EN BUSCA DE LA VERDAD HISTÓRICA POR LOS
RINCONES DE ESPAÑA
Prólogo a La guerra civil en Huelva, de Francisco Espinosa, 3ª edición
Por
Francisco Moreno Gómez
Unidos en la
amistad y en la causa histórica, cuando inicio la redacción de este modesto
prólogo a la tercera edición de un clásico, La
guerra civil en Huelva, de Francisco Espinosa (Diputación de Huelva, 1996),
vienen a mi mente aquellos versos de la Elegía
de Garcilaso a Juan Boscán: “... diversos en estudio, que unos vamos / muriendo
por coger de la fatiga / el fruto que con el sudor sembramos...”. Porque ambos hemos dedicado miles de horas
ingratas a recuperar el memorial democrático de Andalucía -yo en Córdoba y
Espinosa en Huelva-, afanosos por reconstruir la verdad oculta de la guerra
civil, y la memoria histórica de los vencidos, es decir, los demócratas.
Recuperábamos memoria histórica -y seguimos recuperando- cuando aún no se había
delimitado ni puesto de moda este concepto ni los periodistas habían
descubierto la “rentabilidad” de este filón. Hicimos nuestra travesía del
desierto en silencio y empolvados en archivos ignotos. En nuestras
publicaciones de los ochenta y de los noventa a duras penas conseguíamos un par
de columnas discretas en la prensa provinciana. Nos rodeaba la indiferencia, el
vacío y el silencio, no del pueblo llano, pero sí de los políticos, de la
prensa y, por supuesto, de la Universidad.
Foto.- El historiador Francisco Espinosa Maestre junto al autor, en unas jornadas sobre archivos en Sevilla, el 19 de enero de 2013. Esa mañana me cayó encima la tormenta del siglo antes de salir de Córdoba y estuve empapado todo el día. Lo llamé el "día del Catrina".
Cuando Francisco Espinosa planteó al
profesor Alfonso Braojos el tema para su tesis sobre la guerra civil en
Sevilla, lo desestimó, porque era un tema “todavía demasiado candente”. Cuando
a finales de 1992 Francisco Espinosa entregó el original de su gran
investigación sobre La guerra civil en
Huelva en la Diputación Provincial, este organismo hizo dormir sus páginas
en un cajón durante más de tres años, a la espera del momento oportuno, hasta
que por fin se atrevió el equipo socialista a su publicación en 1996. Cuando en
la temprana fecha de 1982 concursé al premio “Diaz del Moral”, del Ayuntamiento
de Córdoba, con el original de La
República y la guerra civil en Córdoba, la temeridad tuvo éxito por la
decidida apuesta del presidente del tribunal, D. Manuel Tuñón de Lara, pero
hubo dos votos en contra: el del Sr. Gómez Crespo (de la Real Academia de
Córdoba, que había alimentado su juventud entre la Falange de Fernán Núñez) y,
sobre todo, el de un tal Enrique Aguilar, enviado por el departamento del Sr.
Cuenca Toribio, de la recién creada Universidad de Córdoba. Esta Universidad no
ha digerido nunca los trabajos que se han hecho sobre la recuperación de la
memoria histórica en la provincia. La recelosa actitud tiene un nombre: José
Manuel Cuenca Toribio.
Después de
nuestras precarias publicaciones -Espinosa lo sufrió igual que yo- venía luego
el calvario de conseguir alguna reseña en la prensa. La primera publicación de
Francisco Espinosa (en colaboración), Sevilla,
1936 (de 1990), tuvo escasísima repercusión mediática, y no pudo encontrar
prologuista en Sevilla, sino en Madrid: D. Julio Aróstegui. En mi caso, para
reseñar la publicación de mi obra La
República... tuve la suerte de toparme con el gran periodista demócrata Sebastián
Cuevas, desaparecido amigo, que me salvó la situación. Cuando en 1985 se
publicó la segunda entrega de mi trilogía, La
guerra civil en Córdoba, la repercusión mediática hubiera sido nula, de no
ser por una reseña en El País, cuyos
entresijos confieso ahora por primera vez: todo se debió al atávico recurso
hispano de la recomendación, con la que me obsequió sin reservas D. Pedro Laín
Entralgo, estimulado por su esposa Dª Milagro Martínez. Movieron los hilos
necesarios y sólo de esa forma pudo salir la reseña. Mi gratitud, lógicamente,
será indeleble. Se puede afirmar que, en aquellos fechas de la postransición y
del primer felipismo, casi los únicos apoyos que teníamos los revisionistas de
la historiografía franquista y los recuperadores de la guerra civil de los
vencidos eran: el matrimonio Laín Entralgo (mis “padrinos” en Córdoba, y los
que pusieron a Juan Ortiz en Sevilla, para que desvelara el holocausto
sevillano) y el venerable maestro Tuñón de Lara, además de un pequeño grupo de
profesores universitarios como Julio Aróstegui, Josep Fontana, mi desaparecido
amigo Antonio María Calero y pocos más. Era una generosidad insólita con los
neófitos, como aquel día de 1985 en que el matrimonio Laín Entralgo, junto con
el matrimonio Tuñón de Lara, nos invitaron a comer en el restaurante Jai-Alai,
de Madrid, a dos alevines entonces: Alberto Reig Tapia y yo. Aquel mismo año,
D. Pedro Laín, todo un director de la Real Academia Española, tuvo el gesto
altruista de presentar, en el Club Internacional de Prensa, de Madrid, mi La guerra civil en Córdoba, en una tarde
memorable. Y en el mes de mayo, un periodista excepcional (porque era una
excepción en la corporación periodística), Felipe Mellizo, también
desaparecido, tuvo la generosidad de sacar mi humilde obra en un Telediario.
Todo era excepcional. Los pocos apoyos con que hemos contado fueron siempre
excepcionales. Espinosa y yo sabemos que el entorno habitual era la
indiferencia, el vacío y el silencio, por parte de los políticos, de la prensa
y de la Universidad.
Hoy asistimos
boquiabiertos al descubrimiento de la “memoria histórica” por parte de la
prensa, treinta años después de la restauración democrática, cuando ya han
muerto los supervivientes y testigos de los hechos, los fondos documentales
municipales se han destruido y los archivos de los consejos de guerra
franquistas se pudren en barracones. Aquí es donde se pudre la memoria
histórica y no en las fosas comunes. Hoy surgen por doquier redactores,
articulistas, documentalistas y filmadores, cuando apenas quedan testigos que
filmar o entrevistar, a la vez que ignoran que la auténtica memoria histórica
se pudre o se destruye en los Tribunales Militares Territoriales de las
diversas Regiones Militares, sin que ni la prensa ni los políticos ni la Universidad
hayan reparado ni puesto remedio a tamaña desgracia historiográfica. Caerán en
la cuenta cuando la gran pérdida sea ya irreparable y haya derivado en
auténtica catástrofe. Mientras tanto, las consejerías autonómicas libran
cantidades sustanciosas, no para consolidar la obra de los que verdaderamente
investigaron y recuperaron la memoria histórica en las provincias, sino para
satisfacer una moda a destiempo, la de los conversos a la memoria, cuya
realidad trágica nunca investigaron, cuando esto era posible.
Esta nueva
edición de La guerra civil en Huelva
nos vuelve a poner sobre la pista de los que verdaderamente se han sacrificado
en pro de la memoria histórica de los vencidos, es decir, de los demócratas, a
lo largo de los años de silencio de la transición y de la postransición, en
plena democracia. Muy pocas monografías territoriales se han llevado a cabo en
España, con tanto rigor y profundidad como en esta obra de Francisco Espinosa.
Su metodología de investigación exhaustiva ha dejado al descubierto el modelo a
seguir en este tipo de trabajos de monografías territoriales sobre la guerra y
la represión franquista, conjugando los archivos nacionales y los archivos
locales, los registros civiles y las fuentes orales. Ninguna de estas fuentes, de
manera única o aislada, podrá llevar a ninguna conclusión mínimamente fiable,
seria o científica sobre la tragedia humana de la guerra. Es necesaria la
multivisión y el perspectivismo, donde desde diferentes ángulos se aborde con
fiabilidad la reconstrucción de la realidad de la represión. Quien pretenda
ofrecer un estudio fiable utilizando únicamente registros civiles, como ya se
ha hecho en algunas provincias españolas, incurrirá en un estudio incompleto e
parcial, sencillamente porque se ha ignorado un mecanismo represivo universal,
que es la tendencia a la ocultación de las matanzas por parte de los represores
y la tendencia a la desaparición física y documental de toda huella o rastro de
los vencidos, desde que el mundo es mundo. Represión ha sido siempre sinónimo
de desaparición. Tanto en los estudios de Espinosa como en los míos sobre
Córdoba quedó patente y claro que en los registros civiles apenas se inscribió
un tercio de la realidad, con relación a las matanzas de 1936-1939. Con
relación a las matanzas de la victoria, en las aplicaciones masivas de la “ley
de fugas” en abril-mayo de 1939, ocurrió lo mismo. Fue después, con la
actuación masiva de los consejos de guerra, cuando la inscripción de las
víctimas tuvo mayor regularidad, pero nunca de manera completa, menos aún con
respecto a la represión de huidos y maquis. Estas conclusiones, fundamentadas
con todo rigor en esta obra de Espinosa, echan por tierra ya definitivamente
las especulaciones estadísticas de Ramón Salas en su obra Pérdidas de la guerra, el último intento del tardofranquismo por
dejar “atada y bien atada” a su favor la cuestión cuantitativa de la represión
franquista, el último intento -decimos- antes de que los herederos del régimen
se arrojaran en brazos de un patético ex terrorista del GRAPO llamado Pío Moa,
elogiado, patéticamente también, como príncipe, faro y cumbre de los
historiadores españoles por el norteamericano Stanley G. Payne. Los hispanistas
extranjeros, otrora en vanguardia, parece que hoy hacen aguas a babor y a estribor.
Hace unos meses, el célebre Hugh Thomas, nos sorprendió en una rueda de prensa
en Madrid, donde afirmó que, a estas alturas, “no sé por qué se produjo la
guerra civil española”.
La crónica
trágica que Francisco Espinosa nos desvela sobre Huelva, una más de las grandes
provincias mártires bajo el franquismo, es un estudio magistral. Pueblo por
pueblo, mes por mes, archivo por archivo, testimonio por testimonio, presenta
una radiografía riguroso sobre lo que ocurrió en Huelva a partir del 18 de julio
de 1936. Espinosa, que se declara admirador de los trabajos del hispanista
Herbert Southworth y del español Josep Fontana y de los trabajos de algunos de los
historiadores de la transición, como Alberto Reig, y de algunas de las
monografías territoriales publicadas en los ochenta, como la mía de Córdoba, lo
cual le agradezco, ha buscado siempre investigar, reconstruir, analizar y
redactar sin tapujos, sin rodeos ni dobleces, sin erróneas equidistancias ni
mal entendidas asepsias. A su gran nivel de rigor y documentación ha
contribuido, sin duda, el hallazgo de importantes archivos locales en Huelva,
como el Fondo Documental de Represión del Archivo de Valverde del Camino,
archivo salvado por la astucia del funcionario Arturo Carrasco en aquellos años
de destrucción de memoria histórica que decretó el ministro Rodolfo Martín
Villa, ahora amigo fraternal de Santiago Carrillo.
Después de leer
un libro tan documentado y riguroso como este, sólo entonces se puede opinar,
con fundamento y conocimiento de causa, sobre la realidad del genocidio
franquista. Por ello califico a Huelva como provincia mártir, entre tantas.
Sólo hubo en la provincia 43 víctimas de derechas, aunque, si hubiera habido
más o ninguna, el propósito represivo de los golpistas hubiera seguido su curso
inalterable, como ocurrió en el resto de España, ya se hubieran producido o no
represalias contra derechistas. Para mi colaboración en la obra Víctimas de la guerra civil (Temas de
Hoy, 1999), Francisco Espinosa me aseguró que, aunque en su edición mencionó
4.046 víctimas de la represión franquista (Salas Larrazábal sólo menciona
1.597, y eso que en los registros civiles se pueden contar hasta 3.042), en un
estado posterior de su investigación sostiene que “... cuento con datos que me permiten
afirmar que en la provincia de Huelva fueron eliminadas, al menos, 5.455
personas”, a las que habría que añadir “un mínimo de 2.500 víctimas” de la
cuenca minera de Río Tinto. Con esto, y a la vista de varias evidencias más,
concluía: “No creo exagerado afirmar que en Huelva se llevaron por delante unas
8.000 personas”.
La guerra civil en Huelva es ya un
clásico y un modelo a seguir en estudios similares, de los pocos que existen y
de los pocos que se emprenden con verdadera vocación de rigor y profundidad. El
autor nos sumerge sin medias tintas en el infierno de violencia que los
sublevados desataron en el Sur de España, desde las parodias de consejos de
guerra (minoritarios en 1936, casi exclusivos contra militares leales a la
República) hasta los “paseos” y ejecuciones sumarias masivas; desde la
aniquilación de más de 500 huidos a las montañas que buscaban una escapatoria
trágica e imposible hasta la participación de la Iglesia en la orgía de sangre,
bendiciendo a los sublevados, entregando listas negras o atizando “el
exterminio de herejes”, como los párrocos de Rosal de la Frontera, de Aroche,
de Gibraleón, de Calañas, de la capital, y sobre todo, el párroco de Rociana,
Eduardo Martínez, que a la entrada de las tropas sublevadas, sermoneó públicamente:
“Ustedes creerán que por mi calidad de sacerdote voy a decir palabras de perdón
y de arrepentimiento. No. ¡Guerra contra ellos hasta que no quede ni la última
raíz!”. Estas y otras actuaciones de la Iglesia (el Cura de Zafra, o los
sevillanos Fray Gerardo del Niño Jesús, Fray Diego de Cádiz, el jesuita P.
Mariano Ayala, etc.) dan cumplida prueba sobre la beligerancia de la Iglesia en
aquella tragedia. Lástima que en otras zonas de España no se haya profundizado
de esta manera en los entresijos del gran golpe de Estado. No acabaron ahí las
aportaciones de Francisco Espinosa a lo que ahora llamamos “recuperación de la
memoria histórica”. En el año 2000 apareció su La justicia de Queipo (Córdoba, edición del autor) sobre los
mecanismos para legitimar el golpe y la violencia por parte de los sublevados,
sobre todo a través de los grandes represores sureños, los auditores Francisco
Bohórquez y Felipe Acedo Colunga, demostrando que la reacción antirrepublicana
se fue educando en la violencia antes de 1936, de tal modo que los
antirrepublicanos y conspiradores de “la sanjurjada” de 1932, son los grandes
protagonistas de la conspiración y de las matanzas de 1936. Otra obra posterior
de Francisco Espinosa, La columna de la
muerte (Crítica, 2003), reconstruye de manera impresionante (otra lección
de rigor y documentación) el terror y exterminio cometido por los sublevados en
su marcha hacia Badajoz, en la primera mitad de agosto de 1936.
Llegados a este
punto, y gratamente impresionados por las aportaciones de Espinosa al
esclarecimiento de la verdad sobre la guerra civil, no podemos dejar de mirar
con alarma al panorama que sobre esta cuestión se sigue observando en nuestro
anómalo país, democrático formal, sí, pero con resabios muy generalizados que no
lo son. Apenas se escuchan voces influyentes que reclamen investigación y
verdad sobre el genocidio franquista, que sería lo lógico en países
democráticos occidentales. Las comisiones de la verdad toman voz en todas
partes, incluso en Hispanoamérica, pero no en España. En fechas recientes nos
ha sorprendido una excepción, pero que, sospechosamente, ha pasado
desapercibida en la prensa nacional. El sábado día 26 de febrero, de 2005, el
juez Baltasar Garzón nos sorprendió declarando en televisión que en el franquismo
“se cometieron crímenes contra la Humanidad”, sobre todo “en los primeros años
de la dictadura franquista”, y que era deseable la puesta en marcha de
“comisiones de la verdad”, así, textualmente. Sólo encontré luego unas líneas
censorias en El Mundo (28-2-2005, p.
2), calificando de “despropósito” la declaración, “que sólo contribuiría a
reabrir las heridas que tanto ha costado cicatrizar”. ¿A quiénes ha costado
cicatrizar? ¿A los vencedores o a los vencidos? Y se sigue con el sonsonete de
“reabrir las heridas”, una falacia que enarbolan, curiosamente, los herederos
de los que abrieron las heridas, mientras que los heridos de verdad callan. Es
decir, los demócratas callan, y los herederos de los golpistas, a “sostenella y
no enmendalla”.
Hoy día resulta
incomprensible cómo un país democrático como España no ha hecho de su memoria
histórica y de sus mártires por la democracia un símbolo de identidad.
Identidad como país avanzado y democrático, que se dejó en el camino de ese
empeño multitud de vidas. La memoria histórica del genocidio franquista debe
convertirse en memorial democrático, algo de lo cual ya se ha llevado a cabo en
Cataluña. Hasta un país como Israel, que hoy por hoy no tiene nada que enseñar
al mundo en materia de respeto a los derechos humanos, ha convertido su memoria
histórica en materia de identidad nacional a través de ese gran museo del
horror, el Yad Vashem, en Jerusalén. Cuánto más España, que sí tiene mucho que
enseñar al mundo en materia de democracia y de respeto a los derechos humanos.
De todas formas, se da alguna excepción honrosa en medio de la desidia y
conviene señalarla: el 8 de mayo de 2005, por primera vez un presidente de
gobierno español, señor Rodríguez Zapatero, asiste en Mauthausen al homenaje a
los 7.000 españoles masacrados allí por los nazis. Tal gesto encomiable,
impensable en tiempos de Felipe González, contribuye a colocar algunas piezas
en el memorial democrático español.
Otra falacia que
a estas alturas se hace ya insoportable es la de “la República, culpable”.
Seguimos sin liberar a la República -una democracia, no olvidemos- de las
calumnias de Franco contra ella. La República es la referencia inmediata de la
democracia actual. ¿Cómo es posible que no se haya reivindicado la verdad sobre
la República, dejando indelebles las calumnias de Franco?
No se comprende
cómo es posible que tantas mentes preclaras como hay o debiera haber hoy en
España sigan asociando la República al museo del caos y al escaparate de toda
suerte de agitaciones y desórdenes, que no es verdad. Por ejemplo, entre otras
observaciones posibles, no hubo entonces un terrorismo organizado como se sufre
en la democracia actual con ETA, ni murió en atentado ningún presidente de
gobierno, como sí ocurrió tres o cuatro veces en los reinados borbónicos de la
Restauración. Ni siquiera el fácil recurso a la quema de conventos fue una
novedad en la República, sino que había estallado en varias ocasiones durante
los borbones, desde que la Iglesia se hizo beligerante contra el liberalismo
modernizador, hizo causa con los carlistas y adoptó posiciones reaccionarias,
que le acarrearon el odio del pueblo. Hubo huelgas, es verdad, y algunas
revolucionarias, pero en el seno de la gran crisis económica de la Europa de
los años treinta, con millones de parados sin subsidio, cosa que nunca se
subraya. Fueron las huelgas del hambre, no las del capricho o la diversión; y
no tan numerosas como se cree. Que se comparen, por ejemplo, con las del
llamado “trienio bolchevique”, 1918-1920, o con las habidas en España en torno
a 1980.
En esta falacia
de “la República, culpable”, incurren hoy día, sin pudor, sesudos catedráticos
de Universidad, como el ya citado José Manuel Cuenca Toribio, que en el prólogo
a Julián Chaves (Violencia política y
conflictividad social en Extremadura. Cáceres 1936, Diputación de Badajoz,
2000), con lenguaje críptico y gongorino, no tiene reparo en culpar de todo a
la República, a “... la mediocridad de
los círculos dirigentes afanados en cosechar malandanzas tras malandanzas a
partir de la sustitución de Alcalá-Zamora en la primera magistratura del país y
del empeño en orillar las coincidencias y reforzar las discrepancias...”. Es
decir, que no hubo ni boicot de las derechas a las reformas planteadas ni
conspiraciones de la España latifundista ni influencia decisiva del apogeo
nazi-fascista europeo (la influencia comunista era rigurosamente minoritaria)
ni intransigencia de la Iglesia ni conspiraciones de los militares africanistas
(ya abortados en 1932), es decir, que el único culpable era la víctima, el
gobierno republicano.
Lógicamente, el
tópico de “la República, culpable” nos conduce a otra falacia, que es la
“justificación” del golpe (o del “movimiento nacional”, como se prefiera). Todo
golpista universal, desde Franco a Tejero o a Pinochet, ha justificado siempre
su golpe como “salvación de la patria”, como “remedio al desorden existente” o
como “liberación del comunismo” (o del “ateísmo” o de la “anti-España”, como se
prefiera). De manera que no hay nada nuevo bajo el sol. Estos días nos acaba de
sorprender otro renombrado universitario, nada menos que el catedrático Manuel
Ramírez, de Zaragoza. En un artículo reciente (“Aquella ansiada República”, El País, 14-4-2005), después de admitir
que la República cayó por “el alzamiento” (vocablo, ya de por sí, impertinente)
del 18 de julio, añade un “pero”, que no es otra cosa que la justificación
encubierta del golpe militar. Y cita tres causas en la caída de la República,
que, además de justificadoras, resultan un tanto peregrinas en un profesor de
tan alto rango. Una, que la Constitución de 1931 no era integradora; otra, que
había un exceso de partidos (o sopa de letras); y por último, la debilidad del
consenso republicano. Pues bien, que estas circunstancias se dieran de manera
adicional en aquella encrucijada, ¿Quién puede admitir que estas sean las
claves de la tragedia de aquella democracia? Habría que mencionar,
primeramente, que la andadura republicana vino a coincidir con la gran crisis
económica occidental, que llevó la desesperación social a EE.UU. y a toda
Europa. Otra de las claves fue el ascenso de los totalitarismos de derechas en
la Europa de los años treinta, lo cual estimuló decisivamente todo el
movimiento conspirador contra la República. Por otro lado, el vicio del
intervencionismo político de los militares españoles, sobre todo los
africanistas. Además, el rechazo de aquella democracia reformista por parte del
conservadurismo español, en especial los latifundistas, que sólo esperaban el
momento de saltar contra la República (ya lo intentaron en 1932). Y no se
olviden las posiciones integristas e indisciplinadas de la Iglesia católica.
Nada de lo que ocurrió en la Republica o en la guerra civil puede explicarse
sin acudir al contexto europeo totalitario. Las memorias de Eric Hobsbawn (Años interesantes, Crítica, 2002)
ilustran de primera mano cómo la suerte de Europa se estaba gestando en el
Berlín sombrío de los años treinta. No bastan las explicaciones domésticas en
la tragedia de la República; son mucho más decisivas las motivaciones
internacionales. Mientras tanto, se puede afirmar que la justificación del
golpe de Estado de 1936 en España anida hoy día, con más o menos precisión, en
la mente de más de la mitad de los españoles. Se constata, pues, que esto
supone otra victoria de Franco: su deformación de la historia permanece “atada y bien atada”. Sin ir más lejos, este
clima justificador del “movimiento” estaba presente en la serie “Memoria de
España”, emitida recientemente por TVE-1, dirigida por Fernando García de
Cortázar. Su visión de la República fue todo un catálogo de vicios, sin virtud
alguna, que “lógicamente” tenía que desembocar en la guerra civil (no en el
golpe, claro está, cosa que olvidan los objetivistas y equidistantes). Más
sorprendente aún fue el silencio con que el mundo académico y universitario
recibió esta nueva lección de falsificación histórica. Sólo he hallado una
honrosa excepción, la del catedrático Vicenç Navarro, de la Universidad de
Barcelona, al que aludiremos más adelante. Una vez más, los catalanes nos
salvan del gran bochorno nacional.
Una falacia más
en este laberinto de la guerra civil española es la errónea pretensión de
“neutralidad”. Me llama estos días un amigo y me pide un artículo sobre la
guerra, “pero que no sea polémico, que
sea neutral...”. Me deja confuso y le pregunto, “pero ¿qué quieres decir con
neutral? Eso es como si me pides un artículo neutral sobre el atentado
terrorista del 11-M... que valore y pondere de la misma forma las razones de
los agresores y de las víctimas, que no inserte análisis en los hechos, que el
historiador no muestre una escala de valores...”. Le explico que sólo un
pseudointelectual sin espíritu crítico alguno puede aparentar neutralidad entre
golpismo y democracia. No es nueva esta polémica. En realidad, son los
golpistas o sus herederos los que piden neutralidad e imparcialidad, que no
haya carga ideológica, con lo que se refieren siempre a la ideología de los
demás, no a la suya propia, como acertadamente ha señalado Josep Fontana (La historia de los hombres, Crítica,
2001). Este catedrático emérito catalán insiste en la falacia de la
imparcialidad, mencionando, por ejemplo, al inglés decimonónico Lord Acton, que
planteaba el siguiente programa: “Nuestro esquema pide que nada revele el país,
la religión o el partido al que pertenecen los escritores”, ya que “la
imparcialidad es la base de la historia legítima”, con lo cual dejaba fuera
todo análisis o interpretación en el seno de una ciencia humanística,
limitándose a la simple transmisión de hechos. En realidad, sostiene Fontana,
que el objetivismo académico enmascara la función de servir a intereses no
historiográficos. Esta falacia de la imparcialidad y la neutralidad conduce a
otra no menos aberrante, en la que hoy estamos encenagados, y es el sonsonete
de “los dos bandos fueron iguales” o “ los dos bandos hicieron lo mismo”. Como
esto es falso, totalmente falso, quiere decir que la falacia de “la neutralidad
e imparcialidad” conduce a evidentes falsificaciones y deformaciones de la
historia. La pretendida equidistancia o asepsia lleva a formular muchos
conceptos, aseveraciones, ocultaciones y tópicos que falsifican y pervienten la
verdad histórica. Falsificaciones hasta en el léxico, como ese redactor
meridional que en el verano de 1936, a los choques entre republicanos y
sublevados los denomina “choques de las milicias con las autoridades”, y cuando éstas cometen crímenes en la ocupación
de pueblos, se dice que “se produjeron óbitos y defunciones”. ¿Ocurrió tal vez
epidemia de gripe? He aquí la tan celebrada neutralidad, equidistancia e
imparcialidad: decir lo que no es, a saber, perversión de la verdad.
Entrando ya en
recapitulación, se impone devolver a la II República la dignidad que le
arrebató el franquismo, desligar lo más posible el estudio de la guerra civil y
la etapa anterior, la República en paz, para no caer en la interpretación
determinista de una etapa sobre otra. Y sobre todo, desenmascarar, científica y
verazmente, el cúmulo de falacias que revolotean sobre la mente de los
españoles, fruto de una persistente influencia franquista, o neofranquista o
tardofranquista o del franquismo sociológico, y hacerlo al menos en las aulas
públicas, que deben ser ante todo cátedras del saber y de la verdad sin mixtificaciones.
De este modo ha procedido el profesor Vicenç Navarro desde su cátedra catalana,
actitud loable, al poner en la picota la citada serie “Memoria de España”, en
un artículo titulado “Falsedades históricas en TVE” (El País Cataluña, 29-3-2005). Denuncia que “la versión derechista
de la historia de la Guerra Civil, en la que había los buenos (los vencedores)
y los malos (los vencidos), se ha redefinido en una postura que se autodefine
‘de centro’, que asigna por igual a los dos bandos la responsabilidad...”. Y
alude a otra de nuestras falacias: “Sin
explicar las causas del conflicto civil concluye que los dos bandos (...) una
‘idéntica represión’ (...). Tal aseveración es una enorme falsedad”. Y advierte
más adelante: “decir que las ‘profundas
contradicciones desembocaron en la Guerra Civil’ es eludir la responsabilidad
que tuvieron las derechas españolas en su golpe de Estado, que fue la verdadera
causa de la Guerra Civil”.
Incluso habría
que revisar también otra criptofalacia, dada ya por frase hecha en nuestro
miniuniverso cultural, y es el tópico de “las dos Españas”, tal vez a partir de
los conocidos versos de Antonio Machado: “Una de las dos Españas / ha de
helarte el corazón” (Prov. LIII, del poema CXXXVI). En realidad, el tópico de “las
dos Españas” es una perogrullada, igual que existen dos Italias (la progresista
y la reaccionaria), y dos Francias, y dos Inglaterras, incluso dos EE.UU. Se
trata de cierta leyenda negra que una vez más han difundido los hispanistas
ingleses, con aquellos titulares como El
laberinto español o El reñidero
español, y otras simplezas. Si con ello se quiere explicar la guerra civil
como un determinismo de la supuesta raza cainita española, que tras odiarse en
guerra fría deciden, sin más, pasar a la guerra caliente en 1936, nada más
falso ni más ajeno a la verdad. Este supuesto determinismo sería un recurso más
de exculpación de los golpistas: no fueron ellos, sino el cainismo de las dos
Españas. No habría, pues, responsabilidad ni ruptura de hostilidades por parte
de las derechas, ni responsabilidad del Ejército, ni de la Iglesia, ni de los
latifundistas, ni influencia de la Europa totalitaria, ni consecuencias de la
crisis económica occidental. Nada de ello. El único culpable: el cainismo
sempiterno de los españoles, que de la noche a la mañana, sin ton ni son,
empiezan a darse estacazos. ¿Cómo es posible falsear otra vez con este tópico
la verdad histórica? ¿Y cómo es posible pervertir la realidad de las causas y
de los hechos de una manera tan tosca? Recientemente, Julio Gil Pecharromán, de
la UNED de Madrid, ha filosofado sobre “Las dos Españas” (La aventura de la Historia, n. 78, abril 2005), situando en 1935 la
fractura de las dos Españas que llevará a la confrontación, lo cual no pasa de
una simple especulación, sin mencionar el contexto europeo ni la crisis
económica general ni el proceso de fascistización de las derechas a partir de
1934, y mucho más a partir de la derrota de febrero de 1936, ni las ambiciones
de los militares africanistas, ni las conspiraciones contra la reforma agraria
ni tantas otras motivaciones, todas las cuales quedan en agua de borrajas desde
el momento en que las derechas abandonan la senda democrática y recurren al
Ejército para ocupar el poder a la fuerza.
Así las cosas, nos
queda tanto camino por recorrer en busca de la verdad histórica y en busca de
la memoria silenciada de los demócratas que parece que no hemos caminado nada
desde el inicio de nuestras investigaciones en las fechas de la transición. Con
todo, conviene reseñar algunos hitos aislados, dignos de encomio y semilla de
esperanza en fechas recientes, como aquella condena de la dictadura franquista
en el Congreso de los Diputados (20-11-2002) -si bien, desleída y edulcorada
por las presiones del partido popular-, varias actividades y congresos
importantes habidos en Barcelona, o la recién creada Cátedra de Memoria
Histórica del siglo XX, presidida por Julio Aróstegui. Lo preocupante es que
estos esfuerzos minoritarios no han calado todavía en las mentalidades de la
masa social. Sin duda, alguna influencia en esa difícil reconversión tendra la
lectura de esta tercera edición de La
guerra civil en Huelva. Su rigor, profundidad y exhaustividad así lo
merecen. Tanto a Francisco Espinosa como a mí nos estimuló siempre una gran
inquietud intelectual y un íntimo compromiso ético; nunca nos alentó la
búsqueda de brillo para nuestro “currículum” -que nos importó un bledo, siendo
nuestro horizonte la “aurea mediocritas” clásica-, ni el arribismo -la altura
nos da vértigo-, ni el oportunismo -ya veníamos de vuelta, cuando se desató la
carrera de oportunidades-. Con nuestros libros sobre la mesa, ahora Huelva,
antes Córdoba, Sevilla, Badajoz,... queremos compartir las palabras que
acabamos de escuchar a Josep Fontana (Universidad Complutense, 28-4-2005), y
son: que el mayor de los crímenes de Franco no fueron tanto sus centenares de
miles de muertos, con ser esto duelo y llanto de lesa Humanidad, sino más aún
haber acabado con aquella gran esperanza que supuso la democracia republicana
de 1931, oportunidad única perdida en nuestra desgraciada historia. El poeta ya
lanzó su veredicto: “Haz que su infamia su castigo sea / (...) y el horror de
su crimen lo redima.” (A. Machado,
Poesías de la guerra).
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