29/9/17

HISTORIADORES DE CÓRDOBA. ARCÁNGEL BEDMAR


HISTORIADORES DE CÓRDOBA. ARCÁNGEL BEDMAR


 

Prólogo al libro “República, guerra y represión. Lucena 1931-1939”, de Arcángel Bedmar, año 2000 


 

                                                       Por Francisco Moreno Gómez


Hace dos años, quienes mantenemos un compromiso intelectual y ético con la recuperación de la verdad histórica en la España de los años treinta y cuarenta, tuvimos la satisfacción de leer la obra de Arcángel Bedmar Lucena: de la Segunda República a la Guerra Civil, una investigación seria y plena de rigor, que nos hizo exclamar: “Lástima que en todos los municipios cordobeses no exista una obra así”. Ahora, Arcángel Bedmar nos vuelve a deleitar con una segunda edición que, en realidad, es un libro nuevo, hasta en el título: República, guerra y represión (Lucena, 1931-1939). Un texto totalmente revisado, enriquecido con numerosos datos, ampliado y perfeccionado, con nueva investigación, nuevas perspectivas y la nueva bibliografía surgida en España en estos dos últimos años. El resultado es, sencillamente, admirable y digno de consulta para cuantos emprendan un estudio local de estas características. Lamentablemente, son poquísimos, todavía, los trabajos de recuperación de la memoria histórica en ámbitos locales o provinciales, respecto a esas páginas ocultas de aquella democracia de 1931, sometida al boicot de los poderes fácticos primero, y al golpe de Estado y a la violencia más terrible a partir de 1936. Libros como éste nos ayudan a esclarecer los estragos, en gran parte ocultos, de la dictadura fascistoide de Franco.

Foto.- El historiador cordobés (residente en Lucena) Arcángel Bedmar González, autor de valiosas monografías sobre el golpe militar y la guerra civil: Lucena, Montilla, Fernán Núñez, Baena, etc.

A pesar de los estudios monográficos, parciales e insuficientes, en España no se ha acometido nunca un Informe Sábato, levemente aproximado al que se confeccionó sobre la dictadura argentina. En este punto, soy pesimista radical: jamás se hará tal informe, exhaustivo, sobre los mártires de la democracia en España. Nada que se parezca, mucho menos aún, a los trabajos de las “Comisiones de la Verdad” en Guatemala, Suráfrica, Chile, etc. España, una vez más, es diferente. En Suráfrica, para rehabilitarse ante la opinión pública, los represores han de hacer una confesión pública de sus crímenes y una petición de perdón. Sólo estos son amnistiados. Los demás genocidas son sometidos a proceso.

En Chile, el fatídico Pinochet podría ser juzgado sólo por 19 crímenes que se le han podido probar. Toda la polvareda periodística de estos dos últimos años está provocada por esta única base probada: 19 crímenes. ¿Qué habría que hacer en Lucena, donde Arcángel Bedmar ha documentado más de cien víctimas inocentes (123 exactamente), bajo el terror de los fascistas locales (teniente coronel Tormo, los capitanes Juan Morales, Juan Pedraza, Joaquín López Tienda y Eloy Caracuel, el teniente Castro Samaniego “Polvorilla”, además de falangistas locales, oligarcas del latifundio y cofrades piadosos, todo ello con el silencio y aquiescencia de la Iglesia Católica, el mismo silencio mantenido en Argentina, Chile, holocausto nazi, etc. Demasiado silencio para no pedir perdón).

        Y es que la democracia de 1931 (II República) estuvo acosada desde el primer momento por los poderes fácticos tradicionales: la oligarquía terrateniente, los militares intervencionistas en política y la Iglesia intransigente. El acoso y boicot fue tan furibundo, alentado por las soluciones fascistas en Europa, que en 1936 no dudaron en recurrir a la violencia y al golpe de Estado. Lo ocurrido el 18 de julio de 1936 no fue más que el último acto de un boicot antidemocrático que los poderes tradicionales venían practicando desde 1931. El libro de Arcángel Bedmar va diseñando, perfectamente, esa intransigencia y ese acoso constante de los poderes tradicionales de Lucena en contra de la convivencia política y social en la ciudad durante la República.

        Sin embargo, a la sociedad de hoy apenas se le ha explicado la raíz y esencia de lo que ocurrió, sobre todo el gran genocidio perpetrado. Todo el confusionismo historiográfico al que asistimos tiene mucho que ver con la forma en que ha ocurrido la transición a la Democracia a finales de los años setenta. Esta transición, no conquistada, sino otorgada con una serie de condiciones, ha hecho consistir una de esas condiciones en un pacto tácito de silencio sobre la represión de la dictadura, de manera que resultara “improcedente” no sólo criminalizar a los autores del exterminio, sino ni siquiera plantear la condena moral de sus crímenes. La representación teatral resultó tan grotesca que la izquierda antifranquista se limitó a solicitar en 1976 la amnistía para las víctimas encarceladas por la dictadura y no el castigo o condena de los represores. La transmutación de papeles durante la transición revistió caracteres oníricos, incluso patéticos, para la izquierda. Así se llegó a una especie de ley tácita de “punto final”, sellada por la derecha y por la izquierda, donde las únicas renuncias las hizo la izquierda: en su propia trayectoria, en su memoria histórica, en sus víctimas, en su sufrimiento y en sus razones de lucha. En cierto modo, durante la transición, los vencedores siguieron venciendo: su versión de los hechos de 1931, 1936 y 1939 la siguen manteniendo en pie, sus cifras, sus justificaciones y sus calumnias contra la democracia republicana. No existe en el mundo un régimen democrático tan calumniado y vilipendiado como la II República española, ese hito democrático que está pidiendo a gritos un gran homenaje nacional de desagravio.

La izquierda en general, mientras tanto, no sólo ha renunciado a su memoria y a sus víctimas, sino que ha incurrido en la aberración de aceptar la versión parcial de los vencedores y, más aún: la izquierda sociológica ha llegado a sentirse culpable de la guerra. Todo un éxito de manipulación que debe anotarse entre las habilidades embaucatorias de los epígonos de la dictadura. Un cuadro surrealista donde los corderos, por su mal comportamiento, piden perdón a los lobos. Pequeño botón de muestra del confusionismo que padece la izquierda fue el libro del socialista Juan Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables. No parece lógico que el demócrata pueda sentirse culpable ni de la preparación ni de la conspiración ni del estallido de un golpe militar.

En cualquier caso, podría comprenderse un supuesto pacto de silencio sellado en la mesa de los políticos, donde toda componenda es verosímil. El auténtico escándalo surge cuando se pretende que ese pacto de silencio lo sellen también los historiadores. Aquí reside el punto de alarma y de estupor. El arco político es libre de pactar el olvido, e incluso también la sociedad, pero jamás los historiadores ni la ciencia ni la Universidad. El historiador se debe al imperativo científico e intelectual de investigar la verdad histórica. Y por qué no exigirle también un imperativo moral y ético, porque los que pueden rescatar la historia, deben hacerlo. Y los que pueden hablar en nombre de las víctimas, no deben eludir esa responsabilidad. En este sentido habría que pensar en una especie de O.N.G. (“Historiadores mundi” o “Investigadores sin fronteras”), que supieran vencer las reticencias academicistas, las modas, las posiciones bienpensantes, para proyectarse en una gran “Comisión de la Verdad”, que desvelara los desmanes de las dictaduras en el mundo.

Los vencedores filofascistas han hecho lo indecible en España por ocultar, manipular o infravalorar las dimensiones del holocausto en los 15 años “negros” (1936-1950). Es la sempiterna tendencia a la “desaparición”, que siempre ha llevado a cabo el terror totalitario. Reprimidos y desaparecidos vienen a ser un sinónimo. Así se pone de manifiesto en países hollados y martirizados: Argentina, Chile, Guatemala, El Salvador, Camboya, Chechenia, etc., etc. Décadas atrás: el genocidio de España o los campos nazis. Hoy día, en nuestro país, el amplio estrato del franquismo sociológico y sus arúspices siguen negando, infravalorando o, simplemente, ignorando la magnitud de la violencia reaccionaria.

El último esfuerzo de la clase dominante, la vencedora, por desvirtuar la realidad del holocausto español está representado por el militar y escritor franquista Ramón Salas Larrazábal (q.e.p.d.). Con una apariencia de objetividad, arbitraje y “estadística” intentó zanjar la cuestión mediante una fuente supuestamente científica: el Instituto Nacional de Estadística (INE) de los años cuarenta, sobre índices de mortandad. Haciendo cálculos y proyecciones defectuosas, llegó a la conclusión esperada por los vencedores y sus herederos: “los franquistas mataron poco; los rojos mataron mucho más”. La verdad histórica es, justamente, la contraria. Todo su proceso de argumentación está viciado, incluso en la fuente, invalidado. No es posible entrar en los detalles de esta falacia, pero baste señalar que en las 24 provincias en las que se han realizado investigaciones recientes, más o menos completas, se puede hablar ya, con conocimiento de causa, de 72.527 fusilados. Así lo hemos constado en nuestro libro conjunto Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, 1999) y en mi trabajo en La aventura de la Historia (núm. 3, enero, 1999). En cambio, en esas 24 provincias, Ramón Salas ofrece una suma que no llega ni a la mitad: 34.250 víctimas. Pretendía zanjar la cuestión con un tercio de la realidad.

Lo peor de esta falacia promovida soterradamente por los herederos del golpe y de la victoria es que ha recibido crédito en el extranjero. Las cifras ocultadoras de Salas han adquirido carta de naturaleza en el hispanista inglés Hugh Thomas (en su edición de Urbión, 6 vols., 1979) y en algunos más. Si no rectifica, será necesario llevar también a Thomas ante el tribunal inglés que recientemente ha condenado al historiador David Irving por “falsificador” y “mentiroso”, debido a su negación del holocausto nazi.

Afortunadamente, una investigación tan rigurosa como la que ahora nos presenta Arcángel Bedmar nos reconcilia con nuestra misión de historiadores. Como ya escribí en el prólogo anterior, en este libro se reconstruye el cuadro de miseria y hambre de la clase humilde y obrera en los pueblos andaluces durante la II República. El panorama que se pinta sobre Lucena es real, documentado e impresionante. Sin embargo, ante tanta penuria sorprende que nunca se produjeran en Lucena desórdenes de importancia, a no ser manifestaciones pidiendo pan y trabajo. Ese pretendido extremismo que durante décadas vienen exagerando los golpistas, para justificar su felonía, no existió en casi la totalidad de España, salvo los casos episódicos que son de todos conocidos. Mucho más grave es el terrorismo de hoy día y a nadie se le ocurre pensar en un golpe de Estado como solución. Igualmente, el golpe de 1936 no tiene justificación posible.

En este libro vemos a la masa popular de Lucena malvivir, pendiente de los “alojamientos” primero, y de los jornales del “laboreo forzoso”, después, en una tensa relación con los terratenientes, con los que, sin embargo, nunca se enfrentaron con violencia. Queda en evidencia la intransigencia con que la clase patronal respondió siempre a las demandas obreras durante toda la República. Intransigencia, incumplimiento de la legislación republicana (“Que os dé de comer la República”, decían los caciques) e incumplimiento de las Bases de Trabajo. Este era el comportamiento habitual de la oligarquía terrateniente. El gobernador mandaba llamar a los propietarios; el alcalde hacía lo mismo, pero nunca cedían ni se avenían a soluciones ni a acuerdos. No cabe duda de que la clase patronal boicoteó la convivencia laboral durante la República. En Lucena, vemos a la masa hambrienta acudir continuamente al Ayuntamiento, sin hallar otra respuesta que la Cocina Popular o la Cocina Económica. La actividad del Ayuntamiento aparece marcada por este drama social, la presión de los parados sin ningún subsidio, las llamadas angustiosas al gobernador o al ministro correspondiente, la petición desesperada de auxilios... A pesar de tanto drama, los jornaleros de Lucena no secundaron nunca la vía de los desórdenes ni la violencia. En realidad, fue este el comportamiento generalizado en toda España. Los desórdenes, como en cualquier democracia con derecho de huelga, se dieron, pero en muy contados lugares, como en los años veinte o en los años setenta...

La clase humilde de Lucena se limitó a sufrir sus penurias con infinita paciencia, sin extremismos. Por ello causa escándalo esa matanza de 123 personas en las cunetas de caminos y carreteras, obra injustificada y criminal de la clase acomodada de Lucena, falangistas, gentes bienpensantes del casino, militares rebeldes, cofrades de cirio en ristre y golpes de pecho... El genocidio de estas pobres gentes, inocentes, está clamando por la condena moral de los asesinos. Estos pobres mártires de Lucena, estos sí que merecen una canonización, porque son los pobres del Evangelio. En ello debió haber pensado el teniente coronel Tormo antes de sublevarse contra la Constitución y antes de presidir consejos de guerra que llevaron a humildes jornaleros a la muerte. 

En este libro de Bedmar, en medio de las tensiones de la época, sobresalen figuras de hombres íntegros, hombres de principios, ideales y dignidad probada, filantrópicos y altruistas, de la mejor cepa hispánica. Tal fue el caso de Javier Tubío Aranda, el primer alcalde republicano, o Anselmo Jiménez Alba, alcalde del Frente Popular, Antonio Rubio Martínez y otros, todos ellos víctimas inocentes del fanatismo. Esa cepa de hombres republicanos de los que en la capital tenemos el ejemplo de Antonio Jaén Morente, o Juan Díaz del Moral en Bujalance, y tantos otros, silenciados, marginados o excluidos por la España reaccionaria (la del casino, el cuartel y la sacristía). La misma España intolerante que ha salpicado nuestra historia de exclusiones y expulsiones: los moriscos, los judíos, los jesuitas, los liberales (por el “abyecto” rey Fernando, a decir de Unamuno) o la gran masa de exiliados por el franquismo... Nunca podrá ser grande un país que priva a sus hijos del suelo patrio.

En el libro causa honda impresión la crueldad de los golpistas y de la gente influyente de Lucena, a partir del ceremonial de exterminio que organizaron. Ese fusilamiento de 6 jóvenes el 5 de agosto. Las 25 personas sacrificadas el 19 de agosto. Los 23 fusilados en la Cuesta de Balandranes... A todos ellos, más de cien, se les negó también la sepultura digna, se les echó en fosas comunes o en zanjas, separados los cuerpos por sacos de cal. Insistimos en que estas pobres gentes no habían causado nunca ningún desorden en el pueblo en los años de paro y hambre.

Arcángel Bedmar mejora en esta edición la reconstrucción del drama social de Lucena en los años treinta, la complejidad de los avatares políticos, los procesos electorales, sus resultados y sus protagonistas, hasta llegar a la tragedia del golpe militar, con sus medidas terroríficas y su derramamiento injustificado de sangre. Adquiere especial relieve en este trabajo la reconstrucción de los primeros meses de la guerra civil, la influencia de los militares de la Caja de Reclutas de Lucena (antes citados) y el “Teniente Polvorilla”, de la Guardia Civil. Con sumo interés he observado los datos y las cifras que ofrece el autor, superando con su paciente labor el número que yo había anticipado en mi libro La guerra civil en Córdoba. Ello confirma que mis cifras pecaron de moderadas. La raíz de todos los desajustes son las lagunas documentales de los registros civiles, deficiencias que hay que suplir con otras fuentes, como el testimonio oral. Llega aquí Bedmar a mi misma conclusión; y es que las matanzas franquistas no se inscribieron, en gran medida, en los registros civiles. Más del doble de las víctimas no fueron nunca inscritas. Son “desaparecidos”. Sus huesos permanecen en los gólgotas que el fascismo acotó en el extrarradio de cada pueblo.

Volvemos así a la cuestión del principio: a) el tópico ya aludido sobre la ocultación o falseamiento de las cifras del holocausto, cuyas falacias llegan hasta hoy; b) una especie de epidemia intelectual que podemos denominar “el criterio nivelador”, según el cual “los dos bandos hicieron lo mismo”, un criterio falaz que en la sociedad de hoy sigue en vigor, entre periodistas, medios de comunicación, gentes de cultura, e incluso en medios académicos. Se equiparan ambas represiones y se ignoran sus grandes diferencias (cuantitativas, cualitativas, temporales, geográficas) y se oculta la explicación de la esencia de la guerra: el golpe de Estado original, y sus raíces de motivación internacional (Eje Roma-Berlín). Recientemente, Javier Tusell ha escrito sobre “Las responsabilidades de la guerra civil” en La aventura de la Historia (núm. 6, abril, 1999). Pues bien, ni menciona la existencia de un golpe de Estado el 18 de julio ni, en consecuencia, aparecen los golpistas como “responsables”. Solapadamente va dejando caer responsabilidades sobre los “errores” de la República, el extremismo de Largo Caballero, la hipervaloración de la revolución de Asturias, la “pasividad culpable” de Azaña, el “timorato” de Casares Quiroga, la tensión entre “los extremos”... Pero los autores del golpe militar ni aparecen. Esta es la falsificación que se difunde desde la misma Universidad. Nos hemos preguntado por la identificación de esos “extremos”. Hallamos que uno era el que estaba segando el trigo y entregado a las tareas de la cosecha de 1936. Ni conspiraban ni estaban armados. A lo más protestaban, exigiendo pan y trabajo. El otro “extremo” sí conspiraba, en los cuartos de banderas y en los casinos. Era la clase ociosa, culta, acomodada, conocedora de las leyes. Este “extremo”, y únicamente este, fue el que prendió la mecha y provocó la gran llamarada nacional. Sólo el pirómano es el responsable del incendio. Es cierto que muchos de aquellos segadores, de alpargatas y callosas manos, se desviaron por la senda de la sangre y del crimen. Pero es obvio que, de no haberse producido el golpe militar, jamás habría estallado (en algunas zonas de España, no en todas) el llamado terror rojo. Fue el golpe militar el que empujó a gentes analfabetas por la pendiente revolucionaria.

Sin duda, se hurta a la sociedad de hoy la esencia y raíz de lo que fue la guerra civil, sus causas y consecuencias. Parece ya imposible poder verse libres de la parcialidad, la falsificación y el juego de medias verdades. Por fortuna, este libro de Arcángel Bedmar es un valioso ariete en pro del rigor y de la reconstrucción fidedigna de nuestro pasado. Aunque el tema es de ámbito local, le vaticino al profesor Bedmar que su libro sentará cátedra y que entre las monografías territoriales recientes sobre la República y la guerra, esta obra será citada con el debido reconocimiento. No es el libro de un principiante. Esta segunda edición, profundamente ampliada, nos sitúa a Bedmar como un historiador consagrado. Últimamente, he seguido con sumo interés sus documentados artículos, sobre todo en la revista La Corredera, de Montilla, relativos a la represión franquista en esta otra ciudad, de la que Bedmar también se está convirtiendo en un experto. 

      En mi reciente conferencia en Barcelona, en el Centre de Treball y Documentació (2-3 de junio de 2000), compartiendo mesa con Paul Preston y con Rigoberta Menchú (la que nos reveló la matanza de 200.000 personas a manos de la clase dominante, en su pequeño país de Guatemala), a la vez que llamaba yo la atención contra la tergiversación constante que adultera la realidad de la guerra civil, terminé con esta consideración: el día en que aquí, igual que el Tribunal Supremo inglés ha condenado como falsificador y mentiroso al historiador David Irving por negar el exterminio nazi, de la misma manera un tribunal español condene por el mismo concepto a Ricardo de La Cierva y a otros, por negar que el 18 de julio fuera un golpe de Estado o por negar o desvirtuar la represión real de la dictadura, entonces, ese día habremos entrado de lleno en la senda de la recuperación de la Verdad en la España democrática.

 

                                                    

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