciudadanos y símbolo de la palabra democrática, es reducida al
silencio sepulcral por la tiranía. Bajo el envoltorio de las formas clásicas de
esta tragedia, se vislumbra la
Córdoba del silencio y la España del silencio de los cuarenta años de
dictadura. Por la obra deambula una madre a la que le han asesinado a su hijo:
“Ya no podía soportar el silencio, terrible, de mi casa. ¡Temí enloquecer!”
Esta mujer desgraciada también acaba fusilada por los esbirros del dictador.
El
final de esta tragedia es el triunfo de la palabra. El protagonista, el
filósofo Diómedes, que ha hecho grandes concesiones al silencio y al miedo, al
final decide gritar y hablar, sabiendo que la palabra le llevará a la muerte.
Dice la acotación: “De pronto, sobre la multitud enardecida (afecta al
dictador), surge una voz descontenta, una garganta herida y recobrada. Una
lengua cansada del silencio que, antes de ser cortada, encarece gritando la
verdad. Es la voz de Diómedes decidido a morir antes de asistir a la caída de
su libertad…”. Diómedes grita su último mensaje: “¡Escucha, oh pueblo sometido!
¡Oh lenguas destinadas al silencio! ¡Oh frentes destinadas al engaños!”. Es el
final. Al menos esta palabra ruge acusatoria contra el dictador. En ese
momento, una lanza arrojada por los esbirros acaba con Diómedes agonizante
sobre el suelo.
Con
estos precedentes sobre el teatro de Rafael Balsera entramos en la obra objeto,
propiamente, de este prólogo: El
Aramundos o La última misa de Andrés
Bruma. Ahora no hay ambientación de
tragedia clásica. La técnica surge de la modernidad, de la influencia de Ibsen
y de Pirandello, sobre todo de este último. Esta obra, que plasma las últimas
revisiones de Balsera sobre la misma, responde al tema del teatro dentro del
teatro, a lo Seis personajes en busca de autor.
En La última misa de Andrés Bruma se escenifica un ensayo
teatral en el que unos actores y un director ponen a punto un argumento que
echa sus raíces en nuevos traumas sobre la guerra civil. El tema de fondo es un
asesinado-desaparecido en la
Córdoba mártir: Pedro Bruma el pocero, apodado “El
Aramundos”. En una especie de cuadro-paréntesis (“Evocación de Amargacena”) se
produce un salto temporal a 1936, y se ensaya el prendimiento y muerte de Pedro
el pocero, “drama sobre la oscura noticia de un hombre sin biografía, de un
jornalero que, en una noche de agosto … fue sacado de su casa a la que nunca
regresó”.
En
el ensayo fingido de la obra el actor Andrés, que encarna a Andrés Bruma, el
hijo menor de Pedro el pocero, acaba muerto, realmente, por un disparo
fortuito. Para el ensayo se trajeron fusiles de un cuartel, con el encargo de
poner munición de fogueo, pero una mano franquista, tal vez la actriz Silvia,
familia de militares, fraguó poner en un fusil munición real, por odio al
personaje del “Aramundos” y a su familia. Es curioso que también se plantea en
esta obra la cuestión de la memoria. La actriz Silvia se justifica así ante el
director de la obra: “Siempre lo dije ¡Era una obra maldita! Una obra que
insistía en lo que hay que olvidar”. Es el típico sofisma del olvido que con
tanto afán el tardofranquismo plantea en la actualidad, y en lo que Rafael
Balsera ya se anticipó. También se anticipó en la cuestión de la memoria, que
tanto hoy se trata en los medios de comunicación. La citada actriz defiende la
ablación de la memoria, porque es nido de rencores, según el típico mensaje de
la derecha española: “La memoria es semejante a esos arcones donde creemos
guardar los que fueron nuestros mejores sueños. Pero cuando los abrimos
encontramos también nuestros peores rencores que siguen vivos como nidos de
reptiles”. Típica falacia de la derecha posfranquista, que Rafael supo
constatar con acierto. Y con este mensaje termina la obra. La misma actriz
insiste: “¡El horror de la memoria como una enfermedad! Hay que buscar siempre
las virtudes curativas del olvido!” Pero la corrige el director de la obra, que
viene a ser un transunto del propio Rafael: “El silencio sobre lo ocurrido en
la guerra, sigue siendo el último intento de los vencedores. Pero nadie conseguirá
negar que la memoria es la conciencia de la Historia ”.
Con
estas palabras sabias y acertadas Rafael Balsera puso el dedo en una de las
controversias más incoherentes que hoy azotan el estudio de nuestra historia,
antes de que se hablara tanto de la recuperación de la memoria histórica. Pedro
Roso, otro de los grandes amigos de Rafael, me decía así recientemente, en
relación con este tema crucial de la memoria de la guerra civil: “Rafael
admiraba tu trabajo con la recuperación de la memoria histórica y no creo
equivocarme si digo que le hubiese complacido mucho un prólogo tuyo en el que
se dilucidara la contribución de su teatro a mantener viva esa memoria”.[2]
Efectivamente, tanto el teatro como el compromiso ético de Rafael son una
valiosa contribución a la memoria y una posición contra el olvido.
Lamentablemente su teatro fue silenciado por la dictadura, pero la democracia
nos lo ha rescatado. Y su palabra por la memoria y contra el olvido también la
hemos hecho pervivir, por lo que a mí toca, en mis libros sobre la guerra civil
en Córdoba y la posguerra. Cuando acabemos de rescatar el teatro trágico de
Rafael, caeremos en la cuenta del daño que el franquismo ha causado a las
letras cordobesas, al pensamiento cordobés y al gran monumento –aere perennius-
que estamos construyendo sobe el memorial democrático de España. Trabajar hoy
por la memoria histórica es construir, poco a poco, ese memorial, ese
martirologio y esa historia de los demócratas, que el franquismo pretendió
aplastar con el olvido. Hoy, en España, todo demócrata auténtico es, tienen que
ser, un rebelde contra el olvido. El olvido es, sencillamente, antidemocrático,
indecente, aberrante. Y eso fue Rafael: además de un gran literato silente, un
demócrata comprometido con la memoria de los mártires.
En un
artículo de Rafael –“El filósofo en su silencio”[3]-
considera “el hecho de escribir como forma de enfrentamiento fáctico con el
poder político”. Y cae en la cuenta, con melancolía, de que la consecuencia es
“la soledad del escritor que ha sido silenciado; el escritor que ha entrado en
conflicto con los poderes fácticos de ciertas formas de Estado que entrañan la
negación de los derechos de la persona como tal. El Estado tiranía”. Yo creo
que Rafael Balsera fue el mismo Andrés Bruma, que quiso vengar la muerte de
aquel cordobés laborioso –Pedro “Aramundos”- (la venganza del escritor que
atiza el fuego de la memoria), y también fue el propio Diómedes, el
protagonista de Ágora silenciosa, que
al fin renunció al silencio, gritó la verdad en el ágora, venció el miedo y la
resignación, y con su palabra se alzó contra la tiranía, convirtiéndose en mártir,
atravesado por las lanzas del tirano.
José
Daniel García[4]
ha escrito estos días sobre Rafael Balsera, y lo presenta como “maestro y
dramaturgo que influyó en varias generaciones de intelectuales y escritores
cordobeses” y como “admirado entre quienes pretendían desarrollar un teatro
independiente en Córdoba”. Maestro y dramaturgo casi inédito “formó parte de la
oposición intelectual a la dictadura… Su vida fue un modelo de coherencia, un
hombre generoso y circunspecto…”. Y fue “sin pretenderlo, ejemplo para
profesores, políticos y escritores”.
Que
el ejemplo de Rafael nos motive para conocer y dar actualidad a su teatro, para
valorar las posiciones éticas de los intelectuales críticos contra el genocidio
franquista en Córdoba, y para sumarnos a la gran marea viviente en pro de la
memoria histórica y en contra del olvido.
[1] Carlos Castilla del Pino, “Rafael Balsera en el recuerdo”, Córdoba, 17 de febrero de 2008.
[2] Carta de Pedro Roso, que me ha sido remitida desde Córdoba, con
fecha 6-2-2009.
[3] Rafael Balsera, “El filósofo en su silencio”, Cuadernos de la Posada , núm. 40,
Ayuntamiento de Córdoba, 1994.
[4] José Daniel García, “Como un oleaje de sombras”, en El Día, Córdoba, 8-3-2009.
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