HISTORIADORES DE CÓRDOBA. ARCÁNGEL
BEDMAR
Prólogo al libro “República, guerra y represión. Lucena 1931-1939”, de Arcángel
Bedmar, año 2000
Por Francisco Moreno Gómez
Hace dos
años, quienes mantenemos un compromiso intelectual y ético con la recuperación
de la verdad histórica en la
España de los años treinta y cuarenta, tuvimos la
satisfacción de leer la obra de Arcángel Bedmar Lucena: de la
Segunda República a la Guerra Civil , una
investigación seria y plena de rigor, que nos hizo exclamar: “Lástima que en
todos los municipios cordobeses no exista una obra así”. Ahora, Arcángel Bedmar
nos vuelve a deleitar con una segunda edición que, en realidad, es un libro
nuevo, hasta en el título: República,
guerra y represión (Lucena, 1931-1939). Un texto totalmente revisado,
enriquecido con numerosos datos, ampliado y perfeccionado, con nueva
investigación, nuevas perspectivas y la nueva bibliografía surgida en España en
estos dos últimos años. El resultado es, sencillamente, admirable y digno de
consulta para cuantos emprendan un estudio local de estas características.
Lamentablemente, son poquísimos, todavía, los trabajos de recuperación de la
memoria histórica en ámbitos locales o provinciales, respecto a esas páginas
ocultas de aquella democracia de 1931, sometida al boicot de los poderes
fácticos primero, y al golpe de Estado y a la violencia más terrible a partir
de 1936. Libros como éste nos ayudan a esclarecer los estragos, en gran parte
ocultos, de la dictadura fascistoide de Franco.
Foto.- El historiador cordobés (residente en Lucena) Arcángel Bedmar González, autor de valiosas monografías sobre el golpe militar y la guerra civil: Lucena, Montilla, Fernán Núñez, Baena, etc.
A pesar
de los estudios monográficos, parciales e insuficientes, en España no se ha
acometido nunca un Informe Sábato,
levemente aproximado al que se confeccionó sobre la dictadura argentina. En
este punto, soy pesimista radical: jamás se hará tal informe, exhaustivo, sobre
los mártires de la democracia en España. Nada que se parezca, mucho menos aún,
a los trabajos de las “Comisiones de la Verdad ” en Guatemala, Suráfrica, Chile, etc.
España, una vez más, es diferente. En Suráfrica, para rehabilitarse ante la
opinión pública, los represores han de hacer una confesión pública de sus
crímenes y una petición de perdón. Sólo estos son amnistiados. Los demás
genocidas son sometidos a proceso.
En
Chile, el fatídico Pinochet podría ser juzgado sólo por 19 crímenes que se le
han podido probar. Toda la polvareda periodística de estos dos últimos años
está provocada por esta única base probada: 19 crímenes. ¿Qué habría que hacer
en Lucena, donde Arcángel Bedmar ha documentado más de cien víctimas inocentes
(123 exactamente), bajo el terror de los fascistas locales (teniente coronel
Tormo, los capitanes Juan Morales, Juan Pedraza, Joaquín López Tienda y Eloy
Caracuel, el teniente Castro Samaniego “Polvorilla”, además de falangistas
locales, oligarcas del latifundio y cofrades piadosos, todo ello con el
silencio y aquiescencia de la Iglesia Católica , el mismo silencio mantenido en
Argentina, Chile, holocausto nazi, etc. Demasiado silencio para no pedir
perdón).
Y
es que la democracia de 1931 (II República) estuvo acosada desde el primer
momento por los poderes fácticos tradicionales: la oligarquía terrateniente,
los militares intervencionistas en política y la Iglesia intransigente. El
acoso y boicot fue tan furibundo, alentado por las soluciones fascistas en
Europa, que en 1936 no dudaron en recurrir a la violencia y al golpe de Estado.
Lo ocurrido el 18 de julio de 1936 no fue más que el último acto de un boicot
antidemocrático que los poderes tradicionales venían practicando desde 1931. El
libro de Arcángel Bedmar va diseñando, perfectamente, esa intransigencia y ese
acoso constante de los poderes tradicionales de Lucena en contra de la
convivencia política y social en la ciudad durante la República.
Sin
embargo, a la sociedad de hoy apenas se le ha explicado la raíz y esencia de lo
que ocurrió, sobre todo el gran genocidio perpetrado. Todo el confusionismo
historiográfico al que asistimos tiene mucho que ver con la forma en que ha
ocurrido la transición a la
Democracia a finales de los años setenta. Esta transición, no
conquistada, sino otorgada con una serie de condiciones, ha hecho consistir una
de esas condiciones en un pacto tácito de silencio sobre la represión de la
dictadura, de manera que resultara “improcedente” no sólo criminalizar a los
autores del exterminio, sino ni siquiera plantear la condena moral de sus
crímenes. La representación teatral resultó tan grotesca que la izquierda
antifranquista se limitó a solicitar en 1976 la amnistía para las víctimas encarceladas
por la dictadura y no el castigo o condena de los represores. La transmutación
de papeles durante la transición revistió caracteres oníricos, incluso
patéticos, para la izquierda. Así se llegó a una especie de ley tácita de
“punto final”, sellada por la derecha y por la izquierda, donde las únicas
renuncias las hizo la izquierda: en su propia trayectoria, en su memoria
histórica, en sus víctimas, en su sufrimiento y en sus razones de lucha. En
cierto modo, durante la transición, los vencedores siguieron venciendo: su
versión de los hechos de 1931, 1936 y 1939 la siguen manteniendo en pie, sus
cifras, sus justificaciones y sus calumnias contra la democracia republicana.
No existe en el mundo un régimen democrático tan calumniado y vilipendiado como
la II República
española, ese hito democrático que está pidiendo a gritos un gran homenaje
nacional de desagravio.
La
izquierda en general, mientras tanto, no sólo ha renunciado a su memoria y a
sus víctimas, sino que ha incurrido en la aberración de aceptar la versión
parcial de los vencedores y, más aún: la izquierda sociológica ha llegado a
sentirse culpable de la guerra. Todo un éxito de manipulación que debe anotarse
entre las habilidades embaucatorias de los epígonos de la dictadura. Un cuadro
surrealista donde los corderos, por su mal comportamiento, piden perdón a los
lobos. Pequeño botón de muestra del confusionismo que padece la izquierda fue
el libro del socialista Juan Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables. No parece lógico que el demócrata pueda
sentirse culpable ni de la preparación ni de la conspiración ni del estallido
de un golpe militar.
En
cualquier caso, podría comprenderse un supuesto pacto de silencio sellado en la
mesa de los políticos, donde toda componenda es verosímil. El auténtico
escándalo surge cuando se pretende que ese pacto de silencio lo sellen también
los historiadores. Aquí reside el punto de alarma y de estupor. El arco
político es libre de pactar el olvido, e incluso también la sociedad, pero
jamás los historiadores ni la ciencia ni la Universidad. El
historiador se debe al imperativo científico e intelectual de investigar la
verdad histórica. Y por qué no exigirle también un imperativo moral y ético,
porque los que pueden rescatar la historia, deben hacerlo. Y los que pueden
hablar en nombre de las víctimas, no deben eludir esa responsabilidad. En este
sentido habría que pensar en una especie de O.N.G. (“Historiadores mundi” o
“Investigadores sin fronteras”), que supieran vencer las reticencias
academicistas, las modas, las posiciones bienpensantes, para proyectarse en una
gran “Comisión de la Verdad ”,
que desvelara los desmanes de las dictaduras en el mundo.
Los
vencedores filofascistas han hecho lo indecible en España por ocultar,
manipular o infravalorar las dimensiones del holocausto en los 15 años “negros”
(1936-1950). Es la sempiterna tendencia a la “desaparición”, que siempre ha
llevado a cabo el terror totalitario. Reprimidos y desaparecidos vienen a ser
un sinónimo. Así se pone de manifiesto en países hollados y martirizados:
Argentina, Chile, Guatemala, El Salvador, Camboya, Chechenia, etc., etc.
Décadas atrás: el genocidio de España o los campos nazis. Hoy día, en nuestro
país, el amplio estrato del franquismo sociológico y sus arúspices siguen
negando, infravalorando o, simplemente, ignorando la magnitud de la violencia
reaccionaria.
El
último esfuerzo de la clase dominante, la vencedora, por desvirtuar la realidad
del holocausto español está representado por el militar y escritor franquista
Ramón Salas Larrazábal (q.e.p.d.). Con una apariencia de objetividad, arbitraje
y “estadística” intentó zanjar la cuestión mediante una fuente supuestamente
científica: el Instituto Nacional de Estadística (INE) de los años cuarenta,
sobre índices de mortandad. Haciendo cálculos y proyecciones defectuosas, llegó
a la conclusión esperada por los vencedores y sus herederos: “los franquistas
mataron poco; los rojos mataron mucho más”. La verdad histórica es, justamente,
la contraria. Todo su proceso de argumentación está viciado, incluso en la
fuente, invalidado. No es posible entrar en los detalles de esta falacia, pero
baste señalar que en las 24 provincias en las que se han realizado
investigaciones recientes, más o menos completas, se puede hablar ya, con
conocimiento de causa, de 72.527 fusilados. Así lo hemos constado en nuestro
libro conjunto Víctimas de la guerra
civil (Temas de Hoy, 1999) y en mi trabajo en La aventura de la
Historia (núm. 3, enero, 1999). En cambio, en esas 24
provincias, Ramón Salas ofrece una suma que no llega ni a la mitad: 34.250
víctimas. Pretendía zanjar la cuestión con un tercio de la realidad.
Lo peor
de esta falacia promovida soterradamente por los herederos del golpe y de la
victoria es que ha recibido crédito en el extranjero. Las cifras ocultadoras de
Salas han adquirido carta de naturaleza en el hispanista inglés Hugh Thomas (en
su edición de Urbión, 6 vols., 1979) y en algunos más. Si no rectifica, será
necesario llevar también a Thomas ante el tribunal inglés que recientemente ha
condenado al historiador David Irving por “falsificador” y “mentiroso”, debido
a su negación del holocausto nazi.
Afortunadamente,
una investigación tan rigurosa como la que ahora nos presenta Arcángel Bedmar
nos reconcilia con nuestra misión de historiadores. Como ya escribí en el
prólogo anterior, en este libro se reconstruye el cuadro de miseria y hambre de
la clase humilde y obrera en los pueblos andaluces durante la II República. El
panorama que se pinta sobre Lucena es real, documentado e impresionante. Sin
embargo, ante tanta penuria sorprende que nunca se produjeran en Lucena
desórdenes de importancia, a no ser manifestaciones pidiendo pan y trabajo. Ese
pretendido extremismo que durante décadas vienen exagerando los golpistas, para
justificar su felonía, no existió en casi la totalidad de España, salvo los
casos episódicos que son de todos conocidos. Mucho más grave es el terrorismo
de hoy día y a nadie se le ocurre pensar en un golpe de Estado como solución.
Igualmente, el golpe de 1936 no tiene justificación posible.
En este
libro vemos a la masa popular de Lucena malvivir, pendiente de los
“alojamientos” primero, y de los jornales del “laboreo forzoso”, después, en
una tensa relación con los terratenientes, con los que, sin embargo, nunca se
enfrentaron con violencia. Queda en evidencia la intransigencia con que la
clase patronal respondió siempre a las demandas obreras durante toda la República. Intransigencia ,
incumplimiento de la legislación republicana (“Que os dé de comer la República ”, decían los
caciques) e incumplimiento de las Bases de Trabajo. Este era el comportamiento
habitual de la oligarquía terrateniente. El gobernador mandaba llamar a los
propietarios; el alcalde hacía lo mismo, pero nunca cedían ni se avenían a
soluciones ni a acuerdos. No cabe duda de que la clase patronal boicoteó la
convivencia laboral durante la
República. En Lucena, vemos a la masa hambrienta acudir
continuamente al Ayuntamiento, sin hallar otra respuesta que la Cocina Popular o la Cocina Económica.
La actividad del Ayuntamiento aparece marcada por este drama social, la presión
de los parados sin ningún subsidio, las llamadas angustiosas al gobernador o al
ministro correspondiente, la petición desesperada de auxilios... A pesar de
tanto drama, los jornaleros de Lucena no secundaron nunca la vía de los
desórdenes ni la violencia. En realidad, fue este el comportamiento
generalizado en toda España. Los desórdenes, como en cualquier democracia con
derecho de huelga, se dieron, pero en muy contados lugares, como en los años veinte
o en los años setenta...
La clase
humilde de Lucena se limitó a sufrir sus penurias con infinita paciencia, sin
extremismos. Por ello causa escándalo esa matanza de 123 personas en las
cunetas de caminos y carreteras, obra injustificada y criminal de la clase
acomodada de Lucena, falangistas, gentes bienpensantes del casino, militares
rebeldes, cofrades de cirio en ristre y golpes de pecho... El genocidio de
estas pobres gentes, inocentes, está clamando por la condena moral de los
asesinos. Estos pobres mártires de Lucena, estos sí que merecen una
canonización, porque son los pobres del Evangelio. En ello debió haber pensado
el teniente coronel Tormo antes de sublevarse contra la Constitución y antes
de presidir consejos de guerra que llevaron a humildes jornaleros a la
muerte.
En este
libro de Bedmar, en medio de las tensiones de la época, sobresalen figuras de
hombres íntegros, hombres de principios, ideales y dignidad probada,
filantrópicos y altruistas, de la mejor cepa hispánica. Tal fue el caso de
Javier Tubío Aranda, el primer alcalde republicano, o Anselmo Jiménez Alba,
alcalde del Frente Popular, Antonio Rubio Martínez y otros, todos ellos
víctimas inocentes del fanatismo. Esa cepa de hombres republicanos de los que
en la capital tenemos el ejemplo de Antonio Jaén Morente, o Juan Díaz del Moral
en Bujalance, y tantos otros, silenciados, marginados o excluidos por la España reaccionaria (la del
casino, el cuartel y la sacristía). La misma España intolerante que ha
salpicado nuestra historia de exclusiones y expulsiones: los moriscos, los
judíos, los jesuitas, los liberales (por el “abyecto” rey Fernando, a decir de
Unamuno) o la gran masa de exiliados por el franquismo... Nunca podrá ser
grande un país que priva a sus hijos del suelo patrio.
En el libro
causa honda impresión la crueldad de los golpistas y de la gente influyente de
Lucena, a partir del ceremonial de exterminio que organizaron. Ese fusilamiento
de 6 jóvenes el 5 de agosto. Las 25 personas sacrificadas el 19 de agosto. Los
23 fusilados en la Cuesta
de Balandranes... A todos ellos, más de cien, se les negó también la sepultura
digna, se les echó en fosas comunes o en zanjas, separados los cuerpos por
sacos de cal. Insistimos en que estas pobres gentes no habían causado nunca
ningún desorden en el pueblo en los años de paro y hambre.
Arcángel
Bedmar mejora en esta edición la reconstrucción del drama social de Lucena en
los años treinta, la complejidad de los avatares políticos, los procesos
electorales, sus resultados y sus protagonistas, hasta llegar a la tragedia del
golpe militar, con sus medidas terroríficas y su derramamiento injustificado de
sangre. Adquiere especial relieve en este trabajo la reconstrucción de los
primeros meses de la guerra civil, la influencia de los militares de la Caja de Reclutas de Lucena
(antes citados) y el “Teniente Polvorilla”, de la Guardia Civil. Con
sumo interés he observado los datos y las cifras que ofrece el autor, superando
con su paciente labor el número que yo había anticipado en mi libro La guerra civil en Córdoba. Ello
confirma que mis cifras pecaron de moderadas. La raíz de todos los desajustes
son las lagunas documentales de los registros civiles, deficiencias que hay que
suplir con otras fuentes, como el testimonio oral. Llega aquí Bedmar a mi misma
conclusión; y es que las matanzas franquistas no se inscribieron, en gran
medida, en los registros civiles. Más del doble de las víctimas no fueron nunca
inscritas. Son “desaparecidos”. Sus huesos permanecen en los gólgotas que el
fascismo acotó en el extrarradio de cada pueblo.
Volvemos
así a la cuestión del principio: a) el tópico ya aludido sobre la ocultación o
falseamiento de las cifras del holocausto, cuyas falacias llegan hasta hoy; b)
una especie de epidemia intelectual que podemos denominar “el criterio
nivelador”, según el cual “los dos bandos hicieron lo mismo”, un criterio falaz
que en la sociedad de hoy sigue en vigor, entre periodistas, medios de
comunicación, gentes de cultura, e incluso en medios académicos. Se equiparan
ambas represiones y se ignoran sus grandes diferencias (cuantitativas,
cualitativas, temporales, geográficas) y se oculta la explicación de la esencia
de la guerra: el golpe de Estado original, y sus raíces de motivación
internacional (Eje Roma-Berlín). Recientemente, Javier Tusell ha escrito sobre
“Las responsabilidades de la guerra civil” en La aventura de la
Historia (núm. 6, abril, 1999). Pues bien, ni menciona la
existencia de un golpe de Estado el 18 de julio ni, en consecuencia, aparecen
los golpistas como “responsables”. Solapadamente va dejando caer
responsabilidades sobre los “errores” de la República , el extremismo
de Largo Caballero, la hipervaloración de la revolución de Asturias, la
“pasividad culpable” de Azaña, el “timorato” de Casares Quiroga, la tensión entre
“los extremos”... Pero los autores del golpe militar ni aparecen. Esta es la
falsificación que se difunde desde la misma Universidad. Nos hemos preguntado
por la identificación de esos “extremos”. Hallamos que uno era el que estaba
segando el trigo y entregado a las tareas de la cosecha de 1936. Ni conspiraban
ni estaban armados. A lo más protestaban, exigiendo pan y trabajo. El otro
“extremo” sí conspiraba, en los cuartos de banderas y en los casinos. Era la
clase ociosa, culta, acomodada, conocedora de las leyes. Este “extremo”, y
únicamente este, fue el que prendió la mecha y provocó la gran llamarada
nacional. Sólo el pirómano es el responsable del incendio. Es cierto que muchos
de aquellos segadores, de alpargatas y callosas manos, se desviaron por la
senda de la sangre y del crimen. Pero es obvio que, de no haberse producido el
golpe militar, jamás habría estallado (en algunas zonas de España, no en todas)
el llamado terror rojo. Fue el golpe militar el que empujó a gentes analfabetas
por la pendiente revolucionaria.
Sin
duda, se hurta a la sociedad de hoy la esencia y raíz de lo que fue la guerra
civil, sus causas y consecuencias. Parece ya imposible poder verse libres de la
parcialidad, la falsificación y el juego de medias verdades. Por fortuna, este
libro de Arcángel Bedmar es un valioso ariete en pro del rigor y de la
reconstrucción fidedigna de nuestro pasado. Aunque el tema es de ámbito local,
le vaticino al profesor Bedmar que su libro sentará cátedra y que entre las
monografías territoriales recientes sobre la República y la guerra,
esta obra será citada con el debido reconocimiento. No es el libro de un
principiante. Esta segunda edición, profundamente ampliada, nos sitúa a Bedmar
como un historiador consagrado. Últimamente, he seguido con sumo interés sus
documentados artículos, sobre todo en la revista La
Corredera , de
Montilla, relativos a la represión franquista en esta otra ciudad, de la que
Bedmar también se está convirtiendo en un experto.
En mi reciente conferencia en Barcelona,
en el Centre de Treball y Documentació
(2-3 de junio de 2000), compartiendo mesa con Paul Preston y con Rigoberta
Menchú (la que nos reveló la matanza de 200.000 personas a manos de la clase
dominante, en su pequeño país de Guatemala), a la vez que llamaba yo la
atención contra la tergiversación constante que adultera la realidad de la
guerra civil, terminé con esta consideración: el día en que aquí, igual que el
Tribunal Supremo inglés ha condenado como falsificador y mentiroso al
historiador David Irving por negar el exterminio nazi, de la misma manera un
tribunal español condene por el mismo concepto a Ricardo de La Cierva y a otros, por negar
que el 18 de julio fuera un golpe de Estado o por negar o desvirtuar la
represión real de la dictadura, entonces, ese día habremos entrado de lleno en
la senda de la recuperación de la
Verdad en la
España democrática.
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